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Arbó volvía al salón desde la cocina, portando una segunda taza de humeante chocolate con coñac, cuando el silencio del hogar fue roto por el sonido del teléfono. Se mantuvo indiferente.

Apenas un minuto más tarde, la llamada se repitió en el teléfono móvil, con idéntico y nulo efecto.

Una vez sentado en el tresillo, el escritor empezó a beber. Despacio, serenamente.

La manta verde que siempre le había abrigado en el sofá y el lince de peluche se hacían compañía en el cubo de la basura, desde la noche anterior y por última vez. Tampoco sentía la necesidad de llevar más ropa que el viejo pijama, ni de encender la estufa.

Ninguna concesión a la debilidad en el nuevo Eugenio Arbó.

Siguió bebiendo, libre de curiosidad por escuchar hipotéticos mensajes en sus teléfonos y pálidamente iluminado por la luz del atardecer madrileño, que penetraba por la ventana, abierta con la persiana medio bajada.

En la penumbra de la sala, la pantalla del televisor aportaba la única claridad apreciable. Era una imagen congelada, perteneciente a la película de Duccio Tessari Tres muñecas rosas manchadas de rojo, y seleccionada de la escena en que Isabel Silva era asesinada por el actor alemán Horst Frank. A solas ambos en un lujoso ascensor, súbitamente y sin mediar palabras él la paralizaba por los hombros mediante su brazo izquierdo, desde atrás, mientras con la mano derecha le hundía repetidamente una navaja en el estómago. Frank portaba guantes negros de piel, a juego con su gabardina. Ella ratificaba la moda específica para las jóvenes clase media-alta en la Italia de los primeros años setenta, si bien curiosamente todo en color naranja: minivestido y botas altas de piel con tacones, pamela aparatosa y grueso cinturón, bolso grande y bisutería. El personaje de Frank es un coreógrafo aparentemente normal pero torturado por un horrendo trauma infantil, que le impulsa a matar a las guapas aspirantes a bailarinas que por casualidad lo han descubierto, aunque ignoran su identidad. Sin embargo, ya desde el primer crimen, cometido en el personaje a cargo de Lona Sherman, este personaje experimenta un placer inesperado en el hecho de matar chicas, descubre un perverso gozo especial con el que no contaba. Se encuentra a sí mismo.

Arbó bebió más, concentrado en la imagen. Paralizaba un fotograma extraordinario. En plano medio, Frank mostraba el rostro desencajado, daba auténtico horror en su visaje de lascivia criminal, en su palpable complacencia erótica con el acto de asesinar una joven tan bella y desvalida. Férreamente atenazada por su verdugo, acuchillada ya en el estómago más de una vez, Isabel despedía la vida mediante una expresión indescriptible, tan perpleja como horrorizada, sufriente a más no poder.

En casi todas tus películas morías, Isabel. Te mataban.

Sin embargo, era ficción.

Pero en la pantalla del «Cine Madrid» yo me enamoré de ti ignorando que estabas muerta. Me enamoré de ti tres años después de que te asesinaran verdaderamente, entre colores negros.

Y esto es real. Tan real como que he matado por tu causa, treinta y cinco años más tarde. Y la víctima es justo la persona que había diseñado tu ropa, la primera vez que te vi, y el ambiente, cuando te asesinaron.

Es un caso increíble, demencial, Isabel.

Pero me encanta.

Vacilando entre seguir bebiendo o buscar en su video antológico otra muerte de Isabel, Arbó súbitamente tembló de frío. Pero prefirió superar el ataque por su cuenta, antes que cerrar la ventana abierta a uno de los peores inviernos que recordaba Madrid.

A continuación, apuró la taza, apagó el video y se dirigió a su alcoba-estudio.

Tumbado en la cama, con los ojos entornados y sin las gafas, de repente creyó oír los aullidos de sufrimiento de Rizal por la acción de los botellazos, sus patéticas súplicas cuando era arrastrado hacia la ventana, el sonido de su cuerpo precipitándose al vacío. Con la estrepitosa lluvia de granizo como telón de fondo.

Me gustó hacerlo, Isabel. Lo repetiría.

El teléfono volvió a sonar, nueve veces. Pero tras quedar en silencio, esta vez no precipitó secuelas en el móvil.

La habitación estaba destemplada, gélida.

Pero su dueño sentía un calor sofocante. Dentro.

Y ciertas voces resonaban en su memoria. Voces de gente de cine que había perdido su lugar, decenios atrás. La una era femenina, y nunca superó el acento sevillano: «Isabel era una perrita en celo entre dos lobos hambrientos». La otra era masculina, y hablaba con la saliva del alcohol: «Isabel zorreando. Y Jack mirando, mientras se machacaba su penosa polla».

Esto no me lo podía imaginar, Isabel. Ni remotamente, jamás.

Tu dulzura sensual, en unas películas. Tu encanto misterioso, en otras. Tu voluptuosidad de ultratumba, en la mejor de todas.

Y fuera de la pantalla, cobrabas por evidenciar lo que sugerías dentro. Eras la eficiente puta de tu creador y jefe.

Lentamente, sendas lágrimas empezaron a resbalar por las mejillas de Arbó, y su cuerpo comenzó a sofocarse.

Está bien, Isabel, perdona. No quería decir lo que he dicho. De verdad. Me he confundido, me precipité en el juicio. No había comprendido adecuadamente tus… prestaciones. No eras su puta, eras su actriz. Tú sólo encarnabas lo que Jack tenía en su mente. Él simplemente pagaba por ver sus sueños hechos realidad. No es lo mismo, sin duda. Perdona, lo siento mucho. Qué tosco, qué palurdo he sido.

Conforme fue serenándose, Arbó dejó que la cara se secara por sí misma. Su arrebato de debilidad no había durado tanto. Orgulloso por ello, se levantó lentamente de la cama, volvió a calzarse las gafas y encendió la lámpara de la mesa de trabajo.

La fotografía en primer plano de Isabel Silva, como siempre, estaba apoyada contra la impresora del ordenador. Arbó la guardó en el primero de los cajones, sin acritud. Pero antes de encender el ordenador, volvió a la cocina a fin de prepararse otra taza de chocolate.

En cambio, Isabel, acerté plenamente en lo concerniente a tu fin. En esto, por fortuna el corazón no me había engañado. No quiso confundirme ni mantenerme en la ignorancia. Te asesinaron.

Yo siempre lo supe, tú me has oído pensándolo, convencido desde siempre.

Pero jamás sospeché, ni por asomo, la vinculación de Jack. Precisamente de Jack.

Mientras terminaba de prepararse la bebida, Arbó oyó a sus espaldas cómo empezaba a llover. Posiblemente, este invierno no terminaría nunca.

Regresó a la mesa de trabajo con la taza en la mano. Ahora bien, esta vez no había añadido coñac en la bebida, sino clavo. Nada de alcohol mientras se escribe.

Bueno, Jack. Ya me queda muy poco por averiguar.

Tú mataste a Isabel. Y si no lo hiciste personalmente, dispusiste que sucediera. Eres el culpable o el responsable. Pero en cualquier caso Isabel está muerta por tu causa. Tan joven, tan linda, tan prometedora. Y tan puta.

Encendió finalmente el ordenador, mientras dejaba la taza en un extremo de la mesa. Al fondo, la lluvia arreciaba.

Los nueve colores principales, en escabrosa gradación, y la luna llena, presidiendo solemnemente. Con tu artista exclusiva siempre a la altura de las circunstancias.

Un planteamiento fabuloso, Jack. Digno de un genio como tú. De un sibarita de lo que tan bien definiste como «el espectáculo de la feminidad».

Quemándose la boca con la ardiente bebida, Arbó empezó a escribir el tantas veces pospuesto ensayo sobre Henri-Georges Clouzot.

Con objeto de conceder un margen de cortesía, Jacobo Blanco entró en «la cámara del placer» cinco minutos más tarde de lo estipulado. Y, por supuesto, halló todo tal como había planeado y exigido.

El color marrón era el único presente. En el piso y en las paredes, en la cama. En las medias con red de Isabel, su única prenda. En la túnica, con la capucha caída, y en el látigo, con varias tiras, de Curro.

Satisfecho con el ambiente y los accesorios, acto seguido Blanco recorrió a Isabel con la vista. Parsimoniosamente, saboreándola. Estaba tumbada boca abajo, con sus abiertas manos y piernas bien atadas en las respectivas patas de la cama, mediante cuerdas gruesas y del único color que admitía la sala.

Resultaba particularmente apetecible, la actriz. Pedía justo lo que iba a recibir. Sin palabras, con el cuerpo.

Anhelante, abrió un poco el ventanal, a fin de no dejar fuera la luz del plenilunio, y a continuación tomó asiento.

Lógicamente, su kimono para la ocasión era de color marrón. Y lo aflojó, mientras ordenaba comenzar a Curro, mediante un gesto. Seguro de que sus intérpretes iban a ejecutar a la perfección las acciones y los diálogos.

Enseguida, los primeros latigazos empezaron a caer sobre Isabel. Suaves, leves, casi dulces. En respuesta, ella ronroneó sensualmente.

Empero, poco a poco el verdugo aplicaba más fuerza. Y, en la medida correspondiente, la víctima gemía, suplicaba, conforme sus nalgas y muslos se enrojecían progresivamente.

Bien, Isabel, te merecías este castigo. Ambos sabemos que lo merecías.

Por lo bien que lo has hecho hasta ahora, por lo estupendamente que has interpretado los colores anteriores.