Cuando se muere un ginebrino, Ginebra entera tiene contraída la obligación de ponerse de duelo. El ginebrino es el hombre más sociable de Europa; pertenece, por poca significación social que tenga, a una o dos docenas de sociedades benéficas, excursionistas, cooperativas, musicales, deportivas, etc.; a más, claro es, de las agrupaciones profesionales.
Y, claro, cuando se muere, todas estas entidades han de manifestar su sentimiento por la pérdida del afiliado en las esquelas de defunción que se reparten y se publican en los periódicos.
Como todos los días se mueren varios ginebrinos, este espectáculo de solidaridad social es permanente. Ginebra entera está sintiendo en cada momento los hijos que se le mueren.
Un gran contingente de estas sociedades que entrecruzan la vida social ginebrina lo dan las agrupaciones musicales. Todo hijo de Ginebra pertenece a una agrupación musical. No importa que carezca en absoluto de capacidad para la música. ¿Usted qué toca? Lo que sea. Ya encontrará un instrumento a la medida de sus facultades; el caso es que forme parte de una orquesta, o de una charanga, o de un coro, o de una banda de tambores. El caso es tocar algo, hacer ruido, sumarse a esta aspiración colectiva de emitir sonidos que tiene la ciudad.
Las grandes paradas de la ciudadanía consisten aquí en el desfile de muchos miles de ciudadanos tocando algo: la gaita, la ocarina, el trombón, lo que sea. Nadie se exime de esta servidumbre.
A menos que sea miembro del Cuerpo de Bomberos, que para estos pacíficos suizos es como para nosotros, españoles —para algunos de nosotros, afortunadamente sólo para algunos—, pertenecer a un instituto armado. Así como en España hay quien tiene a orgullo el ser oficial de complemento, aquí hay quien se honra con ser bombero honorario.
Sorprende la cantidad de iglesias que hay en Ginebra. Casi una para cada ciudadano. Yo creo que en Suiza todo el mundo es prácticamente de algún culto.
Lo divertido es la variedad; hay iglesias católicas, protestantes, ortodoxas, griegas, judías, anabaptistas, de todo. El adolescente suizo, por lo visto, curiosea los entresijos de estas diversas confesiones y al final se afilia a la que mejor le va a su temperamento. Escoge su religión como escoge la charanga de que ha de formar parte.
Ninguna de estas iglesias tiene en Suiza un carácter militante. Cada cura tiene su parroquia y de ella vive sosegadamente, procurando satisfacerla y que no se le vaya a la tienda de enfrente.
Yo creo que esto de la religión es en los ginebrinos un aspecto de su sociabilidad. Nada más.
Ginebra es un vergel. Llana como la palma de la mano, se extiende a las orillas del Leman, rodeada de verdura, que se le mete calles adentro hasta el corazón mismo de la ciudad. Al fondo, los Alpes.
Ninguna impresión, sin embargo, de grandiosidad. Nada sublime, nada desmesurado; todo tiene una corrección municipal. El Montblanc mismo, que desde la orilla del Leman miran constantemente los turistas ingleses, gracias al telescopio de un alemán industrioso, parece sencillamente un alto copete de chantilly.
Los alrededores de la ciudad, cuajados de villas graciosas incrustadas en el follaje, dan una sensación tan grata, tan apacible tan sedante, que uno piensa que es éste el sitio del mundo donde más intensamente ha de sentirse el goce de vivir serenamente, vegetando un poco como los árboles vecinos, pero con plena consciencia del vegetar, sintiendo cómo al espíritu se le caen las hojas muertas y le nacen los nuevos brotes lentamente, naturalmente.
El suizo no acaba de serme simpático. Se parece demasiado a sus encinas. Tanto monta un encinar como una tropa de ginebrinos. Tienen esa inmovilidad y esa firmeza de los viejos troncos.
Cuando se piensa que esta gente tan sosegada, tan prudente, tan correcta y discreta está aquí atrincherada en el cogollo de Europa, dentro de sus pequeños egoísmos municipales, desagrada un poco. El caso aquel que se consideraba ejemplar de la neutralidad de Suiza durante la guerra europea me asusta y me hace temer que, por encima de todas estas virtudes locales, mejor aún, domésticas, del suizo, puede haber una terrible incapacidad espiritual. No se puede estar tan al margen. En el mundo hay algo más que los intereses de la Sociedad Excursionista y de la Armonía Náutica.
Me gustaría que esta gente se emborrachara algún día de algo y, abandonando esta tierra magnífica, se echara por el mundo a hacer cosas insensatas.
Un lago es una cosa perfectamente estúpida. No tiene ningún sentido. Mejor dicho tiene únicamente este sentido doméstico de la vida que tienen los suizos. Esto de dar vueltas al lago, bañarse en el lago y pasear por sus orillas es una actividad doméstica de buen hombre casero, sin imaginación, sin el sentido dramático que la vida ha de tener fatalmente.
El lago es grande; hay veces que se encrespa y parece un mar. Me dicen también que es muy peligroso, pero yo no sé verlo más que como un artefacto del menaje casero; como una bañera o, a lo sumo, una piscina. Cuando se tiene un lago como el Leman, lo menos que se puede hacer es dignificarlo, redimirlo de su triste condición casera, inventándole una leyenda. ¿No se les habrá ocurrido a los ginebrinos atribuir ninguna virtud maravillosa al lago, ningún hecho sobrenatural que dignifique estas aguas muertas del Leman? Yo no conozco ninguna leyenda del lago, y mientras no la conozca, estoy dispuesto a despreciarlo, como desprecio la bañera de cinc de cualquier amigo. Cuando se vive junto a un lago, para justificarlo, lo menos que se puede tener es imaginación.
Cuando las chicas suizas cumplen los quince años tienen cierto derecho —como los chicos de su edad en España— a que sus padres les entreguen un llavín del cuarto en que habitan y puedan así recogerse a la hora que mejor les plazca.
Me divierte mucho pensar en el espanto que esta vieja noticia produce seguramente en el ánimo de los honrados padres españoles, pero quiero tranquilizarles. En ninguna parte del mundo ocurre nada extraordinario —ni siquiera en el aspecto amoroso—, y las chicas ginebrinas, con el llavín de su casa en el bolsillo, se recogen a la hora que les da la gana, pero no hacen de su libertad nada que deje de hacer una recatada señorita de Cuenca, Córdoba o Burgos.
Los gastos de la Sociedad de Naciones —dicen unos grandes gráficos comparativos fijados en las paredes de este viejo hotel de Ginebra, sede del internacionalismo— son muy inferiores a lo que cuesta un par de acorazados. Con el presupuesto anual de armamentos navales de una gran potencia se mantendrían los gastos de la Sociedad de Naciones durante muchos años.
Se defiende así el organismo de Ginebra contra quienes lo combaten con un curioso sentido de la economía; sentido económico de patrona de casa de huéspedes. (Me refiero a una elevada opinión española). No; a la Sociedad de Naciones se la puede atacar por muchas razones; por esta de que cuesta cara, no. La subsistencia de este grupo de gentes de buena fe, con un fervoroso sentido internacional en el cogollo de estos feroces nacionalismos del centro de Europa, bien vale lo poco que cuesta aunque ese gasto no evite el otro, el de los acorazados. Sobre todo, para nosotros, españoles, tan aislados, tan encerrados dentro de nuestro casticismo, es indispensable. Quedarnos a solas con nosotros mismos, nunca. Si fuera preciso, yo propondría que se diesen corridas de toros benéficas para sostener en Ginebra a un pequeño núcleo de españoles que se enterasen de lo que pasa por el mundo.
Y, además, por puro patriotismo. Es que de hecho la Sociedad de Naciones no puede servir a nadie como a España. Demos por descartada su ineficacia frente a la voluntad omnímoda de las grandes potencias. Inglaterra está en ella y la sostiene en gran parte porque no es ningún obstáculo para su poderío; Alemania entró porque le convenía agarrarse a algo; Francia porque le alivia el miedo. Y así, todas.
Pero los beneficios que la Sociedad de Naciones puede reportar a una potencia material de primer orden no tiene punto de comparación con los que reportaría si se siguiera una política hábil a una nación como España, que, sin un poderío material de primer orden, aspira a ser una potencia moral de primera clase, y, efectivamente, podrá llegar a serlo. Parece como si toda esta armazón de la Sociedad de Naciones se hubiese hecho exclusivamente para colocar a España en unas circunstancias excepcionales dentro del concierto de los pueblos de Europa. Desgraciadamente, los gobernantes y diplomáticos españoles, al encontrarse con un instrumento tal como la Sociedad de Naciones en las manos, tienen la misma perplejidad que un labriego al que le hubiesen entregado una dinamo.
Sin el ideal que informa la Sociedad de Naciones, los estados que disponen de un armamento de primera clase lo tienen todo; las naciones que no tienen esa fuerza, no tienen nada, absolutamente nada. Esa fuerza moral que España podría esgrimir sólo se cotizaría aquí.
Si el político más genial que haya tenido España se hubiese puesto a discurrir el modo de que nuestro país tuviese una influencia positiva en la política internacional, no habría encontrado un instrumento más adecuado que la Sociedad de Naciones.
Pero el instrumento no basta. Hay que saber manejarlo.
La fuerza de la Sociedad de Naciones radica en la legión de periodistas de todo el mundo que vienen a Ginebra para servir a sus países de centinelas en las avanzadas de la política internacional. Son los soldados del internacionalismo; sus verdaderas tropas.
Aun cuando no esté reunido el Consejo ni la Asamblea, los periodistas de todo el mundo tienen montada su guardia en Ginebra. En pleno verano he tropezado en los pasillos y los salones del Palacio de las Naciones con periodistas de todas partes; norteamericanos, griegos, escandinavos. Menos españoles, todos.
La Prensa española refleja la misma indiferencia que el Gobierno ante el internacionalismo. Se da el caso lamentable de que los periódicos más importantes de España y hasta los más nacionalistas están en manos de agencias extranjeras o de informadores extranjeros y mal pagados, mientras II Corriere della Sera, por ejemplo, tiene en la capital de Francia una verdadera redacción con colaboradores especializados que saben lo que en cada momento interesa a Italia de cuanto pasa en el mundo. Claro es que las empresas periodísticas españolas no tienen por qué preocuparse de estas necesidades. Mientras España no tenga una verdadera política internacional, ¿para qué hacen falta mejores informadores?
Al entrar en las oficinas de la Sociedad de Naciones me he encontrado a un muchacho de fino tipo sajón que estaba trabajando ante una gran mesa llena de papeles. Al ser presentados, me ha sorprendido su nombre Rockefeller.
—Sí —me dicen—; es el hijo del famoso multimillonario que ha sido enviado por su padre a la Sociedad de Naciones para que trabaje durante algún tiempo en sus oficinas y aprenda…
—¿Aprender… qué?
—Aprender, aprender…
Me es muy difícil explicar a un español qué es lo que se puede aprender en un ambiente como el de la Sociedad de Naciones. Seguramente, no se trata más que de una dificultad expresiva por mi parte.
A fines del siglo XVIII, un industrial inglés, Robert Owen, y otro francés, Daniel Le Grand, formularon por primera vez en el mundo la necesidad de una acción internacional para proteger a los trabajadores y fijar la jornada legal de trabajo.
Pese a todas las propagandas hechas en favor de esta idea, su realización no fue posible hasta que el Tratado de Versalles tuvo la aspiración de recoger las enseñanzas de la Gran Guerra, y al pensar en una paz universal fundada en la justicia, declaró que «la no adopción por una nación cualquiera de un régimen de trabajo realmente humano sería obstáculo para los esfuerzos de otras naciones, deseosas de mejorar la suerte de los trabajadores dentro de su propio país». El reconocimiento oficial de esta vieja idea dio el pretexto para que se crease la Conferencia Internacional del Trabajo, que se reúne una vez por año en Ginebra, y el Bureau Internacional du Travail, su órgano permanente.
No soy capaz de juzgar la eficacia de los centenares de convenciones y recomendaciones que, gracias a la labor de este organismo, han sido aprobados por los cincuenta y cinco estados que tienen en él su representación. No sabré decir en qué proporción han mejorado las condiciones de trabajo de los obreros de todo el mundo, pero, en cambio, puedo hablar, después de mi visita a Ginebra, de las condiciones en que trabajan los que han echado sobre sus hombros la tarea de hacer más humano el trabajo de los demás.
Con muy buen sentido, a mi juicio, han empezado por hacer humano y razonable el trabajo de ellos mismos. Por lo visto, han querido predicar con el ejemplo, cosa muy de estimar, precisamente porque no es nada frecuente en casi ningún apostolado. Aquí han empezado por llevar el trabajo de ellos mismos a un grado tal de perfección, que uno se imagina el mundo como el paraíso de los trabajadores el día que en todas partes se trabaje como en el Bureau Internacional du Travail.
La instalación de estos hombres que procuran por el bienestar de la humanidad trabajadora es magnífica. Un espléndido palacio, construido según todos los adelantos y provisto de todos los instrumentos de confort. Se levanta en una planicie rodeada de una zona protectora de arbolado, que aísla a sus moradores de toda molestia exterior y sirviéndole de fondo la lámina azul del Leman. En el interior hay patios conventuales en los que unas fuentecitas árabes hacen sonar la grata canción del agua, suntuosos salones con muebles para los que se han trabajado las mejores y más ricas maderas del mundo, calladas galerías de parquets encerados y gruesas alfombras y, finalmente, las celdas, claras, limpias, de luz tamizada, y muebles que son un prodigio de comodidad y orden, en cuyo retiro sienten la angustia universal del trabajo que mata a estos hombres beneméritos.
No recuerdo residencia de magnate ni mansión imperial que me haya dado una sensación de bienestar comparable a la que produce esta Oficina Internacional del Trabajo. Para levantarla, cada país ha contribuido con costosas donaciones. El Canadá envió sus más ricas maderas; Alemania, las vidrieras más artísticas que salieron de sus hornos; el Japón, los tibores más sorprendentes que labraron sus artífices; Inglaterra, sus hierros… España ha mandado un lienzo insoportable, de esos que el Ministerio de Instrucción Pública adquiere por compromiso. Se lo han colocado en la Sala de Juntas de los patronos. Por lo visto, España cree que los patronos de todo el mundo son tan insensibles a los crímenes artísticos como los suyos.
El conjunto es sorprendente. Por el ancho palacio saturado de calma discurre una verdadera legión de lindas mecanógrafas y de subalternos que descargan a los funcionarios de la parte penosa de la labor intelectual que se les encomienda. Todo está tan reglado, tan asequible, tan maravillosamente dispuesto, que uno piensa como una redención de su vida en poderse venir a una de estas celditas claras para hacer su dura labor diaria como un juego, como un deporte del espíritu.
Este amigo que viene de visitar la cuenca minera del Ruhr me dice:
—He bajado al pozo de una mina; en el fondo, a unos cien metros, he visto en el extremo de una galería a un minero que trabajaba. Estaba tumbado panza arriba, y con los pies en alto sostenía el bloque de carbón suspendido sobre su cuerpo, que penosamente iba desprendiendo poco a poco a punta de piocha.
»He visto a este hombre trabajando así y, silenciosamente, avergonzado, temeroso, me he alejado de él y he dicho a la Comisión de sociólogos que iba conmigo: «Vámonos, vámonos. No hablemos ni una palabra, no discutamos nada, dejarlo, dejarlo. Si este hombre ha de trabajar así, lo mejor que podemos hacer es no darnos por enterados, que trabaje lo que quiera. No vengamos aquí a la boca de la mina a soliviantarlo discutiendo sobre si debe trabajar en esa postura siete horas u ocho horas diarias. Mientras no se dé cuenta, que esté las que quiera; porque el día que se entere, el día que no quiera seguir, nos moriremos de frío en Berlín. Ya es un crimen tenerle ahí; si no somos capaces de impedir este crimen, no vengamos aquí a la misma mina a fingirle una compasión que no sentimos. Se puede enfadar, y pobres de nosotros, entonces. ¡Pobre del flamante Bureau Internacional du Travail!».
No comparto la opinión de mi amigo, que es en el fondo demasiado cruel, demasiado egoísta. Esta postura de avestruz, con la cabeza bajo el ala, que ante el infortunio de la clase trabajadora toma el mundo, no puede compartirse. Pero tampoco se puede aceptar esta linda colmena de burócratas, paraíso de sociólogos que a orillas del Leman, sueñan plácidamente con un remoto bienestar de los que hoy trabajan de una manera inhumana.
Ha surgido en el horizonte la monstruosa espina dorsal de los Alpes. Sobre la tierra llana y feracísima empiezan a ser frecuentes las lomas escalonadas como un oleaje de piedra. De vez en cuando, en el fondo de una cazuela, un pueblo. Es un pueblecito de veinte o treinta casas a lo sumo, por cuyas chimeneas salen otras veinte o treinta columnitas de humo, que en esta hora diáfana del amanecer, cuando la atmósfera está perfectamente en calma, ascienden limpiamente hacia el azul remoto. No corre el viento en este vallecito hondo y verde que las altas montañas protegen, y el humo quieto de los treinta hogares tiene para el viajero del aire una saudade encantadora.
Estamos volando, a través de Suiza, desde Ginebra hasta Zúrich.
El aeródromo de Ginebra tiene ya el tono de las grandes estaciones aéreas. Gran tráfico de viajeros, pero extranjeros casi todos; los suizos no viajan todavía más que montados en sus zapatones de terribles clavos. A la hora fijada exactamente se ponen en marcha los motores de los dos correos aéreos que parten esta mañana: el de Basilea-Hamburgo y el de Zúrich-Berlín.
Los dos aparatitos se remontan al mismo tiempo sobre el boscaje de la planicie ginebrina, por entre el cual las casas asoman penosamente sus tejados, y, juntos, avanzan sobre las aguas lechosas, densas del lago Leman, que ya a esta temprana hora surcan frecuentes barquitos con las velas hinchadas por el airecillo que se va levantando con el día. Aun desde el avión, desde donde se abarca por completo este pacífico y burgués lago de Leman, bañera de los ginebrinos, tiene empaque de mar.
Los dos correos aéreos siguen marcando al unísono de sus motores, a idéntica altura, con la misma velocidad. La sensación de seguridad que da el ver marchar isócronos a esos dos aparatitos sobre la bocaza verde del lago es absoluta.
Un poco más lejos, los viajeros del correo de Hamburgo nos saludan agitando sus pañuelos desde el interior de la cabina, vira un poco el juguetito niquelado y va a perderse en la garganta de dos altas montañas, por entre las que se aventura gallardo.
Nuestro piloto continúa por la vasta llanura, donde la vegetación es cada vez más fuerte. Se diría que en este sitio a la tierra le ha salido unas barbazas terribles. Las masas de verdura lo ciñen todo estrechamente.
Un pueblecito. Circundándolo, metiéndosele calles adentro hasta los patios y las plazas, el magnífico boscaje. El planeta tiene aquí una cara amable de buen viejo barbudo, harto distinta de la cara adusta que nos pone a nosotros en Castilla.
Protegiendo este vergel, se ve a lo lejos la cadena de los Alpes semejante a esas montañas de espuma que levantan las lavanderas, o más bien a esa barrera de chantilly que las amas de casa ponen alrededor de sus fuentes de natillas.
Ninguna impresión de grandiosidad. Suiza es exactamente un plato compuesto; el Montblanc, un merengue mucho peor hecho que los que hacen los confiteros.
El sentimiento sublime del paisaje se ha perdido por completo. Ya el hombre podía enfrentarse serenamente, sin aquel terror primitivo, con las grandiosidades de la Naturaleza, pero el avión ha acabado de humanizar las cosas. Se temía y respetaba al Montblanc cuando era inaccesible, cuando aún no estaba superado, cuando desde su arranque el hombre tenía que considerarlo inconmensurable, cuando vencerlo era un prodigio reservado a los héroes. Ahora, no. El Montblanc humilla su crestería por debajo de esa maquinita brillante, dentro de la cual, el espíritu más ruin del más ruin burgués de Europa puede superarlo. Nada de admiración por la Naturaleza. De tú por tú, sencillamente. El Montblanc no es más que una pella de chantilly.
El lago empieza a estrecharse y termina en un canalillo insignificante. En la vasta planicie surgen los pueblecitos a docenas. Ha habido un momento en el que he contado cerca de un centenar de pueblos dentro del radio visual que me consiente la altura del avión. Los pueblos suizos son en él tapiz de verdura, cada vez más apelotonada, como el centro de una estrella, cuyas puntas, que son las carreteras, se alargan hasta unirse con las puntas alargadas también de otras estrellas.
El paisaje es sencillamente hermoso. Haciendo presa en los bosques de un color verde oscuro, los pueblecitos rojos y grises; toda la gama del verde al amarillo en los sembrados, azul añil en el cielo, que es azul lechoso en el lago, y al fondo la blancura radiante de la nieve en las crestas de las montañas.
A veces, sobre el valle, entre el lago y las montañas, aparece inmóvil una nubecilla alargada y transparente, que corta en sentido horizontal el paisaje. Más adentro, estas tenues vedijas se consolidan, y hay momentos en los que el avión se mete en una zona brumosa, que da al paisaje un aspecto sideral. Sucesivamente pasamos sobre Lausana, Friburgo, Berna. ¡Qué bonitas estas ciudades, que crecen en las márgenes de un río de cruce tortuoso! Los caseríos, apretados, se ciñen a las revueltas del agua que lame los cimientos de los edificios más valientes, y todo ello ofrece el espectáculo de la conquista del río por su enamorada la ciudad. ¡Qué emocionantes estos abrazos de un río a su ciudad! Se piensa con gratitud en el pastor nómada a quien se le ocurrió el primero plantar su tienda en este remanso de la corriente.
La distancia va envolviendo los Alpes en una túnica de vaho. La selva se apelotona cada vez más y hay que pensar que aquellos caminillos estrechos, abiertos en ella, se han logrado ya heroicamente, a hachazo limpio. Es ya una vegetación tan fuerte, que da rabia.
Empiezan a verse las agujas góticas alanceando el azul. A medida que nos acercamos a Alemania, la tierra se hace más oscura y más fuerte. Surge de nuevo el oleaje de las lomas y el avión gruñe cada vez más enfadado para poder ganar la altura necesaria. Frente a nosotros hay una barrera de montañas cuya línea sinuosa se recorta en el azul como el filo de un serrucho. A esta altura no pueden subir ya los árboles, y la tierra aparece desnuda, calva, con la osamenta de piedra al descubierto.
Cuando estamos sobre la cresta más alta de esta barrera montañosa, surge como por arte de magia un paisaje maravilloso. En la otra vertiente, la montaña está cortada a pico, y en la base de esta imponente muralla se abre una planicie verde, fresca y jugosa. Recostada, indolente al pie del llano, Zúrich.
Su aparición súbita en el momento en que se sobrepasa la montaña es inefable. Cuando el avión llega a la cúspide de la montaña, el piloto hace callar el gruñido fatigoso del motor, y suavemente planeando, como una gaviota, el pájaro metálico vuela en espiral sobre el caserío de Zúrich y se abate suavemente sobre el tapiz verde que la ciudad ha extendido para recogerle.
En el aeródromo, mientras una muchachita nos descubre con su ternura germánica la importancia que todavía, y a pesar de todo, tiene el ser español, la cabina del avión se llena de alemanes, que van, como nosotros, camino de Berlín.