Rusia: Nunca sabrá ver el ojo
soberbio del extranjero el tesoro
que hay escondido
en tu humilde pobreza.
TIÚTCHEV
Un formidable trimotor Junkers nos espera en el andén de Tempelhof, dispuesto para el vuelo nocturno. Lleva unos farolitos rojos en el timón y en la proa, y en los extremos de las alas, dos paquetes de magnesio, que, en caso de aterrizaje forzoso, el piloto incendia para iluminar la noche con fogonazos sucesivos y entrever siquiera el lugar donde posarse. Ocupan sus puestos el piloto, el mecánico y el radiotelegrafista, y conmigo suben a la cabina una señora rusa y un yanqui completamente ebrio; pero, eso sí, correctísimo. A los costados de la cabina lanzan sus lengüetas anaranjadas y azules los tubos de escape de los motores, y el avión corre temerario por el cuadro del aeródromo, marcado en la negrura de la noche por cuatro líneas de lucecitas rojas como sartas de rubíes. Al despegar, el avión hace un viraje y avanza sobre Berlín a una altura de trescientos metros.
Volar sobre una ciudad como Berlín durante la noche es el espectáculo más grandioso que nos puede ofrecer la civilización. El espíritu humano lleva muchos siglos maravillándose ante el espectáculo del firmamento durante la noche; los poetas de todos los tiempos han cantado la grandeza del Creador cada vez que consideraban la inmensidad del cielo tachonado de estrellas, y puede decirse que el sentimiento de lo sublime en la Naturaleza subsistía ya sólo porque el espectáculo de la noche espolvoreada de luz seguía siendo insuperable. Pero esto ha sido también superado.
Imaginad un firmamento mucho más vasto que el que puede abarcarse estando a ras de tierra y poblado con muchas más estrellas que estrellas hay en el cielo; muchas más y mucho más brillantes. El firmamento de la Divinidad, el firmamento que ha hecho creyentes a los hombres y divinos a los poetas, es, frente a este firmamento mentido por nosotros —uno arriba y otro abajo—, un pobre y triste espectáculo. La mise en scène de la Divinidad es más pobre que la de los alemanes; el espectáculo del firmamento auténtico. Hay entre ellos la misma diferencia que entre una revista montada por Folies Bergère y la misma revista representada en un teatrito de provincias. El Creador va a tener que echar mano de un nuevo electricista para mantener la competencia con los alemanes.
El centro de Berlín es una gran masa incandescente; la Unter den Linden lo que querría ser la pobre y desteñida Vía Láctea; la rudimentaria arquitectura de las constelaciones hecha para sencillos pastores, no tiene ninguna importancia al lado de la difícil geometría de estos millones de lucecitas que brillan allá abajo describiendo el laberinto de las calles de la ciudad; la luz tenue e igual de las estrellas envidiaría las gemas riquísimas de estas estrellas urbanas en las que hay diamantes, zafiros, rubíes, amatistas, esmeraldas y ópalos.
Poco a poco, el avión va dejando atrás el ascua de oro de la ciudad, y la negra bocaza de la noche se nos va tragando.
El gentleman, que quiere dormir su borrachera, nos pide permiso para dejar a oscuras la cabina. Ya no se ven en la negra fauce más que las luces de posición del Junkers y las tres espadas flamígeras de los tres motores batiéndose incansables con la noche siempre a nuestro lado. La audacia de esta frágil maquinaria que acomete a la noche y la perfora sin miedo sobrecoge el ánimo del viajero, que, a oscuras en el interior de la cabina y de sí mismo, no puede desechar todavía el temor ancestral a las sombras.
Débilmente, ha surgido en el cuenco de la noche un parpadeo sutil. Todavía no se sabe bien lo que es. Como un beso que nos dieran cuando estamos aún dormidos. La débil caricia se repite cada vez más intensamente. Es el primer faro que sale a saludarnos en nuestro viaje. El avión se alegra de encontrarle y avanza hacia él rectificando su ruta. El faro, al sentir nuestra proximidad, agita entusiasmado su gran brazo como si nos llamase, y aunque el avión sigue desdeñoso su camino, él no se enfada y nos acompaña todavía durante muchos kilómetros, lanzándonos sus abanicos de luz. Luego, otra vez la noche; las lenguas de fuego a nuestro lado y el jadear de los motores que van penetrando temerariamente el mito de las sombras.
Las aspas de las hélices llevan ya cuatro horas perforando la noche. En la cabina del avión, completamente a oscuras, brillan de tiempo en tiempo los relámpagos rojos, blancos y azules del cuadro de recepción del radiotelegrafista. Muy de tarde en tarde, aparece sobre el terciopelo de la noche una ciudad que es siempre como el escaparate de un joyero. Pueblecitos como familias de gusanos de luz. La hilera de los faros amables. Uno nos coge y otro nos deja, todos muy plantados, muy ceremoniosos, levantando en alto su gran brazo de luz para darnos sus sombrerazos. Un automóvil se desliza por la noche como un bichito de luz. Así horas y horas.
Estuve muy atento al alba. Quería verla quebrar desde esta posición privilegiada, muy levantado sobre la faz de la tierra y caminando hacia Oriente. Ver el alba antes que nadie, contemplar el nacimiento del día más limpiamente de como puede verse a ras de tierra.
La noche desde el avión se representa como el interior de una gran cámara oscura. El avión avanza y avanza, pero está siempre en el centro de una esfera herméticamente cerrada. Cuando va llegando el alba, la mitad de arriba de esta esfera empieza a palidecer. El medio casquete de abajo sigue todavía mucho tiempo en sombras. Muy lentamente, muy lentamente, la semiesfera superior va aclarándose, aguándose. No es todavía el alba. Cuando éste raya en la línea del horizonte, hace ya mucho tiempo que el firmamento está desteñido y ha ido pasando por todas las tonalidades de pardo, luego al gris y finalmente al plata. Abajo sigue siendo noche todavía. Para el que está a ras del suelo, el nacimiento del día es un acontecimiento súbito; en unos segundos se hace la luz. Caminando hacia Oriente, a dos mil metros de altura, la mecánica celeste que determina el alba es un suceso mucho más lógico.
Antes de que llegue el día nos sale al paso aún otro joyero con su gran paño de terciopelo lleno de brillantes: Danzig. Otra vez surge en el fondo de la noche el prodigio del firmamento cuajado de luz. El ronquido de los motores conmueve el silencio de la ciudad en el conticinio. Pasamos de largo por no despertarla. Pero esta vez los hilillos de luz se interrumpen súbitamente. Miramos atentamente hacia abajo; hay una negrura inmensa; pero negro del todo no, caliginoso; es la procela del mar. Nos la descubre un hilo de luna que riela sobre las aguas. La luna es estúpida; está muerta, agotada; de ella no se puede decir más que eso: que riela.
El avión se adentra en el mar siguiendo la lengua de tierra que protege el puerto de Danzig. Hay un momento en que la mancha negra de la tierra se extingue y el avión navega en mar abierto sobre la ancha procela sin límites. En este momento, uno piensa en la terrible soledad de horas y horas que atraviesan los héroes del Atlántico perdidos en la noche inmensa del mar sin más asidero que los latidos del propio corazón y el tremolar de la llamita del motor. Y lamenta no tener alma bastante para imitarlos. Debe ser la gran emoción de nuestro tiempo. En el momento en que quiebra el alba avanzamos sobre el mar hacia Kónisberg. Otra vez el cuadro de rubíes del aeródromo. Cuando el avión se posa sobre el campo y salimos de la cabina, nuestros pobres huesos, ateridos, no dicen que el vasto mundo, el cielo, el aire y el mar son demasiado inclementes para esta cosa blanda y tibia que es la humanidad. Y castañeteando los dientes nos metemos en la cantina del aeródromo.
¡Qué grato, este vaho de humanidad, este calor y esta luz, después de la travesía por la nada del espacio!
La cantina está llena de gente, humo de tabaco y vaho de cerveza. Un grupo de estudiantes borrachos grita y manotea, pasando la noche en plena juerga. ¡Magníficos tipos estos estudiantes de Kónisberg! Uno de ellos, con la minúscula gorrita derribada sobre la oreja, se obstina en convencerme de que sus compañeros son unos cochinos borrachos pero unos excelentes hombres de ciencia. Y me los va presentando ceremoniosamente.
—Yo soy economista —termina diciéndome.
Por mi parte no tengo más remedio que decirle, al menos, que soy español.
—La economía española —dice entonces— me interesa mucho.
—Pues está usted fresco —le respondo.
—Ustedes tienen en España —continúa— uno de los más grandes prestigios europeos en cuestiones económicas: Flórez de Lemus.
—Es cierto —le digo un poco emocionado ante el fervor con que este estudiantón borracho me habla esta madrugada en el aeródromo de Kónisberg de uno de los pocos españoles auténticamente valiosos que conozco.
Y a la salud de Flórez de Lemus no hay más remedio que beberse dos enormes jarros de cerveza que a mí me exaltan un poco el patriotismo y a este joven y beodo economista acaban de darle la puntilla.
Felizmente el avión está ya dispuesto a partir de nuevo con dirección a Riga. Pero apenas nos hemos remontado y empezamos a volar sobre el territorio de Lituania, tropezamos con una barrera infranqueable de nubes. El piloto busca una cortadura por donde pasar, no la encuentra y vira en redondo para volverse a Kónisberg.
En Kónisberg hemos de esperar a que la gran escoba del aire mañanero limpie de nubes los caminos celestes. El espacio tiene también, por lo visto, su cuerpo de barrenderos municipales, que muy de mañana trabajan para dejar sus calles transitables. Como tardaremos dos o tres horas en salir, nos tumbamos en unas hamacas del aeródromo. El yanqui ronca a mi lado de una manera desaforada; cuando se metió anoche en el avión tenía una borrachera formidable, pero ha pasado unas horas refunfuñando en la butaca del avión, ronca un poco en la hamaca del aeródromo, y cuando se levanta para proseguir el viaje, está fresco y nuevo, correcto como un gentleman, como una rosa.
Cuando, ya bien entrada la mañana, reanudamos el vuelo, las nubes, deshechas en jirones, van flotando sobre ese maravilloso tapiz de Lituania por el que los ríos se arrastran lentamente bordeando humildes los más insignificantes accidentes del terreno. Es una inmensa planicie en la que este buen dios nórdico de grandes barbas y alma infantil se entretiene en pintar y bordar caprichosamente con los estambres de la vegetación y los hilos de plata de los riachuelos. Se ve que el viejo se siente aquí de buen humor y que le divierte esta tierra llana y amable. En unos sitios corta al rape la hierba, en otros deja crecer el follaje y hace con él graciosas siluetas, coge los ríos y borda con ellos grecas complicadas, y, de vez en cuando, deja unos charquitos sobre el campo y finge lentejuelas. El viejo dios del Norte, como un niño, baja a este tapiz a divertirse.
Sobre esta gran planicie verde, llana como la palma de la mano, surge al fin Riga.
Riga resuelve aquel problema que se planteaba Gedeón de por qué no se construían las ciudades en el campo. Está levantada sobre el campo, tan netamente sobre el campo, que en varios kilómetros, las sembraduras alternan con los grandes edificios y los tranvías corren ante las casas de labor donde los campesinos letones cortan y almacenan la leña de los bosquecillos urbanizados.
El Dvina, espeso, de color de chocolate, se mete en el corazón de Riga como sus almadías y sus millones de tablones flotantes que va arrastrando hacia las aserrerías. Flota sobre la ciudad y los campos un espeso vapor de agua, y, a través del ambiente nebuloso, el agudo escorzo de los tejados de pizarra da una sensación de hogar confortable, bien defendido, que hace amar la vida.
Cuando nos posamos sobre el aeródromo, donde la hierba empapada finge una mullida alfombra, una opulenta matrona, muy limpia, muy pobre y muy discreta, nos ofrece, como un topacio el primer vaso de té.
Vamos siguiendo el curso del Dvina, que a costa de muchas vueltas y revueltas cruza toda la planicie letona y se mete en Rusia por la intersección de las tres fronteras: polaca, letona y rusa.
Hemos cruzado la frontera y estamos ya volando sobre territorio ruso sin haber advertido ninguna solución de continuidad. Menos en eso de las fronteras, la tierra es exactamente igual a como se la habían imaginado los cartógrafos; a cierta altura, y por determinados paisajes, volar es exactamente igual que pasar el dedo sobre el mapa. Se encuentra todo tal y como el cartógrafo lo había previsto. Ahora, incluso están los grandes letreros de las ciudades escritos sobre el césped de los aeródromos. Todo exactamente igual. Menos las fronteras, que se ve en seguida lo falsas que son, lo que tienen de convencional e inexistente.
Se va entrando en Rusia sin transiciones, suavemente. Sólo se advierte que los tejados de las casas campesinas son más oscuros, más pobres, más viejos. En las repúblicas bálticas, los campesinos cubren sus casas con tejados brillantes de maderas blancas y barnizadas; ya en Rusia, la isba, la rica isba de la literatura mujikista, muestra su cubierta oscura de cañas y barro dando una inequívoca sensación de pobreza al paisaje.
Las pequeñas casitas campesinas son cada vez más frecuentes. Todo el campo está sembrado de millares de islas aisladas o reunidas en minúsculas aldeas de cinco o seis chozas, a lo sumo, que toman posesión auténticamente de la tierra. El campo ruso da la impresión de estar absolutamente ocupado, tomado por esos millones de campesinos perdidos en la inmensidad de lo que se ha llamado la sexta parte del mundo. No he visto ningún otro país en el que la población esté tan extendida, tan diseminada sobre la tierra. Cada quinientos metros un grupito de isbas, cada doscientos una cabaña; y así, leguas y leguas. Mientras en el resto de Europa la población se concentra en grandes ciudades, huyendo de los campos, aquí, éstos se hallan realmente habitados. El campesino ruso vive sobre el campo, a solas con él, sin ningún contacto con la ciudad, sin formar siquiera esos pequeños núcleos urbanos que son los pueblos agrícolas de Europa.
El pueblo, la pequeña villa rural, no existe. Aldeas, millones de aldeas de quince, veinte, cincuenta habitantes a lo sumo. Parece imposible que este pueblo, así diseminado, pueda ser gobernado jamás. La tradicional burocracia rusa, aquella formidable máquina que tanto sorprendía a los occidentales y que los soviets han heredado, se explica y justifica por esta fragmentación, esta atomización del pueblo extendido a lo largo de los campos.
El paisaje llega a ser desesperante. La sugestión de la inmensidad es tan persistente que ataca los nervios. Horas y horas de vuelo a una marcha de doscientos kilómetros no ofrecen el consuelo de un cambio de decoración, de un accidente en el terreno, de una ciudad. Nada. Bosques y campos de sembradura sobre una planicie interminable que marca netamente en la línea del horizonte la esfericidad de la Tierra.
La vida rudimentaria, intemporal, eterna, que revelan estas chozas miserables de los campesinos rusos no tiene más signo de actividad superior que las iglesias. Millares de iglesias con sus cúpulas brillantes que levantan sus agujas como único indicio de un anhelo espiritual. Se ve en seguida que hasta ayer mismo ha sido la religión la única actividad espiritual de estos millones de seres apegados al terruño, que se ven desde la altura del avión como hormiguitas que van arañando con la uña del arado la corteza del suelo. Las iglesias en el campo ruso son como la única flora espiritual de esta humanidad parda, del color de la tierra, tierra misma ella todavía. En sus cúpulas doradas o paredes y en sus muros cuidadosamente enjalbegados, ha puesto el campesino ruso toda su capacidad radiante, todo el pigmento de su alma.
Las iglesias van jalonando todo el campo. ¿Se comprende ahora la fuerza indestructible que tiene la religión entre esta gente, fuerza que ni siquiera la gran conmoción del comunismo ha podido neutralizar?
Sin un accidente del terreno, sin encontrar el descanso de una pequeña ciudad —cien isbas y una iglesia, cien isbas y una iglesia—, recorremos los quinientos kilómetros que nos separan de Smolensk, primera etapa del viaje en avión por territorio ruso.
Smolensk tiene una dramática apariencia de burgo medieval. La ciudad, amurallada íntegramente, yace en el fondo de una cazuela que forma el terreno. El caserío se apiña formando una apretada masa en torno de una fortaleza palacio o iglesia, que domina el burgo con talante feudal, lo protege.
El avión cruza sobre la vieja ciudad y va a posarse en un campo que tiene más aspecto de barbecho que de aeródromo. Se abre la portezuela de la cabina y una muchachita sonriente, con la cara ancha y los ojos negros, un impermeable masculino y una gorra inglesa con la visera caída sobre los ojos nos pide nuestro pasaporte. Es un agente de la GPU.
Esta muchachita lleva bizarramente al cinto una pistola, y en la comisura de los labios tiene un cigarrillo al que da grandes chupadas mientras revisa los sellos y pólizas de mi pasaporte. Es muy gracioso y sorprendente el aire descarado y amable al mismo tiempo de esta joven agente de la Policía. Todo está en regla, y la pintoresca muchacha me autoriza para continuar mi viaje, para el que me desea, en buen francés, muchas felicidades.
Antes de reanudar el vuelo hacia Moscú, pasamos a una barraca con honores de restaurante donde nos sirven un lunch suculento. En Rusia, esto lo he confirmado después, se come maravillosamente.
Por los alrededores del aeródromo merodean mientras almorzamos unos cuantos aldeanos con sus camisas de colores vivos y un grupo de soldados rojos. Ya siempre encontraremos soldados. En todas partes nos saldrá al paso la silueta característica del soldado rojo que se inclina al apoyarse sobre el fusil con la bayoneta calada.
Estos campesinos y estos soldados, gente de buen talante, nos despiden agitando las gorras alegremente cuando el avión levanta de nuevo el vuelo. Buena y amable gente.
En Smolensk ha subido al avión un nuevo pasajero. Es un oficial del Ejército Rojo que, a pesar del correaje brillante y del uniforme impecable, va denunciando su reciente origen campesino. Se ve en seguida que este hombre ha estado empujando la mancera hasta hace muy poco tiempo, y es graciosa la petulancia de este buen campesino con sus manos bastas y su piel curtida que se esfuerza por adoptar el aire correcto de un militar a la prusiana.
Pero quien sea estrictamente civil, tiene a su lado una sensación nada grata. Incluso irrita un poco su bizarría, su aplomo, ese aire impertinente del que sabe que es el amo. Claro es que, en fin de cuentas, esta impertinencia que en Rusia tiene hoy este buen hombre del pueblo uniformado es la misma que en el resto del mundo tiene cualquier banquero inglés o norteamericano. Con la diferencia a favor suyo de que su derecho a ser impertinente, su inequívoco aire de superioridad se lo ha ganado él mismo, y al otro, al yanqui borracho que venía antes en el avión, por ejemplo, esa superioridad se la están ganando penosamente unos coolíes o unos pobres indios.
El paisaje de Rusia, siempre el mismo ya durante miles de kilómetros, vuelve a pasar monótonamente bajo las alas del avión. Cien kilómetros antes de llegar a Moscú el oficial del Ejército Rojo me llama la atención y me señala lleno de orgullo las altas chimeneas de un centro fabril que, como cosa inusitada, se alza en medio de los campos de trigo y los grupos de isbas miserables. Son las grandes fábricas de tejidos de Jarcevo. Yo, que todavía no comprendo este entusiasmo soviético ante cualquier manifestación industrial, no me maravillo demasiado de que haya allí unas chimeneas humeando y unos talleres mecánicos donde se hacen tejidos. Pero mi compañero de viaje insiste en hacerme ver lo maravilloso que es aquello.
Y es que, viniendo del centro de Europa, no se concibe lo que en Rusia representa cualquier progreso industrial, cómo a los bolcheviques les entusiasma la máquina y cómo la desean; cómo se enorgullecen cuando la tienen y con qué profunda tristeza ven que en muchos años Rusia no podrá equipararse a las naciones industrializadas. El culto a la industria, el fetichismo de la máquina es una de las características del sovietismo.
Saben que el punto flaco del régimen es ése. Ante las necesidades industriales han tenido que ceder en casi todos los puntos fundamentales de la doctrina comunista. El marxismo no podía implantarse más que cuando la industria hubiese llegado a un grado de concentración del que Rusia dista mucho, y ante esta industria rudimentaria, dividida, insignificante, los procedimientos de incautación comunista fracasan fatalmente.
El bolchevique sueña con una industria norteamericanizada de grandes trusts sobre los que pudiera hacer presa fácilmente la garra del marxismo, y se encuentra con una atomización industrial que no hay modo de convertir al régimen comunista.
Por otra parte, sabe que el bienestar del obrero depende del progreso de la industria. A mayor rendimiento, más jornal, mejor vida. Y a mejorar la industria encamina todo su esfuerzo. Hay que conseguir a toda costa, como sea, el perfeccionamiento de las industrias; si hacen falta técnicos extranjeros, se traen y se pagan fabulosamente, prescindiendo de toda teoría comunista. El caso es que la industria rusa pueda pagar el bienestar del trabajador. Hoy, a pesar de la dictadura del proletariado, el obrero de la fábrica vive peor en Moscú que en Berlín, Londres o Nueva York.
Los enemigos profesionales del comunismo atribuyen esto al régimen imperante hoy en Rusia, y hacen de ello su mejor arma para combatirla. Nada más injusto. El comunista va hoy por todas las repúblicas de la Unión predicando con unción evangélica la necesidad de la industrialización, de la máquina, del perfeccionamiento técnico que traerá, al fin, el bienestar del trabajador.
Por eso este compañero mío de viaje se transfigura al contemplar las chimeneas humeantes de las fábricas de Jarcevo, como si tuviese la visión de una Rusia del porvenir en la que la ilusión comunista se hubiese realizado plenamente.
Hemos llegado a Moscú. Sus trescientas iglesias destacan sobre la masa informe de esta extraña ciudad. En el fondo, el sol que va ocultándose finge una alegoría comunista, una de esas alegorías rojas tan inocentes que tanto entusiasman a los bolcheviques.