—¿Hasta cuándo vamos a seguir así, Genio?
—No lo sé, tía Aurora. Pero como no haga un ingreso ya, me cortan la luz, el agua y el teléfono.
—¿Y Contraplano?
—Me pagan lo que pueden, cuando pueden.
—¡Pues escribe en más sitios!
La tía Aurora apenas podía contener su irritación. Alta y recia, con su esquelético cuerpo recubierto bajo una desvaída bata gris, se balanceaba enérgica y sonoramente en su arcaica mecedora. Su pelo blanquecino estaba recogido en un moño, y la expresión ardía.
—No es tan simple… cada revista tiene su plantilla.
El salón del humilde piso donde habitaba la anciana reunía un dechado de antigüedades extravagantes y cachivaches pintorescos, preferentemente de latón. Empero, todo estaba dispuesto con cierto gusto y relativa armonía, en un espacio donde resaltaba, con desembozado orgullo, la bandera de la república española, desplegada en el ancho de una de las paredes.
—Genio… te he dado dinero hace sólo dos meses.
—Tres.
—Los que sean. Pero no podemos estar toda la vida con esta cantinela.
—No es normal. Ya lo sé.
—Encima, sigo viéndote con la misma ropa gastada, las mismas botas rotas, las mismas gafas horribles…
—Uso tu dinero para pagar los recibos y llenar la nevera. Apenas salgo y no tengo vicios.
Impactada por estas últimas palabras, la tía Aurora lentificó el vaivén de la mecedora hasta detenerla casi por completo. Quería disculparse por haber sido tan hosca e injusta, pero rápidamente venció la tentación. Prefería, antes bien, descubrir cómo su hasta entonces pusilánime sobrino había reunido valor para responderla de una forma tan tajante. En los límites de la insolencia, incluso.
Con firmeza, Arbó se levantó del butacón, posicionándose frente a su tía.
—¿Qué te ha pasado, Genio?
—¿A mí, cuándo?
—Tú sabrás cuándo. Pero te veo… un poco distinto.
—Últimamente he conocido gente… muy especial.
—¿Alguna mujer?
—También.
La anciana tardó en asimilar estas palabras. Pero cuando finalmente lo consiguió, estuvo a punto de saltar y gritar de alegría. Levantándose de la mecedora, se arrojó en brazos de su sobrino.
—Genio, Genio… por fin. ¡Una mujer contigo!
—Bueno, no te entusiasmes.
—Pero cómo no voy a entusiasmarme…
—Es que la relación… apenas ha comenzado… tiene que consolidarse, ya sabes cómo son estas cosas.
Saliendo del abrazo, pero sujetando a Arbó por los hombros, Aurora preguntó:
—¿De dónde es ella?
—Española. Aunque de origen portugués.
—Se llama…
—Isabel. No preguntes más.
—Y se dedica…
—He dicho que no más preguntas. En serio.
Ella asintió, con deferencia y una gran sonrisa. Exultaba felicidad, las lágrimas empezaban a resbalar por sus pómulos, resecos y marcados por culpa de la soledad, la preocupación, las privaciones.
—Ahora mismo vamos a compartir un licorcito. ¡Esto hay que mojarlo en familia!
—Con mucho gusto. Pero siéntate, que lo sirvo yo.
—Ah, ya bebes. Cuánto te está cambiando Isabel. Es natural.
Mientras su sobrino se dirigía a la cocina, Aurora se enjugó las lágrimas como pudo en los faldones de su vestido. Emocionada en lo más profundo de su sensibilidad, inevitablemente de inmediato pensó en cuán feliz habría sido su difunta hermana escuchando esta noticia, cuánto… Pero era preferible no comentarlo ahora, el chico podría conmoverse. Ya llegaría el momento.
—¡Aquí están las bebidas!
Se sentaron cara a cara, en la rectangular mesa del salón, recubierta por un mantel de hule. A la vera de la bandera republicana. Y brindaron:
—Por vosotros, Genio. De un trago.
—De un trago.
Acabaron al unísono la bebida, licor del madroño. Mirándose con gran cariño, espontáneamente se cogieron la mano derecha.
—Niño, tú eres mi única familia. Y yo soy tu única familia. Entonces, debemos ayudarnos en todo. Además de hacernos compañía.
El hombre asintió, sonriendo con dulzura.
—Sabes, Genio, un hombre no puede estar sin mujer. Es antinatural. Hace falta amor y hace falta sexo, a ser posible unidos.
Asintiendo, Arbó prolongó su sonrisa.
—La soledad enloquece y destruye, niño. Por dentro y por fuera. Tú todavía eres… relativamente joven. Por eso no puedes comprenderlo. Pero no hay nada más patético que un viejo solo. Es lo peor, te lo aseguro. Es una tristeza que no puede endulzarse con nada. No la cubre ni todo el oro del mundo.
Aurora guardó silencio durante unos segundos. Conmovida, y acaso arrepentida, de haber pronunciado unas palabras tan duras a un hombre hasta el momento claramente inmaduro. Sobreponiéndose, añadió:
—Cuando vuestra relación se haya… consolidado, como tú dices, te la traes a comer. Estoy deseando conocer a tu Isabel.
Arbó amplió su sonrisa, de un modo que únicamente podía significar franca aceptación.
—Y en cuanto nos ventilemos un segundo licor, voy a darte quinientos euros. Para que la invites a una cena de lujo… y te pongas al día en el banco.
Ahora fue Arbó quien rompió a llorar, mediante un ataque súbito. Y sus lágrimas caían en tal medida que debió quitarse las gafas, porque los cristales estaban empañándose.
Y llorando le dejó la anciana, mientras se encaminaba hacia la cocina con los vasos vacíos. Esta vez iba a ser ella quien sirviese la bebida.
Tras abrir la nevera y empuñar la botella, suspiró de felicidad.
Nuestro niño por fin ya no es un niño.
El director de fotografía, un mexicano llamado Gabriel Avelar, acababa de ultimar la iluminación del decorado. Después de arduos esfuerzos por parte de los equipos correspondientes, por fin todo estaba dispuesto para rodar la crucial escena del ritual satánico.
El productor Orozco sonrió ante el resultado, satisfecho por completo. Entusiasmado, incluso. Le encantaba trabajar con compatriotas de confianza. Con grandes cuates.
A su lado, Jacobo Blanco y John Phillip Law también contemplaban la escenografía. El admirativo silencio de todos fue roto finalmente por el actor, al exclamar:
—First Class!
A lo cual Orozco comentó riendo:
—You are with the best, gringo!
Blanco acompañó de buen grado la risa del productor, pero a continuación prefirió retirarse a su silla de director. Una vez acomodado, abrió la carpeta donde siempre guardaba el guión y sus múltiples apuntes de planificación, y se enfrascó en los papeles.
Orozco apartó la mirada de la diminuta figura del director en la silla, para devolverla hacia el decorado. Qué estupenda labor de dirección artística, adecuadamente magnificada por la iluminación. Se respiraba una atmósfera siniestra y barroca, sugestiva e irreal, a medida de la secuencia.
El altar del sacrificio era grande y resistente, previsto en buena lógica para el peso que debía soportar. De color negro y forma trapezoidal, estaba situado sobre un pentagrama repleto de alegorías esotéricas. Una gran escultura de Baphomet, construida por los decoradores a partir de bellos grabados de época, presidía el espacio ritual. Las paredes que circundaban el altar, conformando un semicírculo, simulaban un tipo de ladrillo ennegrecido a causa del paso del tiempo y los efectos del humo, e incluían motivos y signos diabólicos, derivados de culturas diversas pero adscritas al marco de la Europa medieval. Entre ellos, sobresalían la cruz invertida y la gema con la palabra mágica Abraxas.
Los objetos que se precisaban para las correspondientes fases del rito mostraban un idéntico color argentado, y estaban adecuadamente trucados a fin de que resultaran ligeros de peso para los actores. Una gran espada mágica, indispensable para que el oficiante dirigiera la ceremonia. Una campanilla, que debía sonar indicando el inicio y el final del rito. Dagas especiales, para perpetrar el sacrificio de sangre. Un cáliz, rebosante de una bebida espesa y supuestamente alucinógena. Un pebetero, donde quemar una clase particular de incienso. Y un gong, que sería golpeado para subrayar el inicio y el final de las letanías del oficiante. Asimismo estaban preparadas las velas, gruesas y rugosas, todas negras salvo una, de un blanco purísimo. Por último, el pergamino suponía una pequeña maravilla de mímesis, dada su inspiración en auténticos grimorios.
Orozco suspiró de satisfacción. Las noches del hombre lobo estaba adquiriendo, día tras día, el tono pertinente. Nunca traicionaba el espíritu tan concreto que la concibió. Terror español años setenta, con un toque mexicano años sesenta. No podía decepcionar, de ningún modo, a los numerosos admiradores mundiales de Jacobo Blanco.
El ruido de la puerta del plató abriéndose ruidosamente de par en par le distrajo de sus pensamientos. El más joven de los dos ayudantes traía ya la figuración, caracterizada a conveniencia. Los hombres, mediante gruesas túnicas negras, con la capucha caída sobre los ojos; las mujeres, con el rostro descubierto y sensualmente maquillado, ataviadas a base de volátiles togas rojas, abiertas por los lados para evidenciar la falta de ropa interior. Siete, ellos. Tres, ellas.
Perfecto. En un rincón, John Phillip Law, igualmente caracterizado para la secuencia, con sus egregios ropajes de oficiante, estaba absorto en el guión. A buen seguro, repasaba el denso y retórico diálogo de la invocación. En otra esquina, la muchacha que iba a desempeñar el rol de adolescente sacrificada escribía un mensaje en su teléfono móvil. Maquillada desde un rato antes, envolvía su desnudez en un albornoz largo y grueso.
Las vías del travelling cubrían el decorado de parte a parte, guardando la distancia necesaria. Los maquinistas ya estaban instalando la cámara sobre el trípode, a las órdenes del segundo operador, sempiterno hombre de confianza del director de fotografía, y asimismo mexicano. El resto de los técnicos trabajaba ya igualmente, en las labores respectivas.
Repentinamente, la característica voz ejecutiva de Blanco se elevó sobre el fragor generalizado.
—¿Dónde está Dan?
Apenas formulada la pregunta, Dan van Husen entró en el plató cual exhalación. Caracterizado de licántropo por todas las partes del cuerpo que quedaban fuera de su vestuario, rústico y desgarrado a consecuencia de la sobrenatural metamorfosis. Tensando el cuerpo como si estuviera a punto de saltar sobre una presa, vociferó espectacularmente con su marcado acento alemán:
—¡Os voy a comer a todos!
La broma fue recibida a base de carcajadas y aplausos por todos los presentes, hombres y mujeres. Salvo Blanco, quien a duras penas sonrió, hundido en su silla. Temblando.
Al contrario que el resto del personal, Orozco había reparado en ello. Algo intranquilo, se acercó a él y le preguntó:
—¿Estás bien?
—Estoy… preocupado por la responsabilidad de esta escena. Eso es lo que estoy.
—Es complicada. Y muy importante.
—Es un momento álgido en la historia, René. Un clímax. Aquí nos la jugamos.
—Bueno, tienes todo lo que has pedido.
—Y voy a estar a la altura.
Orozco sonrió, animándole mudamente. En respuesta, Blanco abandonó la silla y se dirigió hacia la cámara, mediante sus pasos débiles e irregulares. El productor permaneció atrás, inmóvil. Observándole.
Abriéndose paso entre los maquinistas y el segundo operador, Blanco se sentó tras la cámara, ajustando la vista al objetivo. Acto seguido, procedió con la máquina como si describiera una panorámica imaginaria, desde un extremo al otro del tenebroso decorado, para apreciar el efecto que podía surtir la escenografía debidamente encuadrada. Sin moverse del sitio ni dejar de mirar por la lente, gritó:
—¡Todo el mundo en cuadro! Vamos a hacer un ensayo.
Los dos ayudantes comenzaron a poner en práctica la orden, con la pertinente celeridad, y Orozco apagó su sofisticado teléfono móvil.
La misa negra dispuesta para rodar comprendía dos fases. La primera estribaba en el sacrificio de una virgen, joven y hermosa. Desnuda sobre el altar, atada de pies y manos con los miembros abiertos, en primer lugar debía ser lúbricamente acariciada por las tres mujeres vestidas de rojo, y a continuación brutalmente asesinada por los siete hombres vestidos de negro, esgrimiendo por persona un cuchillo mágico, con nueve cruces druídicas y nueve media lunas. La segunda parte de la ceremonia consistía en el hombre lobo encadenado en el propio altar ensangrentado, mientras el oficiante, mediante una invocación, alegaba el sacrificio previo, a fin de que Baphomet le concediera sin condiciones la voluntad del monstruo.
—¿OK, maestro?
Blanco asintió con un movimiento de cabeza a la pregunta del director de fotografía. Cediéndole su puesto tras la cámara, gritando a Orozco:
—¿La gente de efectos?
—Estamos todos, Jack.
El director guardó silencio durante unos segundos. Sin duda, era consciente de que todos los intérpretes y técnicos ya sólo aguardaban su voz ejecutiva.
Fijándose bien, Orozco intentaba profundizar, asimilar a fondo lo que estaba advirtiendo en Blanco. Evidentemente, estaba desmejorado respecto a la primera semana de rodaje. Se le veía más tembloroso, más flaco, más pálido. En verdad parecía que el trabajo de realizar Las noches del hombre lobo le estaba consumiendo. Con voracidad y sin compasión, un día tras otro, de una manera particular, incluso sobrenatural.
Con todo, ahí estaba. Bien que seguía. Por norma, llegaba el primero y marchaba el último. Y su palpable ancianidad no había malogrado ni una sola jornada de rodaje, ni tampoco producido el menor retraso en el plan de trabajo.
Podía gustar o no, pero Jacobo Blanco era un director de cine. Genuino, de raza. Perteneciente a una gloriosa generación a punto de extinguirse, a una específica e irremplazable «vieja guardia».
Haciendo un esfuerzo evidente, Blanco rompió el silencio:
—¡Empezamos el ensayo! From now on, everything in English!