Poco antes de que Eugenio Arbó pisara la plaza de Latina, comenzó a llover. Molesto, el escritor entró a toda prisa en un vasto y destartalado bazar regentado por chinos, dispuesto a adquirir el paraguas de bolsillo menos costoso. Una vez satisfecho su propósito, salió y abrió el objeto comprado, orientando sus pasos hacia la calle Duque de Alba.
Caminaba absorto, decidido, impaciente. Abriéndose paso bajo una lluvia tupida y sonora, entre la gélida oscuridad del febrero madrileño a media tarde.
—¡Mira por dónde vas, gafotas!
Ignoró el comentario del irritado conductor, tampoco procuraba que su paraguas no fuera un engorro para los demás transeúntes. Andaba con prisa, embestía.
Mientras cruzaba la plaza de Tirso de Molina, el viento arreció, hasta el punto de romper dos varillas del paraguas nuevo. Luchando ridículamente a fin de salvar alguna utilidad en el recién comprado objeto, empapándose por diferentes partes del abrigo, Arbó ganó como pudo la calle Magdalena. En cerca de cinco minutos, seguramente habría encontrado el bar donde la noche anterior, a lo largo de una conversación telefónica algo tensa, le citó Juan Rizal.
Juan Rizal, el mítico Johnny de los rodajes americanos en España, tantos años atrás. Alcoholizado y en la miseria, según las informaciones del virtualmente ciego operador José Luis Mateos.
Rizal iba a enriquecer el testimonio de Mateos respecto a Isabel Silva. Iba a enriquecerlo, e intensamente.
Arbó estaba convencido. Rizal sabía. Sin duda sabía. Sólo hacía falta soltarle la lengua con la habilidad necesaria. Esa lengua gastada por la edad y estropajosa por el alcohol.
Por fin aparecía la calle Cañizares. Justo cuando los pies del escritor empezaban a mojarse dentro de sus agrietadas botas.
Sin haberle visto todavía, únicamente oído, Arbó odiaba a Rizal.
Mirando como podía debajo de su paraguas informe, Arbó no localizaba el bar de la cita, mientras la lluvia arreciaba. Furioso, detuvo sus pasos.
Los días anteriores habían sido terribles. No había podido escribir. Nada, ni una línea, ninguno de sus diversos textos pendientes. Y para mayor angustia las noches habían sido crispadas, interminables. Apenas durmió. Y cuando lo había logrado, no descansaba.
Los celos suscitados por las palabras de Mateos respecto al novio de Isabel le torturaban. Deprimiéndole, por dentro. Mareándole, por fuera.
Puesto que la más íntima e inconfesable de sus fantasías era que Isabel Silva hubiera muerto virgen.
—Yo soy Rizal.
Sorprendido, Arbó descartó abruptamente sus reflexiones. Advirtiendo así al hombre que acaba de hablarle, desde la estrecha y mal iluminada puerta de un bar.
—¿Cómo me has recono…?
—Entra, y tira por ahí esa mierda de paraguas.
El escritor se adelantó con dos zancadas y entró en el local, haciendo varios risibles esfuerzos para plegar el goteante paraguas roto. Logró su propósito a la postre, aunque de modo poco ortodoxo.
—Has llegado antes.
—Los de cine siempre llegamos antes, Eugenio Arbó.
El bar era pequeño, poco limpio y casi sórdido. La clientela, escasa y enteramente masculina, por lo común superaba los cincuenta años y bebía cerveza o vino, sin demasiado alboroto.
Orientando en su dirección al recién llegado, Rizal se acomodó tras una mesa arrinconada. En ella le esperaba un cenicero con un cigarrillo por la mitad y la colilla de otro, junto a un vaso alto y delgado, lleno hasta la mitad de un vino tinto oscuro y maloliente.
—Pide lo que quieras en la barra y te lo traes tú mismo.
Arbó obedeció mientras se quitaba los guantes, y pronto se sentó ante Rizal con un vaso de vino del mismo tamaño. Pero el suyo era blanco.
—Quítate el abrigo, o pillarás una pulmonía.
El escritor volvió a obedecer, mientras el decorador bebía un poco de su vino y retomaba el cigarrillo.
—¿Qué tal está Mateos?
—Regular. Apenas ve.
—La enfermedad típica de los operadores cuando envejecen. No se salva ni uno.
—Ahora que lo dices…
—Mateos era bueno. Un técnico rápido y seguro. Un profesional. No nos encontramos desde hace muchos años, pero celebro que conservara mi número. Eso significa respeto.
—Sin duda.
—Bueno, ¿y de mí qué quieres?
A fin de disimular su nerviosismo, como siempre en tales casos Arbó se quitó las gafas, y empezó a limpiarlas con una servilleta del local.
De estatura media y torso fláccido, sin apenas pelo y con pocos dientes ya, Rizal se parapetaba bajo un grueso y desvaído anorak, y debajo vestía una especie de chándal, en cuyo bolsillo frontal sobresalían un montón de rotuladores, todos de distinto color y marca. Los rasgos orientales del rostro eran evidentes, sobre todo en los pómulos y ojos, entre tantas y hondas arrugas. Pero la dependencia del alcohol sobresalía en su imagen. Resultaba obvia, irrefutable. Lo delataba la mirada vidriosa, el aliento pesado, el característico olor de sus raídas ropas y de su apergaminada piel.
Rizal era poco más que una piltrafa, a la par inquietante y deprimente.
—Verás, busco información sobre una actriz… que trabajaba con Jacobo Blanco.
Al escuchar el nombre, el viejo filipino crispó su expresión. Originando a continuación un silencio embarazoso. Arbó aprovechó para volver a calzarse las gafas y beber un poco de su vino.
—Jacobo Blanco… ¿Qué se ha hecho de él?
—Ha vuelto a rodar.
—No puede ser…
—Una de terror, en su línea. John Phillip Law y Dan van Husen son los protagonistas.
—John Phillip Law y Dan van Husen. Nice people. La de veces que he trabajado con ellos. Hace tanto tiempo…
—Como treinta años…
—Y más.
Rizal volvió a callarse. Para después beber farfullando:
—Obviamente, mi amigo Jack no me ha llamado para volver con él.
—Lo siento.
—Qué hijo de puta. Pero qué hijos de puta son todos… ¿Por qué no me llaman?
—Yo… como comprenderás…
—Nadie me llama. Nunca, para nada. Estoy solo, viejo y asqueado. Sin un puto duro, encima. Ni para una triste cerveza. Aunque aún no vivo en la calle, durmiendo entre cartones. Pero ya queda menos.
El escritor bebió un sorbo más. Bajando la mirada, incómodo.
—Sabes, tu llamada ha sido una novedad. Como llovida del cielo. God oye me!
Arbó sonrió, intentando resultar cariñoso. Pero Rizal había confirmado su presentimiento. Le resultaba repulsivo, por completo. Parecía un demente, desagradable y áspero, cuya existencia ya no guardaba ningún sentido.
—Johnny, necesito que tú…
El decorador lo interrumpió, mostrándole las manos. Grandes, pero agrietadas y trémulas, a buen seguro ya inútiles.
—Mira estas manos, escritor. Han vestido a Sofia Loren. Elizabeth Taylor. Ava Gardner. Rita Hayworth. Claudia Cardinale. Brigitte Bardot. Raquel Welch. Faye Dunaway, Gina Lollobrigida, Katharine Hepburn. Y te cito sólo mujeres.
—Es… fabuloso.
—¿Fabuloso? Pues estas mismas manos ahora no hacen más que dibujos para decorar baruchos. A cambio de un menú infecto, que malcomo entre gentuza. ¿¡Cómo lo ves!?
Los clientes no hicieron ningún caso del grito de Rizal. Posiblemente estaban habituados.
—Si supieras el dinero que he ganado… cómo he vivido… dónde me vestía… Cuánta gente he tenido a mis pies… ¡literalmente!
Rizal acabó el vaso de un trago, y se limpió la boca con el dorso de la mano. A continuación, encendió otro cigarro con la colilla del anterior.
—He sido el mejor. En decoración y vestuario. El number one. No había película importante rodada en España que no me reclamara. Ni estrella internacional que no me exigiera nada más aterrizar en Barajas.
—Comprendo, y lamento…
—¿Pero sabes qué es lo peor?
—No.
—Por más que bebo, no olvido.
El teléfono móvil de Arbó sonó a su espalda. En el bolsillo de su abrigo, goteando detrás, en el respaldo del asiento.
—Perdón…
—¿No contestas?
—No, por supuesto. Estamos reunidos.
—Qué gentil… Oye, escritor ¿tú ganas dinero?
—Qué va. Lo que hago no se cotiza.
—Pero vives bien, seguro.
—Me defiendo.
—En cambio, yo debo más de un año de alquiler en el hostal. La patrona no me echa… no sé por qué. Ella dice que por lástima. Pero en el fondo es porque me debe favores. Grandes favores. De antes… Escucha, ¿tú puedes ayudarme?
—Pues yo… dinero apenas tengo.
—Bueno, ya hablaremos de eso. ¿Qué querías saber de Blanco?
—Verás, más que de Blanco busco información sobre una de sus actrices.
Inquieto, Rizal se removió en el asiento, mientras fumaba.
—¿Cuál?
—Isabel Silva.
El anciano empuñó su vaso de vino y lo llevó a la boca. Al sentirlo vacío, lo arrojó furioso contra la otra esquina del local, con el consiguiente estrépito de cristales rotos.
De inmediato, un tenso silencio cayó sobre el bar. Hasta que segundos después el hombre tras la barra gritó:
—¡Ya está bien, Johnny! ¡A la siguiente, te saco a hostias!
Una mujer, gruesa y basta, agregó desde el ventanuco de la cocina:
—¡Otra así y no vuelves a pisar mi bar, mierda de chino!
Rizal miró a ambos con los dientes apretados y los ojos ardientes. Sin poder reprimir su ira, su odio, su desprecio social. Empero, la mano de Arbó, apretándole el antebrazo derecho, llegó a tiempo de frenarle cuando estaba a punto de levantarse con violencia. Justo entonces, algo cayó de uno de sus bolsillos.
—Déjalo estar. Y cálmate.
Rizal asintió, serenándose mientras bebía ávidamente del vaso de Arbó. Una vez apaciguado, recogió el objeto, que era una diminuta figura del niño Jesús. Tras guardarlo de nuevo, relató con tono nostálgico:
—Nací en una gran villa de Manila, algunos años antes de la invasión japonesa. Y crecí en medio de un lujo que no puedes figurarte. Pero no sólo en casa. Todo lo que veía afuera también era un paraíso. Sabes, recuerdo de niño dos criadas guapísimas, sólo para mí. Siempre pendientes de mi personita. Para bañarme, jugar, darme todos los caprichos… Y después una profesora de español, porque mi educación en la escuela era bilingüe, pero inglés y tagalo.
Arbó escuchaba en silencio, mientras superaba poco a poco el previo estallido de violencia. Era la primera vez que había asistido a una situación del género. Y ahora, recién superada, paradójicamente sus efectos empezaban a fortalecerle.
—En cambio ahora vivo en una pocilga asquerosa, y cuando salgo a la calle no veo más que mierda y chusma. ¿Pero sabes lo que te digo?
—Pues… no.
—Que te acostumbras. Esta es la vida, Eugenio. Te haces a cada cambio, o te vuelves loco.
Arbó trató de beber un poco de su vino, pero Rizal le arrebató el vaso sin mayor recato, diciendo:
—Si quieres beber, tráete otro. Y también para mí.
El escritor se levantó, cumpliendo sin rechistar. Fuera la lluvia no sonaba tan fuerte como antes, había remitido en gran medida.
—¿Por qué te interesa Isabel Silva?
Conforme bebía el basto vino blanco de la casa, Arbó afirmó:
—Eso es cosa mía. Tú cuenta.
—¿Y por qué debería hacerlo?
—Por alcohol, Johnny. Te compraré todo el que quieras.
Automáticamente, los ojos rasgados de Rizal brillaron con un fulgor significativo y enfermizo. Era un caso perdido, y Arbó estaba convencido de que iba a obtener de su memoria todo lo que le interesaba.
—Tráeme otro vino, Eugenio.
Mientras Arbó volvió con el nuevo vaso, Rizal terminó el anterior. A continuación, relativamente calmado, contó:
—Yo hice varias películas con Blanco donde estaba la Silva. Me ocupaba de la decoración y el vestuario.
—El barranco delos espectros, La orgía delas lobas, Las vampiras de Drácula y Sexy Show.
—No fue un trabajo fácil, porque yo estaba acostumbrado a los presupuestos de los americanos. Y aquí no había un puto duro, nada. No podía permitirme ayudantes, ni sastras. Pero salvé mi parte. Como el profesional que soy.
—A la vista está.
—Come on… Esas películas son bazofia.
—Dejemos eso. ¿Qué sucedía con la Silva y Blanco?
Rizal sonrió, con una expresión a la par maliciosa y despreciativa, mientras Arbó disimulaba a duras penas su alteración emocional.
—¿En pocas palabras?
—En las que quieras.
—Blanco estaba enchochado con Isabel, pero no podía hacer nada con ella.
—¿Por qué no?
—Porque no es un hombre de verdad. Es… basura.
—¿Y el novio de Isabel, Curro?
—Un macarrilla andaluz, torero fracasado. Basura también. Pero de otro tipo.
—¿E Isabel, según tú también era basura?
—No. Era… una mujer. Y yo de mujeres no opino.
—¿Por qué no?
—Porque no las respeto.
—Explícate. Por favor.
Rizal acabó medio vaso de un trago. Visiblemente, empezaba a marearse, por muy acostumbrado que estuviera al alcohol barato. Con torpeza, encendió otro cigarrillo y farfulló:
—Yo no respeto a la mujer, sino que adoro a la madre. Porque la mujer mientras no tiene hijos es egoísta, envidiosa y puta. En cambio, desde que tiene hijos se convierte en un ser glorioso. La maternidad limpia toda la suciedad de la mujer. La redime, hasta siempre.
Perplejo ante el criterio de Rizal, Arbó enmudeció por completo. Nunca había escuchado nada similar… bebió un poco mientras volvía a preguntar:
—¿Qué pasó con Isabel?
—¿Tú qué crees?
—Que fue asesinada.
Rizal acabó el resto de su vaso de otro trago. Su expresión ahora no podía ser más pétrea.
—¿De dónde sacas eso?
—Llámalo intuición.
—Ya hemos hablado demasiado.
—Pero aún no me has dicho nada. Habla, Johnny. Te repito que tendrás todo el alcohol que quieras.
—¿Whisky?
—Whisky.
En silencio, tembloroso en su silla, Rizal empezó a beber nuevamente del vaso de Arbó. A pequeños sorbos, sin parar, no se detuvo hasta ingerir todo el líquido. Y después se recogió en su anorak, mientras seguía temblando.
—Ya sabes mi dirección. Pásate un día por el hostal y te cuento. No tengo nada que perder ni debo favores a nadie. Pero no abriré el pico hasta que me hayas dado las botellas. Muchas botellas. Y dinero.
—Te he dicho que no tengo.
—Es tu problema. Pero tráeme. Quiero volver a tener dinero, dinero en mis bolsillos.
Rizal estaba comenzando a sollozar, además de sus temblores. Como si fuera a sufrir un ataque de histerismo, o incluso de epilepsia… Tenso y agitado a la vez, pero satisfecho del encuentro, Arbó se levantó y plantó cara a Rizal, bajando el volumen de su voz hasta el susurro:
—Te llamaré. Pero antes dime si tengo razón. Necesito confirmar mi convicción de que Isabel fue asesinada, y si Blanco sabe algo.
—Finished for today, Eugenio.
Tras enfundarse el abrigo y recuperar el paraguas, Arbó pagó las consumiciones. A continuación, volvió junto a Rizal y habló una vez más. Al tiempo que se ponía los guantes, conteniendo a duras penas su ansiedad.
—Dame una pista, por lo menos.
Recuperándose poco a poco, Rizal se hizo esperar en la contestación. Inmóvil en su butaca, con el rostro enrojecido, tomó su cigarrillo e inspiró una calada profunda. Su mirada era sarcástica, su sonrisa cruel.
—Te doy dos. Los colores y la luna.
Perplejo, más que irritado, Arbó insistió, suplicante:
—Sé más explícito. Te lo pido por lo que más quieras…
—Los nueve colores principales, y la luna llena. En lo primero, yo pinté bastante. En lo segundo, ni arte ni parte.
—Johnny…
—Stop. Quiero whisky y dinero. Y da gracias que no te pida también dos golfitas.