Solo en la oficina de Contraplano, Rubio leía atentamente en el ordenador los mensajes electrónicos acumulados a lo largo de la tarde previa, tras finalizar la jornada. Por su parte, la señora Muñoz estaba en la imprenta desde primera hora de la mañana, verificando a conciencia el trabajo de los técnicos con el inminente número de la revista.
Justo cuando había terminado de atender el último correo, llegó uno más. Procedía de Eugenio Arbó y se titulaba Clouzot.
El editor sonrió de satisfacción. Llegó prácticamente el último día del plazo, pero por fin tenía en las manos el ensayo anunciado. Arbó nunca decepcionaba.
Impaciente por leerlo, lo imprimió sin más tardar.
A primera vista, apreció que superaba en cerca de cincuenta líneas el espacio pactado, y carecía de notas a pie de página, así como de bibliografía. Ningún problema.
Se detuvo en el principio, acto seguido. Consistía en una cita de la novela De entre los muertos, escrita por Pierre Boileau y Thomas Narcejac, un tándem de escritores franceses expertos en literatura psicológica de intriga, por los cuales Arbó siempre había sentido una especial debilidad. La cita rezaba: «Hacía tanto tiempo que la esperaba. Desde que tenía trece años. Desde la época en que se inclinaba hacia el corazón de la tierra, hacia el país negro de los fantasmas y las hadas…».
Rubio interrumpió la lectura, y se levantó con intención de beber zumo. Recreándose en la belleza y significación de la frase. Preocupado por Arbó.
El zumo elegido era de una marca italiana, y combinaba el pomelo rosa con el aloe vera. De un sólo trago, bebió más de la mitad del vaso.
Aunque nos tratamos desde hace mucho tiempo, Genio, nunca he llegado a conocerte demasiado. Pero sí lo suficiente. Por eso sé que ya no vas a retroceder.
Elevando el vaso con el resto de zumo, Rubio brindó en voz alta:
—Que seas feliz con tu Isabel.
Tiritando dentro de su grueso chaquetón forrado de lana, René Orozco rebosaba satisfacción. En una formidable zona frondosa cercana del parque natural de Hayedo de Montejo, donde Madrid se confunde con Guadalajara, Las noches del hombre lobo estaba a punto de comenzar su última jornada de rodaje.
—Ya sabes cómo quiero la luz, Gaby.
—Por descontado, maestro. Sugerente y tenebrosa.
—Eso.
Con su eficacia habitual, los pocos mexicanos y numerosos españoles que componían el equipo disponían lo necesario para filmar, a primera hora de la tarde. Se trataba asimismo de la secuencia que cerraba la película e intervenían únicamente dos intérpretes, Dan van Husen y Guadalupe del Río.
Aunque el frío normalmente molestaba su naturaleza latina, el productor no sentía el cuerpo a disgusto. Sonriendo, se sentó a la vera de un roble, relativamente lejano del equipo, y extrajo de un bolsillo del chaquetón una tableta de chocolate negro picante. Óptimo segundo postre, para saborear despacio y a solas, en plena naturaleza y al amor del crudo invierno español.
Por sistema, había colaborado con el equipo, como un miembro más. Siempre activo, sistemáticamente al tanto de lo que hiciera falta. La antítesis del productor al uso, fingiendo stress vestido con un traje impecable, que despacha los informes por una línea telefónica mientras negocia la explotación por la otra.
Pero el último día bien podía permitirse la contemplación, aunque sólo fuera durante unos minutos. Sentado plácidamente, comiendo el estimulante chocolate azteca mientras trabajaban los demás.
Estupendo tipo Dan van Husen. Muy amable, muy profesional, nada engreído. Y una chamaca de puritita raza Lupita. Sólo le faltaba moderar su afición al peyote.
Contento, Orozco dio un primer y gran bocado en la tableta.
Las noches del hombre lobo había despertado la expectativa prevista. Con plena coherencia. El regreso al cine de un viejo cineasta de culto, de una leyenda ambulante de la Serie B, a partir de la presentación mundial en Nueva York. Todos los festivales especializados estaban reclamando su programación, en Europa, Asia y Estados Unidos. La distribución en salas y la explotación en el mercado del DVD ya estaban firmadas, en condiciones razonables, tanto en España como en México. Igualmente múltiples agentes extranjeros mostraban su enorme interés en comprarla, por lo común para el home video. Y aún quedaba el mercado televisivo.
Entusiasmado con el sabor, el productor siguió comiendo. Conforme miraba a Blanco moviéndose penosamente, como si sus articulaciones fueran de plomo, en su conversación técnica con Avelar. A su lado, en silencio, estaba su amigo el escritor.
Formaban una pareja bien curiosa, estos dos madrileños.
Bajo y flaco, el director. Alto y gordo, el escritor.
Al comenzar el rodaje, el director era un anciano de hierro, imponente y taxativo, y el escritor un niño viejo, tembloroso y apocado. Ahora, el primero era un carcamal que apenas podía valerse por sí mismo, y el segundo un hombre que hablaba con seguridad y miraba con firmeza.
¿Qué había ocurrido?
Desechó la cuestión, mientras comía otra porción de chocolate. Era un asunto que les concernía a ellos dos, exclusivamente. Empero, desde la tarde que rodaron en el llamado Cercón, Orozco no paraba de sopesar las ventajas de la decrepitud de Blanco. Los grandes y diversos beneficios que sobrevendrían si el viejo cineasta muriese oportunamente, más o menos cuando Las noches del hombre lobo estuviera a punto de presentarse en público.
Día tras día, su instinto le ratificaba que Las noches del hombre lobo sería la película póstuma de Jacobo Blanco, Jack White.
Extendió las piernas y siguió comiendo. Acariciando codiciosamente la macabra posibilidad. Viéndola progresivamente cercana, inmediata, real.
Se levantó, una vez terminada la tableta. Sacudiéndose ligeramente la ropa, regresó a primera línea de rodaje. Ya lo echaba de menos.
—¿Qué tal el descansito, René?
—Fenomenal. ¿Y esto cómo va?
—Empezamos dentro de nada.
—OK, Jack.
Al lado del director, el escritor con sus modernas gafas nuevas y las manos hundidas en los bolsillos del anorak. Arbó rompió su mutismo para preguntar:
—¿Alguien me cuenta qué pasa en esta escena?
Blanco, tiritando y frotándose las manos enrojecidas por el frío, respondió:
—Elfriede ha dejado el castillo, sola, sabiendo que hay luna llena. Su intención es que su amado licántropo Heinz, que ya devoró aparatosamente a Meister Krabat y ahora mora en el bosque, la encuentre. Así, ella podrá matarle con una daga de plata, y acabar con su sufrimiento.
Tan contento como impaciente por concluir el rodaje, Orozco intervino:
—Pero, hombre, Jack, explica a nuestro intelectual el morbito.
Aceptando de buen grado el reproche de su productor, el director añadió:
—El caso es que ella, en el fondo, busca que el hombre lobo la viole. Para advertir si de alguna manera él la reconoce, durante el acto. Se trata de gozar por última vez, de manera salvaje y, si quieres, masoquista. De morir, sabiendo que su muerte de mujer enamorada significará el fin de una maldición espantosa sobre el hombre amado, de una maldición que causa muertes inocentes.
Sonriendo con un extraño brillo en la mirada, Arbó preguntó:
—¿Y entonces, qué sucede?
—Pues eso. El hombre lobo la encuentra vagando por el bosque, y se abalanza sobre ella. Forcejeando sobre un cuerpo de mujer tan estupendo, la bestia se calienta e intenta violarla. Ella no se resiste demasiado, sufriendo de modo ambiguo. Entonces, durante el acto, el hombre lobo de alguna manera reconoce que la víctima es Elfriede, pero no por ello deja de gozar. Y Elfriede, justo en el momento del clímax común, le clava en la espalda la daga de plata. Y, así, ambos mueren al unísono, igual que al unísono fue su último orgasmo. ¿Bonito, no?
El escritor desbordaba entusiasmo por los ojos y los labios. Y el productor celebró:
—Con un desenlace así, la historia tiene más chiste.
El director asintió, altamente orgulloso de la idea. A continuación encendió un cigarrillo y afirmó:
—Bueno, René, terminamos hoy. Y sin un sólo día de retraso.
—Menos mal. Si nos hubiéramos pasado, la película no me costea.
La voz de uno de los ayudantes cortó la charla:
—¡Todo a punto!
En automática respuesta, aparecieron Dan van Husen y Guadalupe del Río. Él, debidamente caracterizado de licántropo. Ella, moderadamente peinada y maquillada, vestida con un hermoso y descotado traje de época, que combinaba los colores blanco y rosa.
Blanco, con una voz ya bien poco audible, ordenó:
—Dan, Lupe, ensayo.
Y acto seguido se sentó en una negra silla de pinza, cigarrillo en mano.
El ensayo se desarrolló sin necesidad de más correcciones que algunas muy puntuales, con la acción desarrollándose de manera ininterrumpida y bajo la propia iluminación que iba a emplearse para las tomas auténticas. Satisfecho con el resultado, Blanco sin embargo ordenó repetir el ensayo, pero ahora marcando un plano detrás de otro.
Mientras así se hacía, Arbó rebotaba sigilosamente de la proximidad de Blanco a la contemplación del monitor de video, y viceversa. No parecía fuera de lugar, como en sus primeras visitas al rodaje. Y se le veía realmente fascinado.
—Cojonudo. Empezamos a rodar.
Todos asintieron a la voz del director, y los intérpretes se situaron en sus posiciones iniciales, mientras la chica con la claqueta ocupaba su sitio ante la cámara.
Justo entonces Blanco se desplomó hacia su derecha, cayendo a tierra con la silla encima. El ruido fue considerable, pero él no había emitido el menor sonido.
Tras vencer el asombro inicial, todos se abalanzaron alarmados hacia el director. Para ayudarle, izarle. En el grupo rápida y espontáneamente formado, Arbó era el más ansioso, y la fantástica figura del hombre lobo sobresalía de modo surrealista.
Orozco sonrió para sus adentros, lamentando que no le quedase chocolate picante para celebrarlo.
Gracias por esta nueva señal, Jack.
En el Cercón quizá tropezaste en el suelo. Pero aquí claramente te has desplomado, sin ninguna ayuda.
De mal en peor, pues. Así me gusta.