16

Fumando sin entusiasmo un cigarrillo a base de ginseng mentolado, la señora Gutiérrez ojeaba, más que leía, una cara revista enfocada al mercado femenino.

Siempre las mismas imágenes, siempre los mismos temas, siempre el mismo enfoque. Cómo parecer más inteligente, cómo resultar más ingenua. Cómo impedir que te toquen en el trabajo, cómo conseguir que no te toquen en el trabajo. Cómo tener más culo, cómo tener menos culo.

Se removió en el asiento, molesta. Los cigarrillos que con tantas esperanzas adquiriera en un herbolario cercano apenas aliviaban su adicción al tabaco. Casi se arrepentía de la compra.

Repentinamente, sus ojos se detuvieron en el reportaje fotográfico de dos jovencísimas y atractivas modelos, luciendo sucintos bikinis floreados en unos ambientes paradisíacos. Sonrió con melancolía. Ambas se parecían mucho, muchísimo, a ella misma… treinta y cinco años antes. Es decir, cuando actuaba en coproducciones de aventuras y terror, con el nombre artístico de Lona Sherman.

Fascinada, se reconocía incapaz de apartar los ojos de aquellas dos modelos, y se recreó en sus diversas poses, todas de inocente sensualidad publicitaria. Además, cualquier distracción resultaba preferible antes que seguir repasando la desoladora contabilidad del negocio conyugal, ese taller de compra-venta de coches de ocasión tan próspero tiempo antes, pero que había ido decayendo progresivamente desde la implantación del euro. La gran estafa del siglo XXI, en todos los órdenes y sentidos, desde el puramente económico al ideológico y hasta moral.

Harta del cigarrillo sin nicotina, lo mató en el cenicero cercano y se frotó con fuerza las manos enrojecidas por el frío. Su despachito para la administración, encristalado en el primer y único piso del taller, no tenía más calefacción que una estufa eléctrica, de tamaño aparatoso pero eficacia limitada y olor molesto.

Lona Sherman. Pocos días antes, el escritor a quien esperaba le había recordado a Lona Sherman. Qué bella, qué temperamental era Lona Sherman. Muy latina, verificando su etnia andaluza. Pero con un estupendo toque exótico en los ojos, lo cual permitía fácilmente que encarnase personajes de ambientes fantasiosos y novelescos.

Durante los pocos años que abarcó su carrera, trabajó invariablemente en roles de reparto, pero sin apenas intervalos. Cuatro días en esta película, seis en aquella. Haciendo de vampira, espía, bailarina, amante, prostituta, lesbiana. Con doble versión, sin doble versión. Viajando de continuo, despertándose a media noche sin recordar en qué ciudad estaba durmiendo. Barcelona, Almería, Lisboa, Roma, Milán, Marsella, Berlín.

Pero murió aquel tipo de cine, en un santiamén. Y como consecuencia también desapareció el doblaje de los intérpretes españoles con un acento ajeno al castellano, inviable para los personajes cuya índole no lo justificase.

Ciertamente, debía agradecer, y en grandísima medida, su boda pocos años después con un honesto comerciante del ramo del automóvil, así como tenía que celebrar su destreza para aprender en poco tiempo los rudimentos de una modesta administración empresarial. De este modo, el matrimonio había conseguido vivir más que holgadamente a lo largo de los decenios, tras el fin de la relación entre la mujer y las cámaras. Justo hasta que la crisis del euro se desplomó sobre ellos, cual inesperada maldición, injusta y terrible. Provocando, para empezar, que se vieran forzados a despedir tres de los cuatro mecánicos, a cual más competente, y a la secretaria, que virtualmente había significado la hija que nunca tuvieron.

Sin apenas percatarse, empezó a acariciar lentamente el cuerpo de las dos modelos en bikini, mediante sus dedos gruesos, rugosos y ateridos por el frío. Eran preciosas. Rebosaban hermosura y vitalidad, coquetería y juventud.

Pero el rostro, pelo, tipo, porte, estilo… de Lona Sherman habían sido comparables a los de las chicas que ahora estaba acariciando, en frío y lujoso papel satinado. Comparables, e incluso mejores. Más expresivos, sensuales, rotundos.

Lona Sherman. Siempre quiso ser Lona Sherman, nunca quiso dejar de ser Lona Sherman.

Cerró la revista despacio, con los ojos enrojecidos. De rabia, de envidia, de nostalgia.

Un crítico de cine, culto y preparado según se desprendía de su firme manera de hablar, le había recordado pocos días antes que esta mujer otoñal y deformada, administrando un negocio en vías de quebrar, fue la radiante Lona Sherman.

Un par de golpecitos en la puerta de cristal la obligaron a reaccionar. Eugenio Arbó, seguramente. Abstraída en sus recuerdos, herméticamente encerrada en su cubil, no le había oído subir por la escalera metálica.

—Adelante, está abierto.

El visitante obedeció, saludando sonriente con la cabeza. Era un hombre alto y grueso, nada guapo y que apenas conservaba cabellos. Vestía un bonito anorak de medio cuerpo, y tras sus feas gafas vibraba una expresión poco común, entre patética e inquietante.

—Buenos días, señora Gutiérrez.

—No, por favor. Llámame Lona.

—También yo lo prefiero así.

—Y siéntate.

Arbó lo hizo, y a continuación se desabrochó el anorak. Sonriendo, su anfitriona comentó:

—Yo de ti no me lo quitaría.

—Prefiero hacerlo, gracias.

—Allá tú, pero ya ves el frío que hace aquí dentro.

—Yo antes era friolero. Pero ya no lo soy. Ni siquiera en este mes.

—Han dicho en la tele que este es el invierno más frío de Madrid en no sé cuántos años. Y que cuajará la nieve en la capital, un día de estos.

—Pues me encantaría. Ya ni me acuerdo de la última vez que vi nieve en Madrid.

La mujer asintió en silencio, mientras se atusaba discretamente el voluminoso pelo, teñido de negro intenso y asfixiado bajo la capa de laca.

—Perdona, Eugenio, pero ¿cómo obtuviste mi teléfono?

—Me lo facilitó la esposa de José Luis Mateos. El operador, ya sabes.

—Cómo no lo voy a saber. José Luis. Qué gran técnico y qué gran persona era.

—¿Era?

—Claro. Murió hace unos días.

—¡¿Qué?!

—Sí, me llamó su esposa, Tere, para comunicármelo. Estaba destrozada. También ella es muy buena persona.

—Yo estuve con él hace tan poco tiempo…

—Iban a operarle los ojos.

—Lo sé, me lo contó Tere.

—Pero pocos minutos antes de la operación, se le paró el corazón. De miedo.

Arbó quedó sin palabras, asimilando la trágica noticia mientras colgaba el anorak del respaldo del asiento. Parecía lamentarlo verdaderamente.

—Más que tú lo siento yo, Eugenio. Pero dejemos eso. ¿En qué puede ayudarte Lona Sherman?

—Sabes, a mí me gustaban mucho el tipo de películas que hacíais. Crecí viendo esa clase de cine español.

—Gracias, corazón. Muchas gracias. ¿Pero por qué te gustaban tanto?

—Crecí odiando España. Me espantaba todo lo que fuera directamente español, orgullosamente español. En cambio, vuestras películas siendo españolas procuraban no parecerlo. Y esto para mí ya era admirable, de entrada.

Sin la menor duda, el escritor hablaba con sinceridad y conocimiento de causa. Sus palabras y entusiasmo removían positivamente su pasado bajo los focos, despertaban una emoción creciente en su interior.

—¡Qué bien lo has resumido!

—Y yo te vi en muchas películas.

—¿Dónde te gusté más?

—En un western hecho en Almería, Si te vuelvo a ver, te mato.

—Ah, sí. Muy bueno. Yo hacía de una golfa mexicana, que se acuesta tanto con el bueno como con el malo.

—Justo. ¡Estabas fantástica!

La exactriz agradeció el elogio con una gran sonrisa, conmovida. Nunca había imaginado que tuviera un admirador ferviente desde tanto tiempo atrás, en pocos años menor que ella. Reconfortada por la calidez de tan gratos recuerdos, ya no sentía el frío invernal ni el hedor de la estufa.

—Dime más películas mías que te gustaran.

—Otra coproducción con Italia, Tres muñecas rosas manchadas de rojo.

—¡Es verdad! Me acuerdo como si fuera ayer. Yo era una bailarina lesbiana, que estrangulan en un museo de Florencia.

—Exacto. Uno de los mejores crímenes de la película.

—Tú lo has dicho.

Arbó continuó recordándole películas y papeles durante un buen rato más, que resultó tan divertido como entrañable. Ignorando su teléfono móvil, que sonó un par de veces en un bolsillo interior del anorak.

No obstante, tiempo después el espejismo comenzó a disiparse. Aquel extraño y feo escritor no había contactado con ella por interés respecto a Lona Sherman. En absoluto. Cierto brillo en su mirada, cierto temblor en su cuerpo, le delataban. Empezaba a impacientarse.

Con todo, estaba igualmente claro que siempre le había gustado la fabulosa Lona Sherman. Por supuesto.

—Te agradezco mucho tus palabras, Eugenio. Sé que son sinceras, y me han traído recuerdos bonitos. Pero ahora al grano, ¿qué quieres de mí?

Impactado por una pregunta con cuya rotundidad no contaba, Arbó quedó en silencio durante unos segundos. Se ajustó las gafas y cambió de postura en el asiento antes de responder.

—Verás, la esposa de Mateos, bueno, Tere, me dijo que podías ayudarme en averiguar lo que pasó con una actriz amiga tuya.

—¿Cuál?

—Isabel Silva.

Aún no había empezado Arbó a pronunciar el apellido cuando la mujer frunció el ceño. Tomó su tiempo antes de responder:

—La portuguesa.

—Exacto. Trabajó contigo en dos películas. La primera es Mini vestido, maxi abrigo, donde hacía de una compañera tuya de la oficina.

—Cierto.

—Y la segunda la que decíamos de las muñecas. Era otra víctima, a la que mataban en un ascensor.

—Cierto también. Pero Isabel y yo no fuimos tan amigas, Tere exageró. O se ha confundido, con lo que ha llovido desde entonces.

—Lona, a finales del 71, o primeros del 72, ella desapareció sin dejar rastro. ¿Sabes tú algo de esto?

—¿Y a ti qué te importa?

—Necesito saberlo. Será una parte importante en un libro que estoy preparando sobre Jacobo Blanco.

—Toma ya. El famoso Jack White. Menudo elemento. Me llamó para una de sus pelis de terror con los alemanes, donde supongo que estaba Isabel. Yo le dije educadamente que tenía otra firmada justo para las mismas fechas. Que lo sentía mucho, pero no podía ser. Y le sentó fatal, poco le faltó para mandarme a la mierda. No volvió a llamarme para nada, por supuesto.

—Lo siento, no sabía que él…

—¿En serio vas a escribir un libro sobre esa hiena?

—Pues sí. A mí me gusta. Y no soy el único. Ahora es de culto.

—¿De culto? Nunca había oído eso.

—Y ya sabes, Isabel trabajó varias veces para él.

—Sí que lo sé. Por supuesto. Pero al tema. ¿Qué quieres que te diga de ella?

—Lo que puedas. No sé casi nada. Eres mi gran esperanza, Lona.

La mujer sonrió, saboreando la importancia que encerraba para el escritor. Pero antes de hablar, abrió el primer cajón de su escritorio y con parsimonia extrajo un cigarrillo de la cajetilla que allí guardaba. Un cigarrillo auténtico.

—Verás, Isabel era una chica… a ver cómo te lo explicaría. En los rodajes, amiga de todos y de nadie. En la vida, bastante encanto, poca cultura.

—¿Un diamante en bruto?

—No te pases. Vestida y pintada adecuadamente, daba el pego durante el tiempo necesario. Pero hasta ahí llegaba el invento.

—Ya… ¿y su vida personal?

—Vivía en un apartamento, con un novio que se trajo de Andalucía.

—¿Curro?

—Digo.

—¿Cómo era?

—Alto, fuerte, medio gitano. Se conocieron en Almería, y allí surgió el amor. Bueno, el amor o sabe Dios.

—Entonces, ¿tú no crees que estuvieran enamorados?

—No sé qué decirte. Unidos sí que estaban, pero quizá no por el amor, sino por… intereses. Mi novio de entonces, que era un foquista, y yo salimos un par de noches con ellos, después de terminar el rodaje de Lazaga. Pero nos dio en la nariz que escondían ideas raras, no era una pareja como es debido.

—¿No puedes ser… un poco más explícita?

—Pues no, porque tampoco puedo decirte nada concreto. Pero a veces me daba la sensación de que nos estaban tanteando. Como si hubieran planeado que entráramos con ellos en algo… extraño. Y si aún no me entiendes, que la Virgen te conserve la inocencia.

El escritor apretó los dientes y tragó saliva. Claramente, las últimas palabras le habían afectado, y mucho. Cuando reaccionó, evidentemente sin haberse recuperado del todo, volvió a preguntar:

—¿Cómo fue vuestra relación durante el rodaje de la película de las muñecas?

—Buena pero breve, porque ambas teníamos un papelito, y sólo hacíamos juntas dos escenas. Pero recuerdo que Blanco la llamó varias veces al hotel, en Florencia. Isabel no quiso contarme nada, pero noté que él quería que volviera cuanto antes a Madrid.

—¿Por qué, eran amantes?

—Lo que se entiende por amantes, lo dudo mucho. Que se sepa, Blanco nunca ha tenido mujer ni amante. No es normal.

—Quizá la llamaba para hacer con ella una película nueva.

—U otra cosa. Más especial.

El visitante pareció encajar mal el tono irritantemente malicioso de las últimas palabras, mientras miraba fumar a su sonriente interlocutora. Empero, lo importante es que ella durante unos momentos había vuelto a sentirse actriz. Remarcando el misterio implícito en su diálogo mediante la expresión corporal y una dicción sensual, justo como si estuviera interpretando un primer plano de gran relevancia.

—¿Por ejemplo?

—Ni idea. Ya te digo, mi novio y yo preferimos apartar la amistad con Curro y ella. Nos daban coraje. Pero entre Isabel y Blanco había algo. Algo morboso.

—Algo morboso…

—Si este tipo de información también te interesa, ya la tienes.

—Pero Isabel, ¿cómo desapareció?

—Se dijo que lo dejó todo de la noche a la mañana para irse a Brasil. No sé más, fue un rumor que corrió.

—Sabes, yo pienso que tenía un gran futuro en el cine…

—¡Un gran futuro en el cine! No me hagas reír. Tenía todavía más acento que yo. Porque yo lo tengo andaluz, y punto. Pero ella ni siquiera hablaba bien el español. Desengáñate, a Isabel le quedaban en el cine tres o cuatro años. Que fueron los que duré yo, claro. Los años del doblaje de españoles con acento.

Arbó asintió, visiblemente entristecido. En verdad, para aquel hombre Isabel Silva parecía significar algo singular, encerrar una relevancia de tipo personal, muy por encima de una documentación para un libro.

Sin poderse reprimir más, incluso arrepentida, la mujer deshizo su puntual actitud de exvampiresa para romper el amargo silencio. Apretando tiernamente un hombro del escritor, le dijo con un tono casi maternal:

—Ignoro por qué te interesa realmente Isabel, pero sé que no es por las cuatro cositas que hizo como actriz.

Arbó siguió inmóvil y silencioso. Escuchando.

—Es asunto tuyo, Eugenio, y no te lo voy a preguntar. Además, que no me importa. Pero no sufras ni te preocupes más por ella. Te juro por mi madre que no se lo merece.

El escritor bajó la mirada, incapaz de sostenerla con la mujer. La cual agregó, introduciendo cierta melodramática sonoridad en el tono:

—Isabel era una perrita en celo entre dos lobos hambrientos. Un macarra sin cerebro y un peliculero baboso.

Arbó mediante su diestra apretó durante unos segundos la mano de la mujer, agradecido por el cariño y la confianza, pero íntimamente turbado. Ella, animada, continuó:

—Le gustaba aprovecharse de su bonito cuerpo. Bueno, su bonito cuerpo, con una importante capacidad de adaptación a… todos los gustos. Me lo confesó ella misma, la noche que cenamos juntas en Florencia. Las dos solas, hablando de mujer a mujer. Ahí terminé de calarla. Y de comprender que algo hacía con Blanco, cine aparte.

El visitante volvió a elevar su mirada. Pidiendo, suplicando saber más.

—Algo sexual, por supuesto. Pero que no era follar. Porque esto no le hubiera importado contármelo. Algo… morboso, ya te digo.

Con dulzura, pero firmemente, Arbó por fin apartó la mano de la mujer de su brazo. Y a continuación, se miró en sus ojos.

—Eugenio, ¿te compensa profundizar?

—Ya no puedo retroceder.

—Pues yo no puedo ayudarte más. Pero seguro que has captado lo que he dicho. Y no ha sido poco.

—Una última cuestión.

—Si puedo responderla, no hay problema.

—¿Sabes si Curro se fue con ella?

Impactada por la pregunta, la mujer calló. Poco después abandonó el asiento, dirigiéndose hacia la ventana. Y desde allí se puso a contemplar al único empleado que le quedaba, quien estaba trabajando en el motor de uno de los coches que vegetaban en la pequeña superficie del taller. Respondiendo sin mirar al visitante, dijo bajando la voz:

—Al Curro lo asesinaron.

—¡¿Qué?!

—Isabel desapareció a finales del 71 o primeros del 72, como sabes. En cambio, Curro siguió en Madrid. Yo lo vi un par de veces por la calle, y me hice la sueca. Estaba cada vez más hecho polvo, seguramente había caído en la bebida. O tomaba drogas. Y desde luego con esa pinta no podía tener trabajo de nada.

—Lógico.

—Algo oí que empezó a tratarse con gentuza. Con una gentuza cada vez peor. Y hacia el 73 o el 74, no me acuerdo bien, apareció asesinado en un basurero de las afueras. Cosidito a navajazos, de arriba a abajo.

—Pero no se descubrió…

—Yo creo que ni se iniciaron las investigaciones. No tenía familia, había perdido los amigos y la novia, era escoria. ¿Para qué se iba a molestar la policía ni nadie en averiguar lo ocurrido? ¿A quién le importa? A otra cosa, mariposa, que decíamos entonces.

El visitante se puso en pie, y volvió a enfundarse el anorak. Sus previos estados de ánimo parecían superados, casi por completo. O acaso habían sido reciclados, en el conjunto de una faz adusta e inexpresiva.

Por su parte, la mujer continuaba observando al maduro mecánico en su solitaria labor, mientras volvía a acusar el frío que reinaba en el despacho y el hedor de la estufa. Mientras duró la conversación, no había entrado nadie en el negocio, ni por equivocación. Y ya se avecinaba la hora de cerrar para la comida.

Suspiró, retocándose un poco el pelo. Realmente, qué lejos estaba Lona Sherman.

—Bueno, Lona, ha sido un placer. Tengo que agradecerte…

La exactriz giró el cuerpo en dirección al escritor, que extendía la mano en ademán de estrechársela. Ignorando el gesto, volvió a situarse tras la mesa. Con una expresión completamente nueva, como si se hubiera transformado en otra persona, y un tono de voz asimismo distinto, aunque fiel a su acento sevillano, le cortó diciendo:

—Déjate de despedidas, que quiero decirte otra cosa.

—Escucho.

—Te vendo ahora mismo un coche. Fenomenal y baratito.

—Verás, yo…

—De segunda mano, claro. Pero funciona de lujo. Vamos abajo, que vas a probarlo, hombre.

—Lona…

—Por el dinero no te preocupes. Te hago un precio.

—Es que yo… no sé conducir.

—¡¿Qué?!

—Como lo oyes. No tengo coche, ni el carnet, ni nada.

Con la expresión a la par furiosa y abatida, la mujer abrió el primer cajón del escritorio para extraer nuevamente la cajetilla de tabaco.

—O sea, que después de todos estos dimes y diretes, ¿ni siquiera vas a comprarme un puto coche, encima que te lo dejo por cuatro duros?

—Si es que no lo quiero para nada…

Sentándose, la exactriz encendió un cigarrillo, y aspiró una profunda calada. Su expresión iracunda iba enfriándose progresivamente, por efecto de la nicotina.

—Largo de aquí. Ahora mismo.

Arbó obedeció de inmediato. Mientras terminaba de bajar los escalones metálicos, acaso no oyera a la ex Lona Sherman gritando desde su asiento:

—¡Y púdrete! ¡Pero de la manita con la zorra de Isabel!