POR TIERRAS DE FRANCIA

En el aeródromo del Prat, ante el avión que ha de conducirnos, el piloto y el radiotelegrafista consultan las indicaciones meteorológicas que acaban de recibir sobre el estado de la atmósfera en el trayecto hasta Marsella. Hay un poco de tormenta en el Pirineo y el avión tiene que ir subiendo y bajando constantemente para esquivar las corrientes de aire y las nubes.

Al despegar, el avión cruza petulante sobre Barcelona, que se extiende ancha y plena a la orilla del buen mar. Pronto queda atrás el gran hormiguero, y este buen mar Mediterráneo, antes tan llano y humilde, a medida que avanzamos se va enroscando y creciendo. La costa llana, es ahora costa brava y difícil.

Súbitamente, por un boquete de las nubes descubrimos el Golfo de Rosas, puerto ancho por el que quiso entrársenos a raudales en la hosca Península la vieja cultura clásica. No sé si es exactamente una impresión directa del paisaje o más bien una sugestión literaria anterior, pero la luz de esta mañana en el Golfo de Rosas tiene una diafanidad mayor que nunca.

En lontananza, las últimas estribaciones de los Pirineos Orientales bajan a bañar su cola en el mar, asemejándose a esos paquidermos que en los parques zoológicos nos recuerdan cómo debían de ser los animales antediluvianos. El terreno montuoso es, visto desde el avión, como un fabuloso plesiosauro.

Poco a poco vamos metiéndonos en la zona tormentosa. El viento viene a chocar contra nuestro avión heroicamente. Es curioso advertir cómo para el navegante del aire la atmósfera no es esa cosa vacua, sin sentido, que es para el terrícola. El aviador sabe las cosas que hay en el aire; las mil cosas sorprendentes que cuando todos sean aviadores exigirán, si no un nuevo sentido, una agudeza mayor de la que tenemos para poder advertirlas. Los baches, las corrientes de aire, las zonas de menor densidad, los remolinos, las trombas, toda una complicada mecánica aérea puebla la atmósfera que antes creíamos diáfana y vacía.

Ya en pleno Pirineo, la tormenta nos alcanza. Las nubes se precipitan furiosas sobre el aparatito que se les entra valientemente por la panza negruzca. Hace falta una gran decisión para meterse nube adentro. La nube es como una gran humareda, y cuando nos metemos en ella, tenemos la misma sensación de habernos metido de cabeza en un incendio.

Huyendo del seno de la nube, el avión gana altura con arremetidas valientes del motor. Se ha borrado por completo la tierra. Esto tiene ya un aspecto curioso de paisaje sideral, tal como nosotros podemos concebir lo sidéreo hemos superado las nubes y las vemos correr insensatamente debajo de nuestra máquina. A veces, entre sus desgarrones, aparece la mancha clara de la tierra o la mancha verde del mar, sobre las que se proyectan las sombras de estas nubes que bajo nosotros corren empujadas quién sabe con qué designio.

Cada vez se cierra más y más el horizonte. Llega un momento en que no hay solución de continuidad entre las nubes. Toda la porción del planeta que puede abarcarse desde la altura del avión está algodonada, cubierta totalmente por este algodón sucio de los nubarrones. Nuestro motor se abre paso lentamente; sus gruñidos isócronos parecen descubrir ya un poco de jadeo, y el piloto lo vigila y lo fuerza a seguir. La resistencia del viento se me antoja insuperable. Subimos hasta no poder más. Allí no son tan densas las nubes, pero la fuerza del viento es mayor. Desbaratadas por el ventarrón, las nubes pasan a nuestro costado como lanzas tendidas contra un invisible enemigo.

La tormenta está muy alta y hay que intentar el paso por debajo. El piloto pica la proa del avión y nuevamente nos zambullimos en la gran masa de vapor de agua; durante unos minutos navegamos perdidos en la panza del nubarrón. De improviso, se abre un jirón en la niebla por el que asoma siniestro el gran cuchillo de piedra de una montaña demasiado próxima. Más que el viento y el mar, es la tierra nuestro enemigo.

Cada vez son más frecuentes los jirones verdes y azules en la masa vaporosa. Al primer rayo del sol que alancea la tormenta, nuestro aparatito brilla gracioso como un juguete. Sus piezas niqueladas y su ala metálica juegan alegremente con el sol. ¡Qué grata esta alegría radiante de nuestra maquinita con sus cueros primorosos, su tapizado impecable y el brillo de sus cobres en este paisaje sideral que va hendiendo inalterable, como si jugara!

Camina el viento barriendo las nubes a nuestra espalda y lanzándolas como flechazos. Nos apartamos de las anchas fauces del mar y volamos ya sobre tierra francesa. Cuando el ámbito queda limpio y oteamos el paisaje, se ha operado en él una de esas maravillosas mutaciones de decoración que tanto sorprenden al viajero del aire.

Contemplamos ahora una planicie inmensa, irregularmente dividida en pequeñas porciones donde se dan todas las tonalidades del verde al amarillo. Es el campo de Francia. De trecho en trecho se alzan las granjas, las innumerables granjas que toman posesión efectiva de esta tierra próvida del Mediodía francés. El viejo tema de la diferencia del paisaje español y el paisaje francés se me suscita ahora vivamente, obligándome a la reiteración. He aquí un pasaje humanizado, sencillo, confortable, como muy raras veces puede contemplarse en España. El Garona riega cómodamente la dilatada planicie, y se ve en seguida que aquí la vida no puede tener ese sentido dramático que le dan los roquedales aragoneses, la dura meseta castellana o la reseca Andalucía.

Volamos ahora plácidamente. Pero acaso el motor ha trabajado demasiado y empieza a fallar. Sus gruñidos no tienen ya esa isocronía que tanto tranquiliza y tanta seguridad da al viajero. Gruñe con intermitencias y cada vez parece más dispuesto a dimitir. Empieza a notarse un fuerte olor a caucho quemado, y el piloto y el mecánico luchan un momento por conservar la marcha y la altura, pero finalmente se disponen al aterrizaje forzoso.

Estamos todavía a gran altura y puede escogerse el sitio donde ir a caer planeando. Lo único disponible que tenemos a la vista es un campito de trigo recién segado.

Es lo único abordable entré la inmensa masa de follaje y la exuberancia de las viñas. No tendrá este campito sesenta metros de largo; mientras bajamos sobre él en espiral, nos intranquiliza un talud que hay cerrándolo. El piloto hace su maniobra y yo me amarro prudentemente a mi butacón. A motor parado, el avión va perdiendo altura para posarse en el pequeño espacio de que disponemos con la menor violencia posible. Pero aquello es demasiado pequeño. Entramos rozando las copas de los árboles que marcan la linde y tocamos tierra violentamente. El avión salta sobre su tren de aterrizaje y se precipita raudo fuera de nuestro improvisado aeródromo. Súbitamente un formidable golpe; cruje la caja metálica de la cabina, hay un estrépito de cristales y saltamos en nuestros asientos hasta dar con la cabeza en el techo. Miramos entonces por la ventanilla. El avión está empotrado en una zanja de metro y medio de profundidad que separa nuestro campo de aterrizaje de una viña colindante. ¡Cochino espíritu de propiedad de los franceses! No les basta con tener fijadas sus lindes en el registro de la propiedad; por poco no nos dejamos los sesos en esta zanja.

Las aspas del avión se han hundido en una cepa cargada de racimos, y uno de los brazos levanta en alto, como un trofeo, un gajo de uva gorda y verde.

Salimos de la cabina, salvamos la zanja y esperamos a unos campesinos que llegan a todo correr desde una granja próxima. El primero que se nos aproxima es un mocetón cetrino, bien plantado.

—¿Dónde estamos?

—Cerca de Vendres. A veinte kilómetros de Bezieres. ¿Es usted español?

—Sí. ¿Y usted?

—También; soy prófugo.

Ha llegado ya un grupo nutrido de campesinos.

—Éste —me dice el que llegó primero— es también español; y también prófugo. Y éste. Y éste…

Hasta una docena de entre los veinte trabajadores del campo que han acudido son españoles y prófugos o desertores.

—¿Tendrán ustedes ganas de poder ir a España? —les pregunto mientras fumamos un cigarrillo.

—Psé; aquí se vive bien. Aquello era más duro. Más trabajo, menos que comer, pocas mujeres… Por lo demás, sí, nos gustaría poder ir…

Mientras llega el auto que hemos pedido a Bezieres, descansamos unos minutos en una granja próxima. En torno nuestro, ante unos grandes vasos de vino tinto y áspero, se reúnen hasta dos docenas de braceros. Son españoles en su mayoría. Brava gente que emigra de nuestro país buscando un poco de bienestar, este pequeño bienestar del trabajador francés que no hemos sabido dar todavía al trabajador español. Son gente sobria que se contenta con poco; una buena comida, una gran independencia y alguna que otra moza amable. No tienen más que esto aquí. Pero ni siquiera esto se les da en España, y por eso emigran a millares los braceros españoles a esta tierra del Mediodía francés, en la que se encuentran felices a cambio de tan poca cosa.

Pero el españolismo no se ha borrado en ellos. Ser español es hacer profesión de fe en el heroísmo, en el sacrificio. Todos estos españoles emigrados, prófugos en su mayoría, aman a España y se avergüenzan un poco de no haber tenido el heroísmo suficiente para seguir viviendo apegados a sus terruños, de no haber sido capaces de soportar todos los sacrificios que la dura tierra española exige a sus moradores.

Camino de Bezieres, la campiña francesa nos muestra el secreto de la grandeza de Francia. Francia no es grande por sus grandes ciudades ni por sus grandes hombres, sino por la grandeza de esta campiña exuberante, por el esfuerzo de estos millones de aldeanos —entre los que hay muchos miles de españoles— que nutren el Estado con una savia fuerte capaz de resistir todos los embates exteriores y toda la corrosión interior. Este tipo magnífico del campesino francés que vamos viendo es la clave de todo. En el mundo se conoce de Francia a sus políticos, a sus escritores, a sus artistas, y el mundo cree que Francia es grande por ellos. No, ellos no son más que el exponente de estas grandes masas de trabajadores de la tierra, humildes, limitados, constantes, que han hecho del suelo de Francia un vergel. Cada parcela de tierra francesa está cultivada como ni siquiera puede concebir un español. El amor del francés a su pegujalillo, a su pedazo de corteza terrestre, no lo sabría tener nunca, por ejemplo, un andaluz.

Reflexionamos sobre esto ahora, camino de Rusia, y cada vez se arraiga más en nosotros la convicción de que, de todos los países del mundo, es Francia el que menos tiene que temer al comunismo. El pequeño propietario francés, tan amante de su pedacito de tierra y del ahorro, es la fórmula netamente anticomunista. No importa que el comunismo tenga una gran fuerza en París y en las zonas fabriles. El comunismo de tipo ruso no hace aquí sino recibir y encauzar ese fermento revolucionario que existe en todos los países como motor de muchos individuos, siempre los mejores.

Cuando llegamos a Bezieres, la tarde solemne de este día caluroso da a la ciudad un encanto inefable. Por las calles anchas pasan, pegándose a las fachadas de las casas, unas viejecitas amables tocadas con sus cofias historiadas que se anudan graciosamente bajo la barbilla. En las tabernas, los hombres beben lentamente, con envidiable regodeo, el buen vino de la tierra; beben como sólo saben beber los bebedores de provincias con un paladeo solemne que refleja exactamente el paladeo de la vida que esta gente remansada de provincias sabe practicar.

El mejor paseo de Bezieres empieza a poblarse de gente que sale de sus casas a refrescarse. Los bancos de piedra cobijados por los árboles centenarios del paseo son tomados por estas respetables damas que hacen ganchillo, estos burócratas que a todas partes llevan dignamente la representación del estado francés, y estos pequeños propietarios rurales, tipos grotescos todos ellos si se quiere, pero con un alto valor ciudadano. Este tipo de francés de cincuenta años que cifra su orgullo en llevar una cintita en el ojal y que mantiene a despecho de los tiempos su sentido de la caballerosidad —caballerosidad francesa bien distinta de la caballerosidad española— es el aglutinante de esta varia muchedumbre cobijada bajo la bandera tricolor. No son, esto salta a la vista, gente de una inteligencia extraordinaria; tienen en el fondo ese fermento malo y egoísta de todos los nacionalismos, pero ¡ya quisiéramos nosotros que sus equivalentes en España fueran siquiera así!

Para conseguir estos tipos, con todos sus defectos y sus virtudes, hacen falta muchos siglos. Son gente vieja, gente ya de vuelta, que al sentirse claudicante se quiere afianzar encerrándose en una limitación deliberada. Esta vejez inteligente y cauta es, a mi juicio, el verdadero espíritu de Francia, el que yo he creído encontrar en estos tipos admirables que pasean prudentemente abotonados por los paseos de esta pequeña ciudad meridional de Francia.

No sé si esta visión parcial será absolutamente exacta. Hemos caído en la Francia más vieja, en la más trabajada por el paso de las civilizaciones. La Provenza es el camino de la cultura clásica hacia Centroeuropa. Toda esta tierra está sembrada de grandes nombres que pesan demasiado: Aviñón, Arlés, Montpellier, Nimes…

La verdadera fuerza vital de Francia debe venir de arriba abajo; esta zona comprendida entre el Garona y el Ródano debe dar la levadura, el fermento de esa gran masa que se cuece en París.

Todavía, antes de salir de Bezieres un curioso espectáculo: los niños.

A media tarde, por todas las callejuelas de la ciudad se ve en cada momento una mujer que va empujando lentamente un cochecito desde el que sonríe al firmamento un bebé, un delicioso bebé, limpio, sano, fuerte, sonrosado, envuelto en encajes. La madre francesa es la más amorosa, la más celosa de sus hijos. Pobres y ricos, todos ponen en el hijo todas sus ilusiones. Lo miman y cuidan como una verdadera maravilla. Si no, no los tienen.

Y esto es lo terrible para Francia. El niño se considera como un artículo de lujo, como un producto de selección que exige tales sacrificios, que sólo cuando se está en disposición de soportarlos se acepta. No es fácil ver en Francia ese espectáculo de chicos sucios con la panza al sol que viven poco menos que como los animalitos domésticos. Pero éste es precisamente el peligro.

Conseguirán las madres francesas, con su alto sentido de la maternidad, dar al mundo un producto de selección, un tipo de humanidad cada vez más perfecto, pero cada vez más escaso. Y Francia —como todo el mundo sabe— se perderá por ahí por la despoblación.

Para que un pueblo sea fuerte y pueda hacer gala de su vitalidad —doloroso, pero cierto—, es necesario que haya muchos miles de criaturas lanzadas al mundo un poco insensatamente, a la ventura, a vivir y crecer como los pajarillos y los ganados. Esto, para un hombre civilizado, es imposible de aceptar. Pero es verdad.

La vitalidad de un país está en los niños que se mueren por abandono, porque no se les puede atender porque son demasiados. Ya Rusia se encargará de confirmar esta teoría.

A espaldas del bulevar, en un remanso que forma la acera por donde la gente pasa aprisa, ha colocado su catrecillo de tijera un chansonnier que, al mismo tiempo que mueve trabajosamente su formidable acordeón, canta esas letrillas picarescas que son la flor de París.

Las empleaditas que pasan taconeando bizarramente camino de sus oficinas, los obreros, los guardias, los chicos, los proveedores, toda esa masa humana que se mueve en oleadas por las calles de París se detiene unos segundos ante el chansonnier y continúa después su camino sonriendo con el ánimo un poco regocijado por haber cogido de través alguna frase feliz de este magnífico bigardo del acordeón, que con tanto desenfado toma el pulso a París en sus cancioncillas.

Ése es el verdadero prodigio espiritual de París; que toda su vida múltiple, que toda su espiritualidad difusa cabe en una cancioncilla. París subyuga, porque en medio de su variedad tiene siempre un tono y un ritmo que lo recoge entero en una frase. Todo cabe en un cuplé. Pero para conseguir este cuplé, para destilar esta letrilla y esta melodía fácil que el gran bigardo del acordeón está ensayando en una esquina mientras la gente pasa aprisa, ¡cuánto tiempo, cuántas cosas, cuánto esfuerzo!

París está muy hecho, muy trabajado; es la única ciudad definitivamente terminada que conozco. Todas las demás ciudades dan la impresión de estar haciéndose, de no haber cuajado todavía algo de campamento; Brujas, Venecia, Toledo no son ya más que relicarios.

Este encanto de madurez, de plenitud que tiene París es único en el mundo. Todo tiene ya una pátina que lo dignifica y proyecta hacia atrás en el tiempo, y, sin embargo, todo está vivo y en marcha.

Frente a las grandes aglomeraciones de casas que arbitrariamente se disponen en las ciudades, París se ofrece como el más feliz resultado de una sedimentación de siglos. Es la impresión más grata de París la de que está bien hecho, bien trabajado, bien terminado. Se da uno cuenta en seguida de que ésta es nuestra gran fuerza, la fuerza de Occidente, lo que no tendrán nunca los americanos.

París teme al peligro norteamericano. Los norteamericanos son demasiado ricos, y vienen demasiado a París. Terminarán por influir en él. Y esta posible influencia del sentido yanqui sobre el sentido parisién es lo que más preocupa a quienes están atentos a la conservación de este prodigio de Occidente que es la capital de Francia.

Espiritualmente, el ciudadano de Nueva York o el de Chicago es el antípoda del parisién. Aquél ama sobre todas las cosas lo desmesurado, lo inconmensurable; éste siente una inclinación natal hacia lo mesurado, hacia lo que tiene la medida de lo humano. Sólo por esta cuidadosa ponderación, París es la primera ciudad de Europa.

Pero en París ha empezado a haber casas demasiado altas y en sus paredes gritos demasiados agrios. Los norteamericanos influyen en París. Lo estropearán todo. El dólar es demasiado fuerte, y esta gente se halla tan bien dispuesta para dejarse corromper…

Francia, que sabe sacar esa fuerza de flaqueza que es su patriotismo cuando llega el momento de peligro, debía alarmarse ahora tanto como cuando los alemanes iban hacia París. Pero los franceses, que resistieron al hierro, no resisten al oro. Es lástima. Esos tíos de Chicago lo van a estropear todo.

No sé cómo no se les ha ocurrido ya a los fabricantes de tejidos utilizar como reclamo industrial el «color de París».

París tiene un color suyo, peculiarísimo, con el que se entonan todos los colores, desde el de las fachadas de las casas hasta el de la ropa interior de las mujeres. Las cosas son de buen gusto o de mal gusto, según que estén entonadas o no con este color natural de París, que es como el fondo del tapiz sobre el que destacan los otros colores vivos de los primeros planos. Más que color, es una luz neta, cernida, fría, que resalta sobre las cosas y las empalidece un poco, rebajándolas de tono, acomodándolas a esta tonalidad amable de París.

Una de las cosas más gratas de Francia es esta simplicidad de sus uniformes militares. El extranjero puede confundir fácilmente a los carteros con los generales. Unos y otros tienen el mismo aire sencillo de humildes funcionarios que desempeñan una labor para la que el Estado les paga. Aunque esa labor haya sido la de ganar la guerra europea, este funcionario no se sale de su uniformidad. Porque el uniforme se les pone a los carteros como a los generales, no para distinguirlos, sino para uniformarlos, para que de ninguna manera se distingan.

Hay tal cantidad de negros en París, que cualquiera otra ciudad que no fuese ésta, no los soportaría. Pero el negro en París se disimula, se destiñe un poco, se hace ciudadano parisién al poco tiempo.

Negros y amarillos y cobrizos a millares; pero todos pierden un poco su color en París. Este fantástico Montparnasse es un maravilloso crisol de razas y colores. Coge a los tipos exóticos, los somete a un tratamiento intensivo de diván de café, los aculota y después los lanza a la circulación ya presentables. Lo bueno que tiene París es que se traga muchos tipos exóticos, pero los digiere bien. El tipo más parisién que me he tropezado en París había venido de Argelia cuando la guerra.

Estos amarillos, dondequiera que estén, dan siempre un triste espectáculo de senectud, son demasiado viejos. Pero este chinito que estaba hablando anoche en Luna Park con una muchachita como un junco estaba tan contento; se sentía tan a placer que, sin él advertirlo, se reía todo; se le reía la cara amarilla y fea, como se le reían los hombros y las piernas. El hombre había olvidado su pesadumbre de siglos agarrado a aquella jovencita blanca y fresca de Occidente.

—¡Eh, chino! —le grité—. ¡A tus chinoserías! ¡Occidente, para los occidentales!

Esta tarde, en una terraza de los bulevares, se sentó a mi lado una muchachita. Exhibía honestamente —es decir, sin recato— los graciosos dones que la Divinidad había tenido para ella, y yo, pobre celtíbero, privado habitualmente del espectáculo público de la gracia de Dios, estuve a punto de levantarme y felicitarla por su generosidad para con la humanidad fea y doliente.

Otra chica; ésta, fea, desgarbada, mal vestida, con unas gafas de concha y una capotita imposible, se me acercó a poco, y con una seriedad no exenta de gracia, me invitó a comprarle un periódico: el boletín de L’Armée au Salut. En la primera plana de este boletín hay una reproducción de unos angelitos de Murillo y debajo, en grandes titulares, una cita de San Pablo: «Que sólo aquello que sea puro sea el objeto de vuestros pensamientos». Y a continuación, con letras gordas también: «Si vous ne devenez comme de petits enfants, vous n’entrerez point dans le Royanme des Cieux… car il est pour qui leur ressemblent».

He agradecido efusivamente a esta muchachita fea y desgarbada de las gafas de concha su amoroso requerimiento. Y no menos efusivamente he sonreído también a la otra.

En París —no sólo en París, pero en París principalmente— la mujer va siempre al lado del hombre. No creo que aquí haya habido nunca problema feminista a la manera ininteligente que tuvieron de plantearlo las mujeres anglosajonas. Francia ha resuelto el problema feminista de esa manera tan humana, tan sencilla, y netamente biológica que tiene el espíritu francés para plantearse y resolverse los problemas.

Durante la guerra, y después de la guerra, la vida ha sido y sigue siendo dura. La mujer tiene que tomar parte en todos los trabajos. Es la necesidad, suprema ley. Y toma parte, como ella puede, en la medida que le permite su imperativo biológico. Hace todo aquello que le permite su fisiología y se remunera su cooperación a la obra social con todas las monedas en curso: bienestar material, consideración espiritual, derechos políticos, acceso a todas partes, libertad individual… El mundo moderno no puede dejar ya ningún servicio sin remuneración.

La mujer está hoy en todas partes. En un sitio, gobierna; en el otro, obedece; aquí, goza; allí, sufre; camarera o dueña, y señora de príncipes, cada cual según su temperamento. Vendedoras ambulantes, mecanógrafas, obreras, intelectuales, madres, esposas, amantes de una hora o amantes de toda la vida. ¡Qué grata para uno, español, esta omnipresencia de la mujer!

La cuestión está en salvar el problema sexual, en no concederle más que la importancia secundaria que tiene en realidad. Superado esto, no hay problema feminista. La mujer toma automáticamente la parte que le corresponde en el trabajo del mundo y automáticamente se redime de su esclavitud y aun de la prostitución. Por lo menos, de esa prostitución negra y triste de los países no civilizados o a medio civilizar. Yo comparo estas muchachas graciosas, gentiles, independientes, fieramente independientes, que desempeñan en París la función social de hacer el amor, con aquellas otras mujercitas tristes, dramáticas, de Andalucía, a las que los señoritos maltratan, y las encuentro absolutamente redimidas de toda cosa nefanda. Desempeñan la función para la que son más aptas, viven bien y un día cualquiera se convierten en adorables esposas y madres amantísimas. Para sus maridos no habrá problema. La paternidad —ya lo decía Goethe— es una cuestión de buena fe.

Lo único desagradable es que estas hormiguitas trabajan demasiado. Con ese espíritu agudo que tiene la mujer, parece que se da más cuenta que el hombre de que Francia necesita reponerse urgentemente, y trabajan con exceso.

—Con estas chicas que sonríen en las terrazas de los bulevares a los extranjeros —me dice un amigo comunista— cuenta Poincaré para saldar las deudas de la guerra.

Tengo la sospecha de que estas muchachas que van lentamente por las calles acompañadas de sus amantes, por los que se dejan besar de una manera litúrgica, no son espontáneas. Yo creo que estas señoritas están subvencionadas por el Municipio de París. Son, indudablemente, a la manera de funcionarios de un posible negociado de Encouragement de Vesprit français.

Por el qué dirán, a mi paso por París he entrado en el Louvre. En los vastos salones del formidable museo he tropezado con grandes manadas de ingleses. Son muy pintorescos. Esta superstición del arte, sobre todo en los anglosajones, es divertidísima.

Vienen desde todos los puntos de Inglaterra a París para ver la Venus de Milo o la Victoria de Samotracia. Hacen el viaje exactamente igual que como viajan nuestros ganados de Castilla a Extremadura. Traen ya desde Londres su pastor espiritual. Es un tipo medio cicerone, medio profesor, que los arrea de una sala para otra, los emplaza frente a las grandes obras de arte que ellos, como civilizados, se creen en el caso de conocer, y una vez en presencia del prodigio artístico, les lanza una explicación de él, que a los ingleses debe satisfacer sobremanera, pero que a un latino le producirá náuseas.

La interpretación oficial, la exégesis en circulación que de la obra de arte se echa a los ingleses tiene seguramente todas las garantías de autoridad y actualidad.

Les dirán esto es lo último que tenemos en calcetines.

Pero, a pesar de todas las garantías y de todas las autoridades, uno, celtíbero, siente que esta del arte es una de las grandes supersticiones que todavía no ha podido destruir la civilización y que sería de desear que la docena de hombres que en el mundo pueden tener un auténtico temperamento artístico le pegara fuego al Louvre, sólo porque no vinieran los ingleses en manada con sus Manuales de Estética y sus cicerones a disertar fríamente sobre algo que, si no es por lo que tiene de inaprehensible, no es nada.

Sentada en un rincón al lado de la Venus hay una muchachita de dieciocho años, fina como el humo del cigarrillo, que espera seguramente a alguien. Los ingleses, embobados con la Venus, han pasado junto a ella y no la han visto. Tan no la han visto, que algunos hasta la han empujado un poco al pasar. Y esta muchachita, ella misma, no su efigie en piedra, es la gran obra de arte de nuestro tiempo.

Esta mañana de domingo he caído en los alrededores de San Sulpicio. La gente viene a misa. Mucha gente. Toda esa humanidad un poco vencida y claudicante que en las grandes ciudades nutre las religiones, caballeros honorables, viejecitas, adolescentes de mirada perdida, gente desbaratada, que busca o cree haber encontrado su Camino de Damasco. Y negros, muchos negros. La obra de los misioneros —sobre todo de los misioneros españoles— ha sido grandiosa. El negro es católico, fundamentalmente católico. Uno se conmueve al verlos venir esta mañana de domingo a San Sulpicio, aun sabiendo que por la noche esta morenita cimbreante, vuelta a la selva en aras de la civilización, exhibirá su cintura desnuda, con el sucinto adorno de unos plátanos en un cabaret cualquiera.

He entrado en San Sulpicio. La religión en el centro de París tiene un aire que no me gusta. En el atrio hay unos cartelones de propaganda de las conferencias de la Semana Social; los temas de estas conferencias son perfectamente políticos. A la puerta de la iglesia, unos militantes venden al público estos periodiquitos de escasa tirada, tan combativos, tan bizarros, que en todas partes saben hacer los católicos La Vie Catholique, La Jeune-République.

Cuando hemos pasado bajo el dintel donde campea el lema impuesto por el Gobierno a todas las iglesias de Libertad, Igualdad y Fraternidad, la impresión sigue siendo la misma. Demasiada modernidad, demasiada campaña social, excesivo confort, harto sentido del momento.

Este esfuerzo, del catolicismo francés por defenderse actualizándose, me parece un error. La gran fuerza de las religiones viene de atrás; lo importante es conservarlas, mantener la liturgia, su sentido tradicional. Desde el punto de vista católico, mejor servicio presta a la religión el cura de misa y olla, que mantiene inalterable su dogma, que este cura urbano, que inicia una tímida evolución y, al acomodarse a los tiempos, pacta e, insensiblemente, desvirtúa su doctrina. En otro tiempo, ésta hubiera sido una herejía. Para El Siglo Futuro, seguramente lo es.

Este camarada español se halla refugiado en París, donde su difuso ideal revolucionario no le impone esa cadena perpetua de las detenciones gubernativas a que el Gobierno español castiga a todos aquellos que no piensan como él. Este camarada vive humildemente con su compañera en un cuartito amueblado, chico como un pañuelo, en el quinto piso de una de estas casas denigradas de los barrios populares de París. Trabaja durante todo el día como obrero en un taller, y por las noches escribe terribles artículos revolucionarios. Después de escribirlos, sale con ellos bajo el brazo a buscar entre las imprentas de París una donde quieran tirarle unos periodiquitos que él mismo edita. Además, da conferencias y escribe dramas de carácter social, que representan los cuadros artísticos de las sociedades obreras de la banlieu.

Su compañera es también militante. Gana su pan trabajando en una oficina y además pertenece a la Secretaría política del partido comunista.

Esta tarde me han invitado a comer en su rinconcito. La pobreza de la mesa tiene un encanto limpio y gracioso. Es un detalle, una nimiedad, una imperceptible superfluidad, lo que da, sin embargo, una sensación de bienestar en esta mesa pobre de gente al margen, que voluntariamente renuncia al bienestar burgués.

Esa nadería es lo que hace posible esta vida heroica del camarada Juan y su compañera. Es ese vaso con flores colocado sobre la mesa, o ese vestido elegante de ella, o este cigarrillo turco de él lo que permite la heroica persistencia de dos seres jóvenes y apetentes de todo en este régimen de austeridad del revolucionario militante.

El ideal revolucionario —del auténtico revolucionario contemporáneo, no del que aspira a derribar este o aquel Gobierno—, el ideal antiburgués no consiste en la destrucción del bienestar que han sabido crear los burgueses, sino en la limitación del apetito de cada uno por esos goces.

A la vida le basta con muy poco, casi nada. Cubrir las necesidades puramente fisiológicas, y para sazonarlo todo, un gramo de superfluidad. Reducir lo superfluo a este gramo, a este búcaro con flores del camarada Juan, o a este vestido de seda de su compañera es trabajar revolucionariamente.

Yo no pienso ahora en el camino que se sigue para lograr esto, pero me basta el espectáculo emocionante de esta gente diseminada por Europa, que sabe poner un límite a sus apetencias sensuales frente al desenfreno a que se ha lanzado la burguesía europea después de la guerra para que tenga una consideración espiritual por este ideal nuevo.

Hay todavía una gente que vive demasiado bien. Se me dirá que el bienestar no tiene límites. A mi juicio, sólo uno: el de la capacidad de disfrute de cada uno. ¡Y esta capacidad, en contra de lo que se cree, es tan pequeña! ¡Se necesita tan poco!

Esta señora, que tiene unos treinta y tantos años franceses —unos veinticinco años españoles—, está casada; pero, según ella misma dice, no es feliz en su matrimonio. Y hace desgraciado a su marido, suponiendo que él se considere desgraciado por tal cosa. Esta señora es rica; tiene unos buenos pedazos de la fértil tierra de Francia que le permiten gastar al año una renta de muchos miles de francos.

Se levanta temprano, se dedica amorosamente al cuidado de su cuerpo, come bien, como sólo se sabe comer en Francia; y se lanza a los bulevares a escoger entre los transeúntes su compañero en ese anhelo de gozar de la vida, que ella considera tan legítimo.

—Hasta ahora —me dice— soy feliz; más adelante, cuando pasen unos años y empiece a verme sola y triste, gastaré mi renta en pagar a los hombres que me puedan hacer amar la vida todavía.

Cuando esta buena burguesa me hablaba así, yo intenté explicarle que la vida es algo más compleja, que hay muchas maneras de amarla, que la categoría de ser humano tiene otras exigencias… No me ha entendido.

Y yo estoy convencido de que hay que ahorcar a esta señora. No me preocupa demasiado esta necesidad porque sé que un día encontrará al bandido polaco que la asesinará a puñaladas en el cuartito de un hotel meublé. Porque son los polacos los que cometen todos esos crímenes «pasionales» de París.