15

Mientras la tía Aurora terminaba de retocarse mediante un espejo de bolsillo, Eugenio Arbó entró en la sala del restaurante «Los arrieros». Contenta, apenas verle guardó a toda prisa los enseres de belleza personal, empezando a incorporarse.

—No seas tan formal, no te levantes.

Besándole sonora y cariñosamente en ambas mejillas, la anciana respondió:

—Lo hago encantada. Además, aún no tengo la edad en que te pesa el cuerpo.

Arbó sonrió con simpatía, colgó su abrigo en el respaldo de la silla, con los guantes recogidos en los bolsillos respectivos, y se sentó igualmente.

—Me ha dicho el maître que encargaste la comida justo para esta hora.

—Exacto. De un momento a otro, tendremos delante un gran cocido maragato.

Sonriendo, la tía Aurora empezó a observarle. Con atención y meticulosidad, sin ningún disimulo. Indudablemente, su sobrino estaba cambiado. Había cambiado.

—¿Por qué me miras así?

—Quiero saber cómo está mi familia.

—A la vista está.

Superficialmente, se apreciaba que el escritor había perdido peso. Del mismo modo, la tez resultaba menos lechosa, denotaba mayor definición.

Justo entonces, el maître apareció y se enfrascó en la proverbial conversación profesional con el hombre de la mesa. La mujer se mostró ausente, asistiendo de modo mecánico a las corteses sugerencias del otro comensal respecto al tipo de agua y de vino.

Desde que pisó el salón, su atención estaba concentrada en la nueva personalidad de su sobrino. Irrefutablemente, tal como apreció la última vez que lo viera, ya era un hombre. Pero ahora había algo más. Algo relevante, que interesaba averiguar lo antes posible.

—Bueno, tía, todo te parecía bien…

—No pretenderás que discuta la comida, encima que me sacas.

—Tampoco es eso.

—¿Cómo que no? No te costaba nada venir a casa, como siempre. Y en cambio, has preferido que nos viéramos aquí. Para que esta vieja salga un poco. ¿No es un detalle precioso?

—Pienso que sí. Aunque también es verdad que invitas tú.

—Eso es lo de menos. Lo que cuenta es el detalle, insisto.

El escritor respondió por medio de una sonrisa dulce. Apretando con la mano derecha la diestra de la anciana. Su expresión era tierna, sin duda. Pero asimismo delataba que escondía pensamientos extraños, ideas poco fáciles de comprender.

—¿Cómo van las cosas, Genio?

—No tan mal. He entregado un artículo y una entrevista. Y dentro de un par de días tengo que mandar también un ensayo, largo y ambicioso.

—¿Y no hay otras cosas… en perspectiva?

—¿Por ejemplo?

—No sé… buscar trabajo en más revistas. O en festivales, tantos como hay. También podrías escribir otro libro.

Una camarera interrumpió la conversación, depositando sobre la mesa varias bandejas humeantes. Verduras, carnes, legumbres. Mientras las repartía armoniosamente en el centro, llegó otra camarera, trayendo una botella de vino rosado y otra de agua mineral sin gas.

—Qué buena pinta tiene todo.

—Pues ataca, Genio. Que has adelgazado.

—Lo sé.

—¿Y por qué? ¿Es que no comes?

—No digas tonterías.

—Entonces, es la Isabel.

Arbó asintió en silencio, mientras iba sirviéndose diferentes porciones de las bandejas, que después combinaba en su plato.

Genio, ¿qué ocurre? La relación… ¿no cuaja?

—Sí pero no. O no pero sí. Realmente lo ignoro.

La tía Aurora colmó de líquido los vasos, tanto los de agua como los de vino. Acto seguido, entrechocó el suyo de vino con el de su sobrino, y ambos brindaron y bebieron mudamente.

—¿Qué sucede, exactamente?

—Son cosas… un poco raras.

—A mí puedes contármelas. He vivido un poco.

—No, si en realidad… quizá no sea nada del otro mundo. Es que hay… hombres de su pasado, que no terminan de desaparecer.

La anciana alteró un poco la expresión. En parte por perplejidad, en parte por indignación. Antes de hablar, se sirvió comida a imitación de su sobrino, y bebió un buen trago de vino.

Genio, no me vengas con esas niñerías. Hombres del pasado. Tú la has conocido cuando la has conocido, y punto.

—Eso es muy fácil de decir, pero muy difícil de superar. Por lo menos para mí, que no tengo… tanta experiencia.

—No le des importancia a eso. En vez de sufrir por cosas que no pueden solucionarse, piensa en lo bonita que puede ser tu vida desde ahora. Con ella.

—Sí, ya. Pero es que estos hombres… ya te digo, no terminan de desaparecer.

—Pero ¿hasta qué punto siguen en su vida?

—Hasta qué punto exactamente… lo ignoro.

—Comprendo. Y… ¿cuántos son?

—Dos. Uno se llama Curro, y es andaluz. Y otro Jacobo, de Madrid.

La tía Aurora volvió a callarse, y se concentró en comer los garbanzos, pequeños y deliciosos. Sin dejar de estudiar la expresión de Eugenio, de intentar penetrar en el interior de sus cavilaciones. ¿Su cambio personal se había intensificado sólo por culpa de los celos?

Genio, déjame decirte una cosa.

—Hazlo.

—Cuando una mujer se enamora, automáticamente supera su pasado.

—Ya.

—E Isabel no puede ser distinta. Todas somos iguales. Te lo digo yo.

Arbó llenó por segunda vez su vaso de vino, e hizo lo propio con el de su tía, aunque a ella todavía le quedaba líquido. Empero, el sonido del teléfono móvil detuvo su mano justo cuando estaba a punto de beber.

—Perdona un momento, tía.

—Claro.

Extrajo el aparato de uno de los bolsillos exteriores del abrigo, y miró la pantallita. Jacobo Blanco.

—Es de la revista. Ya les llamaré yo más tarde.

La mujer sonrió en señal de acuerdo, y se sirvió más comida, siguiendo el mismo principio de la vez anterior. Un poco de cada bandeja, revuelto en el plato.

—Está riquísimo, todo. Y todavía queda la sopa, para el final.

—Es verdad. ¿Por qué lo hacen así?

—Es una costumbre maragata, tía. Tradiciones.

—Perdona, Genio, pero la relación actual de Isabel con esos dos hombres… ¿cómo es?

—No tengo ni idea. Ella nunca quiere hablar de eso.

—Pero contigo… ¿Isabel está bien?

—A nuestra especial manera. Pero sí, está bien.

Siguiendo una muda señal de Arbó, las camareras retiraron las bandejas parcialmente vacías, al igual que los platos con comida a medio terminar. En su lugar, trajeron la sopera y platos hondos. El hombre asimismo solicitó otra botella de vino, idéntica a la previa, la cual había bebido él en gran parte.

Ambos empezaron al mismo tiempo a comer la sopa. Caliente, densa, sabrosísima. Habían vuelto a guardar silencio, roto cuando Arbó agradeció a la camarera la segunda botella de vino rosado.

—No bebas tanto, niño. No estás acostumbrado.

—Tú tranquila.

La anciana asintió, no muy convencida, y también ella bebió un poco más. Aprovechando que el silencio había vuelto a imponerse, persistió en la tenaz e interesada observación de su sobrino.

Cuando el hombre estaba terminando su plato de sopa, y había bebido dos vasos más de vino, Aurora alcanzó su conclusión.

No dudaba en el diagnóstico. Eugenio estaba obsesionado. Enfermiza y alarmantemente obsesionado. Con toda probabilidad, por Isabel y sus hombres.

—¿Postre, tía?

—No, gracias. Un cafetito.

—Vale. Yo tomaré un té.

Apenas acordar esto, volvió a aparecer la camarera, y apuntó los pedidos. Su marcha con el fin de encargar el café y el té prácticamente coincidió con la vuelta de la otra camarera, dispuesta a retirar el servicio anterior.

—Te has quedado muy callada.

—Es que me tienes preocupada, Genio.

—¿Por?

—Estás cambiando.

—Eso habéis querido siempre.

—Sí, pero…

—¿Pero, qué? Especifica.

—Te has vuelto… más decidido, más masculino. Y eso está bien.

—¿Y qué está mal?

—Que te veo también un poco… psicópata.

La primera camarera depositó sobre la mesa limpia ambas bebidas humeantes, junto con los complementos habituales. Apenas se daba la vuelta, Arbó sonrió. Pero era una sonrisa especial, a la par viciosa y desesperada, que ella jamás había visto en su rostro. Y que nunca hubiera concebido en su boca.

—¿Qué llevas en ese bulto, tía?

—Un regalo, que creo que necesitas.

—A ver.

La mujer respondió abriendo la bolsa comercial. Intranquila por el descubrimiento psicológico que había hecho, y casi en mayor medida por la muda pero elocuente reacción de su sobrino. Esa fugaz e inolvidable sonrisa extraña.

El regalo consistía en una chaqueta-anorak, combinando los colores negro y gris, con un forro interior de lana. En cuanto desplegó y admiró la prenda, Arbó agradeció vivamente el regalo, gesticulando mucho, contento como un niño.

—Qué cosas tienes, tía…

—Pensé que en tu nueva etapa ya no pinta nada el triste abrigazo de siempre. Ahora necesitas algo más deportivo, más moderno.

—¡Muchas gracias!

Aurora asimiló los besos de agradecimiento, reprimiendo las lágrimas de emoción. Su preocupación anterior se disipaba rápidamente, en el seno de la dicha familiar.

Psicópata o no, su sobrino había mejorado su personalidad. Cruzada la barrera de los cincuenta años, se había superado a sí mismo. Esto era lo único importante.

Aunque Isabel y Curro se habían retrasado varios minutos respecto al horario de inicio, la espera era disculpable.

Enseguida se situaron en el espacio justo, brindando la perspectiva correcta para Blanco. Habían recibido las instrucciones con la necesaria antelación, y sin duda las seguirían, por lo menos en la primera parte. Después eran libres de improvisar, pero hasta cierto punto y siempre que no olvidaran determinados ingredientes cardinales. Por supuesto bajo la muda autorización del director, a quien ella debía mirar con frecuencia, pero sin desvirtuar las situaciones.

El vestido de novia que Isabel lucía en verdad era fascinante. Respetaba los patrones usuales, pero diversos toques de imaginación fetichista lo singularizaban. Sin duda, era una obra maestra de diseño de vestuario, que sustituía el color blanco tradicional por un rojo fortísimo, estallante. El único color que podía verse ahora en la cámara, en cualquiera de las partes y complementos.

Sentada en el borde del lecho, Isabel cruzó las piernas con su gracia proverbial y de forma que pudieran apreciarse las medias de red bajo el vestido, asimismo rojas, como los zapatos.

Enfrente suyo, erguido y desnudo, fuerte y velloso, Curro se mantenía a la espera, cual escultura confiando cobrar vida. Ella debía empezar la acción, en cuanto se lo indicara su director.

Con el rostro reconfortado bajo la luz del plenilunio penetrando por el ventanal, hirviendo de expectante lujuria, Blanco aflojó el kimono rojo que llevaba como única vestimenta.

En respuesta, Isabel removió sensualmente las caderas. Su cuerpo apetecible y curvilíneo crujía de impaciencia.

Blanco respondió mediante un leve asentimiento de cabeza. Y ella se lo agradeció calurosamente, con su sonrisa especial.

Mi querida Isabel, nuestro arco iris íntimo destapa un nuevo color.

Y bordarás tu parte con la misma brillantez que en los cuatro anteriores. Tal como me aseguraste, tu sexualidad disfruta con todo.

Para mí. Más allá del tiempo.