A fin de celebrar el éxito, Eugenio Arbó se sirvió generosamente whisky con piña en un vaso ancho. Tras agregar tres cubitos de hielo, entró en el salón y puso en su viejo tocadiscos un LP que recopilaba bandas sonoras compuestas por Alessandro Alessandroni para películas italianas de terror.
Los dos policías acababan de marcharse. Convencidos, sin recelos de ningún tipo. Tras una entrevista de poco más de quince minutos, en términos correctos. En buena lógica, preferían no malgastar su tiempo laboral con un caso sin enjundia.
En la mañana posterior de la muerte de Rizal los correspondientes funcionarios de la policía habían interrogado a la patrona del hostal donde vivía, y de ese modo supieron de la llamada hecha por un hombre pocos días antes con objeto de hablar con la víctima. Llamada considerable, dada la bien parca vida social de Rizal. Por lo cual, apuntaron el número del teléfono móvil de Arbó, tomándolo de la relación de llamadas recibidas en el negocio; tras las inevitables intentonas fallidas acabaron localizándole, y le comunicaron su rauda e ineludible visita.
Pero no surgió mayor complicación ni controversia durante el fugaz encuentro. Arbó reconoció que había llamado aquella noche con la intención de entrevistar a Rizal; el propósito era incluir declaraciones suyas en un libro que estaba preparando sobre el cineasta español Jacobo Blanco. Sin embargo, la patrona le había indicado que el viejo decorador desde días atrás estaba gravemente indispuesto, lo cual le desaconsejó insistir, al menos en un plazo prudencial. Desde entonces no volvió a saber nada al respecto, y había conocido la dramática muerte de Rizal precisamente gracias a ellos.
La versión de los hechos que acto seguido le proporcionaron los dos policías era perfectamente válida. Rizal estaba fuera de quicio, y ya había superado algunos intentos de suicidio, casi milagrosamente. Sin embargo, la noche de su muerte fue incapaz de sobreponerse, sufrió el ataque definitivo. Un arrebato de rabia autodestructiva, derivado de la miseria irremediable y de la pésima salud psíquica y física, sobre todo por culpa de un alcoholismo contumaz. En consecuencia, reventó de modo enloquecido y furioso, sobre los enseres y hasta contra sí mismo, unas botellas de whisky, a sus ojos símbolos del vicio que provocara su perdición, profesional, humana y social. Y a continuación, destrozado por el dolor y la frustración, se precipitó por la ventana.
Los altavoces del tocadiscos reproducían Lady Frankenstein, mientras Arbó seguía bebiendo su whisky con piña, cómodamente sentado en el diván.
El interrogatorio que acaba de soportar significaba mera rutina.
Un anciano alcohólico muere, llovido sobre el patio de un miserable hostal madrileño. Un viejo profesional del cine, descartado de su profesión desde décadas atrás. Sin familiares, sin amigos, sin dinero.
¿Quién hubiera querido asesinar alguien así? ¿Por qué, para qué?
Caso resuelto.
Concentrándose en la estupenda música que escuchaba, en la deliciosa bebida que ingería, en el ambiente particular que reinaba en su casa, Arbó apartó fácilmente el crimen de Rizal del pensamiento.
Ciertamente, debía devolver las cariñosas llamadas de Javier Rubio y de la tía Aurora. Asimismo tenía que responder a los mensajes electrónicos llegados desde una institución cultural del País Vasco, ofreciéndole una colaboración, y de un colega catalán, hablando de un proyecto interesante.
Sin embargo, se sentía incapaz. No le apetecía levantar el teléfono, no estaba dispuesto a encender el ordenador.
Sólo quería que llegase la noche. Para ver otra vez a Jacobo Blanco.
No sin esfuerzo, y mientras los demás aguardaban respetuosamente en pie, Jacobo Blanco terminó de acomodarse en su asiento. Estaba vestido con un jersey azul de lana, grueso y ajustado, y con unos pantalones negros de cuero, que seguramente nadie había visto en un hombre de su edad.
El resto de los invitados a la cena se sentó a continuación, entre risas y comentarios distendidos. John Phillip Law, presidiendo la mesa. Dan van Husen y Guadalupe del Río, encarados a su izquierda y derecha. Gabriel Avelar y René Orozco, en los siguientes y respectivos flancos. Por último, Blanco, frente a una silla todavía vacía.
—Bueno, Jack, tu amigo el crítico no es muy puntual.
—Está al caer.
El productor asintió como muda aceptación de la respuesta, y dijo al resto de los presentes:
—Its a really beautiful place!
Mientras los demás asentían, Law comentó:
—Yes, it’s very Spanish.
A lo cual Husen agregó:
—I used too come here a lot, when I lived in Madrid in the sixties.
Su colega americano añadió:
—Me too, but in the seventies. And then I didn’t come back again for thirty years untill last year, when I came with a Spanish friend and his Canadian girlfriend.
Mientras Law terminaba su comentario, apareció Eugenio Arbó. Vestido con su ya inseparable anorak, quitándose sus característicos guantes de piel. Con una sonrisa cálida, saludó a los presentes diciendo:
—Buenas noches a todos. Y perdón por el retraso.
Y a continuación tomó asiento en la única silla libre. Encarado con Blanco.
—Encantado de verte, Jack.
—Lo mismo digo, escritor.
—Y gracias por la invitación.
—Tú no podías faltar.
—Además así cubro un hueco en mi condición de madrileño.
—¿Y eso?
—Te lo creas o no, nunca había pisado «Las cuevas de Luis Candelas».
—Pues se lo debes al hombre lobo.
Arbó rio con ganas. Se le veía feliz, a la vez que tranquilo. Sociable, y seguro de sí mismo. Más agraciado además, gracias a sus gafas nuevas, con unos cristales más pequeños y elegantes y una montura de mejor presencia, que reunía los colores negro y azul.
Por su parte, el maître ya estaba entregando a cada comensal su carta correspondiente. En inglés, para Law y Husen. En español, en el resto de los casos.
—Así que eres crítico de cine.
Sonriendo, Arbó guardó sus gafas nuevas en un bolsillo de la camisa de pana y respondió al productor mexicano:
—Bueno, es un término que no me gusta.
—Para entendernos, vale.
—Eso sí.
—¿Y cuándo aparecerá el reportaje que nos hiciste?
—Supongo que el mes que viene.
—¿Supones?
—El editor tiene la última palabra. Pero no creo que surjan problemas, porque le gustó mucho.
—Ah, fantástico.
—Es más, le he propuesto un libro sobre Jack.
El productor y el director, atónitos, respondieron al unísono:
—¡¿Cómo?!
—Y no me ha dicho que no.
A sugerencia del maître, como primer plato iban a traer para compartir diferentes aperitivos típicos: lechuga con ventresca, pimientos asados, jamón de pata negra, gambas al ajillo. En cuanto a la comida principal, la previsible elección del cochinillo asado fue unánime. Para beber, vino tinto y agua mineral sin gas.
—Pon en portada Las noches del hombre lobo.
—Eso por descontado.
Entusiasmado, Orozco extendió la noticia al resto de la mesa, donde fue acogida con idéntica ilusión. Momento en que Blanco aprovechó para decir a Arbó:
—Yo pienso…
—Deja ahora el tema del libro, Jack. Ya hablaremos tú y yo.
Llegaron los primeros platos, con el alborozo previsible. Se trataba de celebrar la última noche en Madrid de John Phillip Law, dado que el rodaje de su parte había concluido felizmente. Despedida para la cual únicamente se había convocado a los técnicos e intérpretes principales. Con el añadido de Eugenio Arbó, en cuanto invitado personal del director.
De modo espontáneo y distendido, había surgido una conversación en inglés entre los intérpretes, el productor y el director de fotografía. Por lo cual, Blanco aprovechó para preguntar a Arbó:
—¿Qué tal te llevas con el inglés?
—Fatal. Intenté aprenderlo, hace años. ¡Pero fracasé miserablemente!
—Pues es muy importante.
—Ya, pero qué se le va a hacer. En cambio tú…
—Lo hablo cojonudo, como el alemán. En cambio con el francés y el italiano me apaño, pero mal.
—Qué raro. Siendo español, se te dan los idiomas sajones en vez de los latinos.
—¡Yo soy raro para todo!
Arbó rio, entre trago y trago de vino. Espeso, rojo, fuerte.
—El rodaje está terminando, ¿no?
—Quedan justo cuatro días. No hemos perdido ni uno.
—Enhorabuena.
—Quien tuvo retuvo.
El escritor sonrió, de modo afirmativo. Entre la diversidad de aperitivos, estaba concentrándose en las gambas. Y bebiendo mucho.
—En serio, Eugenio. Las noches del hombre lobo es mi mejor película. La que tiene más cosas, y con mejor producción. Y escucha lo que te digo: si me ofrecieran volver a rodar algo… qué sé yo, repetir algunos planos, incluso una jornada entera, declinaría. Las noches del hombre lobo, tal como está, es inmejorable. O por lo menos inmejorable por mí. Lo que yo quiero expresar con esta película, no puedo expresarlo mejor.
—No sabes cuánto me alegro.
Conforme hablaba, Blanco comía lentamente tiras de jamón, que cogía y desgarraba con los dedos. Mientras, la anexa conversación en inglés mantenía su alto volumen de sonido y alegría.
—Jack, supongo que para ti ha sido muy duro estar tanto tiempo alejado del género. Bueno, y del cine.
—No lo sabes tú bien.
—¿Hubo algún proyecto especialmente querido que no cuajase?
—Sí, uno en particular. Se titulaba Sistiana, que es el nombre de una ciudad cerca de Trieste. Preciosa. Recuerdo una camarera rubia y madurita, en un bar junto a la carretera, que es una de las mujeres más morbosamente atractivas que he visto nunca. No te puedes imaginar.
—¿De qué iba la historia?
—Terror gótico, un poco en la línea de El barranco de los espectros. De protagonistas tenía apalabrada una pareja excepcional, fíjate. El conde siniestro e irónico lo iba a hacer Ralph Bates, que me encantaba en sus papeles para la Hammer, sobre todo en El poder de la sangre de Drácula y Dr. Jekyll y su hermana Hyde.
—¡Igual que a mí!
—Lo suponía. Y la protagonista iba a ser Maria Perschy, que supongo que también te gustaría.
—Cómo no. Era elegantísima, sutil, fabulosa. Y vivió en Madrid durante muchos años.
—Yo la conocí entonces. Trabajó con Jesús Franco, Paul Naschy, Amando de Ossorio… y con mi gran amigo Klimovsky.
—Bueno, y con Bardem.
Blanco soltó una carcajada. Acto seguido, súbitamente serio, chocó su vaso con el de Arbó, invocando:
—Por el cine fantástico de antes. Y sus grandes intérpretes y autores.
El escritor, identificándose por completo con la dedicatoria, brindó con el director. De tácito acuerdo, ambos vaciaron sus vasos de un trago solemne. Y acto seguido se miraron fijamente.
—Jack, no sabes cuánto supone para mí que hayas hecho esta película. En el estilo de antes, con actores de antes.
—Pues figúrate lo que supone para mí. ¡Mucho más!
—No es comparable. Cada uno tenemos nuestra medida respecto a Las noches del hombre lobo. La que nos toca y corresponde.
Blanco rellenó nuevamente los vasos, impresionado por las palabras del escritor. Arbó estaba progresando a pasos de gigante. En cada nuevo encuentro, resultaba más agudo, más brillante. Y, en cierto modo, también más amenazador.
—¿No has recibido más atenciones de la prensa?
—Sí, claro. Me han hecho un montón de entrevistas. Pero sobre todo de fuera. Inglaterra y Alemania especialmente. Como siempre, tú ya sabes.
—¿Y hay prevista alguna clase de presentación?
—Por supuesto. En Nueva York. Una gran première, como cierre de una convención dedicada al cine fantástico de los años 60/70. Es en otoño, René te puede decir exactamente las fechas y detalles. Están intentando que Christopher Lee presente la gala.
—Es la elección ideal.
—Sin duda. Veremos.
Enfrascados en su conversación, escritor y productor no habían advertido que los camareros retiraron poco antes los primeros platos y acababan de distribuir las porciones de cochinillo asado. La poderosa voz de John Phillip Law, elevándose sobre las demás, les hizo advertirlo:
—At last!
Todos rieron y aplaudieron. Y Orozco aprovechó la ocasión para pedir más vino. Otras tantas jarras.
Blanco se sentía a gusto. Física y psíquicamente fatigado, pero dichoso. Le favorecía ver a su admirador.
—¿Todo bien, chamaco?
—De primera.
Satisfecho con la respuesta del escritor, el productor regresó a su charla en inglés. En esa zona de la mesa, Husen era el más discreto, mientras que la bella actriz mexicana, vestida con frívola coquetería, comenzaba a resultar algo escandalosa.
Entonces Arbó, mientras empezaba a comer con apetito su ración de paletilla, apetitosamente churruscada, anunció a Blanco, hablando despacio y sin mayor sentimiento:
—¿Sabes que han muerto José Luis Mateos y Juan Rizal?
El director encajó la pregunta en perfecto silencio, e intentando que el rostro no delatara absolutamente nada, ni para bien ni para mal. Pero Arbó le forzó a salir de su impertérrito mutismo, con gentileza:
—Perdona si he…
—Tranquilo. Prefiero enterarme por ti que por otros.
—Entonces tú no…
—No. No tenía ni idea.
—Eran buenos…
—Conmigo dieron el cien por cien, trabajando bajo mínimos. Les estoy eternamente agradecido, por todo lo que hicieron. A los dos, José Luis y Johnny.
Tras decir esto, Blanco apartó hacia un extremo del plato el resto de carne que le quedaba por comer. Bebió más vino, en pequeños sorbos, y encendió un cigarrillo. Era imposible penetrar en su pensamiento, discernir tras su rostro fatigado.
Mientras, Arbó apuraba los huesos de su porción. Respetando el silencio de Blanco, ajeno a la conversación en inglés. Hasta que el director le preguntó:
—¿Sabes cómo ocurrió?
—Rizal se suicidó, tirándose por la ventana de su hostal. Estaba sin un duro, y destruido por el alcohol. Y Mateos murió de miedo, mientras esperaba que le operasen de los ojos. Sucedió hace poco, con sólo unos días de diferencia entre ambas muertes.
—Lo sabes todo.
—Referido a tu obra, lo procuro.
—Y lo consigues.
—Recuerda que quiero escribir un libro.
Blanco sonrió ligeramente, relajando la expresión. Procuraba aspirar todo el humo posible del fuerte cigarrillo negro que fumaba.
—Sabes, Eugenio, me extraña que aún no hayas dicho nada de Isabel.
—Estaba a punto.
—Dispara.
—¿Cómo la conociste?
—¿Es sólo esto?
—Voy rellenando huecos.
Arbó se limpió la boca con la servilleta, dado que su plato ya no contenía ni una brizna más de carne. A pesar de sus excesos con la comida y el vino, su expresión era despierta y decidida.
—Nos presentó Klimovsky, en Madrid. Él había dirigido el primer papel de Isabel, en un western rodado en Almería, que no he llegado a ver.
—Un millón de dólares para cinco profesionales, con Anthony Steffen y Klaus Kinski.
—Fue Klimovsky quien la convenció para que viniera aquí. Y ella se instaló en un apartamento por el centro.
—Con Curro.
Blanco llenó una vez más los vasos y bebió del suyo sin más dilación. Comenzaba a marearse.
—También Klimovsky le dio su primer papel en Madrid. En una película de terror, Las siervas de Belcebú.
—Los protagonistas eran William Berger, Margaret Lee y Julián Ugarte.
—Él me invitó a la proyección de la copia standard, en Fotofilm. Éramos muy amigos, de hecho Klimovsky fue el director con quien más aprendí cuando yo era ayudante. Mi maestro, casi. Por lo menos en la técnica. Que él manejaba a ciegas, como las mujeres el ganchillo. Algo increíble.
—Sigue.
—Reparé en Isabel nada más verla. Su papel de jovencita que no quiere renegar de la secta donde Ugarte la ha enredado para ingresar… era lo mejor de la película. Con diferencia. Me encantó, Eugenio. Me encantó… literalmente.
Blanco levantó su vaso y golpeó el de Arbó. Estaba claro por quién estaba brindando, así como que lo hacía con el amigo adecuado.
—Justo a la mañana siguiente, Leo nos presentó en el «Café Gijón». Él pensaba que Isabel era ideal para mis películas. Y vaya si tenía razón.
El director bebió todo el vino que pudo de un sólo trago. Indiferente a los camareros que estaban retirando los platos, al maître que pretendía tomar nota de los postres. Indiferente a todo, salvo sus recuerdos y Arbó.
—Ella llevaba un minivestido a cuadros blancos y negros, estilo tablero de ajedrez, y unas botas blancas altas, con tacón. Apenas verla, confirmé lo que había intuido viéndola en la pantalla. Isabel Silva estaba hecha para mí.
—¿No quieres postre, mano?
Con el aliento pesado y la voz trémula, Blanco apagó el cigarrillo y respondió a Orozco:
—Sólo café. Muy cargado.
Por su parte, Arbó solicitó un sorbete de limón con vodka. Instando al director a que siguiera hablando.
—Lo primero que me dijo Isabel, con coquetería y aquel acentazo medio portugués medio andaluz, fue «Señor Blanco, ¿puedo llamarle Jacobo?». Yo, fascinado, contesté: «Llámame Jack».
El director sonrió melancólicamente al escritor. Aunque estaba algo abotargado a causa de la cena, no perdía la lucidez. Se sentía comprendido.
—Y así empezó todo con Isabel.
—Tú lo has dicho, gran escritor.
—Cine y no cine.
Blanco retiró la sonrisa bruscamente. Sin palabras a las que recurrir, intentó servirse más vino, pero no quedaba ni una gota. Ni en su vaso, ni en el de Arbó, ni en la jarra. Para beber alcohol, tendría que esperar a que sirvieran la copa de licor para el brindis final por John, una vez concluidos los cafés.
Irritado, apretó los puños. Quería beber, quería marcharse.
Desdeñando la maliciosa observación de Arbó, encendió otro cigarrillo, en busca de los efectos múltiples que le procuraba la nicotina. Justo entonces, el escritor, a buen seguro bajo los efectos del alcohol, reforzó su ataque susurrando insidiosamente:
—Los nueve colores principales, y la luna llena.
Por primera vez en su vida, Blanco se sintió desmoronar por dentro. Empezó a fumar, despacio. Atónito, doliente, demolido. Cuando todavía no se había recuperado del todo, apenas sin voz, reunió fuerzas para afirmar:
—Mis alegorías preferidas.
—Lo sé, Jack. E Isabel bien que lo descubrió.
—¿De dónde te sacas eso?
—Era tu actriz. Con y sin cámara.
Recuperando poco a poco el dominio de sí mismo, Blanco acogió con ganas la taza de café que el camarero depositó en su espacio, mientras Arbó estrenaba su gruesa copa de sorbete. El resto de los comensales habían recibido ya sus postres respectivos, y los disfrutaban entre risas, ajenos a la conversación en español que tenía lugar en un extremo de la misma mesa.
Mientras removía el azúcar en el líquido, Blanco reconoció, mediante un tono que albergaba tanta admiración como cautela:
—Has avanzado mucho, Eugenio.
Sonriendo con los ojos, y mientras saboreaba su postre, el escritor respondió:
—Llámame Gene.