—¿Seguro que no estorbo?
—Seguro, Eugenio. Pero por si acaso no te muevas de mi lado.
Hundiendo una silla de director idéntica a la de Blanco, Arbó asintió y empezó a escrutar atentamente el decorado que tenía un poco más adelante. Del primero al último de los detalles, constituía una impecable reproducción de la mazmorra de torturas que todo aficionado al género gótico guarda en su particular archivo mental, a base de celebrarla reiteradamente, con ligeras variantes, en múltiples películas y cómics.
—Es increíble, Jack.
—Sí. El equipo de dirección artística es de primera. Siempre tengo ante la cámara justo lo que necesito. Y te digo una cosa: es la primera vez que me sucede. Y tiene que ocurrirme precisamente ahora, cuando estoy hecho polvo.
Arbó sonrió, solidarizándose con el comentario. Pues estaba realmente justificado, en sus dos partes.
En efecto, ninguna de las ambientaciones a cargo de Juan Rizal en las películas anteriores de Jacobo Blanco había desplegado una escenografía tan sustanciosa y elaborada, de tan turgente textura tridimensional. Ni siquiera Las vampiras de Drácula, que hasta la fecha suponía la de superior nivel de producción. Puesto que el decorado de la mazmorra era realmente admirable. Asumía la iconografía propia del terror sobrenatural de los años evocados en el planteamiento de la película, y al mismo tiempo la sofisticaba. Era tétrica a la par que onírica, naturalista y delirante, dentro de una cierta sobriedad.
Por otro lado, ciertamente Blanco ofrecía un aspecto lastimoso, casi alarmante, y era lógico que él mismo lo reconociera. Desde cuando Arbó le conoció, semanas antes en San Martín de Valdeiglesias, diríase que había envejecido diez años.
El productor mexicano sin duda había reparado igualmente en la involución de Blanco. Las fugaces miradas de soslayo que le dirigía, de vez en cuando, delataban su bien comprensible preocupación.
—René…
—Relax, cuate. Enseguida te colocamos los actores.
Quieto en la silla, el director agradeció sin palabras la deferencia del productor. Acumulando energía en silencio, con toda probabilidad. Arbó le forzó a salir de su mudez, preguntándole:
—¿Qué sucede en esta escena?
—El personaje de John Phillip Law… Por cierto, ¿te he contado ya de quién hace?
—En la entrevista, por encima. Un aristócrata a la vez mago y científico, que se apodera de la voluntad del hombre lobo.
—Bueno, sí, a grandes rasgos. Pero en realidad es la reencarnación de Meister Krabat. O por lo menos eso piensa él, porque la película nunca aclara si es cierto o una locura suya.
—Pero ¿quién es Meister Krabat?
—Hombre, una figura importantísima en el folklore sobrenatural alemán, de mediados del siglo XIX, más o menos. Era un terrateniente de Gross-Sárchen, antes coronel de caballería. Los campesinos murmuraban que había aprendido magia negra de labios del propio Diablo, a quien ofrecía un sacrificio una vez al año, en agradecimiento por sus lecciones. Las leyendas populares más fantasiosas afirman que surcaba el cielo de sus propiedades al mando de una carroza mágica. Y encabezando su propio ejército, compuesto de demonios y espíritus.
Mientras el director relataba la leyenda al escritor, entre los ayudantes de producción y los de dirección habían amarrado a la actriz mexicana en el centro de un arco del lóbrego decorado, un arco que simulaba estar hecho de madera astrosa y carcomida. Con los brazos alzados y abiertos en cruz, firmemente sujetos por medio de grilletes y cadenas, y los pies libres, descalzos y un poco elevados sobre el piso. Su única vestimenta era una túnica violeta, abierta por los brazos y escotada, sobre la cual caía la voluminosa cabellera.
Arbó se revolvió en la silla, nervioso. Aquella imagen era soberbia.
—¿Qué te parece, Eugenio?
—Eh… ¿La leyenda de Meister Krabat? Muy bonita.
Sonriendo, Blanco dejó el asiento y se aproximó al decorado para dar diversas indicaciones a los técnicos. Mostrándose dinámico y taxativo entre todos ellos, el más bajo de los cuales le sobrepasaba una cabeza en estatura.
Era apasionante verle trabajar. Verificaba que conocía a fondo su oficio, en todos y cada uno de los aspectos de la realización. Y, especialmente, que sabía lo que quería.
Pero Arbó todavía no había podido introducir a Blanco la cuestión que le preocupaba íntimamente. Apenas llegar al estudio, cumpliendo puntualmente la cita telefónica, se había sentado a su vera y centrado en admirar el decorado. Nada más. Mientras se preparaba la filmación de una escena de tortura.
Filmación que estaba autorizado a presenciar. Un privilegio inesperado, que comportaba una emoción fantástica para su sensibilidad.
Mirando solapadamente, advirtió sentado en su asiento a John Phillip Law. Aguardando que le llamaran, vestido ya como el regio Meister Krabat. Altísimo, irradiaba estilo, carisma. Arbó le había admirado tantas veces en la pantalla… y ahora quien fuera «Diabolik» y «Simbad» estaba a pocos metros, trabajando a las órdenes de Jacobo Blanco. El cineasta que le presentó a su amada Isabel Silva, y que algo sabía, algo tenía que saber de su desaparición. De su asesinato.
Tembloroso, cojeando un poco también, Blanco por fin regresó a su asiento. Al sentarse, respiró profundamente. Arbó, inquieto y expectante al unísono, no sabía qué decir.
Justo entonces, pasó delante de ellos Dan van Husen caracterizado de hombre lobo. Arbó acusó un ligero escalofrío, idéntica sensación que experimentara respecto a Law… El actor que tanto le impactara años atrás, con aquella imagen entre vikingo e hippie, ahora caminaba enfrente de él, vestido a base de jirones, irreconocible bajo su magnífico maquillaje de licántropo.
Empuñaba en una de sus zarpas un látigo con numerosas tiras. Una especie de gato con nueve colas.
—Perdona, Jack… ¿De qué va esta escena?
—Ah, es un momento glorioso, Eugenio. Uno de los clímax de la historia… ¡Gaby, René. Ensayo!
Mientras el director de fotografía y el productor empezaban a preparar el ensayo, Blanco recuperó su conversación con Arbó:
—Verás, Meister Krabat ha capturado al hombre lobo, que es uno de los guardas de su castillo, Heinz. Rústico, analfabeto… bueno, ya sabes. Lo tiene encerrado en una de las mazmorras, y en las noches de luna llena, cuando se transforma en hombre lobo, lo convierte en su esclavo, su monstruo personal. Este es un poder especial que obtuvo de Baphomet, gracias a sacrificarle una linda virgen, que era una campesina llamada Hannelore.
El ensayo prosperaba. La escena iba a filmarse con dos cámaras. La una en movimiento, emplazada en la plataforma correspondiente, sobre la vía del travelling. Y la otra fija en la actriz, Guadalupe del Río.
—Comprendo.
—Entonces, tras raptar a la heroína, una bella heredera llamada Elfriede, Krabat en un plenilunio especial dispone que la vistan ritualmente y la encadenen en un arco simbólico. Después, libera al hombre lobo de su celda. Y le ordena que flagele a Elfriede, que es justo la mujer que ama en su personalidad humana. Que la flagele sin piedad, brutalmente. Para que ella aprenda que el gran Krabat es el amo. Y padezca en su corazón de mujer, pues es su propio amado quien está torturándola. Porque una vez transformado en monstruo el pobre Heinz ya ignora el hombre que es normalmente. Pero goza de sus actos horribles, como el monstruo cruento que es.
—Entonces, el hombre lobo disfruta bestialmente latigando, la heroína sufre en cuerpo y alma, y Krabat disfruta morbosamente viéndolo.
—Exacto. Debes ser un buen escritor, porque tienes capacidad de síntesis.
Sonriendo, Arbó agradeció con la mirada el gracioso elogio de Blanco, y a continuación limpió lo mejor posible los cristales de sus gafas. Hasta que materialmente no pudo conseguir mayor nitidez. Por su parte, el director gritó:
—¡Ahora el ensayo en serio!
Todos los intérpretes se situaron en sus marcas, esperando la nueva voz ejecutiva. Por su parte, los técnicos se retiraron hacia los extremos, para despejar el campo visual de Blanco y Arbó.
—¡Acción!
Guadalupe del Río empezó a revolver todo su cuerpo y agitar las cadenas, aterrada. Pero no conseguía librarse de las oxidadas ataduras, sino lastimar todavía más sus aristocráticas muñecas. Súbitamente, paralizó su expresión, abriendo los ojos a más no poder. ¿Qué había visto entrando en la mazmorra? A continuación gritó:
—Heinz!
Justo entonces entraba en cuadro el hombre lobo, caminando lenta y toscamente. Con los hombros hundidos, la boca babeando, recreándose en su condición animal. Le seguía Krabat, por el contrario estilizado y elegante.
La heroína se agitaba más y más, doliente, desesperada. Y suplicó:
—No, no… What do you want?
A lo cual el satánico aristócrata respondió con tono de viciosa crueldad, dejando que las palabras quemaran:
—Your pain, slut.
Tenso en su asiento, Blanco interrumpió su silencio para preguntar en susurros a Arbó:
—¿Te gusta?
—Mucho.
Arbó se perdió los siguientes y parcos diálogos, igualmente en inglés. Porque estaba concentrado en las imágenes, pendiente a más no poder de lo que veía. Alterado. Excitándose.
Precisamente esta excitación le proporcionó el valor necesario para comentar a Blanco:
—Me estoy imaginando a Isabel Silva en el papel de la chica.
Al escuchar aquello, Blanco instantáneamente empalideció. Parecía petrificado. O colapsado, incapaz de superar un golpe bajo tan inesperado… Empero, unos segundos después logró hablar. Mientras restallaban los primeros latigazos.
—El látigo está trucado, no vayas a creer…
—En serio, Jack. Veo a Isabel en ese personaje.
Cerrando los ojos, el director calló durante unos minutos. Y acto seguido gritó:
—¡Cojonudo! ¡Volvemos a empezar, y ahora rodando!
Los intérpretes interrumpieron sus actos, y se desperezaron entre risas y comentarios de todo tipo. Pero Blanco enseguida rompió la distensión gritando al director de fotografía:
—¡Ándale, Gaby! Te dejo las voces. Y ya sabes, primero un master.
Avelar respondió al director con el gesto de OK, y empezó a redisponerlo todo, ayudado principalmente por el jovencísimo segundo ayudante de dirección y el propio productor, que colaboraba como cualquier otro técnico.
Para facilitar el trabajo, Blanco y Arbó se retiraron con sus asientos un poco atrás. Apenas vueltos a sentar, sin nadie alrededor, el director giró el rostro hacia el escritor. En voz queda y revelando un inesperado tono de complicidad, le confesó:
—Isabel sería perfecta.
Mirándole igualmente, hablando con el mismo volumen y tono, Arbó respondió:
—Esta escena la habría bordado.
—Bordado. Esa es la palabra.
—Latigada por un monstruo ante la mirada de un sádico. Una situación preciosa. Parece pensada específicamente para ella. Con aquella expresión que tenía, su figurita…
Blanco saboreó la apreciación, despacio y adecuadamente. Una vez digerida, susurró:
—Realmente entiendes mi cine y mis gustos, Eugenio.
—Tus imágenes han sido muy importantes para mí. Decisivas, en algún caso.
—Ya. Pero la chamaquita esta funciona.
—De maravilla. Pero no es Isabel.
La voz del primer ayudante de dirección sesgó la hermandad que estaba avanzando entre ambos.
—Is Every body ready?!
La respuesta fue un silencio, tácitamente afirmativo. La filmación estaba a punto de empezar, y la mayor parte del equipo se había desparramado hacia los extremos del plató. Blanco y Arbó devolvieron la mirada hacia el decorado.
El segundo ayudante de dirección hizo sonar la claqueta, gritando el número de escena y toma. Acto seguido, Avelar gritó:
—Action!
Todos y cada uno de los componentes de la secuencia recomenzaron. Volvieron a manifestarse. Vibraban, existían, vivían. Mediante los mismos ritmos, con idénticas palabras y actividades. La única diferencia estribaba en el sutil runruneo de las dos cámaras filmando.
Los gritos y súplicas de la entregada actriz mexicana retumbaban en el religioso silencio del plató. En la medida correspondiente, sonaban asimismo las cadenas de la víctima agitándose y los latigazos azotando su grácil cuerpo.
Blanco y Arbó mantenían la mirada fija en el eje de la acción. Abstraídos por completo, a cuál más maravillado.
Y tardaron varios segundos en reaccionar cuando Avelar gritó:
—Cut!
Turbado, Arbó se removió en el asiento. Aunque estaba recubierto bajo el abrigo, le espantaba la posibilidad de que alguien advirtiera su erección.
—Toma dos, Gaby. Luego pasaremos a los cortos.
—OK, maestro.
John Phillip Law y Dan van Husen salieron del campo de la cámara. Se cruzaron con ellos dos mujeres, que portaban algo largo y grande envuelto en un plástico. Madura la una, casi una adolescente la otra, al llegar junto al arco de la tortura desvelaron su carga. Se trataba de una túnica idéntica a la anterior, desgarrada esta por la furia de los latigazos. Asimismo, la peluquera y la maquilladora empezaron a retocar la faz de la actriz, para devolverla a su estado previo de la flagelación.
Emocionalmente impelido a retomar su contacto con la realidad, Arbó comentó a Blanco:
—Esa actriz es un hallazgo.
—¿Qué te ha parecido la escena?
—Genial. Horror, fantasía y morbo. Lo mejor.
—Pues eso digo yo. Pero ya verás. Seguro que alguna crítica sostiene que el hombre lobo simboliza el inconsciente del público masculino reprimido. Bueno, o el subconsciente.
—Seguro.
—Y que el aristócrata es un trasunto del director. Porque organiza la acción, y después la ofrece y la disfruta.
—Ya, pero tú tienes que ser…
—¿Indiferente a eso? Pues claro. Lo soy, y no puedes imaginarte hasta qué punto. A quienes piensen así, que les den por su puto culo. Y por tiempos.
Satisfecho, Blanco volvió a guardar silencio. Seguramente, estaba supervisando la organización de la segunda toma. Sin apartar la vista del decorado, hablando casi para sí mismo, susurró:
—El espectáculo de la feminidad.
—¿Perdón?
—La feminidad como espectáculo. Es lo que más me gusta. Lo que más me ha gustado siempre, y más me gustará hasta que muera. ¿A ti no, Eugenio?
—Pues… creo…
—Y una mujer recibiendo latigazos, con la ropa que se va desgarrando, más y más… sin duda es una de las mejores encarnaciones posibles de la idea. Sin duda.
Arbó escuchaba. Todavía más turbado de lo que estaba dispuesto a reconocer ante sí mismo. Identificado hasta un extremo que nunca hubiera previsto.
—La mujer castigada. ¡Qué magnífica alegoría! Es castigada por ser atractiva, por seducir, por calentar. Es castigada por gustarnos. Es castigada por ser mujer, en suma. El eternamente merecido castigo de la feminidad. ¿Conoces una ficción más interesante, más viril?
—No lo sé, Jack. Te sigo.
La segunda toma parecía en ciernes de poder filmarse, con la actriz nuevamente vestida y caracterizada. Empero, Blanco acababa de cerrar los ojos. Apagado su tenso entusiasmo de las confesiones anteriores, su expresión cobró una tristeza enorme. Preocupado, Arbó con su mano derecha le apretó ligeramente un hombro. A lo cual él reaccionó sin abrir los ojos, susurrando:
—En cuanto a feminidad fascinante, nunca he visto nada que pudiera compararse con Isabel.
—Te comprendo, Jack.
—Pero Isabel ya no está. Aunque para mí… está.
La voz de Orozco sobrevoló la barahúnda generalizada, notificando:
—Listo, maestro, ¿toma dos?
Con los ojos todavía cerrados, en un volumen de voz apenas audible, notablemente compungido, Blanco respondió:
—Toma dos.
Por su lado, tras volver a limpiar las gafas, Arbó volvió a centrar la vista en la hermosa y encadenada actriz mexicana. Su imagen era exactamente la misma que antes de filmarse la toma anterior.
Removiéndose en su silla de director, se envolvió cuanto pudo bajo su holgado y viejo abrigo. Expectante, impaciente.
El espectáculo de la feminidad volvía a comenzar.
Jack, sé que también tú ahora admirarás a Isabel como Elfriede.
Sin verla, nosotros la vemos. Sólo nosotros.