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Cuando abrió el correo electrónico de la revista, poco después de entrar en la oficina, Javier Rubio no encontró más mensaje que uno de Eugenio Arbó. Carecía de texto alguno, se trataba de un documento adjunto. Compuesto de dos partes, según prometía el renglón del asunto: el artículo sobre el regreso al cine de Jacobo Blanco con Las noches del hombre lobo, y la entradilla de la ya enviada entrevista que le hizo junto al castillo de San Martín de Valdeiglesias.

Fastidiado, grabó el documento en la carpeta correspondiente al número de abril de Contraplano. Tras lo cual, procedió a imprimir sendas copias de ambos trabajos.

La señora Muñoz, conforme terminaba de beber su segundo café, interrogó circunspecta:

—¿Qué ha llegado?

—Dos colaboraciones de Arbó.

—Una la de Clouzot, supongo.

—Pues te equivocas. Son las cosas que faltaban para el bloque Jacobo Blanco.

—Me callo, Javi. Me callo, por no hablar.

Rubio asintió, y prudentemente calló también. Mientras recogía y ordenaba los folios recién impresos.

A continuación, examinó ambos trabajos. Pero sin otra intención que comprobar si el autor había respetado los contenidos y caracteres pactados en su momento. Y así era, como siempre en Arbó.

Sin embargo, el trabajo que urgía era el ensayo sobre Henri-Georges Clouzot, tal como Margarita le recordaba a la menor oportunidad. Un ensayo, por añadidura, propuesto por el propio Arbó tiempo atrás, dado que Clouzot desde siempre suponía uno de sus cineastas predilectos.

Dispuesto a llamar a su colaborador y amigo para reclamarle el texto, Rubio empuñó el teléfono móvil. Empero, antes de pulsarlo reconsideró la decisión.

Arbó era una persona tremendamente tímida y de psicología muy poco común. Era preferible no atosigarle, no avergonzarle. Por respeto a su personalidad delicada, a su triste, por no decir inexistente, vida personal.

Arrepentido, volvió a guardar el móvil, así como los papeles sobre Jacobo Blanco y su película. Y se puso a mirar el material gráfico del cine de Clouzot que tenía sobre la mesa, captado en diversas fuentes.

Pero no podía concentrarse en las ilustraciones. Estaba preocupado.

Arbó jamás había incumplido un compromiso. Posiblemente no tanto debido a un ánimo de rigor profesional cuanto por timidez, por pánico a defraudar a la persona que había confiado en su cualificación.

En cualquier caso, siempre respondió, nunca había provocado el menor problema. Ni en la revista, a lo largo de los años, ni mediante sus libros sobre Peckinpah y Laurel & Hardy.

Nervioso, se levantó del asiento y se dirigió a la ventana. Gente, coches, luces artificiales, oscuridad natural.

El problema que estaba creándose le preocupaba relativamente en un sentido profesional, en cuanto a tener paralizado un número de Contraplano por culpa de un único artículo. Pero le alarmaba en el plano personal. Puesto que implicaba un cambio relevante en una persona a la que conocía y estimaba a lo largo de veinticinco años.

Se aflojó el nudo de la corbata, por culpa de la calefacción.

¿Qué sucede, Genio? ¿Qué te pasa, amigo?

—¿Johnny? Estar sí que está, pero hecho polvo.

—Es que lo he llamado algunas veces, y no contesta nadie.

—Mire, aquí el teléfono lo atiendo sólo yo. Y salgo cuando me parece. Además, lo normal es que los inquilinos estén fuera, currando. Salvo Johnny, claro.

—¿Pero qué le ha ocurrido?

—Hace unos días le dio uno de esos ataques de los alcohólicos. En plena calle. Y no es el primero. Ni el segundo.

—Vaya…

—Los municipales se lo llevaron a una casa de socorro, o como se llamen ahora.

—Entonces Johnny…

—Se le fue la mano con el vino. No entiendo cómo, porque no tiene un duro ni quedan bares en el barrio que le fíen. Pero se le fue, y a base de bien.

—Es que tengo que hablar con él.

—Llame alguna noche, por si hay suerte. Hace un rato me asomé por su cuarto, y estaba en la cama, medio dormido. Tiritando, y oliendo a mierda.

—Qué pena de hombre.

—No, señor, no es un hombre. Es un lastre, que una arrastra como Cristo la cruz. Pero encima yo lo hago desde hace un montón de años. Y le digo una cosa: toda paciencia tiene un límite. Incluso la de una santa como yo.

—En fin, señora…

—No paga nunca. Ha sufrido varios ataques del delirio tremendo ese. Hace unos meses incluso intentó suicidarse, y lo salvaron por los pelos en la ambulancia… ¡Ya está bien, el puto chino este!

Arbó colgó despacio, sin despedirse.

Sentado junto al teléfono, apartó de la cabeza la conversación con la patrona del hostal, y consideró aprovechar la ocasión para devolver las llamadas acumuladas por la tía Aurora, en el fijo y en el móvil. Pero no se sentía con fuerzas para hablar con ella. Por el momento, no.

También tenía otro mensaje en el contestador, de la secretaria de un festival de cine fantástico previsto para celebrarse en no recordaba qué ciudad levantina. A buen seguro, pretendían alguna breve colaboración suya para el catálogo, pagada poco, poquísimo o nada. Tampoco respondió.

En verdad, lo que debía hacer, y urgentemente, era escribir el artículo sobre Clouzot. Tanto con el fin de honrar su vieja amistad con Javier Rubio, cuanto para no verse en la necesidad de pedir más dinero a la tía Aurora.

Se levantó del asiento junto al teléfono, guiado por tal propósito. Sin embargo, en lugar de dirigirse a su estudio-alcoba, sucumbió a una tentación. Una tentación recién aflorada, interna y perentoriamente.

Pero ante todo encendió una de las dos barritas de su pequeña estufa. A partir de entonces, el salón contó con algo de calor y un estrecho haz de luz. Después, lentamente llenó un vaso bajo y ancho de vino verde muy frío. Por último, introdujo en el aparato de video su tesoro más preciado.

Sin prisas, se tumbó en el tresillo, bajándose los pantalones del pijama y los calzoncillos bajo la manta recurrente. Cuando por fin estuvo a gusto, inició la sesión mediante el mando a distancia.

Era una cinta que le había dispuesto precisamente Rubio, años atrás, gracias al hecho de disponer de dos magnetoscopios, mediante todos los videos que él le había dejado a propósito. Consistía en la yuxtaposición cronológica de todas las escenas interpretadas por Isabel Silva.

Empezaba mediante la primera de las dos secuencias en que intervenía en el western de León Klimovsky Un millón de dólares para cinco profesionales. Transcurría en el típico saloon del género, abarrotado de gente, sofocado por el humo y bullicioso a más no poder. Isabel encarnaba una de las chicas del local, y primero aparecía en un extremo, en un plano general, riendo junto a varias compañeras, todas peinadas y vestidas con idéntico estilo. En un momento determinado se destacaba de las otras, caminando con descaro hacia la mesa donde acababan de acomodarse un manojo de cochambrosos y embrutecidos bandidos mexicanos. El líder era Fernando Sancho, desbordando con sus orondas carnes una casaca descolorida, repleta de medallas de todos los tamaños y colores; entre los secuaces se reconocía a Roberto Camardiel, Cris Huerta, Tito García y Aldo Sambrell, a cual más mugriento. Preciosa, con un lunar pintado en un pómulo y una peluca pelirroja, desplegando el punto idóneo de sensualidad, Isabel subía una pierna a la mesa de los bandoleros, ante la muda perplejidad de estos, y suavemente depositaba en el centro un pie, calzado con un coqueto botín de tacón alto. A continuación, comenzaba a elevar el vestido de bailarina y las enaguas. Con sabia y sugestiva lentitud, mostrando progresivamente una pierna muy bien torneada y embellecida por una media negra. Sonriendo a todos los mexicanos, tan insinuante y procaz para el primero como para el último. Se hacía automáticamente el silencio en el saloon. Un silencio tenso, anormal. Atónitos y excitados, con la sucia boca babeando, los bandidos asimilaban a duras penas lo que estaban viendo, se contenían malamente. Entonces, por fin se veía la liga. Roja, pero con coquetos adornos rosas. En consecuencia, la sonrisa de Isabel acentuaba el ánimo provocativo. Los bandidos, sin excepción, se soliviantaban estrepitosamente, intentando abalanzarse sobre ella. Deteniéndose, empero, en el acto. Desde otra mesa del saloon, Anthony Steffen acababa de ordenar «¡Las zarpas quietas, piojosos!». La acción violenta se precipitaba acto seguido, mientras Isabel se ponía a salvo, aprisa y despavorida.

Como solía ocurrirle habitualmente, la escena le provocó una erección.

Bueno, Isabel. El corazón me aseguró que te habían asesinado, y ya me falta poco tiempo para confirmarlo. Pero piadosamente me ocultó que me engañabas. Por lo menos, con un fornido andaluz, Curro.

La siguiente y última de sus escenas en Un millón de dólares para cinco profesionales transcurría en una de las alcobas del piso superior del saloon. Steffen estaba tumbado en la cama, boca arriba con las piernas cruzadas, vestido igual que en la otra secuencia, y, tal como acostumbraba en sus películas, con el sombrero exageradamente calado sobre los ojos. Miraba, sonriendo. Pero con cierta indolencia, acremente. En el contraplano, Isabel respondía ciertamente a su sonrisa. Mas lo hacía en modo bien distinto. Con una gran sensualidad, evidenciando entusiasmo, deseo. En pie ante el lecho, vestía únicamente un ajustado corpiño negro con adornos rojos, más una gargantilla haciendo juego, además de las ya vistas medias negras con ligas rojas y femeninas botitas de tacón. El vestido de bailarina, caído sobre el piso, formaba un bulto sin importancia, y ella contoneaba el cuerpo de modo irresistible. Se exhibía, prometía. Y brindaba un exquisito mohín al oír en off al protagonista aclarando «Te he dicho que no me debes nada». Qué plano tan fabuloso. Sin duda, representaba uno de los mejores de la actriz antes de trabajar con Jacobo Blanco. En el plano siguiente ella entraba en cuadro arrodillándose en la cama, erguida y con las piernas entreabiertas, respondiendo lascivamente «Tampoco tú me lo vas a deber a mí»; a continuación se inclinaba poco a poco hacia el actor. En ese instante, Steffen desenfundaba a toda velocidad, y sin mover el cuerpo disparaba varias veces hacia atrás, hacia la ventana. Prácticamente al unísono se oían las detonaciones de otra pistola, el cristal roto en pedazos, el cuerpo del enemigo al acecho cayendo sobre la calle. Y cuando el héroe devolvía la vista hacia la sensual chica del saloon, refugiada en su pecho, advertía que ella había recibido en un costado los disparos previstos para él. O acaso para los dos.

Apagó el video, antes de que llegaran las escenas de la siguiente película, El titán del desierto, filmada asimismo en Almería. Y, sin poder aguantar más, procedió a masturbarse.

Qué joven eras aquí, Isabel. Sólo veintidós años. Aunque consiguieron que representaras algunos más, por medio de la peluca, el vestuario y el maquillaje.

Posiblemente conociste a Curro en esta época, en el mundillo de los rodajes en Almería. Quizá incluso cuando rodaste estas escenas western que tanto me excitan Curro ya era tu hombre.

Lo descubriré pronto.

Juan Rizal y Jacobo Blanco me van a ayudar. El primero, por whisky y dinero. El segundo, porque ya somos amigos.

Sentado a la mesa de su hogar, con un batín sobre el pijama oriental de seda verde, Jacobo Blanco fumaba un cigarro, mientras sorbía lentamente una taza de café con ron.

El salón era espacioso, y estaba decorado mediante un personal gusto ecléctico: máscaras venecianas en las paredes, jarrones orientales en las esquinas, artesanía popular española y latinoamericana sobre los enseres. Los muebles y los asientos eran de bambú y mimbre, sin excepción alguna, y las paredes estaban recubiertas de corcho combinando tonos negros y verdes, al igual que el suelo y el techo.

A la izquierda de la mesa, en cierto sentido presidiéndola, aparecía una fotografía publicitaria de Diabolik, sujeta en sus cuatro esquinas mediante tiras de grueso celofán, en diferentes colores: rojo, negro, azul y verde. Junto a un reluciente «jaguar» blanco, la pareja protagonista, sublime y escultural, posaba en sus caracterizaciones correspondientes: John Phillip Law, embutido en su ajustado disfraz negro y esgrimiendo una pequeña ametralladora; Marisa Mell, amparada entre sus brazos, luciendo un minivestido naranja abierto por todas partes, bajo el cual llevaba un panty negro de rejilla y botas altas del mismo color. A sendos extremos de la fotografía, podían leerse aún las respectivas y cariñosas dedicatorias de ambos intérpretes, escritas para Jack en inglés. La fecha era «Roma, 1967».

Pese al frío ambiente, Blanco mantenía la ventana entreabierta. Apenas llegaban ruidos de la calle a tan altas horas de la noche; algún coche atravesándola velozmente, una pareja discutiendo, un loco que aullaba a las estrellas.

El rodaje de Las noches del hombre lobo avanzaba, sin retrasos de ningún tipo ni problemas particulares. Todo lo contrario, verdaderamente Orozco se había volcado en el proyecto, y además trabajaba a lo largo de las jornadas como el que más. Y el resto del equipo no revelaba menos entusiasmo, tanto los intérpretes como los técnicos.

Iba a ser una gran película. Debía ser una obra maestra. Tenía que suponer un bofetón en la engreída jeta del moderno cine español, un bofetón gritando a los cuatro vientos que el anciano Jacobo Blanco, el cosmopolita Jack White de las viejas dobles versiones, no estaba fuera de lugar. Por el contrario, significaba un auténtico mito en vida para miles de espectadores del mundo, implicaba un singular estilo de terror fantástico mediterráneo, que tantísimos aficionados querían reencontrar.

Soy Jacobo Blanco. Soy yo, he vuelto. Y muy pronto celebraréis hasta qué punto sigo en forma y he permanecido fiel al universo que tanto habéis disfrutado. Vais a reconocerme en todos y cada uno de los planos de mi nueva obra. Del primero al último.

Pero, lo siento mucho, no os acostumbréis mal. Las noches del hombre lobo supondrá mi regreso, pero también la muerte definitiva de este tipo de cine. Porque únicamente yo puedo abordarlo. Y yo no haré más películas, no tengo por qué hacer ninguna tras Las noches del hombre lobo. Además, aunque quisiera, tampoco podría.

Tosió un poco, e intentó mitigar la tos mediante la bebida. Logró justo lo contrario. Sin embargo, continuó fumando, en la silente penumbra de su hogar.

Se alzó pesadamente del asiento, cuando terminó de beber. Y encendió otro cigarro, mientras encaminaba sus pasos hacia el dormitorio.

Andaba despacio, e incluso así un par de veces debió apoyarse en la pared del pasillo. Toda su materia protestaba, gemía. Cada paso, hasta el más leve de los movimientos, implicaba padecimiento corporal.

Entró por fin en la alcoba. Pero lo hizo evitando ver su alarmante estado reflejándose en el espejo que colgaba a la izquierda de la puerta. Se dejó caer sobre la cama, aliviado, con el cigarro agonizando entre los secos y agrietados labios.

En la mesita de noche, entre sombras, la azafata Isabel Silva mantenía su sempiterna pose enmarcada. Sexy Show.

Reprimiendo difícilmente otro ataque de tos, Blanco arrojó la colilla cuan lejos pudo y se metió en la cama, con el batín puesto.

Esta película me la debía a mí mismo, Isabel. Mejor dicho, me la debía a mí porque te la debía a ti. En cuanto esté dispuesta para el estreno, podremos descansar. Podrás descansar tú, podré descansar yo. De una vez, y para siempre.

Pero vamos a ver lo que sucede a partir de entonces con mi rival, el amigo Eugenio Arbó. Sabes, cariño, le menosprecié al principio, cuando nos conocimos. Me precipité al catalogarlo, me equivoqué. Es un hombre que vale, tiene cabeza.

Recogiéndose todavía más dentro del batín, abrigado por dos gruesas mantas, Blanco cerró los ojos. Deseando que no tardaran mucho en superar el escozor.

Eugenio está cerca de mí. Me comprende, se identifica. Pertenece a nuestro mundo, Isabel, es lo que quiero decir.

Sabe mirar. Te lo aseguro, créeme. Me lo reveló el otro día, cuando rodamos con la zorra mexicana la fabulosa escena de la flagelación. No le importó delatarse. O acaso prefirió hacerlo, en confianza.

Finalmente, una oscuridad cerrada envolvió la alcoba. Pero su propietario, temblando, rechazaba el sueño.

Cuánto disfrutaría Eugenio viéndote como te veo yo, Isabel. Qué dichoso sería estando a mi lado, compartiendo mis visiones, ciertas noches de luna llena unificadas por un solo color. Lo sé.

Sabes, empiezo a sospechar que también le gustaría hacerte lo que te hice yo al final. Durante la última sesión, en negro.