—¿La señora Mateos?
—Pase, pase. ¡Qué puntual es usted!
Arbó aceptó la invitación con una sonrisa, y, siguiendo a su anfitriona, enseguida se encontró en la pequeña sala de estar. Con las manos en los bolsillos del abrigo, observó por doquier, reprimiendo su perplejidad. Verdaderamente, el tiempo parecía haberse detenido por lo menos treinta años antes. La característica imaginería del hogar tardofranquista reinaba en toda su pureza, presidida por el papel de flores decorando las paredes, los objetos de plata en el aparador y una mesa-camilla ante la televisión.
—Pero quítese el abrigo.
El visitante obedeció y entregó la prenda a la señora Mateos, mientras continuaba curioseando a su alrededor, con educado disimulo. La imagen de la mujer, oronda y otoñal, arreglada mediante modesta pulcritud y con su teñido pelo atusado bajo la laca, casaba a la perfección con la atmósfera de la casa. El característico perfume de los ambientadores baratos y el mareante calor de las viejas calefacciones españolas redondeaban tan rancio ambiente.
—¿Un cafetito?
—Lo que usted quiera. Lo tomaré con mucho gusto.
—Con este invierno tan perro…
—Y que lo diga.
En la televisión, gente de apestosa vulgaridad ladraba a propósito de la nueva relación amorosa de una fémina por lo visto célebre, pero a la cual Arbó desconocía y quería seguir desconociendo. «Prensa del corazón», lo llamaban.
—Enseguida vuelvo con el café. Usted pase ya con José Luis. Es allí al fondo, la habitación después del baño.
—Muchas gracias, señora.
Sin más dilación, Arbó se encaminó en la dirección indicada, a lo largo de un pasillo largo y acorde con la anacrónica estética del salón. Entreabriendo la puerta, advirtió extrañado que la estancia no estaba iluminada normalmente, y a continuación solicitó:
—¿Se puede?
No hubo respuesta, si bien la habitación no estaba en silencio. Por el contrario, se oía una voz masculina, enronquecida por la edad, murmurando palabras ininteligibles. El visitante repitió la pregunta, elevando ligeramente el volumen de su voz.
Tampoco recibió mayor respuesta. Empero, el sonido que ahora llegaba hasta él ya no se limitaba a murmullos absurdos. Incluía ruido de objetos, entre exclamaciones y onomatopeyas. Impaciente, Arbó abrió un poco más la puerta, preguntando todavía más alto:
—¿Señor Mateos?
Se hizo el silencio. El morador por fin había oído al intruso.
—Adelante.
El visitante obedeció, para encontrarse con su anfitrión tumbado boca abajo sobre la alfombra, con los codos apoyados. Vestía un raído pijama de algodón, combinando los colores negro y gris, más unos gruesos calcetines de lana. Era un anciano rechoncho y de estatura media, con el pelo canoso y ondulado.
En su mano derecha sostenía la máquina de un tren en miniatura, y en la izquierda portaba un vagón de mercancías, en la misma escala. A su alrededor, estaba dispuesto con todo primor un complicado sistema de vías y espacios anexos, cubriendo gran parte de la sala. Tras un túnel profundo, se distinguía una coqueta estación, especialmente bien reproducida, hasta el menor detalle. Detrás podía admirarse el pueblo correspondiente, con sus calles largas y anchas, repletas de zonas verdes.
—Encantado de conocerle. Soy Eugenio Arbó.
—Siéntate donde puedas, acabo de evitar un accidente tremendo.
—¿Ah, sí?
—Como suena. Cuatro segundos más, y la máquina de un tren de pasajeros habría embestido la cola de un convoy de mercancías. Casi nada. Pero he llegado a tiempo, y apenas se han rozado.
Arbó se sentó en el suelo junto a Mateos y asintió con interés, mientras admiraba maravillado todas las maquetas. Esta reconstrucción significaba un micromundo precioso. Sin duda realista, pero salpicado aquí y allá de detalles delicadamente pintorescos, de cariñosa fantasía. Las luces, por añadidura, reforzaban esta impresión con muy cualificada destreza. Emanaban de tres pequeñas lámparas, estratégicamente coordinadas en las zonas a cubrir, mediante filtros y visores entreabiertos diferenciando los tonos e intensidades. El resto de la habitación quedaba en la oscuridad.
—Tiene usted una maravilla de…
—Trátame de tú. Y claro que es una maravilla. Compro un material de primera. Marca Marklin, la mejor. Y luego lo hago yo todo, despacito… Pero mira de cerca y toca, hombre. No seas tímido.
Justo cuando Arbó tomaba entre sus manos la negra máquina del tren principal, la esposa de Mateos irrumpió, sosteniendo por el asa una humeante taza de café. Depositó esta en la alfombra, entre los dos hombres, a la vez que rogaba al visitante toda su complicidad, mediante una expresión inequívoca. A la cual Arbó respondió con idénticos y silentes términos. Acto seguido, la mujer dio la vuelta y se marchó rumbo a la detestable algarabía que a lo lejos vomitaba el televisor.
—¿Prefieres las máquinas a los vagones?
—Pues no lo sé, todo es tan bonito…
—Hay vagones muy distintos, fíjate bien. No te dejes cegar porque la máquina parezca única.
Arbó asintió, conforme devolvía la máquina a su lugar y empezaba a beber. Nunca le había gustado demasiado el café, pero habría sido incorrecto rechazar la invitación.
Mateos aprovechó el momento para sentarse imitando la postura de Arbó, con las piernas estiradas hacia delante y la vista fija en los trenes, y preguntó:
—¿Jugamos un poco o tienes prisa?
—Eh… lo segundo. Y bien que lo lamento. ¡Esto es fantástico!
—Y yo sé que lo dices en serio. A ver ¿de qué va tu libro y cómo puedo ayudarte?
—Pues va de los profesionales que hicieron posible el apogeo del cine español de terror, en los años sesenta y setenta.
Mateos recogió sus piernas, plantando cara al visitante. Su rostro, escasa e indirectamente iluminado por las luces enfiladas hacia los trenes, acababa de cambiar de expresión. Ahora resultaba antipático, casi hostil.
—En cambio, ahora no hablas en serio.
Arbó agachó ligeramente la cabeza, avergonzado. ¿Cómo había captado su mentira aquel anciano chiflado?
—¿Qué quieres realmente de mí, Eugenio Arbó?
Incapaz de responder, el visitante se quitó las gafas, y extrajo de un bolsillo del pantalón el paquetito de kleenex que llevaba allí normalmente. Empezó a limpiar las lentes a la vez que volvía a elevar la mirada, y así se encontró cara a cara con Mateos.
Advirtió entonces, en aquellos ojos glaucos, que el viejo técnico de cine había perdido prácticamente el sentido de la vista.
—¿Qué quieres de mí? Pregúntalo directamente o márchate. Como ves, tengo más que hacer.
Súbitamente, Arbó empezó a acusar con mayor intensidad el calor que sofocaba la casa de Mateos. Era excesivo, casi tóxico. Probablemente pronto empezaría a sudar… Bebió más café.
—Tu última oportunidad, periodista.
—¿Qué sucedió con Isabel Silva?
Apenas formulada la pregunta, Mateos apretó los dientes y frunció los ojos. Mientras la asimilaba, Arbó volvió a calzarse las gafas.
—Desapareció.
—Esa explicación no me basta. Ya no.
Mateos, con inesperada agilidad, mediante un movimiento repentino del cuerpo volvió a tumbarse boca abajo. Después, cambió de vía la máquina del tren que había examinado Arbó. Segundos más tarde, preguntó:
—¿Vive todavía Jacobo Blanco?
—Está haciendo una película, Las noches del hombre lobo.
—O sea que ese cabrón ha conseguido volver.
—Lleva tres semanas rodando. En coproducción con México.
El anciano asintió, mientras seguía jugando. Estaba encadenando vagón tras vagón, rehaciendo un tren en otra vía, la enfilada hacia el túnel.
—Jack siempre fue único levantando proyectos. Liaba a su propia sombra.
—Sí, claro… ha hecho muchas películas.
—Pero pocas buenas.
—A mí me gustan. No todas, claro, pero en general…
Mateos le interrumpió, preguntándole:
—¿Por qué te interesa Isabel?
—Pues… estoy escribiendo un artículo sobre ella, para una revista que se llama Contraplano. Quiero que todo el mundo la conozca, que sepa que pudo haber llegado a lo más alto del cine español, incluso europeo.
Mateos sonrió. Posiblemente esta vez sí le había creído, aunque su expresión ahora era inaccesible, al quedar fuera de la zona iluminada. ¿Pero por qué aumentaba el calor?
—¿Lo piensas de verdad?
—Por eso estoy aquí. No sé de nadie más que pueda hablarme de ella, y necesito testimonios de gente con la que trabajó.
—Pues ahí tienes al gran Jacobo Blanco.
—Ya hablé con él. Y me dijo que no sabe nada, que no puede ayudarme.
El viejo técnico volvió a guardar silencio, tras emitir el sonido de una sonrisa escéptica, seguramente burlona. Mientras, Arbó empezaba a sudar.
—El barranco de los espectros. La orgía de las lobas. Las vampiras de Drácula. Sexy Show. Estas son las cuatro películas que hiciste con Isabel. Todas dirigidas por Blanco.
Mateos tardó en hablar. Cuando lo hizo, su voz había adquirido una suavidad con la que Arbó no contaba. Estaba evocando, y lo hacía con dulzura. Desde la oscuridad, desde su oscuridad.
—Me gustaba iluminarla. En serio. Representaba una gran satisfacción profesional. Porque era bonita y fotogénica. Sin duda. Pero necesitaba el auxilio de la técnica, ciertos trucos. Había que magnificarla artificialmente. De lo contrario en pantalla quedaría… poca cosa.
Arbó asintió, consciente de que su sudor aumentaba, de arriba a abajo. Nervioso, acariciaba la vacía taza de café. El hombre que iluminó los mejores roles de Isabel Silva estaba hablándole… En penumbra y mientras jugaba con sus trenes.
—Aquellas películas se hicieron de mala manera. Deprisa, corriendo de acá para allá, sin un duro. Pero Jack tenía mucha energía. No paraba nunca, gritaba, resolvía. Era el típico director cabrón de antes. Un tirano de tercera. Un reyezuelo feliz en su pequeño mundo.
Arbó escuchaba fascinado, mientras el sudor humedecía su frente.
—Me gusta la luz de esas películas. Creo que hice un buen trabajo, considerando las muchas prisas y los pocos medios. Sabes, estos géneros extremos del terror y la fantasía encierran grandes posibilidades para un operador. Estimulan. Aunque Jack me marcaba mucho. Quería la fotografía justo como la quería. Para los actores, los ambientes… pero al final nos entendíamos. Con nuestras broncas, pero nos entendíamos.
—Isabel, ¿cómo era?
—De las que hacen poco pero sugieren mucho. Y sabía caer bien, sin darse importancia ni salir de su sitio.
—¿Y su trato con Jack?
—A Jack le fascinaba, no te puedes imaginar hasta qué punto. Sobre todo cuando estaba caracterizada, porque se transformaba por completo.
—Hasta ese punto…
—Sí. Isabel parecía otra mujer cuando tenía la cámara delante. Y parecía otra mujer porque realmente se convertía en otra mujer. Entraba en situación en cuestión de segundos.
—Supongo que es de lo que se trataba…
—Exacto. Eso es una actriz. Te cuento un detalle muy fuerte: Jack pretendía rodar personalmente los planos donde ella aparecía. Figúrate, el colmo, Jack manejando la cámara ¡Si no tenía pulso! Yo me negaba, claro. Habría sido la perdición para las películas, quedaría fatal. Sabes, yo trabajé mucho con los italianos. Y, con muy buen juicio, su lema era A ciascuno il suo.
El escritor se levantó y comenzó a caminar por la estancia, nervioso. Pendiente de su labor, el técnico jubilado terminaba de reubicar el tren.
—Háblame más de Isabel, por favor.
—Era coqueta, pero de modo sutil. En fino. Y aunque le faltaba cultura, sabía hablar. En cambio el novio era un imbécil.
Aún no había concluido Mateos esta última frase, cuando Arbó quedó inmovilizado. Como si le hubieran golpeado en la cabeza con un martillo pilón.
—Tenía novio, claro…
—Bueno, novio o lo que fuera… ya me entiendes.
—¿Cómo se llamaba?
—Para ella Curro.
Íntimamente irritado, conteniendo la furia a duras penas, ahogándose en su propio sudor, Arbó abrió un poco la ventana de la estancia y miró al exterior. La luz del día empezaba a desaparecer… y él necesitaba angustiosamente aire frío.
—¿Estaba con Isabel en los rodajes?
—A veces. Cuando rodábamos en Madrid, siempre. O casi, no me acuerdo bien.
—Entonces, ¿no era un profesional del cine?
—Qué va. Tenía pinta de chulo. De chulo barato, encima. Las patillas, los musculines… Cierra la ventana, por favor.
—Perdón.
—Entra frío.
Arbó obedeció de mala gana, pero permaneció de pie en la oscuridad, inmóvil tras una de las pequeñas lámparas. Viendo jugar a su anfitrión. Intentando no pensar, no sentir.
—Mira, ahora este tren va a dirigirse hacia el pueblecito de verde. Hay mucha gente esperando en la estación, a que lleguen sus seres queridos. Que todavía tengo que ponerlos, ahora que caigo.
—¿Hay… queda alguien más que hubiera trabajado con vosotros? Alguien significativo, quiero decir.
Mateos calló y se levantó, a fin de corregir un visor lateral de una de las lamparitas, para modificar la luz sobre la estación tras el túnel. Tras volver a su postura en el suelo, respondió:
—Quizá Juan Rizal. Era el decorador. Además, tenía una relación estrecha con Jack.
—Juan Rizal. Ese nombre no aparece en los créditos de ninguna de las películas.
—¿Y qué? No toda la gente que trabajó allí aparece acreditada. Ni toda la gente que aparece acreditada trabajó allí.
—Yo no podía saberlo…
—Juan Rizal era un gran decorador, un profesional de primera. Era filipino. Los americanos le llamaban Johnny, y los españoles «el chino». Una lástima, le perdió el alcohol. Bueno, el alcohol, la soberbia, los vicios, y qué sé yo cuántas locuras más… Ganó mucho dinero en sus tiempos de gloria, durante los años sesenta. Pero se confió, cruzó la línea, y cayó en picado.
—Uno de esos casos…
—Si sigue vivo, estará en la miseria más negra. Su última dirección era un hostalucho de Tirso de Molina, justo en la calle de las sastrerías de cine que tanto había frecuentado como profesional, para más inri. Mi mujer seguramente tiene por ahí el teléfono, si lo quieres que te lo busque.
—Muchas gracias. Y te voy dejando.
Aparentemente sereno pero íntimamente crispado, Arbó se dirigió a la puerta de la estancia. Era incapaz de despedirse, carecía de valor para volver a plantar cara ante aquellos ojos. Unos ojos que tanto habían trabajado, y que se resistían a claudicar. Mientras empuñaba el picaporte, escuchó nuevamente a Mateos:
—Jack disfrutaba dirigiendo a Isabel. En esos momentos, nunca tenía prisa. Disfrutaba realmente… transformándola en personajes imaginarios.
—¿Pero qué sucedió con ella? Tengo que saberlo.
Mateos guardó silencio. Y respondió justo cuando su tren empezaba a penetrar en el túnel.
—Era una niña, y se la comió el lobo.
Jacobo Blanco desvió durante unos segundos la vista hacia la luna llena, con ánimo de asimilar su mágica luz, exultante tras el ventanal. Refortalecido, devolvió la mirada hacia el lecho.
Isabel Silva se besaba y acariciaba con otra mujer no menos bella, en silencio y con melosa ternura. Su cabellera negra contrastaba con el pelo de la desconocida, igualmente largo pero teñido de rubio. La silueta y estatura de ambas, en cambio, eran similares.
Únicamente vestían unas medias de seda, de color azul. Como azules eran las sábanas del lecho y los cortinajes que envolvían la cámara.
Los besos que las unían eran largos y húmedos, las caricias recorrían amorosamente todas las zonas de cada cuerpo. Recreándose sobre todo en las respectivas entrepiernas, depiladas y pegajosas.
Gradualmente, la pasión crecía al unísono en ambas. Y el silencio que guardaban al principio empezó a romperse, a base de gemidos, suspiros, runruneos.
Sigue, Isabel. Yo voy a cerrar los ojos, para verte de verdad.