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Tumbado en el tresillo, envuelto en su entrañable manta verde, Arbó repasaba la entrevista con Blanco que enviara a Contraplano tiempo antes. Enfrente, junto al aparato de video, su lince de peluche le observaba con fijeza. A buen seguro, no estaba conforme con la marginación que sufría últimamente.

Bebiendo chocolate con canela, espeso y ardiente, enseguida encontró la declaración que buscaba. Uniendo dos oraciones, la frase quedaba en «La luna llena es una de mis alegorías preferidas».

Arbó suspiró, entornando los ojos. A fin de saborear en la penumbra el inapreciable silencio que normalmente presidía su hogar.

Desde que hablara con Rizal, no dejaba de reflexionar e indagar sobre las dos pistas facilitadas. Los nueve colores principales y la luna llena. Pero no lograba desentrañar el significado de ninguna por separado, y menos todavía casarlas.

En el primer aspecto había intervenido el propio Rizal. Por lo cual, había que pensar en algún trabajo de escenografía, o en el diseño de un vestuario particular. ¿Combinando colores, uniéndolos, diferenciándolos?

En la segunda cuestión, Rizal no tuvo nada que ver. Lógico, puesto que se trataba de un fenómeno de la naturaleza. Al cual era bien sensible Blanco, según propia confesión.

¿Entonces?

Bebió un poco más de chocolate, todavía caliente.

Primeros años setenta. Un cineasta especializado en el género fantástico y fascinado por el plenilunio, que no puede abordar a una actriz de la que está enamorado. Ella desaparece, entre los colores principales. Treinta y cinco años después, él hace por primera vez una película sobre un licántropo. ¿Homenaje póstumo, catarsis artístico-personal?

Manejando las claves aportadas por Rizal, por más que forzaba la imaginación Arbó se sentía incapaz de avanzar. No eran pistas despreciables, en absoluto. Pero ni esclarecían nada por sí mismas, ni abrían mayores vías de investigación.

Por el momento, debía conformarse con las sugerencias implícitas en los diversos textos consultados, que continuaban en su cama.

Tengo que volver a ver a Blanco. Aunque negara la existencia de Curro y rechazase hablar de Isabel, de un modo u otro alguna información le sacaré. Una información que, por insignificante que sea, me ayudará.

Y no me queda más remedio que aceptar las condiciones de Rizal. No hay otra llave tan válida.

Acabó la bebida despacio, degustando golosamente el sabor. Acto seguido, se dirigió al teléfono. Primero Blanco. Probablemente estaba rodando, pero podía dejarle un mensaje grabado en el contestador automático.

Y así lo hizo: «Hola, Jack. Soy Eugenio Arbó, confío que te acuerdes de mí. El crítico al que le gustan tus películas, y que te entrevistó en San Martín de Valdeiglesias. Quisiera volver a verte, por un tema de Las noches del hombre lobo. Llámame cuanto antes, por favor. A ser posible al móvil, viene en mi tarjeta. Un abrazo, y muchas gracias».

Después, marcó el número del hostal donde vivía Rizal. Pero no respondió nadie. Y tampoco saltaba ningún contestador.

Contrariado, se dirigió a su estudio. Venciendo la tentación de poner alguna buena banda sonora en su viejo tocadiscos.

Se tumbó en la cama, pensativo. Parecía un momento idóneo para releer los textos más interesantes y reveladores que había encontrado en su apreciable biblioteca en mayor o menor relación con las crípticas palabras de Rizal.

A propósito de los colores, había encontrado apasionantes sugerencias en el libro de Goethe Máximas y reflexiones; concretamente en su soberbia afirmación «Aquellos que componen con luces de colores la luz única y esencialmente blanca, he aquí los verdaderos oscurantistas». Empero, los textos correspondientes a la luna sin duda sugerían mayores indicios, no poco turbadores. «Ese eterno retorno a sus formas iniciales, esa periodicidad sin fin, hacen de la luna el astro por excelencia de los ritmos de la vida. Por eso no es de extrañar que controle todos los planos cósmicos sujetos a la ley del devenir cíclico: aguas, lluvia, vegetación, fecundidad. Las fases de la luna revelaron al hombre el tiempo concreto, distinto del tiempo astronómico, que probablemente no se descubrió hasta mucho más adelante. Ya en época glaciar se conocían las virtudes y el sentido mágico de la luna», había escrito Mircea Eliade. Por su parte, Antonio Santos, curiosamente comentando una de las películas mayores de Kenji Mizoguchi, Cuentos de la luna pálida, sostenía que «La luna ofrece una puerta doble: es el umbral de la vida y de la muerte; de la salvación y de la perdición». Empero, resultaban inquietantes en especial las afirmaciones de Federico Revilla en su Diccionario de iconografía: «La luna es símbolo femenino, mortuorio y cíclico (…) La fase de luna nueva hace pensar en la muerte: la luna ha muerto. Pero su periódica desaparición es temporal, por lo que la muerte humana, su equivalente, es concebida también como algo transitorio: esta es la vía de acceso experimental a las nociones de inmortalidad. Muchos pueblos han creído que los muertos van a la luna, para regenerarse o prepararse ante una nueva existencia».

Apartando los libros, Arbó relajó los ojos, y estiró la totalidad de su cuerpo. Boca arriba, vestido con su pijama de franela, en el frío de una estancia progresivamente oscura.

¿Qué papel han desempeñado los colores y la luna en la muerte de Isabel? ¿Cómo lo han hecho? ¿En el móvil, en la forma? ¿Ha sido un crimen ritual? ¿El cineasta Blanco ha sacrificado a la actriz Silva a la luna con la complicidad del decorador Rizal?

El sonido del teléfono interrumpió bruscamente la conjetura. A toda prisa, Arbó se levantó para responder. Pero no era Blanco.

—¿Señor Arbó?

—Dígame.

—Soy la señora Mateos, ¿se acuerda?

—Cómo no, ¿qué tal está usted?

—Tirando, gracias.

—¿Y José Luis?

—José Luis… asustado.

—¿Y eso?

—Lo he convencido para que se opere los ojos.

—Bien hecho.

—En teoría. La operación le da mucho miedo. Ya lo vio usted, es cómo si hubiera vuelto a la infancia. Y a los niños les horrorizan los médicos.

—Pero usted tiene que animarle.

—Lo hago continuamente. Pero él quiere seguir con sus trenes. En fin… yo le llamo por otra cosa.

—Escucho.

—Aquello que comentó con José Luis de Isabel Silva.

—Sí, diga.

—Conozco otra persona que podría ayudarle.

—¿Quién?

—Una actriz, que era amiga nuestra. Mi marido no se acordó. Su nombre artístico era Lona Sherman.

—Me suena.

—Una maciza, que hacía papelitos. Coincidió con la Silva un par de veces.

—Sí, ya caigo.

—Yo creo que hicieron cierta amistad. Aunque entre las actrices de la misma edad, ya sabe…

—Las rivalidades.

—Exacto. Pero era una chica muy cariñosa, se lo juro. Se llama de verdad María de los Remedios Gutiérrez, y es andaluza. Dejó el cine, hace mucho tiempo. Y está casada con un señor que tiene un negocio de compra-venta de coches usados. Apunte el teléfono.

Arbó obedeció, estimulado por la noticia. Iba a obtener un testimonio más sobre Isabel. Y por primera vez de una colega.

—Muchas gracias por acordarse, señora.

—De nada, por favor.

—Y suerte con la operación de José Luis.

—Está hecho un flan… Por cierto, ¿consiguió hablar con Rizal?

—Sí, lo logré.

—¿Cómo estaba? ¿Piripi, no?

—Bastante, sí.

—Qué lástima de hombre… Le recuerdo muy bien. El famoso chino. Lo que él bebía de whisky yo no lo podría beber ni de agua.

—Buenas tardes, señora. Y gracias de nuevo.

Arbó colgó despacio, y volvió lentamente al dormitorio. Lona Sherman. Una morena sensual y curvilínea, que durante el apogeo de las coproducciones en España cubría papeles similares a los de Isabel. Era atractiva y fotogénica, sin duda. Pero carecía del encanto peculiar que Isabel brindaba para ojos especiales.

Se sentó en la mesa de trabajo y encendió el ordenador. A continuación, retiró con delicadeza la bella fotografía de Isabel que sistemáticamente presidía la impresora. Justo ahora, debía apartarla del pensamiento. A fin de escribir cuanto antes el artículo sobre Blanco y la entradilla de su entrevista. Y, si la inspiración le sonreía, podía empezar también el ensayo sobre Clouzot.

Lona Sherman aparte, necesitaba dinero para sobornar a Juan Rizal.

El ventanal estaba entreabierto, de modo que la tibieza de la primavera aliviase la estancia.

En la cama, Isabel Silva gemía de gusto. Radiante en su purísima desnudez ritual, con la negra cabellera desparramada sobre el almohadón.

Inclinadas a sendos lados, dos mujeres la acariciaban, besaban y lamían, sabiamente coordinadas y con progresiva obscenidad. Dos mujeres hermosas y de rasgos muy similares, evidentemente entusiastas conocedoras de todas las claves eróticas del cuerpo femenino. Dos mujeres altas y silentes, coronadas por idénticas pelucas pelirrojas y vestidas con idénticos bikinis de fortísimo color naranja.

Mirando, Blanco intentaba contenerse. Debía resistir hasta el final de la ceremonia. Tenía que estar a la altura de tan admirable despliegue de profesionalidad.

Confortado por el único color presente en la cámara, el naranja. Autorizado por la luna llena.

Llegado el momento, las dos mujeres abrieron la húmeda entrepierna de Isabel y acoplaron dentro sus bocas ansiosas. Justo entonces, ella incorporó el rostro. El director necesariamente debía captar todas sus expresiones de gozo, tenía que celebrar y aprobar su placer.

Fuiste única, Isabel.