—Mi marido está jugando. ¿Quién le llama?
—Soy un historiador del cine. De aquí, de Madrid. Me llamo Eugenio Arbó.
—¿Un historiador qué?
—Un periodista, digamos. Estoy escribiendo un libro, un libro de cine. Y necesito hablar con su esposo. Para incluir declaraciones suyas.
—Entiendo. Pero mi esposo no está para grandes conversaciones.
—Es muy importante, señora. Imprescindible para mi trabajo.
—Ya… Espere que le consulte.
Arbó asintió mudamente. Estaba recogido en un extremo del sofá, con la edición del Cine Guía del año 1975 abierto por las páginas de los operadores, entre sus piernas cruzadas. La luz del salón estaba apagada, al igual que la estufa. Sobre todo porque apenas le quedaban reservas en su cuenta corriente para atender los gastos domiciliados del inminente mes de febrero.
Había encontrado muchos años atrás en el Rastro varios ejemplares saldados de las ediciones del Cine Guía de los primeros años setenta. Compró dos. Uno era el correspondiente a 1972, precisamente el único año donde llegó a aparecer una reseña profesional de Isabel Silva, justo en la época de su desaparición. La edición de tres años más tarde que manejaba ahora incluía todavía el teléfono de José Luis Mateos, el actualmente jubilado director de fotografía con quien entonces siempre trabajaba Jacobo Blanco.
—¿Oiga?
—Sí, sigo aquí.
—José Luis dice que puede usted venir cualquier tarde de esta semana.
—Estupendo, muchas gracias.
—¿Sabe la dirección?
—¿Sigue siendo la que indicaba el Cine Guía de la calle Carolina Coronado?
—¡Qué remedio!
—Entonces, no hay problema. Iré mañana mismo. A las cinco de la tarde.
—La hora de la verdad, señor Arbó.
Arbó colgó el teléfono despacio, serenamente satisfecho. Y continuó sentado, en el acogedor silencio de su hogar.
Conocer personalmente a Jacobo Blanco había representado una experiencia incomparable. Charlar con él antes, durante y después de la entrevista… había representado un auténtico impacto emocional para Arbó. Blanco desprendía fuerza psicológica, magnetismo personal. Aunque empezaba a resultar algo autoparódico, la sombra del que debió ser, del que sin duda fue durante los años sesenta y setenta. Con su rostro apergaminado, sus haces de pelo cano y sucio desplomándose a ambos lados del rostro, sus patéticas dificultades para caminar con normalidad… si bien la mirada todavía desprendía una rara energía.
Se levantó y fue hacia la cocina, extrayendo del frigorífico una botella de vino verde portugués, apenas empezada. Colmó de líquido un vaso ancho y de cristal tupido, de color azul, y con él en la mano se instaló en su escritorio. Sentándose frente a la foto de Isabel Silva. Mirándola.
Finalmente he conocido al artista que nos presentó en el «Cine Madrid», Isabel. Es un hombre muy especial, lo reconozco. Fascinante… pero aterrador. Tiene algo de hipnotizador de feria. O de demiurgo de película expresionista.
La entrevista ha sido muy interesante. Pese a las secuelas de la edad, este hombre sabe hablar, sabe responder. Tiene una personalidad poderosa, y una enorme seguridad en sí mismo. A menudo cae en la petulancia y en el narcisismo, pero se le puede entender. Por lo menos, yo le entiendo.
Me interesa como persona y le admiro como cineasta. Nos hemos entendido, y vamos a volver a vernos. Bien pronto. Yo me he apuntado su teléfono, él se ha guardado mi tarjeta.
Arbó empezó a beber. Lentamente, recreándose en el sabor del vino verde. Nunca le había gustado mucho el alcohol, jamás encajó demasiado bien sus efectos. Pero eso era antes.
Sé que Jack y tú no fuisteis amantes, Isabel. Por supuesto. Pero he captado que había algo entre vosotros. Algo extraño, distinto de una relación común. La reacción de su mirada cuando le pregunté por ti os ha delatado.
Siguió bebiendo. El vino estaba muy frío, casi helado. Al igual que la propia estancia.
Jack sabe lo que sucedió contigo, Isabel. Él sabe quién te mató, y por qué lo hizo. Estoy seguro.
Pero no quiere ayudarme. Y yo tengo que seguir adelante.
Cerrando los ojos, terminó el vino mediante un trago prolongado. El alcohol ya no le embotaba los sentidos, como siempre había ocurrido.
Apenas vuelto a Madrid, tras entrevistar a Blanco, Arbó estudió las fichas de las cuatro películas en que el director dirigió a Isabel Silva. El barranco de los espectros, La orgía de las lobas, Las vampiras de Drácula y Sexy Show. Cotejando los créditos. Rastreando los nombres de intérpretes y técnicos que todavía viviesen, con los cuales hablar, a quienes preguntar discretamente por la desaparecida actriz.
Habían transcurrido treinta y cinco años desde el rodaje de aquellas películas. Demasiados. Y sólo un nombre brilló como un posible, incluso ideal auxilio para la investigación: el director de fotografía José Luis Mateos. Los demás profesionales que participaron en tan remotos rodajes, y no habían sido tantos dada su modestia industrial, o bien habían fallecido o bien parecían ilocalizables.
Volvió a abrir los ojos, fijándolos de nuevo en la fotografía. Y haciendo caso omiso del teléfono móvil que sonaba en el salón, a su espalda.
He localizado al técnico que tan maravillosamente te iluminaba en las películas que hiciste con Jack, Isabel. Y estoy convencido de que me va a ayudar. Totalmente convencido.
Me siento tan nervioso… Estoy tan excitado por lo que voy a descubrir…
Y perdóname, amor mío. Sé que tenía que haber tomado esta decisión antes. Mucho antes. Pero no tenía cojones. En cambio, desde que Jack ha empezado a hacer Las noches del hombre lobo, soy otro hombre. Mejor dicho, soy un hombre.
—Javi, acaba de llegar un e-mail de Arbó.
—¿El artículo de Clouzot?
—No, la entrevista con Jacobo Blanco.
—De verdad que es la hostia… Hace primero lo que menos prisa corre.
Rubio sacó del scanner la enciclopedia francesa de la que estaba reproduciendo una grandiosa foto de Vera Clouzot y Simone Signoret en Las diabólicas, y cerró el aparato. Caía la noche, y en la oficina de Contraplano estaba ultimándose el número correspondiente a marzo.
—¿Te imprimo la entrevista, de todos modos?
—Sí, que tengo curiosidad.
Mientras la impresora iba arrojando los folios escritos, la señora Muñoz comentó:
—No ha escrito el reportaje de la película, ni incluye la entradilla. Es sólo la entrevista.
Rubio asintió, mientras recogía las páginas impresas. Comentando:
—No hay problema. Para eso vamos bien de tiempo. Pero no para lo de Clouzot.
La secretaria guardó silencio. Prefería ahorrarse comentarios, por muy oportunos que fueran, a hacerlos si concernían a cualquier cosa relacionada con Eugenio Arbó.
Por su parte, Rubio regresó a su asiento. Acto seguido, mientras bebía té negro con mango de un vaso de plástico, se enfrascó en leer la entrevista.
«—Si no estoy mal informado, empiezas a trabajar en el cine a finales de los años cincuenta, como script.
»—No exactamente. Sí que empecé a finales de los años cincuenta, específicamente en el 59. Pero no de script, sino como meritorio de dirección para una película de Eduardo Manzanos. Fui ascendiendo poco a poco en el escalafón, hasta por fin dirigir. Lo típico de entonces.
»—¿Ya te gustaba el cine de terror, o te aficionaste después, a la sombra de su apogeo en los primeros años sesenta?
»—Lo primero. De niño me alimentaba de las películas en blanco y negro de la Universal. Las veía todas, un montón de veces. Desordenadas, porque unas se estrenaban antes, otras después, otras nunca… Boris Karloff y Bela Lugosi fueron mis profesores de verdad, no los cabrones del colegio. Pero también me encantaba el cine negro. Richard Widmark y Dan Duryea eran dos de mis ídolos.
»—¿Qué te gustaba especialmente de aquel cine?
»—El clima de pesadilla, el hecho de que no tuviera nada que ver con la vida normal. Aquellas iluminaciones forzadas, esos personajes que sólo viven para sus locuras… despertaban mi fantasía. Porque la fantasía lo significa todo para mí.
»—Empiezas a hacer películas de terror en el año 1969, tras tus dos primeras películas como director, sendas comedias que no funcionan.
»—Y cómo iban a funcionar, si eran más malas que el sebo.
»—Cuando empiezas con el terror, ya estaban encarriladas las aproximaciones de Jesús Franco, Paul Naschy y Amando de Ossorio, tres de los cineastas esenciales de la euforia industrial del género.
»—Cierto, yo empecé un poco después.
»—¿Qué te parecen ellos, cómo te comparas?
»—Mira, yo a micrófono abierto no opino de ningún colega. No me parece… ético. Somos compañeros, sobreviviendo en una profesión durísima.
»—Perdona que insista, pero me interesa mucho esta cuestión.
»—¿Y si también yo insisto en mi negativa? Está bien, te diré que tanto Franco como Ossorio y Naschy tienen cosas en sus películas que me gustan, y mucho, y otras que no me gustan, nada de nada. Al igual que yo, hicieron lo que pudieron y les permitieron, partiendo de su amor por el género. Porque hacíamos nuestras películas sin un puto duro. Sin ayudas oficiales ni respeto por parte de nadie. Y, encima, en un país gobernado por militares chusqueros y curas maricones.
»—Son condiciones inimaginables en el cine español de hoy.
»—¡Y tanto! Yo llegué a hacer una película, Las novias del asesino, en el 74, con sólo nueve mil metros de película virgen y doce días de rodaje. En estas condiciones, los directores actuales no podrían hacer ni un corto. Y yo hice aquella película. Y se distribuyó. Y se vendió fuera.
»—Los críticos solían ser feroces con vosotros.
»—Muchos siguen siéndolo. Hace poco apareció en una revista francesa una crítica de La orgía de las lobas, escrita por una mujer. Decía textualmente “Está hecha para niños que mientras la ven juegan con su pequeño pito”. ¿Y si es así, qué? También yo puedo decir que la mierda de El piano está hecha para mujeres que mientras la ven juegan con su gran chocho.
»—Efectivamente, pero volviendo a Franco, Ossorio y Naschy…
»—A Franco hay que respetarle especialmente porque abordó el género antes que nadie, en una época en que hacerlo en España implicaba que se descojonaran de ti. Y a Ossorio y Naschy porque crearon personajes que ya forman parte del panteón del género, como son los templarios y el hombre lobo Daninsky.
»—Puestos a buscar parangones, a mí tu cine me recuerda más al de Franco que al de Ossorio y Naschy.
»—¿Por qué?
»—No sé, por la mayor morbosidad del componente erótico, el hincapié en el voyeurismo…
»—Puede ser. El voyeurismo me encanta. Pero para disfrutar realmente mirando, hay que tener algo maravilloso para ver. ¿Me explico?
»—Claro. Y está también la cuestión de los actores…
»—Cierto, contraté algunos que antes habían trabajado con Franco, como Howard Vernon y Dennis Price. Pero él nunca tuvo ante su cámara a Marisa Mell y a Pascale Petit.
»—Contó con Christopher Lee.
»—Gracias a un productor inglés, con quien Lee ya había trabajado antes. Pero sí, el caso es que contó con él. Esto siempre se lo envidié a Franco, mira. Y también su descubrimiento de Soledad Miranda. La han sobrevalorado, pero es verdad que tenía algo especial.
»—Hablando de actrices, me encanta una que trabajó varias veces contigo, Isabel Silva.
»—Isabel Silva… ¿Sabes que eres la primera persona a la que oigo pronunciar su nombre, en treinta años? La anterior fue un crítico francés, de Vampirella.
»—Tenía una gran magia.
»—Yo supe extraerla de ella, que es distinto. Por fortuna, confió en mí y me obedeció a ciegas. Hizo bien.
»—Siendo tan sugestiva, ¿por qué siempre le diste papeles pequeños?
»—Rigores de las coproducciones, circunstancias diversas. No es tan fácil.
»—¿Y qué ha sido de ella?
»—Ni idea. Desapareció sin avisar a nadie.
»—¿Nunca has vuelto a saber nada de ella desde entonces?
»—Ni yo ni nadie.
»—¿Pero no tenía familia?
»—Vivía sola en un apartamento.
»—Yo siempre pensé que tenía un futuro espléndido en el cine…
»—No te equivocabas. Pero ya sabes, las cosas pasan. Yo me acuerdo mucho de ella, no creas. Como si la viera. Pero cuando los temas de conversación son tristes, es preferible cambiarlos. ¿Hablamos de Las noches del hombre lobo de una vez?
»—Claro. Pero antes dime qué has hecho desde tu película anterior, tan lejana ya en el tiempo…
»—Intentar levantar esta. Muerto de rabia, por no decir de asco.
»—¿No te llovió ninguna oferta?
»—Algunas, pero todas de comedia. Que rechacé tajantemente. Empecé en ese género y lo odio. No hay nada más patético que una comedia sin gracia. Y casi nunca la tienen.
»—¿Pero eran españolas o coproducciones?
»—Españolas. Tiré los guiones a la basura, hace tiempo. No se ha hecho ninguno, por fortuna. Uno era de ambiente mariquita, se titulaba Ducha Champú, algo inenarrable. Otro era medio porno, Búlgara, enseña el búlgaro.
»—Qué alucinante… ¿alguno más?
»—Dos o tres. Uno no estaba tan mal, era Bragas efecto tanga. Y otro era una especie de vodevil que también tenía su gracia, se llamaba Me tocó la china.
»—Según creo, logras levantar Las noches del hombre lobo gracias a México.
»—Correcto. Aquí no me hacían ni puto caso. Además, el productor mexicano me ha posibilitado rodar en película. Los viejos y cojonudos 35 milímetros, no la mierda del digital, que se ve como el culo.
»—¿Pero la participación mexicana ha modificado en algo tu idea inicial?
»—Hombre, he tenido que acentuar el aspecto melodramático. México es la patria del folletín, ya sabes… Pero tampoco me importa, no ha sido difícil.
»—Aunque te has dedicado preferentemente al terror fantástico, nunca habías abordado el personaje del hombre lobo.
»—Cierto, y me moría de las ganas, está lleno de posibilidades. Sobre todo por su dependencia de la luna llena, que es una de mis alegorías preferidas.
»—He leído en el dossier de prensa que aparecen elementos de brujería y de esoterismo. Muchos cineastas que han abordado el género fantástico reconocen creencias particulares, ajenas a las religiones al uso. ¿Tú eres uno de ellos?
»—Más bien no. Verás, odio el cristianismo, a tope. Lo he sufrido en carne viva, como todo españolito crecido a lo largo de la posguerra, en la autarquía. Las vírgenes, los mártires, los santos… todo eso me pone enfermo. Pero tampoco me apunto a ninguna disciplina que implique creer en un dios o dioses personalizados. Bueno, personalizados o sin personalizar. Porque ni me lo creo ni me divierte. En cuanto a lo que dices de la brujería y el esoterismo, me gustan, pero como espectáculo. Hacen soñar, que para eso está el cine fantástico. Pero lo que realmente me apasiona es el erotismo mágico.
»—¿Es decir?
»—Las posibilidades extraordinarias del sexo. Si me apuras, del erotismo más que del sexo. Esto me encanta. Todo lo que sea sexo pero esté más allá del folleteo normal, del triste polvo nocturno.
»—Interesante… En cuanto a los intérpretes, ¿los has escogido tú?
»—Los mexicanos no, los ha captado el productor de allí, Orozco. Pero son buenos, cumplen como necesito. En cuanto a John Phillip Law y Dan van Husen, han sido cosa mía, por supuesto.
»—Es una gran elección, muy elocuente.
»—Esta es la palabra.
—¿Qué papeles hacen?
«—John es un aristócrata elegante y maravilloso, pero esto no es más que fachada. En realidad, es un tipo enigmático, turbio, que domina tanto la ciencia como la magia, y que quiere aprovecharse del hombre lobo. En cuanto a Dan, hace precisamente este papel, y lo interpreta incluso cuando está caracterizado.
»—Dan ha trabajado con Jesús Franco.
»—Bueno. Y con Eugenio Martín. Y con Julio Buchs. Y con Joaquín Romero Marchent. ¿Y qué?
»—No, si me parece fenomenal. Me encanta tu idea de recuperar entrañables actores de las coproducciones españolas de género.
»—Me parecía indispensable. Y tenía otro previsto: Jack Taylor. Pero fue imposible, en estas mismas fechas tenía firmada una película en Alemania. Es una pena, yo nunca había trabajado con él… Ah, ya que estamos con el tema, se ha agregado al reparto Aldo Sambrell.
»—Es verdad, no viene en la ficha del dossier de prensa.
»—Porque sustituye a un mexicano que cayó enfermo. Me había llamado varias veces, en cuanto se enteró de que se hacía la película… Hace del hermano mayor de Dan, guardabosques analfabeto como él. Viven en una cabaña, y siempre están solos, sin mujer ni nada. Unos personajes preciosos.
»—Supongo que sabes que últimamente se han producido varias películas de tema más o menos licantrópico, incluso en España.
»—Sí que lo sé. Pero no he querido ver ninguna, para no liarme. Mi idea es muy precisa, no admite influencias.
»—¿Definirías Las noches del hombre lobo como un homenaje nostálgico o como una prolongación real de tus películas de los años 70?
»—Buena pregunta. Respóndela tú cuando la veas.
Rubio dejó los papeles sobre la mesa, y terminó su bebida. Mientras continuaba escribiendo, la señora Muñoz preguntó:
—¿Qué tal?
—Muy bien. Es interesante y tiene ritmo. Pero se le ha ido la mano.
—¿En la extensión?
—No exactamente. Podría publicarse así, sin problemas. Me refiero a Isabel Silva.
—¿Y quién es esa?
—Una actriz de los años 70, que le encanta. No era nadie, nadie la conoce, a nadie le importa, no trabajó más que dos o tres años y encima haciendo papelines… y va este y le dedica casi media página.
—Pues eso se lo cortas.
—Exacto. Me duele, pero tendrá que entenderlo. La Silva no pinta nada.
El coche de producción había aparcado en la calle Juanelo, justo ante el domicilio de Blanco. Tras despedirse del chófer, el director se apeó torpemente, en el frío nocturno. Volvía de cenar en compañía de los intérpretes principales y los jefes de departamento.
Una gran paella de marisco y pescado, regada con delicioso vino blanco, había representado el plato principal, maravillando a todos los comensales, sobre todo los extranjeros, a lo largo de una velada chispeante, al abrigo del restaurante especializado que les acogió, «La barraca». Como siempre desde que empezó el rodaje, Blanco había presidido la conversación, encadenando múltiples anécdotas de su abultada y pintoresca trayectoria profesional.
Aterido por el frío y abotargado por el alcohol, Blanco abrió el portal y penetró en el vestíbulo, de reducidas dimensiones y atmósfera vetusta, con sus techos altos y blancos, y centenarios azulejos combinando los colores amarillo y azul.
Empero, antes de empezar a subir la escalera, detuvo la mirada en la puerta del sótano. Su sótano.
Bueno, Isabel, tienes un admirador. Esto no lo sabíamos. O, por lo menos, no lo sabía yo.