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—¿Cuatro páginas sobre el rodaje de Las noches del hombre lobo? No desvaríes, Genio, eso no te lo puedo publicar.

—Es un evento, Javi. La vuelta al cine de un director de culto.

Meditando la afirmación de su colaborador y amigo, Rubio abandonó la butaca, portando consigo el auricular telefónico. Erguido, indeciso, miró hacia el exterior a través de la tupida ventana. Una lluvia espesa y oscura mortificaba Madrid, y le había obligado a encender la luz de la oficina en pleno mediodía. Tras unos segundos de silencio, respondió:

—Es un evento, pero para cuatro gatos. Los freaks que rinden culto a Blanco.

—Tiene su público, entonces. Y para mí esta película significa mucho a nivel personal. Lo sabes.

—Si me lo planteas así…

—Y hasta te lo pido como favor entre amigos, si hace falta. No me digas que no.

Rubio volvió a sentarse, y enmudeció otra vez. Avergonzado, en cierto modo, de su vacilación. ¿Por qué no satisfacer la propuesta de un amigo, si comportaba una ilusión especial?

—Mira, hagamos una cosa. Dos páginas sobre el rodaje, y otras dos con una entrevista a Blanco. ¿Qué te parece?

Al otro lado del hilo telefónico, ahora era Arbó quien guardaba silencio. Seria, la secretaria y maquetadora de la revista, Margarita Muñoz, observaba a Rubio. No había nadie más en la humilde pero muy bien organizada oficina de Contraplano, situada en un inmueble relativamente nuevo de la calle de San Bernardo. La modestia de la empresa editora impedía contratar a ninguna persona más con horario fijo.

—Fenomenal. Simplemente fenomenal.

—Mil doscientas palabras cada parte del reportaje. Mil trescientas, como mucho. Y que te den fotos, obviamente.

—Obviamente.

—Hazte tú alguna, también. Con Blanco, y con John Phillip Law.

—Ya sabes que a mí eso…

—Queda más periodístico, deja ya tu timidez. Además, es una ocasión única.

Margarita se levantó para abrir la pequeña nevera situada sobre uno de los archivadores, y sirvió zumo de naranja en dos vasitos de papel. Era una mujer alta y delgada, muy morena de tez y cabellos, con ademanes educados y una expresión excesivamente severa.

—Llamaré ahora mismo al tío de prensa, en el teléfono del dossier que me pasaste.

—Por cierto, Genio, ¿has terminado el artículo sobre Clouzot?

—Bueno… una primera versión.

—Ya sabes que va para el número que viene.

—Lo retoco y te lo envío. En un par de días, como mucho.

—Vale. Y suerte con el hombre lobo.

—Gracias, Javi. Gracias de verdad. Tú ya me entiendes.

Finalizada la conversación, Rubio empezó a beber el zumo. Satisfecho de la gran alegría que acababa de proporcionar.

Mientras, su compañera había vuelto a concentrarse en su trabajo, por el momento impermeable a lo que pudiera conllevar la conversación telefónica de cara a los próximos números de Contraplano. Estudiando una de las páginas de la revista en la pantalla de su ordenador, suspiró hondamente. Era incapaz de soportar a Arbó, se enfurecía hasta cuando telefoneaba sólo para charlar con Rubio. En los ineludibles encuentros profesionales que exigían su común pertenencia a la revista, además desde cerca de diez años atrás, le trataba correctamente. Por supuesto. Mas no se acostumbraba a la existencia de aquel hombre, no podía ni verlo.

Pero esta no suponía una hostilidad puntual, en absoluto. En las mujeres, Arbó generalmente suscitaba un desagrado instintivo, visceral, difícil de reprimir. Mientras que entre los hombres despertaba fastidio, o lástima, a menudo simple indiferencia. De un modo u otro, Arbó no le gustaba a nadie, a casi nadie. Empezando por su desastrada imagen de niño viejo, que no de eterno adolescente, dentro de un físico feo y voluminoso, torpe como pocos y donde sobresalía una mirada a la par fija y huera, tras unas gafas ridículas. Para colmo de males, apenas llegaba el buen tiempo, olía mal, apestaba a sudor reconcentrado.

Sin embargo, curiosamente Javier Rubio sentía bastante aprecio por él. Llevaban tratándose nada menos que veinticinco años, desde que les presentó un conocido común en el vestíbulo de la sala de proyección de la Filmoteca Española. Pertenecientes a la misma generación y con un área común de gustos cinematográficos, pronto entablaron amistad, si bien relativa, dadas las palpables dificultades para la comunicación de Arbó, así como su anómala dependencia de los padres. Pero ambos se encontraban con frecuencia en el cine, y cambiaban opiniones con una gran estima mutua; así, pocos meses después de conocerse Rubio le ofreció sumarse al equipo de colaboradores de la revista que regentaba desde su nacimiento: Contraplano.

Arbó aceptó con tal embarazo que no le salían las palabras. Incluso llegó a sonrojarse. Después, surgió un problema, bien previsible en un cinéfilo enfermizamente tímido. Había que estimularlo, convencerlo de que reunía las condiciones necesarias para escribir en una revista profesional. Cobrando.

Poco a poco, empero, fue alcanzándose el objetivo. Aunque tuvieran una edad aproximada, ya desde poco después de conocerlo Rubio se sentía un poco el hermano mayor que Arbó nunca tuvo y siempre había necesitado. En esta primera etapa de su relación, otras veces más bien se conducía como una especie de mentor, o acaso cual descubridor de un diamante en bruto.

Por desgracia, Rubio se había equivocado, en gran medida. Arbó bajo su sombra en efecto adquirió progresivamente cierto sentido de la propia estima, en función del cual inició su labor de escritor cinematográfico. Pero no llegó a convertirse en un crítico brillante, en absoluto. Aunque era muy personal, cuando menos. En cualquier caso, sus textos, con sus virtudes e inconvenientes, no desmerecían tanto del nivel medio de la revista. Por consiguiente, cada número de Contraplano siempre contenía alguna colaboración suya.

Desafortunadamente, Arbó siempre cobraba muy poco dinero. Aunque en algún número sus textos habían cubierto cerca del treinta por ciento del sumario. El problema estribaba en que Contraplano era una revista especializada, minoritaria, braceando dentro de unos parámetros económicos muy ajustados. Su supervivencia a lo largo de los años encerraba algo de milagroso, incluso. Todos los colaboradores sufrían esta lacra sin distinciones, mas Rubio lo lamentaba especialmente por Arbó, dado que era el único que carecía de cualquier otra fuente de ingresos. Por lo cual, se veía impelido a recurrir con cierta frecuencia al auxilio económico de su único familiar con vida, la tía Aurora. Por fortuna, era un hombre que sabía sobrevivir con pocos recursos. Además, había heredado la casa donde vivía. Si bien, por desgracia, de unos padres que, a juzgar por las pocas veces que les viera Rubio, a buen seguro consideraron que su único hijo era el fruto de un inmerecido castigo divino.

Rubio acabó el zumo, y consideró si le apetecía otro vaso. La lluvia arreciaba, y la luz del día disminuía todavía más. Por su lado, Margarita había empezado a teclear.

Ahora que recordaba, Arbó físicamente no había cambiado gran cosa en tantos años de amistad. Hasta la ropa parecía la misma… Si bien ciertamente ya apenas conservaba pelo, y había ganado algunos kilos, añadidos además en su apreciable sobrepeso de otrora. Acaso este estancamiento físico era una suerte de manifestación de su falta de evolución mental, psicológica.

Por añadidura, existía en su vida una desgracia última. Y particularmente triste, enloquecedora, cual es el drama de estar siempre solo…

Desde que Rubio lo vio por primera vez en Filmoteca, Eugenio Arbó no había disfrutado de ninguna compañía femenina, jamás había tenido pareja. Y con anterioridad, sonaba improbable. Posiblemente, no había estado nunca con una mujer. Ni siquiera con una profesional.

Empero, este era un tema especialmente prohibido en cualquier conversación con Arbó. Se azoró o enfureció, las pocas ocasiones en que había surgido la cuestión.

Eso sí, alguna vez Rubio y su esposa, Sonia, habían comentado que quizá Arbó era feliz en un mundo propio. Con las vampiras.

La tormenta y el viento golpeaban el ventanal del patio sin piedad, a las órdenes de la luna llena. Sentado en su confortable butacón, Jacobo Blanco disfrutaba escuchando la fuerza de los elementos en el exterior, cual banda sonora natural y espontánea del espectáculo que estaba escenificándose exclusivamente para él.

Su cámara íntima estaba decorada de verde. Únicamente verde, en todos los detalles, al igual que en la cama ante sus ojos. Verde asimismo era el precioso y sensual conjunto de lencería de Isabel Silva, al igual que la pintura de sus uñas.

Un trueno sonó estrepitosamente, sobrecogiéndole. Mas sin inmutar mínimamente a su estrella. Nunca salía de su rol. Perfectamente maquillada, ronroneaba sobre la cama cual gata en celo, mientras acariciaba con suavidad todas las partes de un aparato genital masculino, de color negro y fabricado con un material durísimo.

Tiritando de frío y sofocado por la excitación, Blanco interpretó la mirada de ella. Había acercado el inerte falo, erecto y enorme, monstruoso, justo al borde de su preciosa boca, realzada por un perfilador oscuro. Y ahora por medio de sus ojos bellos y profundos le estaba pidiendo permiso para empezar.

Se lo estaba pidiendo por favor, mimosamente…

Maravillado, Blanco susurró:

—Cuánto necesitaba tu vuelta, Isabel.