Tumbado en el suelo del salón sobre la alfombra raída, Arbó escribía con rotulador verde en folios reciclados. Detrás de él, la ventana abierta al invernal mediodía madrileño le asistía mediante una luz clara y un frío seco.
Ultimaba el sumario de su libro sobre Jacobo Blanco, retocando unos puntos, puliendo otros. Y no veía la hora de empezar a escribirlo… Era una obra necesaria, de todo punto indispensable en la bibliografía cinematográfica. Española, europea, mundial.
Dos noches antes, un correo electrónico de Javier Rubio le confirmó que su editorial lo publicaría, apenas entregado. Por desgracia, indicaba asimismo que no podía anticiparle ninguna suma hasta la recepción del original.
Por el momento conforme con lo escrito, Arbó se incorporó, recogiendo los papeles. Y se dirigió a la cocina, a fin de prepararse una de sus frugales comidas de los últimos tiempos. Pasta con alguna especia, arroz con salsa de soja, o un par de salchichas, eran las opciones más socorridas.
Después de la comida, incorporaría el esquema, todavía provisional, en un documento nuevo en el ordenador. En sus dos libros anteriores, también había procedido así. El primer paso a mano, el segundo en la pantalla.
Tras vacilar unos pocos segundos, optó por prepararse un plato de pasta. Para ello puso a hervir agua con sal en una cacerola que tiempo atrás fue de color rojo oscuro.
De nuevo, su cuenta corriente carecía de los fondos necesarios para atender las domiciliaciones del mes. Y se sentía incapaz de volver a recurrir, por enésima vez, a la tía Aurora.
Volvió al salón, dejando el agua sobre el ruidoso fuego de su vieja cocina de gas. Pretendía poner un disco. Empero, justo cuando ya lo había elegido, la banda sonora de El clan de los sicilianos, sonó el timbre de la puerta.
Sin importarle estar vestido sólo con el pantalón del pijama y una costrosa camiseta negra de manga larga, abrió maquinalmente. La característica sonrisa del portero Timoteo, a la par gentil y amarga, le recibió.
—Otro paquetito, Genio.
—Ah, bien.
—La de cosas que te mandan últimamente…
—No exageremos.
—Pero si es normal. Un escritor de tu categoría tiene que recibir…
—Muchas gracias, pero estoy haciéndome la comida.
—Ya se lo decía yo a tu santa madre, que en gloria esté…
—Gracias.
Despacio pero firmemente, con una forzada sonrisa en los labios, Arbó cerró la puerta al portero y volvió al salón con el sobre acolchado en las manos. Era de tamaño y peso medianos. Según se acomodaba en el tresillo, leyó lleno de curiosidad el nombre del remitente: Jacobo Blanco.
Impaciente, desgarró la apertura con sus torpes manos.
Contenía el guión de Las noches del hombre lobo, así como otros tres sobres, igualmente acolchados pero de medidas diferentes.
Empezó con el pequeño. Albergaba un juego de llaves. Dos verdes y dos violetas, sin más indicaciones.
Abrió a continuación el de tamaño intermedio. Incluía una carta, no muy larga y escrita con una máquina vieja, que a buen seguro era la «Olivetti» del gabinete con los carteles.
Por último, rompió el mayor de los tres. Escondía un fajo de billetes nuevos de quinientos euros. Un fajo abultado, turgente.
Completamente alucinado, Arbó entornó los ojos, con el dinero en las manos. Y dejó pasar el tiempo, sopesando, manoseando, sintiendo los billetes. Eran reales, procedían de Jack.
A continuación cerró los ojos hasta que le dolieron. El contacto de sus dedos con el dinero había evolucionado en cuestión de segundos. Ahora significaba una caricia purísima. Sensual, amorosa, lasciva. En el más pleno silencio, al halago del aire invernal que refrescaba generosamente la estancia.
El sonido del agua rompiendo a hervir le devolvió a la realidad. Por lo cual ante todo se dirigió a la cocina y apagó el gas. Después, se sirvió un buen vaso de vino verde frío, y lo bebió de un trago. De vuelta al salón, con el vaso repuesto hasta el borde, se acomodó nuevamente en el tresillo y tiró los billetes sobre la alfombra, al pie del sofá. No eran pocos, efectivamente.
Acto seguido, arrojó el juego de llaves sobre los billetes y tomó la carta en sus manos. Sólo entonces advirtió que le temblaba el pulso y el corazón le latía aceleradamente, comprendió que todavía no había asumido la sorpresa. Bebió algo más de vino, con el propósito de calmarse. Sin embargo, consiguió justo lo contrario. Incrementar su ardorosa alteración.
Y pensar que minutos antes estaba sufriendo por las domiciliaciones en el banco…
Temblando todavía un poco, abrió el guión y lo ojeó con interés. Tal como esperaba, había una dedicatoria en la página inicial. Escrita con tinta roja y letras mayúsculas, rezaba «Para Gene. Mi compadre».
Sonrió, conmovido. La dulce emoción generada por la dedicatoria le serenó bastante, emplazándole adecuadamente para la lectura. Pues ya no podía demorarla más, necesitaba oír a Jack dentro de sí, ansiaba corroborar todas las hipótesis que hervían en su cerebro, que se fueron agolpando según abría los sobres.
Mentalizado ya, sin más dilación procedió a leer:
Tranquilo, escritor experto en cine fantástico. No voy a empezar afirmando que cuando leas estas líneas ya estaré muerto.
Sigo vivo, te lo juro. Pero por poco tiempo, claro.
Seguramente has visto ya el guión y el contenido de los otros sobres. ¿Necesitas aclaraciones? Por si acaso te las doy: el guión es un recuerdo personal y personalizado, las llaves son las de mi casa y el sótano, y el dinero procede de la cancelación de mi cuenta bancaria. Todo es para ti. Mi abogado, por así llamar al viejo memo que siempre se ha ocupado de mis papeles, ya tiene mi testamento, donde he dispuesto todo esto.
Como ves, no estoy enfadado por la patada y el desplante. En absoluto. Comprendo tu reacción. Sé cómo te sentías.
Por eso entiendo que quieres saber todavía más de Isabel. Del número negro, sobre todo. Amparado en que no puedes verme, y puedes leer sin dar patadas… por lo menos a mí. Patadas que no están provocadas por el odio ni por los celos. Menos aún por indignación moral. Sino por unas razones que sé perfectamente. Y también tú tienes que saberlas, Gene. Confío en que tengas cojones para admitirlas ante ti mismo, para reconocerlas. Sin necesidad de que te las aclare yo. Porque no lo voy a hacer.
El número negro, decíamos. Sucedió lógicamente con la «cámara del placer» en este color. E Isabel llevando sólo unas medias, negras también. Medias con costura, medias de zorra. Como de zorra era su maquillaje y los zapatos de tacón.
Primero me calentó. Tocándose, mientras rememoraba los números anteriores. Sin prisa, complaciéndose, evocando cuánto había disfrutado… sin saber que había empezado a morir. Envenenada por el paraldehído, un veneno rápido y eficaz, que huele a fruta y se sirve en vaso de cristal porque funde el plástico. Lo bebió lenta y sensualmente como inicio de la sesión, mezclado con vodka, convencida de que era un combinado exótico. Obedeciéndome, como siempre.
Cuando yo había llegado al máximo de la excitación, me reuní en la cama con ella. Y así la toqué por primera vez. Por todas partes, con la mayor impudicia, con un deseo asqueroso. Y la besé, metiéndole la lengua hasta la garganta, devorando sus labios. Babeándola de arriba a abajo, con un calor abrasador. Ella respondía de maravilla, muy profesional. Pero cada vez más abotargada por el veneno. Por fin, cuando advertí que empezaba a estar realmente mal, abrí sus piernas con violencia y la penetré. Fue un desastre, apenas entrar ya me corrí. Lógico, yo no sabía. Porque era mi primera vez.
Esta era la idea, Gene, madurada color tras color. Que mi primera vez fuera la última de Isabel. Que yo entrara en la vida, mientras ella la dejaba. Que el castigo de su espectacular feminidad implicase la realización de mi amor.
Murió mientras yo salía. Y así se quedó, sucia y caracterizada de golfa, hasta que al día siguiente vino Curro a llevársela.
Yo la quería, Gene. Nadie sabe cuánto. Pero nuestro arco iris era la única forma en que yo podía desarrollar mi amor.
No tengo nada que añadir. Y ya sólo queda que nos demos un abrazo de despedida. Pero debe ser la noche del viernes próximo. Ni antes ni después. A las doce, en el sótano. No me falles. Y tampoco olvides tus famosos guantes, no sea verdad lo de las huellas dactilares que hemos soportado en tantas películas…
Gracias por entenderme y hasta pronto, compadre.
Arbó dejó la carta al lado, conmocionado profundamente por la lectura. Sólo entonces percibió que le quedaba vino. Sin embargo, tras mirar el vaso advirtió que no quería beber. Ni comer. No quería hacer nada, salvo pensar y sentir.
Contempló los billetes, las llaves, el guión.
Estaba caliente y enamorado. Se sentía más caliente y enamorado que nunca.
Feliz, exclamó:
—Isabel. Ahora sí.
Agitado por sudores fríos y obnubilado por la sobredosis de alcohol barato, Jacobo Blanco era incapaz de conciliar el sueño. Temblaba, gimoteaba en el lecho.
Ansiaba que llegase el próximo plenilunio, para marcharse para siempre. Consciente de que mientras tanto nunca podría relajarse, descansar, dormir. Jamás, ni un sólo y misericordioso segundo. El reposo era una gracia de la naturaleza que ya estaba negada para él, que de ningún modo aliviaría sus últimos días.
Con todo, no sufría tanto. Contaba con un bálsamo, titulado Las noches del hombre lobo, y un consuelo, llamado Eugenio Arbó, Gene.
Bueno, Isabel, ya queda poco. Me voy, por fin. Pero legando una obra maestra, gracias a la cual brillaré especialmente en la historia del cine. Entraré en lo más glorioso del séptimo arte con esta historia que tantos elementos esconde de nuestra vida. Ya verás, cuando Las noches del hombre lobo empiece a difundirse aquí y allá como la película póstuma, como el testamento del gran Jack White… Qué fabuloso éxito obtendrá, qué increíble triunfo cosechará. Lo sé yo, lo sabe Orozco, lo sabe cualquiera con dos dedos de frente.
Yo me voy, sí, pero en cambio tú te quedas. Te quedas porque no te has ido. Nunca has abandonado «la cámara del placer». Desde la primera vez que la pisaste, has vuelto cada noche de luna llena. Hermosa, fascinante, real. Encarnando los colores principales, para representar la particularidad de nuestro amor. Un amor extraordinario, especial, único. Más allá del que sienten los mediocres y los imbéciles.
Pero trata bien a Gene, por favor. Es mi discípulo, mi amigo. En las últimas semanas, ha progresado mucho. Pero te necesita para dar el salto. Para aprender lo que es el amor, ese amor que sólo tú y yo sabemos.
Obedécele siempre, al igual que me obedeciste a mí. Bien sumisa, ya sabes. Y seguro que te sorprenderá. Algo me dice que no puede conformarse con copiarme. Querrá ir más allá, superarme. Es lógico, y natural. Te digo más, espero que lo haga.
Mientras, evocaré el último color de nuestro arco iris.
Eras tú sola con varios hombres de raza negra, provistos de máscaras y garras de oso, el animal lunar por excelencia. Ellos caían sobre ti en la cama y desgarraban a zarpazos tu única vestimenta, una malla gris, gris al igual que el resto de la estancia. Después te violaban salvajemente, por todas partes, todos a la vez… mientras tú gritabas de horror y gemías de vicio, entre sus múltiples gruñidos. ¿Cuántos eran? No lo recuerdo bien, Isabel. Ni siquiera os veo ya con la precisión de otras veces, de los años anteriores…
Con el esquelético cuerpo empapado a causa de la fiebre, Blanco suplicó:
—Selene, llévame ya…