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Cuando Arbó llegó ante el castillo de San Martín de Valdeiglesias, el día empezaba a clarear. Sin embargo, el frío persistía, e incluso resultaba más agudo y cortante que en Madrid. Era un frío seco, el mítico frío castellano.

Vestía su entrañable y raído abrigo gris y calzaba unas botas que desde la temporada anterior disimulaban pequeñas grietas, por las cuales llegaba a filtrarse el agua de las lluvias. Las manos estaban protegidas por guantes negros de piel, una prenda que adoraba desde que la viera en el Robert Vaughn de Los siete magníficos y el Jack Palance de Raíces profundas, antes de su emblemática utilización en el Giallo.

Había almorzado poco tiempo antes, durante el trayecto en el autobús. Únicamente un par de manzanas verdes, bien ácidas, con arreglo a la dieta rigurosa que se había impuesto pocos días antes. Mientras comía la fruta, leyó con interés la información al respecto que le habían facilitado en la Dirección General de Patrimonio Histórico.

Estaba ilusionado, expectante. El responsable de prensa de la película, un andaluz apellidado Palmero, le había cerrado una cita con Blanco tras la comida con el equipo de rodaje. Un café juntos, antes de iniciarse la jornada de trabajo. Fijada a partir de las tres de la tarde, pues las previsiones de lluvia habían desaconsejado al director de producción organizarla filmación para las horas de mañana. El propósito era rodar numerosos planos, con y sin actores, de ciertas partes de la fachada del castillo. Los interiores correspondientes se filmaban en el estudio contratado en Madrid.

Arbó recordaba cuánto había admirado el castillo de San Martín de Valdeiglesias en muchas películas españolas de terror de los años 60 y 70, sobre todo de Jesús Franco y Amando de Ossorio. También en coproducciones del género con Italia y Francia. Lógicamente entonces ignoraba qué castillo era, dónde estaba construido… Significaba pues un espacio entrañable en su memoria cinéfila, en su archivo de imágenes mentales. Y por tal razón había llegado al pueblo una hora antes de su cita con Blanco. A fin de recorrer el castillo con sus propios ojos. De reconocerlo.

Según el folleto recién leído, su denominación genuina era la de Castillo de la Coracera, y el modelo de fortificación corresponde a los patrones al uso durante la primera mitad del siglo XV. Ahora bien, su origen se remonta hasta el siglo XIII, cuando se establece un núcleo de población en torno al Monasterio de San Pelayo, fundado por monjes benedictinos. Años después, con motivo de una revuelta campesina, los monjes pidieron ayuda a Don Álvaro de Luna, quien, a cambio de sus sangrientos servicios, se erigió en señor de la zona y ordenó construir el castillo con fines militares. Posteriormente, tras la ejecución de Luna, la fortaleza quedó en manos de su hija, y a partir de entonces había conocido destinos diversos, deteriorándose progresivamente a lo largo de los siglos. Hasta que hacia 1940 fue primorosamente restaurado por un aristócrata, con objeto de convertirlo en una residencia señorial.

La información oficial concluía en esa década. Desde entonces, según rumores, el castillo había pertenecido a gente, cuando menos, peculiar.

Una vez embelesados sus ojos en la grandiosa «torre del homenaje», con sus impresionantes dovelas de granito en forma de arco de medio punto protegiendo la entrada al recinto principal, Arbó paseó alrededor de la fortaleza, a fin de ver el resto. Al contrario que la torre anterior, de planta pentagonal, las otras tres eran cilíndricas. Le impresionó particularmente la del ángulo suroeste, con su grave sobriedad, dado que suponía la que mayores recuerdos cinematográficos le aportaba. Pero también quedó encantado ante la vista del lateral occidental y de la parte del antemuro.

El teléfono móvil, sonando en el interior de su abrigo, interrumpió la contemplación del castillo. Empero, Arbó mantuvo la vista en las murallas, mientras respondía maquinalmente.

—¿Sí?

—¿Niño?

—Tía, ahora no puedo hablar. Estoy a punto de hacer una entrevista.

—¿Pero cuándo vienes a verme?

—Lo antes posible. Te llamo yo.

—¿Estás bien?

—Sí.

—¿Y dinero? ¿Tienes?

—No te preocupes.

—¿Seguro?

—Estoy en plena calle, tía. Muerto de frío y fuera de Madrid. Te repito que no puedo hablar.

—Llámame.

—Pues claro que te llamo, cómo no. Un beso.

Cortó antes de escuchar la despedida de ella. Debería llamarla, cierto. Pero sin prisa. Por primera vez en su vida tenía prioridades.

Mientras empezaba a beber un segundo carajillo, Jacobo Blanco interrogó su reloj de pulsera. Era justo la hora en que debía entrar en el local el escritor cinematográfico Eugenio Arbó. Un local discreto y tranquilo, en la calle San Carlos, no muy lejano del castillo.

Tras saborear la bebida, devolvió la taza al plato y encendió un cigarrillo. Había venido un poco antes. Bastante antes. Con objeto de alejarse del equipo, de dejar de preguntar y de responder. Para estar solo, relajarse, abstraerse. Bebiendo y fumando.

Las noches del hombre lobo. A punto de vencer la tercera semana de rodaje, ya se sentía extenuado. Y todavía quedaban otras cuatro, más la posproducción… Cerró los ojos.

—Perdón…

Abriendo lentamente sus escocidos ojos, Blanco clavó la mirada sobre el hombre que se había dirigido a él, con tanto respeto. Era alto, grueso, feo y lechoso. Su expresión era absurda, estaba quedándose calvo, usaba unas gafas horribles y se protegía del frío con un abrigo que parecía heredado de su abuelo. Eugenio Arbó, finalmente.

—Llámame Jack.

El escritor asintió sonriendo, y tomó asiento enfrente. Evidentemente nervioso, extrajo de un bolsillo una pequeña grabadora negra, que depositó sobre la mesa.

—No tengas tanta prisa, Arbó. Antes, me dejarás invitarte a algo.

—Eh… con mucho gusto.

—¿Entonces?

—Una infusión, de cualquier hierba un poco… especial.

—¿Te gusta beber eso?

—Mucho. Y además me trae unos recuerdos preciosos.

Blanco asintió con respeto y se levantó, dirigiéndose hacia la barra para encargar la nueva consumición. Aunque tuviera por delante toda una jornada de trabajo, le apetecía empezar ya a moverse un poco. Llevaba todo el día sentado. En el coche de producción, primero. En el restaurante, después.

De vuelta a la mesa, advirtió que la expresión de Arbó había cambiado bastante. Para mejor. Estaba relajado, pero también expectante.

—¿Dónde se publicará esta entrevista?

—En Contraplano.

—¿Es decir?

—No la conoce…

—Trátame de tú. No, no la conozco. Pero me gustará conocerla con mi entrevista dentro. ¿Y tú, conoces mi cine?

—Ya lo creo. De arriba a abajo. Perseguía tus películas por los cines de programa doble, cuando era pequeño. Lógicamente, iba sobre todo a los que quedaban cerca de la casa de mis padres.

Con una sonrisa de reconocimiento nostálgico, tras beber un poco más el director preguntó al escritor:

—¿Cuáles eran?

—«Florida», «Bécquer», «Salaberry», «Los Angeles», «Coimbra»…

—O sea que vivíais en Carabanchel.

—Entre Oporto y Vista Alegre, más bien.

—Simpática zona. Yo siempre he vivido en Juanelo.

—¿En Latina, no?

—Entre Latina y Tirso de Molina, para ser exactos. Ahí está mi casa. La compré por cuatro duros, en 1972. Ahora no sé yo cuánto podría costar… porque aparte del piso propiamente dicho soy propietario de un sótano. Acondicionado con… mis cosas.

—Comprendo.

—¿Cuántos años tienes?

—Cincuenta y uno.

—Te gano por veintitrés.

El camarero dejó la taza con la infusión sobre la mesa, junto con la cuenta correspondiente. Arbó se acercó enseguida su bebida, y añadió el azúcar.

—¿Por qué te gustaban tanto mis películas?

—Me encanta el cine de terror, en general. Y nunca desprecié las aportaciones españolas. Al contrario. Tenían su personalidad, su encanto.

—Ojalá se hubiera dicho entonces… ¿Y cuál prefieres de las mías?

—Me gustan todas. Pero Las vampiras de Drácula es especialmente entrañable para mí. Por motivos personales.

—Que no te voy a preguntar, tranquilo.

—Eh… muchas gracias.

Arbó empezó a beber la infusión, y Blanco aprovechó su pausa para volver sobre su carajillo. Se miraron durante unos segundos en silencio, bebiendo.

—¿Cómo va el rodaje… Jack?

—Muy bien. He visto ya cosas, en el video. Y Las noches del hombre lobo va a ser una preciosidad. Palmero te pasará diapositivas, para tu reportaje. Ya verás qué maravilla de imágenes. Yo las fotos digitales no las puedo ni ver. ¡Literalmente!

El escritor rio de buena gana, y su risa se contagió al cineasta, creando complicidad. Finalizadas las risas, Blanco encendió otro cigarrillo.

—Bueno, y aparte de la revista, ¿qué haces? ¿Has escrito algún libro?

—Dos. Pero no me atrevía a traértelos… Por si lo interpretabas como petulancia, ya sabes…

—Para nada, hombre. ¿Quién te los ha publicado?

—La propia revista. Edita un libro al año.

—¿Y los tuyos, de qué tratan?

—El primero sobre Peckinpah. Es una monografía. Se titula Sam Peckinpah. El último hombre muerto.

—Cojonudo título y cojonudo cineasta. ¿Y el otro?

—Otra monografía. Es sobre «El Gordo y El Flaco», y se llama Laurel & Hardy. 2 X 2.

—Me encanta también. ¡Enhorabuena, escritor!

Arbó asintió, agradeciendo los comentarios con la mirada. Seguramente no podía hacerlo de otra manera, parecía realmente impresionado. Después de todo, qué menos podía hacer él que felicitar por sus obras a un gran admirador.

—¿Y la revista, cómo va?

—Bueno… como puede.

—Vaya. ¿Y tu mujer qué opina?

—Yo… no tengo… mujer, Jack. Nunca la he tenido.

—Pues ya somos dos. Y ahora enciende la grabadora y pregunta.

—¿Ya?

—Se me está acabando el tiempo, compadre.