Esta casa de la Tauentzienstrasse donde me alojo tiene un tic nervioso. Cada siete minutos sacude su osamenta de acero un estremecimiento que hace vibrar los cristales de su ventana y quiebra la columnita de humo de mi cigarrillo. Todavía no he podido averiguar qué tren subterráneo conmueve sus cimientos, qué formidable autobús hace vacilar su fachada o qué ferrocarril aéreo se le mete por la barriga. Alemania tiene la más vasta red de ferrovías que hay en el mundo, y Berlín es una ciudad agujereada por esos centenares de trenes que llegan, taladrando viviendas, hasta la entraña misma de la urbe. Esta situación de ciudad perforada, ensartada por las lanzaderas de los trenes constantes es lo más característico de Berlín. El símbolo berlinés más claro es un volante y una biela en movimiento.
Los berlineses están muy orgullosos de esta dominación de la mecánica. Es su gran superstición. Durante muchos meses se han hecho exhibiciones en todos los cines de Berlín de una película titulada Berlín 1928, hecha a base de reproducir la vida berlinesa de todo un día por medio de la mecánica característica de cada aspecto de la ciudad. Se aspira a dar una sensación total de Berlín con la sucesión cinemática de ruedas, émbolos, poleas, bielas, motores, etc. El operador cinematográfico, para buscar el alma de Berlín 1928, ha metido el objetivo en el corazón mismo de las máquinas, en los sitios donde los engranajes son más complicados. La vida de la ciudad, desde el amanecer, cuando empiezan a rodar por las calles las máquinas de la limpieza pública hasta la hora más avanzada de la madrugada, cuando los trenes rasgan el silencio de la noche, está representada exclusivamente de una manera mecánica. Los berlineses pasan aprisa por esta película, cogidos en este fabuloso engranaje, y en cada escena de la vida ciudadana es el ritornelo del volante y la biela lo que domina.
Cualquiera que no sea un alemán, ve en seguida la pobreza espiritual de este absoluto dominio de la mecánica. Si Berlín no fuese más que ese constante voltear de ruedas dentadas, sería cosa de volverse loco. Afortunadamente, entre los intersticios de la colosal maquinaria, hay una masa blanda de humanidad que hace tolerable la existencia entre el tráfago de los trenes, los tranvías, los ascensores, los cien mil artefactos mecánicos que de minuto en minuto van condicionando nuestra existencia.
Lo curioso es que los intelectuales alemanes, los artistas, los escritores han llegado también a sugestionarse por este absoluto dominio de la mecánica, y se da el caso extraordinario de que se niegan a sí mismos, se abren la barriga voluntariamente ante este ídolo nuevo del maquinismo.
«La representación de la vida —dice en un artículo este literato que ha confeccionado el film de Berlín 1928— no necesita, para nada, de otros elementos que la mecánica». «Para dar la impresión neta de Berlín —agrega— me basta con apresar sus movimientos y reproducirlos. No necesito en absoluto ninguna colaboración de índole espiritual. Hoy la emoción artística no se consigue con elaboraciones metafísicas, sino con manifestaciones cinemáticas. Es decir, nada de literatura; mecánica».
Me parece explicable que un escritor o un poeta berlinés, cogido por esta gran civilización mecánica, rinda la exigua fuerza de su espíritu ante esta superstición. Lo que no concibo es el auge de este sentido cinemático de la vida en París, Roma o Madrid. Se necesita ser tan idiota como Marinetti para rendirse así a una cosa inferior.
Creo que, por el contrario, el hombre de verdadero espíritu, el que tiene la plena conciencia de que, a pesar de todos los prodigios de la técnica, son las fuerzas puramente espirituales las que rigen el mundo, afirma su personalidad precisamente cuando se siente rodeado de ese estrépito de la mecánica.
Un caso curioso. Se trata de una de las grandes figuras del industrialismo alemán: el profesor Junkers.
La Casa Junkers es hoy una de las más fuertes de Alemania; sus fábricas de aviones, desbordando el territorio germánico, se extienden por Suecia e Italia; millares de obreros y centenares de ingenieros trabajan en la producción de nuevos tipos de aviones, y en otras cien máquinas distintas, a las órdenes de Junkers. Conociendo la vastedad de la empresa, uno se imagina a este hombre, Junkers, como un sujeto extraordinario, dotado de un cerebro nuevo, de nueva forma, el cerebro del capitán de industrias, del ingeniero, del mecánico, cerebro maravilloso, lleno de matemática que los pobres literatos envidian. De Junkers, como de Ford, como de todos los hombres de este tipo, se llega a hacer un mito.
Sin embargo, la realidad es bastante consoladora. Junkers, por ejemplo, es un tipo admirable, eso sí, pero radicalmente distinto de como se lo imaginan esos idólatras del maquinismo. Es, sencillamente, un tipo cuya consideración yo quiero brindar a Ricardo Baroja. ¡Cuántos sujetos como Junkers, exactamente como Junkers, han desfilado por aquel laboratorio de inventos que en su juventud tuvieron los Baroja!
Junkers —y creo haber hecho con esto su máximo elogio— no es un inventor serio; ni siquiera un profesor serio. Tengo incluso la sospecha de que desconoce la técnica más elemental. Junkers es pura y simplemente un inventor como aquellos de Paradox Rey. Es decir, un literato.
Es un literato que, en vez de escribir, holgazanea con las manos metidas en los bolsillos por su habitación, fantaseando, discurriendo cosas absurdas e insensatas, exactamente igual que un folletinista. Una mañana piensa que los aeroplanos se incendian con demasiada frecuencia y duran poco porque están hechos con materias frágiles y fácilmente inflamables. ¿Por qué no hacerlos absolutamente metálicos? Él no se mete en más honduras. Para eso tiene un timbre en su despacho y una legión de ingenieros a sus órdenes. Los ingenieros trabajan humildemente en su técnica y sirven al profesor Junkers el avión absolutamente metálico que su fantasía había previsto. Otra vez, el profesor Junkers se entera por su mujer o por su criada de las dificultades con que se tropieza en las casas para preparar rápidamente un baño de agua caliente. El hombre da vueltas a la cosa y propone cinco, seis, diez soluciones; las mismas que se le ocurrirían a usted, lector. Los técnicos de la calefacción van ensayando las fantasías del profesor hasta que una de ellas resuelve el problema. Y Junkers se hace millonario y la humanidad puede bañarse en agua templada con unos céntimos y unos minutos de economía.
Eso es todo; no hay más. En este progreso material que subyuga hoy a los hombres de más fina espiritualidad, no hay más que esto. Unos millares de humildes trabajadores, gente sin ningún valor espiritual fuera del ejercicio de su técnica, y en la punta, un profesor arbitrario, un inventor tan pintoresco como aquellos que frecuentaban los Baroja, un proyectista. En definitiva, un literato.
Afortunadamente, a pesar de todas las fuerzas ciegas que nuestra civilización ha desatado, son estos tipos, es decir, los hombres sencillamente inteligentes, los que gobiernan el mundo.
—El alemán de dieciocho años es como un dios joven; a los treinta y cinco años el alemán es como un cerdo —me dice madame mientras contemplamos maravillados el magnífico espectáculo del Wellenbad.
Este baño de ola artificial del Luna Park de Berlín —como no hay otro igual en Europa— es sorprendente. En el fondo de una enorme piscina, dispuesto en forma de rampa, una potente maquinaria agita constantemente el agua lanzándola en oleadas hacia la parte más elevada de la rampa, que forma una especie de playa. En torno a esta gran piscina, todo está dispuesto como en un cabaret. El público se acomoda en las mesitas que rodean la playa artificial y cena o bebe champán en compañía de los bañistas. Al lado del caballero de esmoquin, la señorita en maillot exhibiendo casi absolutamente desnudo su cuerpo irreprochable.
Dentro del agua, hombres y mujeres fraternizan con una libertad de movimientos que un latino no comprenderá nunca. Esta indiferencia, por lo menos aparente, que el tipo germánico tiene ante las sugestiones eróticas, le permite entregarse limpiamente, graciosamente, a toda clase de juegos y escarceos sensuales entre individuos de los dos sexos.
Una muchachita adolescente está metiendo poco a poco sus piececillos en el agua, temerosa del frío. Erguido el cuerpecillo frágil bajo el somero maillot, mira con sus ojos claros el fondo de la piscina, en la que no se atreve todavía a meterse. De improviso, un mocetón de pelo en pecho la levanta en vilo y la zambulle en el agua. La muchachita da un grito de espanto e intenta ganar la orilla, pero el mocetón vuelve a cogerla entre sus brazos musculosos y tira de ella hacia dentro. Resbalando entre los brazos de él como una anguila, la adolescente escapa una vez y otra riendo, gritando. Más ágil, logra zafarse y arriba a la playa, chorreando agua, sofocada. Entonces son dos, tres mocetones los que se precipitan sobre ella y, cogiéndola por los pies y la cabeza, la sumergen una y otra vez en el agua, hasta que se cansan y la abandonan medio asfixiada. La chica se levanta entonces, se estira cuidadosamente el maillot y se lanza impetuosa contra los muchachos, sonriendo enardecida. Esta lucha se repite una y mil veces con gran alborozo de hembras y varones.
Pero una vez, uno de aquellos bárbaros ha levantado en alto a una adolescente como un nardo, y al dejarla caer en el agua le ha dado un golpe contra el borde de la piscina. La muchachita se levanta renqueando y, como un animalillo herido, se va a un rincón a curarse su patita mientas los demás siguen indiferentes su algazara.
Madame dice que no le es grato este espectáculo. A madame no le es grato, en general, el espectáculo de Alemania. Me fue de un valor inapreciable durante mi estancia en Alemania el tener frecuentemente a mi lado esta piedra de toque de la sensibilidad latina que es esta señora parisién de treinta y cinco años, tan en sazón, tan ponderada y aguda, que en cada momento de estupor producido en mí por las sugestiones germánicas, sabía poner el contrapeso de su ironía francesa.
Madame vive hace mucho tiempo en Alemania y conoce bien a los alemanes. Sigue siendo, sin embargo, absolutamente francesa; es más, creo que su aguda sensibilidad latina se ha exacerbado en vez de embotarse al contacto con estas grandes masas de humanidad que forman Alemania, y así, madame es el fiel contraste más implacable que yo podría encontrar aquí.
Tengo por esta señora francesa, espiritual, aguda, hipersensible, que vive en Alemania, una conmiseración sin límites. Si se sienta a la mesa madame, con su fino paladar francés, no podrá soportar las grasas y la harina de la cocina alemana; si sale a pasear, sus ojos, acostumbrados al tono discreto de los bulevares, a esa pátina encantadora de París, se sentirán heridos por estos colores radiantes que tanto gustan en Alemania, donde todo está recién pintado, barnizado y pulido; hasta en sus momentos de alegría, después de unas copas de Burdeos, se sentirá agredida por la alegría estruendosa, llena de risotadas y manotazos de estas espléndidas mujeres germánicas ahítas de cerveza y de kirsch.
Esta sensación de estar siempre dominada, vencida por una fuerza superior a la de su fina espiritualidad latina, debe pesar dolorosamente sobre el ánimo de madame. Sus gracias francesas, tan de boudoir, su esprit, su chic de mujer ya un poco pasada que acendra su feminidad y quintaesencia sus encantos, se borran por completo ante la aparición de cualquier alemanita adolescente que, cándidamente desnuda, ofrece en el Wellenbad el maravilloso espectáculo de su carne joven y fresca.
No importa que madame finja ojeras como lirios y manos como nardos. Esta Fräulein de diecisiete años, que tiene la cara curtida por el viento frío de los lagos y las manos bastas por el deporte, sabe dejarse besar tan limpiamente, que, más bien que caricia de mujer, parece merced de diosa su abandono.
La luz cruda de Berlín es fatal a madame. En estos parajes desnudos, desolados, de ciudad a medio construir que tiene Berlín, se ve netamente el artificio de madame, su maquillaje, el punto vulnerable de su silueta.
Pero madame se venga fácilmente.
—Vea usted —me dice señalándome una masa gigantesca de carne que en este momento sale de la piscina con la cara enrojecida, los ojos ribeteados, resoplando, gruñendo—. Todas son así —agrega—; tienen un momento maravilloso en la vida: el de la pubertad; la gracia que les da la Providencia. Después, como no saben, como no tienen espíritu, se convierten en esa cosa monstruosa que sale bufando de la piscina en este momento, incapaz de comprender que debía ahorrar a la humanidad el espectáculo de su cuerpo grasiento y deforme.
Yo no comparto en absoluto la opinión de madame. No soy, como español, el antípoda espiritual del alemán que es el francés, y advierto netamente, a través de lo que madame llama la barbarie germánica, ese fondo de blanda humanidad tan cálido, tan emocionado que hay en la gente alemana.
Y, sobre todo: ¡Es tan grato el espectáculo de esta pujante juventud!
El Ku-Ka o Kunstler Kafee (Café de los Artistas) es un pequeño cabaret en el que se reúnen de ocho a doce de la noche hasta un centenar de personas. Este público del Ku-Ka está formado por gente de la más humilde y sencilla burguesía; burócratas, comerciantes, pequeños industriales, algún modesto propietario. Este público prudente y sensato, viene, sin embargo, al Ku-Ka para presenciar regocijado un espectáculo que en España horrorizaría al más comprensivo burgués.
En el centro del Ku-Ka hay una tarima y un piano. Mientras la gente toma tranquilamente su café, esta tarima es asaltada sucesivamente por los tipos más explosivos de Berlín: poetas, filósofos, polemistas, recitadoras, calculistas, actores, actrices, cancionistas, bailarinas, negros, amarillos, cobrizos, todos los exotismos de raza o de intelecto. Todos estos tipos suben a la tribuna libre del Ku-Ka a lanzar una bomba; son artistas en formación, en agraz, gente agria y detonante que quiere, ante todo, llamar la atención. Ya se sabe por los pequeños burgueses del público que cada muchachito de estos que salta a la tarima lleva un petardo en el bolsillo.
Esta noche se ha plantado de un salto delante del piano un judío joven, un inconfundible judío, ya un poco en arco el cuerpo a pesar de su juventud, pálidos, brillantes los ojos negros, corva —cómo no— la nariz. Con las manos metidas en los bolsillos del esmoquin, ha paseado la mirada por el auditorio con ese mecer la cabeza característico de los judíos, y se ha puesto a recitar. Es una poesía suya contra la juventud deportista. A este pequeño judío le molesta el deporte, el sentido deportivo de la existencia. Y arremete bravamente, más que contra quienes practican el deporte físico, contra quienes hacen de él poco menos que un sistema filosófico y una escuela literaria. Me dicen que este joven poeta está en la vanguardia literaria alemana y, aunque desconocido todavía del gran público —al Ku-Ka no vienen más que los inéditos—, goza ya de cierto prestigio como representante de una reacción contra el sentido deportivo del arte.
El honrado público del Café de los Artistas aplaude al judío, que se envalentona con las ovaciones, levanta el espolón de su nariz y recita de nuevo. Es una agria poesía contra la iglesia erigida a la memoria del káiser Guillermo en la Auguste-Victoria Platz. Esta iglesia, situada a cien metros del Ku-Ka, es uno de los monumentos más artísticos de Berlín; enclavada en el centro de la urbe moderna, entre la Kurfürsterdamm y la Tauentzienstrasse, es, realmente, con su arquitectura gótica del florecimiento, reforzada con elementos románticos, un claro símbolo del imperialismo subsistente hoy en el corazón de Berlín.
A nuestro pequeño judío le molesta la supervivencia de este símbolo en el Berlín de la República, y quiere destruirlo. Arremete contra él, no con grandes palabras demoledoras, sino arteramente; la iglesia estorba. Hay que derribarla, sencillamente, porque dificulta el paso de los tranvías y los taxis. La Alemania de hoy no puede consentir a la Alemania de ayer esa pequeña molestia de tener que dar la vuelta alrededor de una iglesia. Esta iglesia —dice— no es nuestra: es del káiser Guillermo; se erigió a su memoria; debemos, pues, mandársela, piedra a piedra, para que en su destierro se entretenga en jugar con los sillares de piedra como juegan los niños con sus cuadraditos de madera.
El desprecio hacia el kaiserismo que esta poesía rezuma, produce entusiasmo indescriptible entre el público de burgueses del Ku-Ka. Se aplaude frenéticamente al pequeño judío enemigo del káiser con tanto fuego, que uno se queda sorprendido un momento, incapaz de reconocer en este pueblo al pueblo de antes de la guerra, del gran tiempo, como los alemanes mismos dicen.
Después de escuchar estas explosiones de júbilo antiimperialista a un público de burgueses alemanes, yo estaría absolutamente convencido de que en Alemania se había operado la revolución más grande que registra la Historia si no hubiese sido por el recuerdo de una pintoresca anécdota que hace poco me contaba un amigo valenciano.
Se celebraban elecciones en Alicante, y un famoso hombre de ciencia alicantino había presentado su candidatura. Para defenderla convocó a un mitin al que acudieron diez, doce, quince mil personas. Hizo su discurso el candidato, y al final quiso conmover a sus paisanos relatándoles cómo en cierta ocasión se había encontrado en el tren, camino de Madrid, a un viejo repúblico por cuya venerable faz corrían abundantes lágrimas a medida que se alejaban de Alicante.
Quiso el que ahora era candidato a diputado participar de su dolor, y le interrogó sobre la causa que tuviera.
«Soy —dijo el acongojado caballero— Maisonnave, ex ministro de la República; he consagrado mi vida al bienestar de mi patria y principalmente al bienestar de mi ciudad, Alicante. Lloro porque acabo de ser derrotado en unas elecciones precisamente en Alicante, donde yo había sembrado lo mejor que había en mí».
Esta anécdota que el nuevo candidato alicantino contó a sus electores produjo tal emoción, que las diez, doce, quince mil personas que le escuchaban prorrumpieron en un grito unánime: «¡No! ¡No!». Aquellas buenas gentes alicantinas, tocadas en lo más vivo del sentimiento regional, estaban dispuestas a rasgar sus vestiduras y vociferaban jurando dar el triunfo al candidato alicantino por encima de todas las cosas.
En efecto, se celebraron las elecciones y el alicantino obtuvo siete votos, ni uno más.
Después del poeta judío antiimperialista ha subido a la tribuna un negro. Este negro es también enemigo personal del káiser. Cuenta, en desprestigio del kaiserismo, unos chascarrillos grotescos que acompaña con su expresiva mímica negra. La gente ríe estas burlas a mandíbula batiente. No hay en toda la sala ni un signo de desagrado, ni siquiera una actitud indiferente. Todos son felices cuando alguien sale a ridiculizar al viejo emperador.
Sin embargo, he podido hacer una observación: los alemanes se divierten, eso sí; pero los que arremeten contra el viejo imperialismo no son nunca alemanes: judíos, negros, esclavos… Me falta ver al alemán. Mientras tanto, no olvidaré la lección de prudencia que dieron los alicantinos a su candidato.
Finalmente, ha subido al estrado del Ku-Ka una muchachita que también ha dicho su poesía; ésta, con un acento angelical. Esta muchachita poetisa escribe y recita ella misma unos versos dulcemente irónicos contra las jovencitas de su tiempo, contra las que, usando la fraseología madrileña, llamaríamos «las niñas pera» de Berlín.
El principal pecado de que esa cándida poetisa acusa a sus compañeras es el de desvío para con el hombre. Las «niñas pera» de Berlín se entregan cada vez más fervientemente al amor sin objeto, al safismo, y este pecado, cuya prosperidad nos deja a nosotros varones tan desairados, era descrito por la joven moralista tan al vivo, con tan amorosa deleitación, que no pude menos de ruborizarme mientras a mi lado un honrado padre de familia, con su respetable esposa y sus tiernas hijas, aplaudía satisfecho la sátira de la poetisa.
Cada vez estoy más convencido de que la interpretación de la moral es una simple cuestión de latitud.
Al mes de estar danzando por Europa, uno no sabe si conserva o ha perdido aquel estricto sentido de la moralidad pública que se tiene en Celtiberia. Me parece interesante hablar de la mala vida en Berlín; pero así como un periodista francés puede ir a España y contar después en París, sin escándalo de nadie, la vida del hampa y las aberraciones sexuales de los españoles, no sé hasta qué punto será prudente hablar en España de análogos aspectos de la vida berlinesa.
Vaya por delante la afirmación, que creo de justicia, de que Alemania es el país de menos prostitución que conozco. Esta buena gente alemana tiene un tan alto sentido de la dignidad humana, es en el fondo gente tan honesta, que el triste espectáculo de la prostitución femenina está casi totalmente suprimido. El alemán tiene resuelto el problema sexual de una manera que pudiéramos llamar honesta, familiar. La vida de sociedad, el desapoderado amor a los «locales» que tiene el alemán ha ensanchado el círculo familiar, y chicos y chicas, conviviendo a todas horas, cumplen naturalmente los dos términos del precepto divino. Algún que otro disgustillo doméstico, y adelante. A pesar de todo, la gente es mucho más casta de lo que un celtíbero encelado puede imaginar.
Pero, por fuera de la órbita natural del amor tan netamente descrita por la patriarcal sencillez germánica, queda una zona turbia de sexualidad que deriva hacia el homosexualismo, cada vez más extendido en Berlín.
Me dicen que este vicio tuvo su periodo culminante en lo que los alemanes llaman «el gran tiempo», la Alemania exuberante de antes de la guerra. Fue, según parece, una secuela del militarismo; Alemania era un cuartel, y por entre la férrea disciplina de los cuarteles, el apetito sexual se torcía y deformaba para ir a dar en el homosexualismo. Este es hoy una institución, por lo visto, tan respetable como cualquier otra. Los homosexuales tienen en Berlín sus casinos, sus cabarets, sus periódicos. He quedado sorprendido repasando varias publicaciones homosexuales de las que están llenos los quioscos, en las cuales se defiende con argumentaciones de carácter científico y hasta religioso esta aberración.
Han llegado algunos tipos de homosexuales a tal grado de perfección en este anhelo de emular y superar a la mujer, que el tenorio callejero tiene que tener un exquisito cuidado en sus escarceos, porque pueden ocurrirle lamentabilísimas equivocaciones. La Policía consiente a los homosexuales andar por las calles de Berlín disfrazados de mujer, con la sola condición de que el disfraz sea tan perfecto que no se advierta la superchería.
A todos los extranjeros que pasan por Berlín se les brinda la ocasión de ir a visitar el típico cabaret de homosexuales: El dorado. Es un cabaret exactamente igual a todos los demás —tan aburrido y triste como todos—, con la sola diferencia de que las tanguistas que merodean por los palcos y se lucen en el parquet no son mujeres. Hombres, yo no puedo asegurar que lo sean.
Las estrellas de la danza que actúan en este cabaret son igualmente de ese género neutro que la civilización produce con tanto refinamiento y perfección. Uno las ve danzar artísticamente, semidesnudas, y se asusta un poco al pensar que también esto es una cuestión puramente metafísica.
La mujer, por su parte, al mismo tiempo que el hombre, se entrega a idéntica aberración. El espectáculo que estas chicas «equivocadas» —llamémoslas así— dan en los sitios públicos, no por frecuente y tolerado en Berlín, puede referirse circunstancialmente en España. Ya he dicho que la interpretación de la moral es una simple cuestión de latitud.
Estos casos de anormalidad sexual que se dan en todas partes y son tan viejos como el mundo no merecerían siquiera un comentario si no fuese porque su porcentaje es tan elevado, que toman ya la categoría de hecho social. Los hombres de ciencia alemanes no se empeñan en desconocerlos ni los ocultan. Por el contrario, hay una formidable acción científica encaminada a la corrección de estas anormalidades, atacándolas tan de frente, con tanta claridad y crudeza, que al recordar por contraste la pudenda intervención del Gobierno español en aquel malogrado curso de Eugenesia que se intentó en Madrid, se piensa en que este Gobierno y estos hombres de ciencia están locos o en España somos gente de una hipersensibilidad moral.
Hace poco se hizo en Alemania un ensayo que en España hubiese producido espanto. El problema de la inutilidad de los correccionales para jóvenes estaba en pie, y, secundando la teoría defendida por prestigiosos hombres de ciencia de que únicamente la satisfacción del apetito sexual normalmente podía volver a la normalidad a los incorregibles corrigiendos, se ensayó un sistema de correccionales, mixtos. Me dicen que el ensayo fue desastroso y tuvo que ser suspendido. Pero es igual; los hombres de ciencia abordarán mañana el problema por otro procedimiento cualquiera no menos aventurado y heroico. Hay, a toda costa, que librar a este pueblo joven de estas terribles taras sexuales cada vez más difundidas.
Los crímenes de origen sexual son cada vez más frecuentes en Berlín. El sadismo y el masoquismo se practican con una intensidad que da espanto. Por las calles céntricas, apenas entrada la noche, discurren, con distintivos disimulados en el traje, cuyo significado todo el mundo conoce, hombres y mujeres que van formulando tristes proposiciones de sadismo y masoquismo a los transeúntes. Se dirá que esto podía evitarlo la Policía. Es inútil. En la exposición de Policía que se celebró últimamente en la capital alemana había un verdadero museo de aberraciones sexuales, terribles aparatos de tortura en los que gemía esa carne restallante de un pueblo demasiado fuerte que necesita el espoleo de su sensualidad a toda costa. La Policía prefiere tener todo esto ante sus ojos, controlarlo hasta cierto punto, antes que sumergirlo con sus persecuciones en un ambiente criminal.
Es una de las tristes herencias de la guerra, que tardará mucho en liquidarse.
Lo más sorprendente de la guerra europea es que, en apariencia, ha sido olvidada por completo. Parece como si la conciencia de las gentes atormentadas por aquella monstruosidad de cuatro años la repudiase y se la hubiese arrancado deliberadamente de la memoria. Es un fenómeno curioso. De la guerra europea no ha quedado memoria; como si no hubiera existido. Esta ruptura con un pasado bochornoso que recuerda esas grandes lagunas abiertas en la historia de los pueblos siempre a raíz de un cataclismo es la sanción que la humanidad pone a sus épocas terribles. Ni memoria de ellas. Algo de lo que debe haber pasado en Asia.
Al día siguiente de terminar la guerra, la gente se puso a trabajar y a divertirse como si no hubiera pasado nada. Es curioso este afán de diversión, de goce sensual, despertado en el mundo inmediatamente después de la guerra. El único pueblo que después de la conflagración mundial quedó con ánimos para continuar el proceso espiritual que aquélla había provocado ha sido Rusia. Pero en los pueblos del centro de Europa se ha hecho borrón y cuenta nueva. Los que estuvieron en las trincheras lo han olvidado todo. Ni siquiera se habla de aquello. Antiguamente el recuerdo de las guerras se mantenía en el rescoldo de los hogares, se contaban una y mil veces las hazañas, se rendía culto a los héroes, se les tenía presentes a toda hora. Nada de esto hay después de la gran guerra. Como si fuera un acontecimiento de hace dos siglos. A nadie le ha quedado el orgullo de su heroicidad. Es más; he notado siempre un invariable gesto de disgusto en cuantos tomaron parte en la guerra tan pronto como se habla de ella.
No se quiere nada con aquello. A trabajar y a obtener con el producto del trabajo el mayor bienestar posible; pero sin preocupaciones. Trabajar y gozar.
En Berlín esta aspiración llega al frenesí. La gente trabaja aprisa para gozar aprisa, para divertirse. Comer bien, beber, amar, hacer negocios, dinero, lujo, pieles, perlas, bienestar material; nada más. En aquel ambiente yo recordaba al grupo de mis amigos de España tan enfrascados en sus problemas de conciencia. Pero no encontré nada semejante en toda Europa, donde la gente ha prescindido de muchas cosas que la posguerra ha considerado superfluas. La vida es dura y hay que andar suelto y con las manos libres para ganarla y hacerla amable. Una casa confortable tiene mucha más importancia que una consecuencia ideológica; una hora de jazz-band con una muchachita graciosa y despreocupada vale más que el más alquitarado deliquio amoroso.
Yo he visto al público de Berlín reír a carcajada limpia ante una película de hace veinte años, representada ahora con curiosidad histórica, en la que se planteaban aquellos pavorosos problemas de conciencia que tenían tan embarazada a la gente. A medida que desfilaban por la pantalla aquellas viejas escenas de seducción de una muchacha, de desesperación de los padres por el deshonor que caía sobre sus cabezas, de sacrificios, de actitudes heroicas ante el Destino, de tristezas y dolores, un desenfadado causeur, colocado junto a la pantalla, iba ridiculizando aquellas viejas preocupaciones con gran júbilo de este público berlinés de 1928, que se preguntaba sorprendido cómo se podía ser así aún no hace más que veinte años.
La fisonomía de Berlín responde exactamente a este sentido de la vida. En cada esquina hay un cabaret, un casino, un café o un restaurante, donde una multitud ávida de comer, beber, bailar y divertirse consume todas las horas que el trabajo cotidiano le permite.
El efecto de este prurito sensual de la gente después de la guerra ha sido la democratización de los placeres burgueses. Así como en los cabarets de lujo —el Casanova o el Valencia— beben y gozan los grandes industriales, los aristócratas y los terratenientes, en el Europa-Haus o en el Wilhelm-Halle beben y gozan las mecanógrafas, los oficinistas y los obreros. Salvo pequeñas diferencias de calidad, a mucha costa conseguidas, el champán que bebe esta hija de salchichero, vestida con el empaque de una damita aristocrática, es el mismo que bebe este viejo duque español de las patillas que va derrochando su dinero; el mismo camarero de impecable frac que sirve su cocktail al nieto del ex káiser, enciende ceremonioso el cigarrillo del tranviario.
El aspecto de estos formidables locales donde se satisface la unánime aspiración de este pueblo que a toda costa quiere gozar del bienestar burgués, antes reservado a unos cuantos y hoy al alcance de todos, sorprende al que viene de otras latitudes, donde la vida tiene una cara más adusta. Este suntuoso salón del Wilhelm-Halle, donde en tres o cuatro parquets danzan gozosas tres o cuatro mil parejas, emocionadas gratamente por la sugestión jocunda de estas músicas de negros, es el espectáculo más revelador del espíritu europeo de la posguerra, ese espíritu obstinado precisamente en desconocer la guerra, en haberla olvidado, en hacer que no quede de ella un pequeño rastro capaz de turbar el anhelo de vivir que todos tienen. Sin embargo…
Esta tarde he ido a uno de los hospitales de Berlín para visitar a un pequeño compatriota recientemente operado. Siguiendo una costumbre alemana de una gran delicadeza, he comprado unas flores para el otro enfermo, el desconocido que en la cama contigua a la de nuestro deudo sufre sus males. Es una costumbre que revela el fondo de ternura del alma germánica. No se quiere que la visita a nuestro enfermo, al que llevamos, junto con unas chucherías, el regalo de nuestro cariño, cause pesar al enfermo desconocido que está a su lado en el hospital. A este infeliz puede no visitarle nadie y hay que hacerse perdonar por él la alegría que con nuestra visita damos a nuestro enfermo. Para eso se llevan unas flores al desconocido.
Me he acercado a su cama y le he entregado el pequeño obsequio. Es el enfermo vecino del nuestro un hombre como de unos treinta y cinco años, con el rostro trabajado por el vivir y los ojos alucinados. Sonríe agradecido y cambiamos unas palabras sobre su mal:
—Estoy delicado —dice sencillamente—; tengo un viejo padecimiento…
Al oído, como si fuese una cosa vergonzosa que hay que ocultar, alguien me dice entonces:
—Es un herido de guerra. Tiene una bala alojada en el pecho, que antes no le molestaba, pero que con los años ha ido cambiando de sitio, y hoy, incrustada en el pulmón, le ha ocasionado una pleuresía…
Es inútil. Por muy heroica que sea la decisión de olvidar «aquello», «aquello» está mordiendo en carne viva todavía.
Es más. Danza por Europa el fantasma de otra posible guerra con Alemania. ¿Hasta qué punto tiene fundamento esa preocupación?
En Francia, esto es un sentimiento irreflexivo. Miedo. Francia tiene miedo del formidable resurgir de Alemania. Advierte que su enemiga secular se levanta cada día más prepotente y se aferra a la dolorosa convicción de una futura guerra.
No siendo francés, se puede considerar más serenamente el caso. El resurgir de Alemania es realmente de una fuerza amenazadora. Pero puede uno sustraerse a la preocupación de que esta fuerza sea la guerra otra vez.
Desde el momento en que se pisa la tierra alemana se tiene la convicción absoluta de que se está en un país de una potencialidad excesiva para el equilibrio europeo. Apenas entra el avión por los grandes bosques de la Alemania del Sur y se abarca el panorama de la inmensa y privilegiada tierra alemana con sus bastiones naturales y su aspecto feudal, sobrecoge el ánimo el fantasma de la guerra. A primera vista, no es posible sustraerse a este temor. Es que hasta los pinos se alinean en las vertientes de las montañas como los soldados del ex káiser.
Más adentro, esa preocupación bélica va acentuándose. Antes de llegar a Berlín hay cuatro o cinco ocasiones de considerar la pujanza industrial de Alemania también como un signo guerrero. Y he visto desde el avión las chimeneas de los centros individuales alineadas como en un frente de la batalla, demasiado grandes, demasiado altas para las industrias de la paz. No es posible descartar de la industria alemana este sentido bélico.
Pero todo esto que tanto solivianta a los franceses son sugestiones literarias, impresiones visuales, el choque de nuestra sensibilidad latina con esa fortaleza germánica. Lo único cierto es que Alemania es fuerte; más fuerte hoy que nunca lo ha sido.
Se llega a la conclusión de que la guerra no fue para Alemania más que un pequeño accidente fácilmente olvidado. Este pueblo joven se había puesto en marcha: erró el camino, sufrió la pena, rectificó su ruta y adelante. No habrá riada en el mundo capaz de contener esa fuerza expansiva de Alemania. No se trata de una política determinada, ni de una misión histórica, ni de un ideal; no. Es que esta gente tiene una vitalidad maravillosa.
Se han amputado —o les han amputado— el ideal imperialista y siguen adelante con el mismo empuje que antes, porque este ímpetu ascensional de Alemania es una fuerza ideológica, no la resultante de unas lucubraciones ideales.
El mundo no cree que Alemania se haya puesto en marcha otra vez sin el oculto motor de su imperialismo. No se cree en la revolución, en aquella revolución incruenta que nadie ha considerado capaz de llegar a la entraña alemana. Pero en ese pueblo, se ha dado un caso sorprendente. Primero hubo revolución, una revolución que brotó por generación espontánea; luego hubo revolucionarios. Primero hubo república y después ha habido republicanos. Hoy existe una Alemania republicana que impedirá siempre una recaída en el militarismo. Esa masa un poco informe que es todavía el pueblo alemán toma fácilmente la forma del recipiente en que se vierte y lleva ya demasiado tiempo posándose en la vasija republicana.
Esta mañana, cuando me disponía a ir a las oficinas de una importante entidad industrial alemana, he caído en la cuenta de que era día de fiesta nacional: el aniversario de la Constitución de Weimar. Cuando lamentaba esta contrariedad, un amigo que me acompañaba por Berlín y que sabe tomar el pulso con gran exactitud a la vida alemana me dijo:
—Vamos, sin embargo, a esas oficinas, por si no celebran la fiesta de la República. Ahora bien: si la celebran, usted sufrirá un retraso en sus gestiones, pero podrá decir que en Alemania está instaurada definitivamente la República.
Fuimos y, efectivamente, era día laborable.
Alrededor del Reichstag se ha estacionado desde primera hora de la mañana una gran muchedumbre. No demasiada, ni demasiado entusiasta. Paciente, eso sí. Estos miles de personas se han plantado en la plaza de la República a las diez de la mañana; es la una, y esperan todavía. En la gran escalinata que da acceso al palacio, unas charangas y unos coros entretienen a la multitud con el Deutschland, Deutschland über alles, mientras en el salón de sesiones Müller pronuncia el discurso de conmemoración.
En la sala, muchos chaqués y muchos sombreros de copa. Ya se sabe: cuando en un local de Alemania se ven muchos chaqués y muchos sombreros de copa, es que aquél no es un sitio de buen tono.
Los militantes de la Bandera Alemana —en Alemania hay que decir siempre militantes—, circulan entre la multitud repartiendo banderitas de la República e insignias republicanas. La multitud aguarda pacientemente bajo un solazo que hace agua los sesos de estos alemanes, con el cráneo afeitado y el sombrero en la mano. Ya se han llevado a cinco o seis entusiastas republicanos con síntomas de congestión por el calor cuando termina la sesión, en la que se ha repetido una vez más que la República ha salvado al Imperio y que la sombra de Bismarck está obligada a sentir ciertas veleidades republicanas en vista de ello. El presidente Hindenburg sale del Reichstag acompañado de los miembros del Gobierno y de una gran masa de diputados, pero inmediatamente detrás de él forma una muralla la guardia de Seguridad. La multitud lanza los tres «hoch, hoch, hoch» reglamentarios y agita las banderitas republicanas un poco más entusiasmada ante la presencia del viejo caudillo.
El presidente pasa revista a las tropas que han acudido a rendirle honores. Pero la revista que el presidente Hindenburg pasa a los soldados no se parece a la revista de ningún otro presidente. Hindenburg, a medida que los soldados de la República desfilan ante él, les cuenta los botones de la guerrera, mide la inclinación de los fusiles y advierte el rumor de una pisada un cuarto de segundo más adelantada o retrasada que las otras. Es fatal. El viejo no puede haber olvidado tan pronto su oficio.
Esta de la conmemoración de la constitución de Weimar se aspiraba a que fuese la gran fiesta cívica de Alemania. Poco a poco se va consiguiendo. Cada año, el aspecto de Berlín, el de agosto, es más animado. No será nunca el 4 de julio de París, pero ya hay en las calles, el día que se conmemora la República, un alborozo civil que hace unos años parecía imposible provocar en Alemania. Algunos alemanes se creen en el caso de disculparse: «La República está creando poco a poco tantos intereses; da de comer a tanta gente…» —nos dicen como justificación.
A medida que avanza el día y correteo de un lugar para otro en busca de los lugares donde se conmemora la Constitución, deseoso de hallar una sensación neta del sentimiento republicano de los alemanes, voy convenciéndome de que efectivamente, la República tiene ya una fuerza casi indestructible. Sin embargo, el que no es alemán no encontrará esto bastante republicano; desconfiará siempre. Y es que nuestro republicanismo tiene otro tono, otra manera de manifestarse. Por la noche, he asistido a la función celebrada en el Teatro de la Ópera. Se han cantado unos salmos, unos himnos y unos trozos de Händel. Magníficos, imponentes, pero para un latino, poco republicanos. El tono de la República alemana a nosotros nos parece demasiado grave, excesivamente profundo y melancólico. Es que no concebimos el fervor y mucho menos el fervor republicano en este tono germánico.
A las diez de la noche se han puesto en marcha, a través de Berlín, las manifestaciones republicanas organizadas ante el edificio del Reichstag. Son cinco o seis, compuesta cada una por diez o doce mil personas, y parten todas, en forma de estrella, desde el Reichstag hacia la periferia de Berlín. El espectáculo de estas manifestaciones es curiosísimo para nosotros.
Consisten en el desfile de una serie de agrupaciones adictas a la República, cada una con su bandera y su charanga; en cuanto tienen un pretexto, los miembros de estas agrupaciones se ponen un uniforme, y si no un uniforme completo, algo que lo recuerde. Los manifestantes van de cuatro en cuatro, marcando el paso y guardando las distancias. Llevan hachones encendidos y de tiempo en tiempo los levantan en alto rítmicamente, mientras vitorean a la República.
Las gentes que componen estos cuadros de manifestantes, en todo idénticos a los pelotones de una tropa cualquiera, son emocionantes. Todo el que tiene vivo el sentimiento republicano se siente en el deber de manifestarlo sumándose a esta retreta, y así desfilan unidos a su grupo correspondiente los tipos más extraños. Una viejecita con su cofia grotesca, que va pegando saltitos para seguir el compás de las piernas fuertes de los tres mocetones que le han tocado en su fila; un padre de familia con su esposa y sus vástagos; un novio, con el brazo cruzado por el talle de su novia; un paralítico, en su carricoche; cojos terribles, que desafían el ridículo de su cojera entre las filas marciales ante el íntimo deber de contribuir a la manifestación… Es sencillamente emocionante.
Durante todo el trayecto, las charangas, dirigidas por el pomposo bastón de borlas del tambor mayor, van tocando sus marchas germánicas; tocan también, incansables, las bandas de música, formadas por pacíficos burgueses de vida sedentaria, que sobre el tambor de su barriga se cuelgan otro patriótico tambor, y cantan sus himnos todas las agrupaciones.
Las masas de manifestantes toman de pronto un aire procesional solemnísimo al desfilar los estudiantes. Me dicen que es la primera vez que los estudiantes se suman a la conmemoración de la República con una nutrida representación. Muy serios, con sus gorritas absurdas, sus levitas, sus cortes en la cara, sus pantalones blancos y sus botas altas de montar provistas de espuelas, los estudiantes de Berlín se han adherido, al fin, de un modo brillante a la República, y no sin cierto airecillo arisco, desfilan bajo sus enormes banderas altas como mástiles de navio. Esta mascarada grotesca de los estudiantes alemanes es seguramente muy pintoresca pero poco simpática.
Y así, media hora, una hora… los millares de personas que el último año han figurado en las manifestaciones republicanas ha superado en el doble a los de los años anteriores. En las calles habrá, además, muchos miles de personas que, seguramente, habían salido un poco escépticas todavía, y al volver a sus casas habrán ido pensando que fatalmente Alemania es ya republicana.
Pero, en fin, todavía esto no es el 4 de julio. Ni probablemente lo será nunca.
Un día a la semana, el ministro de Negocios Extranjeros del Reich da un té a los periodistas. He asistido al té de esta tarde, celebrado en el umbroso jardín del Auswärtiges Amt. Los periodistas, agrupados en varias mesitas esparcidas por el jardín, según las ideas políticas de cada uno, sus simpatías o sus nacionalidades, charlaban de los temas políticos del día con los altos jefes del ministerio, cambiaban impresiones, inquirían… Tengo la impresión de que la política exterior de Alemania, hoy tan difícil, se plasma un poco en estas reuniones, en estas sencillas charlas, ante una taza de té.
Stresemann, enfermo, no asiste a la reunión de esta tarde; en su lugar, el doctor Zechlin, jefe de Prensa del Gobierno del Reich, va informando cautamente a los representantes de la Prensa, a través de una charla llena de interrupciones y de elocuentes pausas. El espectáculo es tan nuevo, tan inusitado para un periodista español, que acaso me haya dejado arrastrar un poco en mi somero juicio sobre la política alemana por este buen tono, esta corrección exquisita de las relaciones entre el Gobierno y la Prensa. No dejo por esto de darme cuenta de que, en definitiva, estos tés del Ministerio de Estado son una manera suave de orientar y captar la opinión del periodista en determinado sentido. Pero, en fin de cuentas, esta labor, que yo sospecho es tan discreta, deja tanto margen a la interpretación personal, que yo consideraría estos simples cambios de impresiones como una fortuna, aun colocándome en el caso de periodista de franca oposición al Gobierno. Con este sistema de conocimiento mutuo, el Gobierno obtiene, por lo menos, la seguridad de poder desvirtuar, más eficazmente que con notas oficiosas u otras medidas coactivas, cualquier campaña o tendencia perniciosa. No hay modo de mantener una postura equívoca —tanto por una parte como por la otra— cuando frente a frente se discute y razona serenamente. Desgraciadamente para nosotros, españoles, hablar de esto es divagar.
Yo he dedicado la tarde a conversar con el doctor Górdes, jefe de la Sección de Lengua Española del Departamento de Prensa del Gobierno. Hemos hablado libremente de hispanoamericanismo, de la propaganda alemana en Hispanoamérica y de política interior española y alemana. He expuesto francamente al doctor Górdes mi opinión sobre todos estos temas, he escuchado la suya y le he visto sonreír a veces y a veces callarse diplomáticamente, y al final hemos juzgado nuestra conversación tan interesante, que nos hemos citado para comer juntos y volver sobre estos temas más íntimamente.
Con este margen para exponer las opiniones que la corrección, la educación política exige, el periodista de oposición puede ir sin desdoro a los medios gubernamentales seguro de que si el criterio oficial puede influir en el suyo propio, él, por su parte, puede también influir más o menos directamente en el criterio oficial. Pero es indispensable para esta relación ese mínimum de libertad a que aludimos. ¡Y pedir ese mínimum de corrección, de educación política a los gobernantes españoles, sería tan inocente!
Cada vez soy más fervoroso partidario de la compenetración. Creo que todo lo que se hace en el mundo es producto de fusiones de ideas, sentimientos o fuerzas. Lo peor del mundo es el aislamiento, las fronteras, el ignorarse los unos a los otros, el negarse.
En Alemania se da un caso curiosísimo. El tipo de alemán cerrado, auténtico, podríamos decir castizo, es el bárbaro por antonomasia. Es el tipo que engendró la guerra; el alemán que no creía más que en Alemania y que no conocía más. Por el contrario, el alemán viajero, el que desata este magnífico espíritu aventurero de los germanos y se lanza por el mundo y se contrasta, llega a dar un tipo de tan fina sensibilidad como un latino. ¿Qué es la latinidad sino un mar abierto siempre ante el espíritu?
La rectificación fundamental operada en el espíritu alemán después de la guerra es ésta: haber pasado del nacionalismo al internacionalismo; del tipo castizo al cosmopolita; de la lucha a la compenetración. Este radical cambio de criterio es lo único verdaderamente revolucionario que ha habido en Alemania, lo que ha consolidado la República y ha hecho imposible la vuelta de la Monarquía. A los que desconfían de aquella revolución que hizo Alemania para derribar el kaiserismo, nosotros le señalaríamos la figura de Stressemann, rodeado de periodistas en este jardín del Auswärtiges Amt, como el hecho más auténticamente revolucionario de Alemania.
Una tarde en Potsdam. Primero se ha oído el chirriar de las hojas de una ventana; luego, se ha descorrido una cortina; luego, un estor; más tarde, se ha levantado una persiana y finalmente, se ha asomado a la calle, silenciosa, ancha, enormemente ancha y limpia, muy limpia, una señora de tez cuidada y pelo tan blanco y tan pomposo que parece una peluca. Esta señora, con su vestido de encaje y su broche de oro en el pelo, es una supervivencia de lo que ya no hay; una señora que ya no se usa. Me he quedado mirándola con la emoción con que se mira una bella estampa de otro tiempo. Mientras, ha empezado a sonar el carillón de la iglesia adonde a pocos pasos de aquí está enterrado Federico el Grande. Este campaneo amable del carillón germánico con su gracioso dan, den, din, don, dun, ha servido para iluminarme la estampa de esta señora que ya no se usa, asomada a la ventana de una calle de Potsdam que yo estaba considerando.
Todo lo demás de la vieja residencia imperial no ha logrado interesarme. Mis amables guías me han mostrado los palacios y los jardines, que tienen un innegable corte versallesco, la explanada donde Federico pasaba revista a sus formidables granaderos, los recuerdos del káiser Guillermo, los escaparates donde amarillean al sol los retratos de la familia imperial…
Potsdam no será, para mí, más que la visión de esta señora que ya no se usa, esta señora que fue toda Alemania.
En la Alemania actual, esta dama se ha convertido en una mujeruca de traza miserable y grotesca, que arrastra los zancajos por la Unter den Linden con un cepillo en la mano en el que dice: «Para el auxilio de la clase media».
Hemos regresado de Potsdam a Berlín por el Wannsee. Los lagos son la gloria de los berlineses. Apenas llega un domingo o un día festivo, treinta, cuarenta mil personas, salen de Berlín y se precipitan sobre el Wannsee. Millares de pequeñas embarcaciones lo cruzan por todas partes; vaporcitos cargados con centenares de pasajeros van de una orilla a la otra y no hay un pequeño remanso en el que una familia berlinesa no haya plantado su tienda de campaña para hacer la vida de la Naturaleza, siquiera durante treinta horas a la semana. La gente acomodada tiene en el Wannsee su pequeño yate, su canoa automóvil, su balandro o su piragua; los más humildes salen el sábado de Berlín con un enorme fardo a la espalda en el que llevan su bote plegable de caucho. Este amor del alemán por la Naturaleza es ejemplar.
Para darse cuenta de su intensidad, recuérdese que nuestra sierra del Guadarrama está siempre plagada de alemanes. ¡Qué no harán aquí!
Familias enteras llegan el sábado por la tarde al Wannsee, se despojan absolutamente de sus vestiduras, y así, como su madre los echó al mundo —a lo sumo con un sucinto traje de baño—, se dedican a todos los deportes, alternándolos con la vida de sociedad, indispensable también para el alemán. Completamente desnudos, berlineses y berlinesas, acampados en las orillas de los lagos, toman el té, bailan el charlestón al compás de sus pequeños gramófonos, leen, flirtean… Esta tarde, en una caleta del Wannsee, me han presentado a un gentleman: he conocido que lo era en el monóculo que altivamente llevaba, única señal que lo distinguía de Adán.
He visitado el Freibad. Esto —me dicen— está demasiado bien para la gente que viene aquí. El Freibad es la playa municipal, el baño libre para la gente pobre de Berlín. Sin embargo, no creo que tengamos en España un establecimiento balneario tan magníficamente instalado.
La municipalidad de Berlín ha invertido en esos parajes muchos millones de marcos. Esto, que antes eran dunas y campos yermos, son hoy masas formidables de verdura, en las que el buen pueblo berlinés descansa del ajetreo de seis días con sólo gastarse unos céntimos en el tranvía. Durante el invierno, los lagos se hielan y sobre ellos se deslizan millares de patinadores; en el verano, la vasta playa del Freibad cobija la fantástica cifra de cuarenta mil bañistas. Es un espectáculo grandioso el de estas grandes masas urbanas, que se vuelcan gozosas en el lago, entregándose, desenfrenadas, a todos los juegos corporales, libres de las trabas del urbanismo; desde el vestido hasta la circunspección.
He pasado muchos días en Berlín esperando que el Gobierno de Moscú conteste a la demanda de visado de mi pasaporte español. Todas las mañanas iba a la Embajada rusa, donde una larga fila de gente, ya de otro tipo distinto al del centro de Europa, esperaba pacientemente ser despachada. Es el único sitio donde se forman colas en Berlín.
Por fin, esta mañana he obtenido mi pasaporte. La camarada bolchevique encargada del despacho me ha dicho, al oír mis quejas por el retraso sufrido: «No se queje usted; Moscú ha tardado en contestar, le ha puesto dificultades, pero, al fin, usted va a Rusia libremente. En cambio, aquí en Berlín hay una pobre señora rusa que tiene una hija casada con un español hace ya muchos años y no puede ir a verla antes de morir. Usted, que es español, no tiene ningún derecho a quejarse». Y tenía razón.
A las once de la noche, el avión que ha de trasladarme a Moscú empieza a mover sus aspas cortando la oscuridad. Gruñen los motores y, por entre las flechas de los faros de Tempelhof, avanzamos hasta que se nos traga la noche.