17

René Orozco estaba maravillado por lo que veía a su alrededor, mirase donde mirase.

En su momento, no había podido visitar personalmente la localización, por hallarse todavía en México D. F. ultimando gestiones. Por consiguiente, la aprobó sin más perspectiva que las descripciones entusiastas y las múltiples fotografías que le llegaron, tras la expedición efectuada expresamente por los cabezas de cada departamento de la película. Una expedición presidida por el veterano jefe de producción, el castizo Julio Arredondo, y lógicamente por el propio director, Blanco.

Ahora, cuando la pisaba materialmente y la veía con sus propios ojos, había perdido el habla a causa de la emoción estética.

—¿No hay palabras, eh?

—Tú lo has dicho, Jack.

El ruinoso monasterio medieval de Santa María la Real de Valdeiglesias desprendía una magnificencia extraordinaria, que en mayor o menor grado afectaba palpable mente a todos los miembros del equipo de rodaje. Hormigueando de acá para allá con el fin de disponer la filmación, nadie era inmune al excepcional encanto fúnebre del lugar. Aunque tal vez al director de fotografía, Avelar, se le veía especialmente emocionado, dadas las grandes posibilidades plásticas que captaba por doquier.

Satisfechos en idéntica medida, Orozco y Blanco se sentaron sobre heladas piedras, en silencio. Soplaba un viento gélido entre las ruinas, agitando la vegetación con una sonoridad aterradora. La temperatura ambiente apenas sobrepasaba los cero grados.

John Phillip Law, ya vestido y caracterizado para la secuencia, pasó junto a ambos fugazmente, caminando mediante sus grandes zancadas. Con una sonrisa de entusiasmo, trazando un gesto con la diestra que abarcaba la totalidad del monasterio, les comentó:

Very special!

Orozco y Blanco asintieron, sonriendo asimismo dentro de sus prietas vestimentas invernales. Mientras el actor se alejaba a fin de seguir explorando el secular monasterio, el productor afirmó:

—El gringo nunca sufre frío o fatiga.

A lo cual el director, mientras abría su carpeta, respondió:

—Él sí que es muy especial.

Pocos días antes, Orozco había buscado información sobre el lugar. Se trataba nada menos que del monasterio más antiguo de la provincia de Madrid, anterior incluso a los más célebres del Paular y del Escorial, y fue edificado hacia 1150, aglutinando los doce eremitorios existentes con anterioridad, a lo largo del denominado «valle de las iglesias», junto al pueblecito de Pelayos de la Presa y el gran pantano de San Juan. Unos veinte años más tarde, el rey Alfonso VIII incorporó monjes de otro monasterio, el de Santa Espina de Valladolid, y desde entonces pertenecería a la orden del Císter. El estilo románico con que se diseñó al principio fue incorporando, con el paso del tiempo, elementos del gótico, el mudéjar y el plateresco. Pero siempre dentro de una armonía arquitectónica, razón por la cual el monasterio desprendía tan peculiar hermosura. Significaba, en suma, una obra maestra de fino mestizaje estético, una eminente reunión de estilos.

Sin levantar la mirada de sus folios con apuntes de planificación, Blanco aclaró:

—Lo llamaban El Cercón.

—¿Y eso?

—No lo sé. Pero así lo llamaban en los años sesenta y setenta.

Orozco asintió, prefiriendo no distraer a su director. Sin embargo este, siempre inmerso en sus papeles, continuó hablando:

—Aquí se rodaron escenas de bastantes películas de terror, ya te dije. De Amando de Ossorio y Paul Naschy, sobre todo.

—¿Y de Jesús Franco?

—No, que yo sepa.

—Ni tuyas, creo.

—Justo. No haber rodado aquí era una de mis mayores frustraciones. Pero hoy por fin voy a sacarme la espinita.

Incapaz de resistir más tiempo inmóvil, Orozco se levantó, aterido por el frío. Por lo visto, los preparativos para el rodaje seguían su curso al correcto ritmo profesional. Dentro de una de las diversas camionetas de producción, el maquillador jefe y sus ayudantes terminaban de caracterizar de hombre lobo a Dan van Husen.

—Oye, Jack ¿las autoridades cómo han consentido que el monasterio decayera hasta este punto?

—Desidia, supongo. ¿No habías buscado tú información?

—Sí. Según parece, pronto empiezan las obras de restauración. Pero es una vergüenza que esta maravilla de la arquitectura española esté convertida en un montón de ruinas.

—Mejor para Las noches del hombre lobo, mi cuate.

Orozco rio y se alejó del director, encaminándose hacia el grueso del equipo, que estaba disponiendo e iluminando el primer campo de luz, con la necesaria diversidad de focos, pantallas y reflectores.

Se avecinaba la filmación de una de las escenas más espectaculares y complicadas, la cual por añadidura cerraría la penúltima semana de rodaje. La escena consistía en Meister Krabat espoleando a su esclavizado hombre lobo para que atacase y diezmase al nutrido Nachtvolk. Desde que el diabólico ídolo Baphomet le distinguiera con su negra protección, Krabat había ido creciendo en soberbia y perversidad, y destruir la inmemorial Nachtvolk representaba una de sus locas apetencias.

Probablemente, los figurantes dispuestos para personificar la Nachtvolk ya estaban listos. Sucios harapos oscuros y viejos bastones carcomidos constituían la caracterización de todos ellos, a fin de uniformar la muda y mítica hermandad de ultratumba, manifiesta terrenalmente sólo en ciertos lugares emblemáticos durante contadas noches particulares.

Y el licántropo debía acabar con todos ellos, a base de zarpazos y bocados, mientras escucha a su implacable y satánico amo. Gritando sus órdenes, unas veces; riendo de placer en otras, ante el espectáculo de cada sobrenatural víctima destrozada.

Orozco continuó recorriendo el lugar. Oyendo, pero sin escuchar, las voces de su óptimo equipo hispano-mexicano.

La imponente cabecera de tres ábsides de perfecta sillería. La estructura central con su forma circular rasgada por largos ventanales de medio punto. Los laterales cuadrados. El claustro del costado meridional, con su arquería de arcos apuntados. Las bóvedas y los pasadizos. Los suelos empedrados y los brocales. Las lápidas.

Todo ello iba a aparecer magníficamente en Las noches del hombre lobo. Hasta el más torpe de los cineastas por fuerza sacaría partido de una localización tan singular, de tan impactante belleza mortuoria.

Una fuerte pero gentil palmada en el hombro cortó sus reflexiones. John Phillip Law.

All right, amigo?

Yeah. Everything is fine.

And how is Jack?

Fine too, John. No problem.

Satisfecho con la aclaración, Law se alejó para acercarse a saludar a Husen, recién aparecido entre el equipo bajo su familiar caracterización licantrópica.

Empero, sin mayores intenciones el actor americano le acababa de recordar al productor una alarmante realidad del rodaje. El grave estado del director, obviamente apreciable para los unos y los otros.

Sin embargo, al respecto Orozco ya no se preocupaba tanto como antes. Ciertamente, la debilidad de Blanco no había remitido, ni tan siquiera llegó a estabilizarse. Por el contrario aumentó, día tras día, sobre todo en lo referido a su penosa manera de andar, a los temblores de un cuerpo angustiosamente necesitado de cafeína y nicotina. Pero un singular fulgor en la expresión de aquel viejo y duro español indicaba que él lo sabía, lo asumía e iba a soportarlo heroicamente hasta el final. Aplicando la escasa energía que guardaba, reuniendo sus fuerzas postreras.

—¡¿Dónde está Jack?!

No se había extinguido el vozarrón del director de fotografía formulando la pregunta, cuando Blanco empezó a aproximarse, desde la roca donde había permanecido sentado estudiando sus anotaciones. Con sus escasos y largos pelos blancos azotados por el viento, un cigarrillo en una mano y la carpeta en la otra. Cojeando.

Súbitamente, mientras se frotaba las manos, Orozco sonrió. Por fin caía en la cuenta.

Jack, mi pobre y sufrido amigo Jack. Esta va a ser tu última película. Tú lo has sabido desde que empezaste, pero yo sólo lo he comprendido ahora. Justo ahora. Muerto de frío, entre estas maravillosas ruinas medievales.

Soy el productor de la última película del mítico y admirado Jack White. El homenaje a su cine del pasado representará también su testamento artístico.

Acercándose a su triste paso, Blanco gritó cuanto pudo de alto:

—¡Ya estoy aquí!

Repentinamente, cayó al suelo. Varios miembros del equipo se adelantaron a toda prisa para ayudarle a incorporarse. Y el director no rechazó el auxilio, al contrario.

Contemplando el incidente sin moverse, indiferente a la llamada del teléfono móvil que sonaba justo entonces, Orozco sustituyó la sonrisa de la boca por la de los ojos. Y masculló:

—Mejor para Las noches del hombre lobo. Mi cuate.

Con sólo un par de minutos de retraso, Arbó finalmente entró en el salón del restaurante «Los galayos». Contento de verle, incluso dichoso, Rubio se levantó de su asiento para abrazarle.

—¡Por fin se te puede echar el ojo!

—Ya lo ves.

—¡Y encima has jubilado tu mítico abrigo!

—Gracias a este regalito de la tía Aurora.

Respondió el recién llegado mientras colgaba el anorak en el respaldo de su asiento.

Tras volver a sentarse, Rubio bebió un sorbito del vermut blanco que había solicitado al camarero para entretener la espera. Al mismo tiempo, examinaba desembozadamente a su amigo.

—¿Por qué me miras así?

—Para ver si descubro lo que te pasa.

—¿Ya estás tú como mi tía?

El editor de Contraplano rio el comentario, si bien no exactamente de buen grado. Y terminó su vermut, mientras Arbó, ya sentado, empezaba a estudiar la carta.

—Invitas, supongo.

—Por supuesto.

—Pues muchas gracias, Javi. Anticipadas.

No tardaron demasiado tiempo en decidir el menú. Primero, un plato de rollitos de salmón ahumado con cangrejo, para compartir. Después, rape con alioli, para Rubio, y lubina a la bilbaína, para Arbó.

—¿Bebemos agua, no?

—O vino. Si lo prefieres.

—¿Vino? Pero, Genio, ¿desde cuándo tomas tú alcohol?

—Podemos pedir un blanco ligerito. O verde portugués, si lo tuvieran.

Rubio asintió, perplejo. Obviamente, llevaba demasiado tiempo sin ver a Arbó. Ajeno a su suerte. No tenía que haberse distanciado hasta tal punto, bajo ningún concepto.

Cuando se retiró el maître con los pedidos anotados, Arbó se volcó en examinar el espacioso y poco concurrido comedor, pero sin revelar excesivo interés. Vestía un fino y algo anacrónico jersey de cuello alto, de color gris al igual que el pantalón.

—¿No tienes frío con tan poca ropa?

—Ya no soy friolero, Javi.

—¿Desde que bebes?

—Pues más o menos.

El editor quedó en silencio, afectado por la contestación. La vergüenza que había sentido con anterioridad por su injustificado alejamiento de Arbó comenzaba a transformase en inquietud. En esa inquietud que experimentó a su respecto durante los días pasados.

Apenas aparecer la botella de «Viña esmeralda», Arbó delató una tensa y nerviosa impaciencia. Claramente, luchaba para contenerse, para soportar al lento ritual de la cata y aprobación del vino. Una vez retirado el camarero, bebió golosamente de un trago la parte servida en su copa.

—Perdona que saque el tema junto ahora, Eugenio. Pero aún estoy esperando el ensayo sobre Clouzot.

—Te llegará en cuatro o cinco días.

—Como muy tarde, o tendré que sustituirlo.

—Tú tranquilo. ¿He incumplido alguna vez?

—Esta.

Molesto por la afirmación, Arbó empezó a comer pan. Lentamente, mientras miraba la botella de vino. Había adelgazado, la blancura de su cutis resultaba todavía más lechosa y su expresión difería mucho de la de antes.

—Sonia te manda un beso.

—Ah, tu Sonia… ¿qué tal está?

—Bien, en general. Las mujeres, con sus manías. Ya sabes.

El escritor asintió, educadamente comprensivo. Sin poder resistir más, se sirvió vino de nuevo, llenando su copa hasta el borde. Pero las palabras de su editor le detuvieron cuando pretendía beber.

Genio, ¿se puede saber lo que te pasa?

—He cambiado, simplemente. Falta me hacía, ¿no?

—Pero hay cambios y cambios.

—Tú mismo me habías dicho mil veces que me hacía falta madurar. Pues ya está, hecho, misión cumplida. Ahora soy un hombre. Cincuentón, gordo, feo y sin un duro. Pero un hombre.

—No te alteres.

—Pues no me alteres.

Un camarero de rasgos latinoamericanos apareció de repente, dejando sobre la mesa la bandeja con los rollitos solicitados. Tras sonreír a los dos comensales, marchó fuera a buen paso.

—Perdona, Genio.

—No pasa nada. A cenar.

Rubio aceptó mudamente la sugerencia, y repartió equitativamente el plato. Sirviendo primero a su amigo, después a sí mismo.

—¡Riquísimo! Has elegido de maravilla, Javi.

—Me gusta la buena mesa.

El invitado comía despacio. Saboreando, valorando la sofisticada calidad del plato. De vez en cuando, bebía un poco más de vino.

Pero Arbó nunca había respondido en términos cortantes, jamás fue irritable. Acaso consciente del mal efecto que acababa de producir, comentó con simpatía:

—Sabes, respecto a lo que acabas de decirme…

—¿Sí?

—Lo que me ocurre es que estoy cansado. Simplemente.

—¿Y de qué estás cansado?

—Estoy escribiendo un nuevo libro.

—¿Un nuevo libro? ¡Cuánto me alegro!

—Gracias.

—Es de cine, me imagino.

—Sí, claro.

—¿Y de qué va?

—Sobre Jacobo Blanco.

—¡¿Qué?!

—Me has oído perfectamente.

Rubio tardaba en asimilar la noticia, vacilando entre el asombro y la irritación. Para recuperarse de la impresión, también él bebió un buen trago de vino.

—Pero, Genio, un libro sobre Jacobo Blanco… ¿Quién pretendes que te lo publique?

—Obviamente, tú.

En este caso, el editor sonrió. Durante unos segundos, había recuperado el sentimiento paternal que mantuvo respecto a su colaborador a lo largo de tantos años.

Genio, de un libro sobre Blanco no vendo ni quinientos ejemplares.

—Pues yo diría que más de dos mil. Piensa que es un director de culto.

—Para cuatro freaks.

—Sí. Pero cuatro freaks en España. Cinco en Italia. Seis en Francia. Siete en Alemania… Empieza a sumar. No tienes más que difundir que el libro existe, darlo a conocer a nivel mundial. Vía Internet, es bien fácil.

Conforme Rubio empezaba a considerar la propuesta desde tal perspectiva, llegó el camarero con los segundos platos. Arbó se lo agradeció, mediante una sonrisa.

—Podría ser… ¿Llevas mucho escrito?

—¡Lo suficiente para estar cansado!

El editor rio a gusto, picando con apetito una primera porción de rape. Por su parte, el escritor hizo lo propio con su lubina. A partir de entonces, la conversación se relajó por completo, transcurriendo con placidez entre bocado y bocado, trago y trago.

Hasta que Rubio aprovechó un inciso para preguntar:

Genio, el hecho de que estés… cambiado a causa del libro, ¿realmente sólo es por el cansancio?

—¿Qué quieres decir?

—Verás…

—Habla sin rodeos.

—Nos conocemos desde hace mucho, y sabes que me preocupo por ti.

—¿Y?

—¿No te habrás acercado demasiado… al loco de Blanco?

Recién terminada la lubina, Arbó rebañaba el plato con un trozo de pan. Y se crispó al escuchar la pregunta de Rubio.

—¿Y si así fuera… qué?

—Que muy cerca anda Isabel Silva.

Arbó comió el pan untado, y a continuación terminó de beber el poco vino que quedaba en la botella.

—¿Qué sucede con Isabel?

—Por tu entrevista, me he dado cuenta de que te gusta mucho más de lo que yo creía. Entonces, quizá no te convenga que Blanco te hable de ella. Puede… perturbarte.

—Blanco no me ha dicho nada. Bueno, casi nada.

—Y yo me lo creo.

—Tranquilo, Javi. Te digo que la Silva no tiene nada que ver con mi estado de ánimo.

—¿Postre?

—Un té.

El silencio había vuelto a caer sobre los dos amigos. Mientras esperaban las infusiones.

Cuando bebían las infusiones Arbó, con las mejillas sonrosadas a causa del exceso de alcohol, zanjó la embarazosa situación pidiendo:

—Javi, publícame el libro sobre Blanco, y verás como no te arrepientes.

—Déjame pensarlo un par de días. Y mándame lo de Clouzot.

—Vale.

El editor trazó el gesto de firmar ante un camarero cercano, quien se alejó raudo para traer la cuenta. A continuación miró fijamente al escritor.

—Javi, será un libro extraordinario. Con las fotos tan buenas que se hacían de aquellas películas…

—Veremos. Pero mientras hazme un favor, Genio.

—Te escucho.

—Voy a decirte unas palabras que habrás oído en cien películas.

—A ver.

—«Muchacho, yo de ti abandonaría ese caso».

Arbó sonrió, a la par divertido y fastidiado. Pero Rubio insistió:

—En serio, Genio. Deja el tema de la Silva, con lo que hayas averiguado ya. Déjalo, esté como esté. Y no te acerques más a Blanco, seguro que tienes material de sobra para el libro. ¿Por qué tienes que hacerlo?

Tensando los músculos del rostro, el escritor tardó poco en contestar:

—¿Quieres que te lo diga?, ¿de verdad quieres oírlo?

—Sí. Tengo que saberlo.

Jack White es mi maestro.

El camarero depositó la bandejita con la cuenta en el centro de la mesa. Rubio, sin mirar la nota siquiera, añadió su carnet de identidad y una tarjeta de crédito.

Ya no cabía la menor duda, el enigma se había disipado. Compartir una cena exquisita borró el misterio, confirmando los temores.

Su viejo amigo Eugenio Arbó ya no era meramente un infeliz. Ahora se había vuelto loco.