24

Gracias por venir, Gene.

—Lo estaba deseando, Jack.

Atravesando un breve pasillo mientras se quitaba los guantes, Eugenio Arbó penetró en el salón de la casa de Jacobo Blanco. En el viejo tocadiscos, sonaba bajo de volumen un tema de bossa nova, acompasado y meloso. Fuera, atardecía.

—Siéntate ahí.

El visitante obedeció, acomodándose en un diván de dos plazas, fabricado a base de bambú y mimbre, al igual que los demás muebles de la habitación. Arrastrando el cuerpo con visible esfuerzo, cubierto por su batín, el anfitrión olía mal. Apestaba a suciedad, alcohol, tabaco, vejez.

Por fin, Blanco logró sentarse. Enfrente de Arbó, a la izquierda de la mesa. Junto a una fotografía publicitaria de Diabolik, dedicada por la pareja protagonista, John Phillip Law y Marisa Mell, con unos caracteres en tinta azul, desvaídos por una antigüedad de casi cuarenta años.

—Si quieres beber algo, búscalo tú mismo en la cocina. Yo no puedo con mi alma.

Tras unos segundos de vacilación, Arbó aceptó la sugerencia y se levantó. No obstante, antes de seguir el dedo indicador de Blanco, se despojó del anorak, arrinconándolo en la otra plaza del sofá.

La casa era antigua y revelaba una atmósfera singular, gracias sobre todo a las paredes recubiertas de corcho, cada estancia de un color bien diferenciado de los demás.

Era la casa de Jacobo Blanco. De Jack White. De su maestro y amigo.

Una vez en la cocina, el escritor abrió la nevera. Estaba mugrienta y casi vacía. Dado que carecía de bebida alguna, extrajo del congelador la cubitera con los hielos y depositó cuatro en un vaso, previo aclarado, mientras gritaba:

—¿Te llevo algo?

—Deja. Sigo con mi café… particular.

Acto seguido, Arbó buscó alguna bebida. Primero con la vista, sin éxito. Luego registrando los muebles y aparadores. De este modo, pronto encontró dos pringosas botellas de curasao, la una azul y apenas estrenada, la otra roja y casi concluida. Satisfecho, repartió los cuatro hielos en dos vasos, que colmó con las respectivas bebidas de antitéticos colores.

De vuelta al salón con un vaso en cada mano, Blanco, extrañado, le preguntó:

—¿Dos copas?

—Así compagino.

Sonriendo, el director encendió un cigarro. En el cenicero de la mesa agonizaban las cenizas de los anteriores, y por lo que podía apreciarse no fueron pocos.

El escritor, apenas vuelto a su tresillo, bebió un poco de cada vaso, y después dejó ambos en el suelo, junto a sus pies. Llevaba un pantalón de pana color marrón oscuro y una camisa de idéntico material y color, con varios bolsillos.

—¿En qué fase está la película, Jack?

—La fase en que mandan a la mierda al director.

—¡¿Cómo?!

—Tuvimos una charla, Orozco y yo. Una charla importante. Un poco… abrupta, al principio. Tanto que poco faltó para llegar a las manos. Pero después la cosa se serenó. Quiero decir, que acabé cediendo. En todo. Por primera vez en mi vida, he cedido ante un puto productor.

Arbó bebió un poco más, del licor azul. Permitiendo que Blanco se sosegara un poco, antes de seguir hablando.

—Ya no tengo cojones, Gene. Soy un viejo pelele.

—¿Pero qué pasó?

—Pues qué va a pasar… Que me ha echado.

—Pero echado, ¿cómo?

—Me aparta de todos los pasos de la posproducción. Alegando que no estoy en condiciones, que no podría resistir un trabajo tan pesado y puntilloso, sobre todo el estar tantas horas en montaje, bien concentrado.

—¿Pues sabes lo que te digo?

—A ver.

—Que no es para tanto.

—Sí que lo es. Es una forma de escupirme en la jeta que ya no puedo participar sino entorpecer. Es el eufemismo de un generalito pendejo.

Arbó soltó una carcajada, y bebió un buen trago del licor rojo. Acompañándole en la risa, Blanco añadió:

—Que les den por el culo. A todos. Las noches del hombre lobo ya está hecha. Y nadie puede desfigurarla.

—Ahí quería yo llegar, Jack. Tú filmas de tal manera que ningún montador puede alterar el sentido.

—Imposible resumirlo mejor.

—Y la película ya está rodada. Por ti. Del primero al último de los planos.

—Exacto.

—Pues ahora déjales que terminen. Te digo que cuando veas la copia definitiva, la aplaudirás. Reconocerás tu obra, y te identificarás con lo que expresa, del primer al último segundo.

Blanco agradeció las palabras con la mirada. En silencio, conmovido hasta lo más hondo. Obviamente, escuchar afirmaciones así era justo lo que necesitaba, representaba la mejor medicina.

A fin de apartar la cuestión y superar su emocionado silencio, comentó:

—Bueno, ¿y tú, qué tal?

—¿Cómo qué tal?

—Sí, eso. Qué haces, como estás.

—Pues como siempre. Escribo mucho y gano poco. Por no decir que no tengo un duro.

—Ya… ¿y de ánimos?

—Mejor, gracias a ti.

—Pues eso digo yo.

Ambos volvieron a reír, y beber. El disco había finalizado poco antes, pero a ninguno se le había ocurrido darle la vuelta.

Insólitamente, Blanco apagó el cigarro a medio fumar, y se incorporó, diciendo:

—Ven, ayúdame.

Con diligencia, Arbó se situó a su lado. El anfitrión le tomó por un brazo, y, ayudándose así para caminar, le condujo por el pasillo hacia su gabinete.

Blanco caminaba todavía peor que la última vez que lo vio, cuando sufrió un desmayo en pleno bosque, a punto de filmar la última escena. Pero además diríase que había menguado. Si cabe.

En cuanto entraron en la sala, el visitante quedó deslumbrado. Era pequeña, pero extrañamente acogedora. El corcho que recubría el suelo, techo y paredes en este caso combinaba el color azul violeta con el negro. Y por todas partes se veían carteles de las principales películas del director. Tanto los españoles como los correspondientes a las versiones extranjeras. Jacobo Blanco y Jack White reunidos en la decoración.

No existía otro mueble que una librería abarrotada y una rústica mesa de madera con su silla correspondiente, las tres pintadas en azul marino. Sobre la mesa, cogían polvo una máquina de escribir «Olivetti» típica de los años setenta, y algunos folios emborronados con bolígrafo.

—Con esa maquinucha están escritas mis películas. Todas. Supuse que querrías verla… para tu libro.

—Por supuesto, Jack. Muchas gracias.

—Pues esto no es todo. Media vuelta.

Apoyándose de nuevo en el visitante, ambos giraron sobre sus pasos y entraron en la alcoba.

—Coge esa foto de Isabel. Te la regalo.

Entusiasmado, sin poder proferir palabra alguna, Arbó se despegó un momento de Blanco y tomó la fotografía enmarcada de Isabel Silva uniformada de insinuante azafata. Sexy Show.

—¡Maravillosa!

—Pues ya es tuya. Y ahora volvamos al salón. Necesito más café.

—Yo más licor.

—Mi café lo incluye.

Sonriendo, Arbó volvió a prestar su brazo a Blanco, y ambos deshicieron el camino hacia el cuarto de estar. En silencio, mientras el escritor admiraba la fotografía.

Tras recuperar sus asientos, el director comenzó a toser patéticamente, mientras encendía otro cigarro, sin prisa.

Por su parte el escritor bebía, muy despacio. Un poco del vaso azul, un poco del vaso rojo.

No podía apartar la mirada de la fotografía. Uniforme azul, medias negras, focos rojos, tono fantasioso… La imagen le excitaba, le turbaba. En manera hipnótica, estaba transportándole hacia el arco iris de «la cámara del placer». Sin pausas, con celeridad creciente. Por lo cual, con los ojos fijos en la actriz, preguntó bruscamente a su anfitrión:

—¿Qué nueve colores usaste?

Controlada ya la tos, el director suspiró antes de contestar, de modo profundo y evocador, marcando pausas:

—Amarillo. Verde. Azul. Naranja. Rojo. Marrón. Violeta. Gris. Y negro. Por este orden.

—La asesinaste en el último.

—Yo no usaría ese verbo, Gene.

—Pero la mataste.

—A falta de un término más bonito…

—Dame tabaco.

Blanco estiró el brazo y le acercó uno de los pocos cigarros que le quedaban, no sin antes encenderlo con el suyo. Tras desviar la vista por unos segundos de la imagen de Isabel Silva, Arbó se lo llevó a la boca y fumó, mas sin tragarse el humo. No sabía.

Volvió a concentrarse en la foto, mientras reanudaba la conversación:

—¿Por qué exactamente nueve?

—Es el número mágico por excelencia.

—¿No es el siete?

—Qué va, eso piensan los ignorantes y aficionadillos.

—Explícame.

—El nueve es el número perfecto, puesto que implica la suma de las tres tríadas. Toda disciplina esotérica lo reconoce.

—¿Y por qué la luna llena?

—Garantiza la máxima eficacia sobrenatural sobre la sexualidad femenina. Lo sabe cualquier cultura ajena al cristianismo.

Arbó continuó absorto en los ojos de Isabel Silva. Fumando, sin fumar.

Intentaba mantenerse lo más sereno posible. Procuraba reprimir su atosigante caudal de sentimientos encontrados y emociones paradójicas.

—¿Te cobraba mucho?

—Más a cada color que interpretaba. Razonablemente, porque crecía la escabrosidad.

—Y siempre confiaste que ella…

—Por supuesto. Yo le presenté el plan general, primero. Lo hablamos. Y ella lo aceptó, en bloque.

—Sigue.

—La primera noche estuvo genial. Ella solita, en amarillo. Entonces supe que lo estaría también en la siguiente. Y la siguiente. Y la siguiente…

—Pero había ingredientes distintos en cada color.

—Sí progresivamente complicados. Pero Isabel me había asegurado su competencia, al principio. Así, yo pagaba de antemano, convencido. Y, en efecto, siempre estuvo a la altura de cada… argumento.

—Y no rehusó…

—No la oí un «eso no» cuando negociamos el proyecto. En ningún color. Menos mal, me habría decepcionado terriblemente.

—Pero cómo sabía…

—Yo le explicaba lo que debía hacer y decir, y Johnny, tras disponer la ambientación, le entregaba el vestuario. Ella lo comprendía todo a la primera, era muy lista. Y lo interpretaba de maravilla, con un margen lógico para su… espontaneidad. Ya sabes.

—¿Y los demás… intérpretes?

—Los captaba ella. Les daba las instrucciones, y les pagaba. Con mi dinero, claro.

El escritor dejó las gafas sobre el anorak, por lo cual se acercó más la foto a los ojos. Seguía sin mirar a Blanco cuando reanudó las preguntas.

—¿Qué sentía por ti?

—Nunca llegué a saberlo exactamente. Pero había una gran admiración artística, por supuesto. E interés económico, claro.

—¿Y tú por ella?

—La quería con locura. Por eso necesitaba verla haciendo cosas. A mi gusto.

—¿Alguna vez le hablaste de amor?

—Nunca. ¡Qué vergüenza!

—Y tampoco la tocabas.

—Jamás. ¿Pero tú por quién me has tomado? ¿Por un ligón, un putero, un novio, un marido? Por favor, Gene

Con sumo cuidado, Arbó guardó la foto en un bolsillo interior del anorak, volvió a calzarse las gafas y terminó el curasao azul. Con el cigarro en la boca, por fin fijó la mirada en Blanco, que fumaba igualmente.

—Obviamente, le mentiste respecto al color negro.

—No exactamente. Eso fue un pequeño retoque en el guión.

—O sea que no habías dispuesto…

—Justo. En principio no había pensado hacerlo. En absoluto, puedes creerme. El número negro, simplemente, debía ser una culminación maravillosa de los anteriores. Porque consistía en que Isabel iba a estar conmigo, en el mismo lecho de los colores anteriores. Finalmente, los dos solos, abrazados.

—Romántico, Jack.

—Pero conforme fui admirándola en aquellas barbaridades, con unas y con otros, cambié de opinión. Poco a poco, noche tras noche, advertí que el desenlace ideal de nuestro arco iris era su muerte. Por lógica.

—¿Qué lógica?

—Mi reacción a su brillantez. O, si lo prefieres, mi especial manera de reconocer lo espléndida que había estado… engañándome ante mis propios ojos.

Cegado por una rabia repentina, Arbó propinó una patada a la mesa de Blanco con toda la energía que pudo reunir. El mueble, impulsado violentamente hacia atrás, golpeó con fuerza en el pecho del director, mientras caían al suelo el cenicero y la taza.

Gene

Jadeando, Blanco apenas podía pronunciar palabra.

Por su parte, Arbó iba serenándose. Lenta, muy lentamente.

Durante unos segundos, había querido repetir con Blanco su proeza con Rizal. Por lógica.

El cigarro había caído al suelo, entre los dos vasos. Empuñó el que aún contenía licor, y bebió un poco más. Poco después, relativamente sosegado, se levantó y se acercó a Blanco. Recomponiendo la mesa, sacudió el frágil cuerpo del viejo.

Jack… lo siento.

El director tosió, como respuesta. Una, varias veces. Su aliento ya era fétido.

Jack

—Estoy mejor… tranquilo.

Arbó se alejó en dirección a la ventana, mientras Blanco terminaba de recuperarse. La noche se había cerrado sobre Madrid, y la lluvia comenzaba a descargar.

De espaldas al director, el escritor preguntó:

—¿Cómo te deshiciste del cadáver?

—Me ayudó… Curro. Le hice creer… que Isabel había sufrido un ataque al corazón… durante lo nuestro… no hubo violencia.

—¿Nadie investigó?

—¿Quién iba a hacerlo? Inventamos que Isabel rompió con Curro y se marchó a Brasil. Se trataba de que no hubiera autopsia… para que no descubrieran… el veneno.

El escritor abandonó la ventana y terminó su bebida. Acto seguido, se puso el anorak, asegurándose con el tacto que la fotografía de Isabel seguía guardada.

—¿Qué pasó con Curro?

—Se metió en follones, y lo asesinaron poco después. Mejor para mí. Bueno, y para el mundo. Era un gilipollas.

El escritor caminó hacia la puerta, profundamente arrepentido de su arrebato de cólera, y deseando alejarse del director.

—Espera, Gene, tu dirección… ¿viene en la tarjeta que me diste?

—Sí.

—Recibirás algo mío. Muy pronto.

Encogido en su silla, con su flaco cuerpo flotando en el batín, Blanco parecía más piltrafa que nunca.

—Gracias otra vez, Jack. Por la foto, y por todo.

—Gracias a ti, Gene.

—Y no me tomes en cuenta la patada.

—No lo hago.

Arbó salió del hogar de Blanco, y descendió lentamente el único tramo de escalones que mediaba entre el primer piso y el vestíbulo.

A continuación se situó ante la entrada del sótano, y contempló el acceso de «La cámara del placer». El silencio reinaba en el vestíbulo, en la totalidad de la finca.

Moviéndose por instinto, sacó la fotografía del interior del anorak, rompió el vidrio para extraer cuidadosamente la imagen y sin mayor miramiento tiró a su espalda el marco y el cristal. A continuación, indiferente al ruido provocado, sujetó la foto sobre la puerta del sótano. Apretando el rostro contra ella, la besó tiernamente, mientras susurraba con lágrimas en los ojos.

—Isabel. Ya casi.