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Pero, Genio… esto, esto…

—Esto es un billete de quinientos euros.

—Pero tú… cómo…

—Es un regalito, Tim. No hagas más preguntas, que el dinero nunca sobra.

—Nunca, nunca.

Atónito y balbuciente, el longevo portero no daba crédito a sus ojos mientras contemplaba el billete, a la vez que seguía al escritor por el portal, mediante cómicos pasos de pato mareado.

Con una sonrisa afectuosa y un pie en la calle, Arbó añadió:

—Si lo prefieres, considéralo un recuerdo.

—¿Cómo que un recuerdo?

—Tarde o temprano me mudaré. Y será temprano, espero.

—No comprendo…

—Voy a vender esta casa e instalarme en la de Jacobo Blanco. El director, ya sabes.

—Cómo no, el amigo tuyo que se suicidó… el que hacía películas de miedo. Vaya carnicería… Leí todo lo que pillé.

—Entonces, recordarás que dejó la casa a su compadre y biógrafo.

—No hay mal que por bien no venga, Genio.

Abandonando el portal, Arbó respondió:

—Pues eso digo yo.

Alejándose a buen paso, aún oyó vagamente a su espalda:

—Si te vieran tus padres… tan moreno y repipi… hecho un marquesito…

La mañana era gélida pero extraordinariamente luminosa. Una luz clara y fría, típica de la sierra, iluminaba Madrid a mediados de marzo del 2005.

Bajo su flamante gabardina de piel, Arbó vestía ropa igualmente nueva y de color negro. Un jersey de cuello alto, pantalones de cuero, botas de media caña. Así como los guantes y la boina, inseparables de su persona desde el instante mismo de la compra.

Caminaba sin rumbo, buscando un taxi con la vista. Empero, una llamada en el teléfono móvil alejó momentáneamente su propósito. La pantalla luminosa le advertía que se trataba de su editor y amigo.

—Dime, Javi.

—¿Cómo va el libro, Genio?

—A decir verdad, aún no he empezado.

—¡¿Pero estás gilipollas?! Quiero publicarlo cuanto antes, hay que aprovechar…

—El escándalo suscitado por el suicidio de mi amigo, en un sotanucho lleno de maniquís masturbatorios.

—No hables así, hombre… y sé realista, por primera vez en tu vida.

Mientras escuchaba a Rubio, Arbó por fin vislumbró un taxi libre, justo a su lado y esperando como tantos otros vehículos que el semáforo abriera. Entró con rapidez y ordenó al taxista:

—Al centro. Ya le iré indicando.

El conductor asintió y en cuanto pudo arrancó. Posiblemente oyera desde su asiento gritar a Rubio:

—¡¿Pero me estás escuchando?!

—Podría hacerlo hasta sin teléfono.

Genio, por favor, empieza el libro, escríbelo deprisa. El sumario que me mandaste es válido, no tienes más que ir llenando cada capítulo…

—Así de fácil.

—No te hagas el modesto…

El taxi circulaba sin complicaciones particulares, la hora del día no resultaba engorrosa para el tráfico.

Genio, este libro tienes que escribirlo tú. Tú y para mí. Pero cuanto antes, que puede aprovecharse el oportunista de turno.

—No es imposible.

—Y tú no quieres eso. Piensa en Blanco. Era tu amigo.

—Tendrás tu libro, Javi. Te lo prometo.

—¿Pronto?

—Prontísimo. Palabra de honor.

—Dime un subtítulo, y lo anuncio ya en el próximo Contraplano. Lo de «El cinema de Jacobo Blanco» no me basta. Está bien, es bonito por su tono anacrónico. Pero necesito algo más.

—¿Tiene que ser ahora?

—Tú eres capaz.

Mientras extraía del bolsillo una elegante cajetilla de cigarros y un lujoso mechero, Arbó pensó con premura. Un homenaje a una bonita canción del pasado, de mejores y más estéticos tiempos, se imponía en su cerebro como elección ideal. Acaso Blue Moon… Pero no, esta singularizaba un color entre los nueve.

Genio

—Ya está.

—Venga, que escribo.

—«El cinema de Jacobo Blanco. How High the Moon».

—Precioso. Mejor dicho, genial. Se interpreta adecuadamente en todos los países.

—Las dos frases al revés, si lo prefieres.

—Eh… me lo pienso.

—Gracias, Javi. Hablamos.

Arbó cortó la comunicación, pero justo entonces volvió a sonar. La pantallita indicaba «tía Aurora». Tras vacilar unos segundos, apagó el teléfono móvil. Apenas advertirlo, el taxista preguntó:

—¿A dónde vamos, exactamente?

—No lo sé. Paséeme por Madrid. Quiero mirar desde el coche. Durante una hora, dos, tres… No lo sé, repito.

—Comprenderá que…

—No se arrepentirá. Soy un millonario excéntrico.

—Entonces…

—Dejo la ruta a su criterio. Pero quiero estar en silencio.

—Por mí…

Sacando su policromada cartera, Arbó entregó al taxista dos billetes de cincuenta euros. Mientras este balbuceaba para expresar su agradecimiento, el pasajero le preguntó:

—¿Puedo fumar?

—Usted, sí.

—Pues que empiece el tour.

Recogiéndose en una esquina del asiento, Arbó bajó la ventanilla por la mitad y encendió un cigarro. A partir de la primera calada, continuó fumando con ritmo regular. Sin tragar el humo, salvo casual y esporádicamente.

El coche se dirigía hacia el centro, seguramente respetando la primera indicación del pasajero. Un pasajero que examinaba con atención todo lo que veía, como si fuera la primera vez que sus ojos recorrían la ciudad donde había vivido a lo largo de cincuenta años.

Españoles, extranjeros. Gente caminando apresuradamente por razones de trabajo, gente paseando plácidamente con ánimo turístico. Gente vestida de lujo, gente vestida con sencillez, mendigos.

Edificios bellos, edificios limpios, edificios horribles, edificios sucios. Coches de toda laya, fachadas en restauración, obras urbanas por doquier. Ruido.

Arbó tosió ligeramente, por culpa del tabaco.

Madrid es una ciudad inquieta y crispada, carente del sentido de la proporción. Una megalópolis que procura desesperadamente preservar su identidad, en crisis por culpa de rivalidades políticas nacionales y lamentables homologaciones mundiales.

Recorrida la Gran Vía, el coche enfiló hacia el Paseo del Prado.

Arbó continuaba observando. Contento con la experiencia, encantado de no escuchar llamadas telefónicas.

Colaboradores de diarios nacionales y locales. Colegas de revistas especializadas. Periodistas de programas radiofónicos y televisivos.

El gestor de Jacobo Blanco avisó a la policía de que su cliente y amigo le había notificado el suicidio en una tarjeta postal recibida justo a la mañana siguiente, y la rauda lectura del testamento convirtió a Eugenio Arbó en el eje del caso.

Empero, el hasta entonces ignoto crítico de cine había rechazado tajantemente hablar con cualquier profesional de la información, general o cinematográfica. La muerte de Blanco pertenecía a su intimidad, implicaba su vida.

Dudaba, en cambio, si aceptar la invitación de Orozco para el estreno de Las noches del hombre lobo en la convención especializada de Nueva York que lo solicitara, ya antes de la muerte de Blanco. La première iba a representar un gran acto, todo un evento en la historia del cine fantástico, que se enriquecería mediante la programación de buena parte de la filmografía de Blanco, y a ser posible con la presentación del libro, si se publicaba a tiempo.

El mito que suponías antes de morir se ha magnificado lo indecible, Jack. La daga de plata en el plenilunio y los maniquíes caracterizados han hecho por ti mucho más, infinitamente más, de lo que nadie podría prever. Te han identificado íntimamente con tu obra, a perpetuidad. De modo malsano y baboso.

Desde ahora, que cada cual extraiga sus conclusiones. Empero, por el momento están predominando las de signo moralista, querido amigo. «Hacía las películas que hacía porque era un pervertido», representa la conclusión más extendida hasta la fecha, enunciada casi literalmente. Y ten en cuenta que quienes sostienen esta tesis no lo saben todo… Los freaks tan contentos, eso sí.

Circulando a lo largo del Paseo de Recoletos, Arbó arrojó por la ventana del coche la colilla del cigarro y unos segundos después encendió otro.

Únicamente quería que finalizasen los fastidiosos trámites, sólo ansiaba ocupar la casa y el sótano de Blanco para poner en venta el viejo domicilio de sus padres. El gestor había recibido una buena propina a fin de que acelerara su trabajo, pero, evidentemente, era incapaz de agilizarlo en mayor medida.

—¿Todo bien?

—Sí. Pero desvíese antes de la Plaza de Castilla, que nunca me ha gustado.

La primera calada del nuevo cigarro provocó que Arbó tragara más humo que nunca. Mareándole un tanto, procurándole una ligera arcada.

Las noches del hombre lobo es una obra maestra, Jack. Tú lo sabías, yo lo sé. ¡Enhorabuena, maestro!

Ya verás cuando se estrene. La polémica social que despierta, el éxito comercial que obtiene. Palmero me ha enviado un sobre con diapositivas. Son magníficas, a cual mejor. A ti se te ve en varias, ocho o nueve. Y a mí también, en un par de ellas. Una en el estudio, en la escena de la flagelación. Y otra en el bosque, poco antes de que te desmayaras.

Arbó tiró por la ventana el segundo cigarro, a medio terminar. Y sacó de un bolsillo una preciosa petaca, toda plateada. Contenía dos tipos de curasao, mezclados y agitados. El azul y el rojo.

Bebió un poco. Estaba frío, delicioso.

Bueno, Isabel, pronto cantaremos victoria. Brindaremos por el triunfo en nuestra «cámara del placer».

No hay que olvidarse de Jack, por supuesto. Todo lo contrario. Su recuerdo siempre nos acompañará. Con la admiración y el respeto que se merece.

Pero él se ha ido. Y, como bien nos enseñó Mario Bava con su genial título, El diablo se lleva los muertos.

En cambio, tú y yo estamos aquí, amor mío. Desde ahora vives para Gene.

Turbado, el pasajero bebió más y más. El automóvil había girado hacia calles anónimas, intercambiables.

Sé cuánto me quieres, Isabel. No menos que yo a ti, claro está. Por eso, estoy seguro de que a mí no me cobrarás. Pero si prefieres hacerlo, adelante. Tus motivos tendrás, tal vez cobrando te calientes más, qué sé yo…

Arbó ya apenas reconocía los laberínticos senderos, ignoraba dónde estaba. Estaba perdiendo la noción del tiempo, del espacio, de todo. Y apenas quedaban unos dedos de licor.

Amarillo. Verde. Azul. Naranja. Rojo. Marrón. Violeta. Gris. Y negro… a la luz del plenilunio.

Jack era un genio, Isabel. Lo sabemos perfectamente. Y como tal me ha dejado el listón muy alto.

El taxi continuaba circulando, en silencio y sin cesar, siempre a la misma velocidad. Pero el pasajero ya no veía transeúntes, ni otros coches. Ni siquiera al conductor. Tampoco oía, nada.

Confía en mí, Isabel. Nuestro arco iris no será inferior al elaborado por Jack, del primer color al último.

Lo planificaré escrupulosamente, diseñaré sin precipitaciones cada uno de tus espectáculos. Con la colaboración de un buen decorador y figurinista, por supuesto. Si quieres, buscaré también una peluquera y maquilladora.

En cuanto a la sesión de negro… será fantástica. Estaremos a solas. Tú y yo en la cama, tal como hiciste con Jack. Esto lo conservo. Igualmente morirás cuando yo esté dentro, de forma que mi primera vez sea la última tuya. Tampoco me interesa cambiar esto, porque es inmejorable.

Pero te prometo que no habrá más parecidos. Ingeniaré algo completamente distinto para tu segunda muerte. Te asesinaré de un modo especial, amor mío.

Ensimismado, Arbó tiró la petaca por la ventanilla y guardó sus gafas en un bolsillo. Acto seguido, se recogió en la esquina de su asiento hasta adoptar posición fetal.

El taxi continuaba circulando, sin detenerse. Y a su alrededor todo parecía desdibujarse, oscurecer, desaparecer.

Amarillo. Verde. Azul. Naranja. Rojo. Marrón. Violeta. Gris. Negro. Nueve colores sangra la luna.

Arbó soltó una carcajada. Lúbrica, perversa.

Hasta ahora, Isabel.