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Tras mirar por la ventana sin salir de su embeleso, Jacobo Blanco abandonó su casa con rapidez. Bien abrigado, perfectamente despejado. Quince minutos antes de la hora convenida para que el coche de producción le recogiera, a fin de llevarle al estudio de rodaje.

Quería estar solo. Completamente solo, en esa nieve, ubérrima y gloriosa, que acababa de descubrir.

Puesto que era una mañana insólita, esta del veintitrés de febrero del 2005. Representaba el regreso de la nieve a Madrid, tras una ausencia de más de quince años.

Los copos de nieve cubrían el asfalto y las aceras, los tejados, los coches aparcados, los cubos de la basura, el contenedor. Mirase a donde mirase, desde su portal de la calle Juanelo, la nieve dominaba, presidía. Embelleciendo el panorama, reivindicando su poderío. Transfigurando Madrid.

Maravillado, Blanco caminó por su acera hasta la calle Mesón de Paredes. Y a continuación volvió sobre sus pasos, si bien por la acera de enfrente, encaminándose hacia la plaza de Cascorro. Apretando la carpeta contra el pecho, con las manos resguardadas bajo guantes de piel. Andando más despacio que nunca, con especial tiento para no resbalar. Inhalando el aire helado, la atmósfera purificada por la nieve a lo largo de toda una noche cayendo sin cesar.

Cuando llegó a la plaza, miró hacia todas las direcciones. Pocos coches, pocos taxis, poca gente. Y nieve, nieve hermosa y cegadora por doquier. Brillando en la oscuridad.

Ahora no podría fumar. Nunca lo haría, si a su alrededor siempre reinase tal atmósfera.

Inadvertidamente, comenzó a llorar. Cuando se percató, siguió haciéndolo, a plena satisfacción.

Fascinado por la visión de la nieve desde la ventana del cuarto de estar, Arbó se vistió deprisa y salió de casa sin desayunar siquiera. Era incapaz de calcular cuántos años Madrid llevaba sin recibir la visita de la nieve. En cambio, la recordaba nítidamente de su triste infancia, a mediados de los años sesenta. Aquellos inviernos que no terminaban nunca, rebotando de la escuela a un cine del barrio, del cine del barrio a la bronca casera del día.

Suspiró, henchido de momentánea nostalgia. Y miró delante, a derecha, a izquierda, por todas partes. La nieve había reconquistado Madrid, por fortuna.

Obviamente, su calle de General Ricardos se resentía ya en el tráfico del blanco elemento invasor. Aun siendo todavía temprano, los coches circulaban con irritada dificultad, mientras los transeúntes caminaban con estupefacta precaución.

Arbó sonrió encantado, celebrando intensamente la invasión. Y caminó en dirección del Puente de Toledo, sin prisa ninguna. Arropado por el anorak que le regalase la tía Aurora, provisto de sus guantes de piel, cubierto por su azul paraguas nuevo.

Quería, ansiaba sentir el efecto de la insólita atmósfera sobre su nueva personalidad.

Los helados copos golpeando el techo del paraguas con deliciosa monotonía, el aire frío curtiendo agrestemente su rostro, el clima glacial robusteciendo sus ideas. La nieve imperando a su alrededor.

No podía concebir nada mejor, más excelso, para abrir el día.

Pero antes de llegar a la Plaza de Marqués de Vadillo, mucho antes, se vio impelido a detenerse, por razones mentales. Para, refugiado en una esquina y virtualmente oculto tras el paraguas, desahogarse mediante un tremendo, demente ataque de risa.