DESDE MADRID AL MAR

El avión de la Deutsche Luft-Hansa que, partiendo de Getafe, va a llevarnos a Barcelona, primera etapa de este viaje por Europa, hace rodar lentamente sus pesados neumáticos sobre la hierba del aeródromo. Esta rueda enorme que gira cada vez más vertiginosamente al costado de mi ventanilla, aplastando los surcos, es, para mí, un claro ejemplo. El voluminoso disco de caucho va ganando velocidad con un dramático anhelo de conseguir ingravidez. Su esfuerzo para despegar es heroico. Cuando al fin llega el momento en que pierde el penoso contacto con los terrones, la hazaña parece milagrosa. Nunca he visto tan claramente reproducido el mecanismo espiritual. Sea éste un ejemplo diáfano del patético esfuerzo que hay que hacer para remontarse a una altura desde la que sea posible otear siquiera el panorama espiritual de Europa.

El tiempo es aviador. Ha hecho su aparición en Alemania el avión-taxi que vuela en la dirección que le marcan sus alquiladores, con arreglo a la tarifa de un marco treinta y cinco pfennigs por kilómetro; en Francia se establece cada día una nueva línea comercial; hay aviones-restaurantes y aviones-camas; una gran fábrica alemana está ensayando la construcción de un avión gigantesco, en cuyas alas inmensas irán alojados cuarenta o cincuenta pasajeros que podrán bañarse, comer, dormir y pasearse en el interior del monstruoso pajarraco… Esto, de una parte. De otra, los grandes raids.

Todos los días nos llegan agudas sugestiones aeronáuticas. La navegación aérea no es ya una actividad hermética reservada a unos cuantos héroes y a un pequeño núcleo de profesionales, sino que nos arrastra a todos, desde el gordo y prudente mercader que utiliza las líneas regulares de aviación para ultimar sus negocios, hasta el turista, el político, el cómico y el escritor.

Las cosas son de otro modo desde arriba, y nadie ha dicho todavía cómo sean. El aviador profesional, el que ya tiene mente y cara de aviador, sabe que el mundo no es como lo suponen quienes andan arrastrándose por su corteza. Pero no acierta a decir cómo es. Para eso hace falta que vuelen a diario hombres en otras actividades: literatos, pintores, escultores, arquitectos, músicos. Se podría asegurar que si estos hombres fuesen al mismo tiempo aviadores, harían otras novelas, otras sinfonías, otros cuadros y otras estatuas bien distintos de los que hacen hoy.

El tiempo es aviador y hay que hacerse un poco aviador. Una buena butaca y un cigarrillo a dos mil metros de altura, en el interior de uno de esos confortables aviones modernos, puede transformar la estética contemporánea más hondamente que cien polémicas a ras de tierra.

El paisaje lo ha ido construyendo —interpretando— el hombre a lo largo de los siglos, según su visión puramente horizontal. Pero visto ahora vertical u oblicuamente, el viejo paisaje del terrícola repugna a la mirada del aviador. El mundo es feo desde allá arriba; feo y mezquino. Cuando vuelen diariamente millares de personas se irá modificando la estructura de las casas, las ciudades y los campos. Una ciudad vista desde un aeroplano pierde toda su gracia y su sentido horizontales.

En un viaje aéreo, lo primero que salta a la vista es la despoblación. Pasan bajo el aeroplano kilómetros y kilómetros de corteza terrestre sin un vestigio de vida, y se tiene la impresión de estar volando sobre un planeta deshabitado. Se ve la tierra intacta, inexplorada, aburriéndose en la espera inútil de gandules a quienes mantener. Abarcando de una sola mirada un panorama de centenares de kilómetros, en los que apenas se divisa una casita perdida, se ve que este gran queso que es el planeta está apenas empezado. Somos pocos; cabemos más, muchos más. El hombre no ha tomado posesión de la tierra más que porque se la ha repartido teóricamente.

Muy de tarde en tarde se ve, como una esponja, un pueblo. La fuerte cohesión de sus calles, el color amarillento de sus tejados y sus viviendas amontonadas le hacen ser exactamente como una esponja. En la inmensidad deshabitada, esa aglomeración súbita de gentes que es un pueblo da la impresión de que el hombre, en los miles de años que lleva sobre la faz de la tierra, no haya conseguido salir todavía de una vida rudimentaria de animal perteneciente a las especies inferiores. Desde una altura de dos mil metros se ve que tenemos sobre la Tierra la misma fórmula primaria de existencia social que las esponjas en el fondo de los mares.

La Tierra —esto se ve en seguida— no es nuestro domicilio natural. La Tierra es una vieja calva, fea, llena de arrugas, basta y grandota, con la que no puede uno entenderse. Más que nuestra madre la Tierra, es nuestra tía la Tierra; nuestra tía abuela.

Cuando se la mira atentamente a una distancia adecuada, se advierte que es demasiado vieja para ser nuestra madre; no nos forjemos ilusiones; no somos sus hijos. Seguramente ella no nos considera más que como una despreciable degeneración de su descendencia. Sospecho que, mejor que con nosotros, se entendía esta vieja gruñona con aquellos animales fabulosos de ochenta o cien metros, aquel mamut y aquel ictiosauro prehistóricos a los que debió acoger en el regazo de sus valles más amorosamente que a nosotros. A nosotros nos tolera por desidia; es una vieja sucia que por no sacudirse aguanta este enjambre de piojos que es la humanidad.

Cuando viajen todos en avión se tendrá otro concepto de las cosas. Hay que ir haciendo un «modo aviador». Hasta ahora, el hombre, cuando volaba, no hacía más que maravillarse; tenía un aire maravillado de ave de corral a la que súbitamente le hubiesen nacido unas potentes alas. Y se limitaba a cantar el prodigio del vuelo con ese cacareo que han tenido hasta ahora todos los cantores del aire, incluso D’Annunzio, más gallina asustada y cacareante que nadie. El «modo aviador», el sentido cotidiano del vuelo, es cosa que empieza a formarse ahora. Es preciso que viajen en avión todos, los tenderos y los canónigos y las amas de cría. Mientras la acción de volar no sea universal no haremos nada. Ejemplo: la lección de fluida persistencia que nos da la estela de un buque en el mar. Esa cosa movediza y cambiante que son las aguas del mar al abrirse tiene, vista desde el avión, una fijeza indestructible. La estela de un buque en el mar es la cosa más duradera, más permanente y exacta del mundo. Mientras los horteras no digan a sus amantes, como símbolo de firmeza, que serán tan constantes como la estela de un barco en el mar, no habrá triunfado el «modo aviador»; las incorporaciones de la acción de volar a la sensibilidad humana.

Ya hay bastantes aportaciones. La aviación ha empequeñecido el mundo. Terminará por transformar radicalmente el sentido que de él teníamos. La Tierra, hasta que los aviones empezaron a surcarla, no tenía la medida de lo humano. Era demasiado grande para nosotros, que de hecho habíamos de sentirnos en ella como ratoncitos perdidos en alguna sala de un inmenso palacio. Hoy hemos tomado posesión de ella y ya podemos poner en nuestras tarjetas de visita, sin ninguna prosopopeya «Fulano de Tal, habitante del planeta Tierra». Esto era lo que nos faltaba: tomar posesión auténticamente.

El hombre civilizado no estaba satisfecho mientras no le fuese posible recorrer íntegramente su dominio, pero sin riesgos ni heroísmos, y en poco tiempo. Era necesario saltar de uno a otro continente con la misma sencillez con que se pasa de una habitación a otra dentro de casa.

Ya sé que ésta no es una necesidad cotidiana. Para vivir bastan unos metros cuadrados de tierra; pero éste era un problema previo de soberanía. El emperador no conoce seguramente sus estados y ni siquiera los salones de su palacio; le basta con un cuartito donde tiene una cama, una mesita y un rayo de sol. La vida no exige más. Pero para sentirse emperador, para serlo, ha de satisfacer esta necesidad espiritual de tener bajo su planta sus estados. No hace falta que los recorra; le basta con poderlos recorrer.

Esto es lo que, gracias a los aviones comerciales, puede hacer hoy el hombre en su planeta.

Todos los esfuerzos de la humanidad han sido para esto: para que yo ahora, sencillamente, sin ninguna molestia ni heroicidad, me acomode en un butacón de la confortable cabina de uno de estos pajarracos metálicos y salga a dar la vuelta a Europa en unas cuantas jornadas con mi estuche de aseo, unas camisas, unos pijamas y unos libros. Los quince kilos de equipaje reglamentario. No se necesita más.

Hasta ahora las ciudades se construían para ser vistas de lado. De aquí en adelante habrá que pensar en las exigencias de la perspectiva vertical. Yo confío en que dentro de unos años, las comisiones municipales de ornato público decretarán la demolición de barriadas enteras que hoy nos parecen bien vistas desde un mismo plano, pero que serán feas, intolerablemente feas, vistas desde arriba.

Madrid es feo; está demasiado poblado. Este millón de manchegos apelotonados en la llanura da una impresión poco grata. Todavía los barrios modernos, con sus festones de verdura y sus terrazas, son tolerables, pero el viejo Madrid de los barrios bajos, visto desde arriba, es una monstruosidad. Así son casi todas las ciudades. Lo único perfectamente grato y habitable que hay en ellas es el cementerio. Desde arriba se tiene la impresión de que los muertos viven mejor que los vivos.

En Madrid sólo hay dos o tres cosas agradables a vista de pájaro. La Castellana, el palacio real, algunos sectores del barrio de Salamanca, las plazas de toros, la Ciudad Lineal y el estanque del Retiro. ¡Qué bien hace con sus aguas intensamente verdes encuadradas por las líneas blancas del monumento que lo cobija en medio de esta paramera y rodeado de estos tejados rojos de Castilla como coágulos de sangre! No vale tomarlo a broma. Hemos hecho el descubrimiento del estanque del Retiro. El auténtico mar de Madrid. Sólo por él tiene Madrid un poco de gracia.

Madrid es un milagro. No se comprende cómo ha surgido en medio de esta horrible paramera. La vista se cansa y el espíritu se fatiga al revolotear sobre esta desolación de la provincia de Madrid. Ni una granja, ni un campo de labranza, ni un hombre… De vez en cuando, como un hormiguero, un pueblo. Y así en toda la extensión de cien kilómetros que se abarca desde dos mil metros de altura. Desde Madrid hasta que se pasa la paramera de Molina hay una faja espantosa de desolación, sin árboles, sin agua, sin habitantes.

No tengo ninguna admiración por los héroes de la independencia nacional; los he mirado siempre con un poco de prevención; desde Viriato hasta Agustina de Aragón.

Ahora, volando sobre la tierra aragonesa, me los explico un poco. Esta tierra es como ellos: demasiado fuerte, demasiado abrupta, demasiado cortada a pico. Estas barbacanas y estos torreones naturales tenían que dar hombres así. La principal virtud del aragonés es lo bien enraizado que está, el sabor a tierra que tiene; son como tierra de esta tierra un poco cruda todavía. Lo mejor que pueden ser es eso: héroes de su independencia. Lo serán siempre, como lo son sus montañas y sus torrenteras. Cuando el vasto mundo esté totalmente conquistado, ganado para la causa de la civilización, cuando hayan perdido su independencia las selvas tropicales, los mares del Ecuador y los hielos del Polo, aún quedará cerril, indómito, este rincón abrupto de España. Nuestro avión, que brilla al sol entre las nubes, debe pasar un poco asustado sobre estos peñascales de Albarracín, Cucalón y Gúdar, que le amenazan con sus agudos cuchillos de piedra.

Para bajar al mar desde la meseta hay unas suntuosas escalinatas. La tierra catalana tiene ya un amable color rosado que da una suntuosidad escenográfica a estas escaleras por las que se baja desde Castilla al Mediterráneo. En el último tramo de esta escalinata, como un acontecimiento lógico, el mar.

El Mediterráneo es un mar venido a menos. Es el mar de una civilización ya superada que tenía otro concepto del tipo humano. Mar para héroes clásicos que los héroes modernos desdeñan.

Desde Valencia a Barcelona le vemos extenderse suavemente como una lámina verde de vidrio esmerilado en la que las olas son como una granulación. En la dilatada playa que es toda la costa levantina, la buena gente pesca, se baña o toma el sol, sin conceder importancia al mar de los héroes clásicos, que hoy no es capaz de tentar a ninguna heroicidad. El Mediterráneo es un mar venido a menos.

Hemos encontrado la primera nube artificial. La va formando pacientemente una alta chimenea que, todavía a muchos kilómetros de Barcelona, anuncia ya el poderío industrial de la tierra catalana.

El avión se posa en el aeródromo del Prat, y camino de Barcelona cruzamos su espléndida huerta en automóvil. Este catalán que nos lleva está muy orgulloso de sus coles, de sus melones y de toda su tierra catalana.

—La tierra es buena —nos dice—, y los hombres la trabajan bien. ¡Si nos ayudasen los gobiernos de España! Ya ve usted, para ir desde el Prat a Barcelona no hay más que un puente, construido por un particular. Cada vez que pasamos se nos cobra una peseta. Menos mal que el propietario del puente quiso dejar fama de filántropo, y lo que nos cobra a nosotros se lo deja a los pobres, por mano, claro es, de los curas.

El hombre se lamenta y suspira. Esta disgustado de todo menos de su tierra, la tierra catalana que tanto ama. No he visto gentes con este amor y este orgullo en Castilla.

Sobre la gente catalana hay muchos y tradicionales errores. El primero, el de su dureza. No es dura ni agria esa buena gente, que con un aire amable y gracioso discurre por las Ramblas discutiendo a veces, es verdad, pero con ese verbo pintoresco y divertido de la gente mediterránea.

Se ve en seguida que el fondo de la ciudad, su gran masa de habitantes es una gran masa de menestrales de vida honesta, gente trabajadora y sencilla de un reciente origen campesino, contenta y satisfecha de su vida y de su tierra. De vez en cuando, por entre esta multitud sencilla y un poco aldeana, atraviesa las Ramblas una jovencita con la falda por el muslo y un airecillo centroeuropeo muy gracioso. Pero es igual. El cosmopolitismo, el barrio chino, el distrito quinto, el puerto, son los aspectos menos interesantes de Barcelona. Lo cierto es lo otro.

El catalán es tradicionalista. Por encima de esos libres juegos de la inteligencia a los que se entrega, ama la tradición. Conserva a fuerza de restauraciones —afortunadas unas, desdichadas otras, las más recientes, las de la época de la Dictadura—; todo un barrio gótico sirve de fondo al escenario donde se ha desarrollado la pugna de la espiritualidad catalana en los últimos cincuenta años. Ahora, la lucha está sólo latente. Se ha decretado que no hay espiritualidad catalana, y sólo se ve el fondo gótico de su escenario vacío, en el que campean los anagramas de la realeza y las lápidas a los militares. Cuando estuve, iban a quitar un pequeño busto de Prat de la Riba que quedaba por allí.

Hay una estampa clásica de puerto mediterráneo que se da maravillosamente en la Barcelona con sus tabernas llenas de gente, sus puestos de fritanga, sus calles oscuras, su vino en porrón y sus munchetas. Los vecinos duermen al fresco en las aceras. Una muchedumbre en mangas de camisa come, bebe y ríe escandalosamente, meridionalmente. Entran en la taberna la amante de un futbolista famoso, un torero, uno que está fichado por la Policía… En un rincón, mientras una docena de catalanes se come una ensalada, hay otro que toca con sordina su acordeón: Els Segadors, La Santa Espina.

Uno del somatén mete las narices por el portal y olisquea.

¿Y este desapoderado amor por la literatura? Buena o mala, actual o pretérita. A la literatura. Ya de madrugada nos hemos encontrado a Rusiñol, que va renqueando penosamente. Rusiñol —me dicen— hace una vida incorregible de literato. Hace poco estuvo muriéndose. Y no cambia. Se toma todos los días dos ajenjos y no se acuesta hasta las cinco de la madrugada. Esta semana, a pesar de todo, ha escrito dos comedias. Verá usted, el argumento de una de ellas es el drama de una muchacha que se echa a la mala vida y tiene una hermana monja…

El Ateneo Barcelonés tiene un patio maravilloso; maravillosamente catalán. Tiene, además, una magnífica biblioteca, unos salones suntuosos, unas estatuas grandes; pero no he querido ver bien más que este maravilloso patio con su aire deliciosamente provinciano, lleno del buen sentido y de regusto de la vida. A pesar del esfuerzo de los intelectuales catalanes hacia la universalidad, este rincón tiene un claro sentido de provincia. Hay, refugiados aquí, esos tipos absurdos de gente ida y desorbitada, esos monomaniacos tan de provincias, tan de biblioteca de casino provinciano; el cura que no cree en Dios, el hombre que pasa diez horas diarias haciendo combinaciones para jugar teóricamente a la ruleta y ganar, el que se copia todos los días una página del Diario de Sesiones del Congreso

Lo más grato en el dédalo de la proteiforme espiritual catalana es este patio tan provinciano, tan lleno de sentido, tan exacto…

Otra vez en el avión, camino de Marsella, echo una ojeada sobre la ciudad, queriendo abarcarla toda. Entre la montaña y el mar, Barcelona extiende su dilatado caserío por la huerta feracísima. Este catalán bien plantado con sus alpargatas y su barretina, este catalán fuerte y macizo no puede estar quejoso; lo tiene todo: el mar, la montaña, la ancha vega, el puerto, las fábricas, la huerta. Por eso está lleno de sentido.