—It’s me, Heinz. Your Elfriede. You recognize me, don’t you? You must recognize me!
Guadalupe del Río guardó silencio durante varios segundos. Una lágrima empezó a humedecer su mejilla izquierda. Una lágrima real, que resbalaba lentamente sobre el maquillaje. Desgarrando aún más la expresión, la actriz continuó su diálogo:
—I know you recognize me… and you won’t attack me. You are Heinz, my dear Heinz. A man in love, not a monster!
—Cut!
El silencio que reinaba en el set desapareció en un santiamén, sustituido por toda índole de indicaciones y comentarios. Sobre tal confusión, empero, de inmediato sobresalió la rota voz de Blanco, gritando mientras se sentaba:
—¡Las luces para los contraplanos de Dan!
Filmaban en un decorado que simulaba la alcoba de la heroína, Elfriede, heredera universal de una secular dinastía centroeuropea, a finales del siglo XIX. Suntuosa y ordenada, dentro de una cierta austeridad, la estancia envolvía el crucial enfrentamiento de ella contra el desdichado héroe, Heinz, horas antes convertido en hombre lobo y que ha irrumpido en el castillo tras asesinar brutalmente a dos cazadores furtivos, en una secuencia todavía por filmar. El sentido de la escena era que el licántropo advirtiera su básica naturaleza humana gracias a los sentimientos de amor expresados por la protagonista. Mediante los cuales, identificando a esta, debía reprimir su irracional furia homicida.
El joven segundo ayudante de dirección, con una cámara polaroid colgando sobre el pecho y su cabellera negra recogida por una coleta, preguntó:
—Entonces, ¿esta toma sí que ha valido?
Blanco le respondió con una hastiada mueca de desdén profesional, reclinó la cabeza y cerró los ojos. Era el primer rodaje en que se veía impelido a sentarse, además con frecuencia. Nunca lo había hecho. Jamás, bajo ninguna circunstancia, en ningún país. Ni en interiores ni en exteriores. Fuera como fuera la jornada, estuviera avanzado el rodaje o acabase de empezar, por sistema había resistido en pie a lo largo de las horas. Dinámico, operativo, incansable. Dominando cada situación, dando ejemplo. En cambio ahora…
Un afectuoso apretón de manos en un hombro le hizo reaccionar y abrir los ojos. Dan van Husen se inclinaba ligeramente sobre él, su cuerpo prieto y fuerte embutido en un albornoz policromado. Sonriendo con el rostro caracterizado de hombre lobo, inquirió:
—Geht alles gut, Jack?
—Iría mejor si pudiera fumar, Dan.
Ciertamente, Eugenio Arbó había conocido a Isabel Silva en la pantalla del «Cine Madrid» en 1974. Sin embargo, no supo de su desaparición hasta 1975. Año en que descubrió que esta había ocurrido en 1972, gracias a una entrevista con Jacobo Blanco publicada en 1973.
Agitado desde dos días atrás, sin duchar ni afeitar, Arbó repasaba el tristemente parco material que había logrado reunir sobre ella, a lo largo de los años. Dos entrevistas personales, únicamente. Con poco y superficial texto, encima, pero al menos ilustradas mediante el grato concepto «sexy» de la época. La primera fue concedida a Diez Minutos, en 1970. Y la segunda a Cine en 7Días, en 1971. Guardaba varios ejemplares de ambas, completos. Además de todas las fotografías, recortadas de otras copias. A este material se añadía una fotocopia de su breve reseña biográfico-profesional aparecida en el Cine Guía de 1972, comprado tiempo atrás.
Nada más. Era todo lo que había hallado en el curso de sus expurgos hemerográficos. Por lo visto, en su día ninguna otra publicación le concedió atención, ni las de información general ni las especializadas. Y después nadie había querido escribir sobre ella… Arbó todavía recordaba la honda decepción que sufrió al constatar la ausencia de Isabel Silva en el monumental libro de referencia Las estrellas de nuestro cine. Obviamente, los dos autores habían estimado que una carrera tan breve y discreta no justificaba la inclusión de esta actriz en su obra.
Podía entenderse. Isabel Silva únicamente había participado en diez películas, y por añadidura lo había hecho en cometidos secundarios. Incluso muy secundarios, a veces. Las dos últimas películas en que intervino, además, eran extranjeras.
Por consiguiente, ningún cinéfilo ni crítico había reparado en ella, desempeñando papeles tan breves en películas sin ambiciones. Salvo el periodista francés que entrevistara a Blanco… Una puntual excepción a la cual Arbó nunca prestó, más bien no quiso prestar, importancia. Puesto que justo aquí estribaba la virtud última de Isabel Silva para la sensibilidad de Arbó, aquí radicaba la cualidad que había perfilado tan extraordinario amor: nadie más la conocía. Isabel Silva únicamente existía para él. No tenía que compartirla. No en vano, en sus películas nunca había llegado a besarse con ningún hombre.
Tumbado en el suelo, vestido con un pantalón de pana comprado muchos años antes y un jersey de lana hecho por su tía Aurora, Arbó decidió desdeñar los papeles, y se quitó las gafas. Recordaba perfectamente lo poco que había descubierto, no necesitaba releerlo.
Reuniendo la información que brindaban las entrevistas y la resumida en el Cine Guía, sabía que Isabel Silva había nacido en la portuguesa ciudad de Coimbra en 1946, con el nombre de Isabel Sylveira. Hija única, de su padre meramente había declarado, en una de las entrevistas, que era, o había sido, un artista de circo, sin mayor precisión, así como que enviudó poco después de nacer ella. En 1958, padre e hija emigran a Almería, y el hombre encadena oficios modestos y diversos, sin especificar. En 1967 la joven debuta ante la cámara, encadenando varios cometidos de figuración en películas cuyo título se guardó, durante el apogeo del cine en Almería desencadenado por el éxito internacional de La muerte tenía un precio. Un año más tarde, desempeña su primer papel propiamente dicho, una de las chicas del saloon, dentro de uno de los múltiples spaghetti westerns de la época, Un millón de dólares para cinco profesionales, dirigido por el prolífico León Klimovsky y protagonizado por Anthony Steffen, con una colaboración del excepcional Klaus Kinski, en un impagable papel de bandolero rijoso. En ese mismo 1968, personifica su segundo personaje, una especie de odalisca, en una película de aventuras realizada por Riccardo Freda y protagonizada por el aterrador Gordon Mitchell, El titán del desierto. Ambas películas se habían rodado en las localizaciones a la sazón más socorridas de la provincia, sobre todo las cárcavas de Tabernas, la rambla Indalecio, la planicie de la Sartenilla y la playa de Mónsul, aparte de, para el western de Klimovsky, el poblado «Fort Bravo», entonces denominado «Juan García» y después «Texas Hollywood». Acreditados ya como Isabel Silva, los roles desempeñados por ella eran muy menores, al igual que las propias películas. Sin embargo, para quien pudiera captarlo delataban que aquella jovencísima actriz encerraba algo muy especial. Prometía.
«León Klimovsky, gran persona y gran profesional, me convenció de vivir en Madrid, asegurándome que el trabajo no me faltaría. Y mira, apenas alquilé un apartamento en Antón Martín, él mismo me llamó para otra película suya, de terror. Es un señor». Había declarado en Cine en 7Días. Y esta segunda película suya a las órdenes de Klimovsky, efectivamente representó el debut de la joven actriz en el género de terror. Titulada Las siervas de Belcebú, se rodó en 1969 en interiores y exteriores madrileños. Pero, al contrario que en sus dos films anteriores, ella obtuvo un papel de cierta relevancia. Acreditada en el puesto duodécimo del reparto, encarnaba una joven incauta que caía en las redes de una secta siniestra. Sin embargo, al contrario de lo que ocurría con la protagonista, que finalmente reaccionaba en contra de la secta, ella abrazaba decidida la causa de la oscuridad. El cambio que experimentaba su personaje suponía la mayor virtud, y con mucha diferencia, de Las siervas de Belcebú, anunciando la sensualidad inquietante que muy poco después la Silva iba a brindar en el cine de Jacobo Blanco.
Ese mismo año retrocedió en categoría profesional, al aparecer de modo fugaz en una comedia de Pedro Lazaga típica de entonces, Mini vestido, maxi abrigo. Encarnaba una amiga de la frívola, pero decente, protagonista, vista y no vista en un par de escenas. En una de ellas, por lo menos, verificaba, al igual que las demás actrices, el prometedor título.
Arbó giró lentamente sobre sí mismo, y fue recogiéndose hasta quedar en posición fetal sobre la alfombra. La noche se extendía, el frío aumentaba.
1970 acogió por fin el encuentro entre la desaparecida actriz y el peculiar director. Ni ella ni él se habían pronunciado acerca de cómo había tenido lugar, o si lo había propiciado alguien, posiblemente Klimovsky. En cualquier caso este encuentro se había concretado en dos coproducciones hispano-alemanas, ambas de terror y con una doble versión allende España, firmada Jack White. Además, la reiteración de escenarios e intérpretes autorizaba a pensar que se habían rodado simultáneamente, o por lo menos seguidas, sospecha reforzada por el hecho de que el productor alemán, que no el español, era el mismo. En la historia del género, marcaban un punto de inflexión dentro de la filmografía del cineasta, pues establecían con decisión la mixtura de horror basto y sensualidad morbosa que anteriormente Blanco no había podido cuajar por culpa de la Censura, y que desde entonces definirá específicamente su contribución al género.
Los títulos eran El barranco de los espectros y La orgía de las lobas. Encabezando el reparto de ambas, el inolvidable actor suizo Howard Vernon desplegaba su imagen tétrica, expresionista. La primera encerraba palpables aciertos plásticos en la valoración del paisaje, en la captación de un terror telúrico participando entre los vicios humanos. La segunda proponía en el argumento una fusión de zoantropía y nigromancia, si bien, como la anterior, su desarrollo se sostenía esencialmente a base de erotismo perverso. En ambas, curiosamente, Isabel Silva personificaba personajes antagónicos, dentro de su categoría secundaria; la dulce hija de los palafreneros de un castillo, en la primera; una pérfida y lujuriosa mujer loba, en la segunda. Las versiones alemanas de ambas eran generosas con ella; en El barranco de los espectros, con dos momentos de desnudo integral, mientras es ávida e infructuosamente espiada por el anciano marqués protagonista, acaso sospechándolo; en La orgía de las lobas, acentuando de un modo fascinante la naturaleza lésbica de su personaje, integrante de una camada sobrenatural. Con todo, sus planos en las versiones españolas eran más que suficientes: Isabel Silva había introducido en el cine español de terror una personalidad singular, que reclamaba roles centrales.
«No tengo novio. En absoluto. ¡Estoy casada con la cámara!», contestaba en Diez minutos a la sempiterna pregunta sobre la vida sentimental. Y qué preciosa, excelsa, filosófica respuesta había brindado, más allá de la mera contestación espontánea… Respuesta que Arbó siempre había creído, aunque en cierta ocasión sospechó que Blanco y ella eran amantes. Significaba esta una posibilidad que, apenas planteada, Arbó descartó tajantemente, sin volver a considerarla.
Isabel Silva participó en otra película antes de vencer 1970, pero no era de Blanco. Se trataba de una coproducción con Italia, perteneciente a la moda del Giallo[1]: Tres muñecas rosas manchadas de rojo. El director era Duccio Tessari, y la protagonista Tina Aumont; en ella la Silva en cierto modo volvía a retroceder profesionalmente de posición, puesto que sólo aparecía en tres secuencias. Encarnaba una de las bellas víctimas del clásico maníaco con guantes negros del género, y era acuchillada en el ascensor de un lujoso rascacielos de oficinas; en su vestuario, sobresalían la pamela, las botas altas y el cinturón, todo en color naranja.
«Me encanta matar y me encanta que me maten», había contestado en Cine en 7 días a propósito de su encasillamiento en el género. Redondeando la respuesta con la siguiente afirmación: «Ser la chica que busca novio es muy aburrido. Yo quiero hacer cosas raras».
Al año siguiente, en primer lugar fue reclamada por tercera vez por Blanco, para un rol de vampira dentro de un proyecto relativamente caro y ambicioso, considerando la media industrial del director: Las vampiras de Drácula. Una película que representaba tanto para Arbó, tanto… y que, en contra de las previsiones, en España se había estrenado con tres años de retraso y en programa doble, con toda probabilidad porque no respondía al alto nivel que esperaban los productores y distribuidores. Con todo, ahora representaba casi un clásico.
Mucha peor suerte, sin embargo, corrió en el país la cuarta y última colaboración de Isabel Silva en la filmografía de Jacobo Blanco: Sexy Show. Planteada en principio como una coproducción hispano-italo-alemana, al igual que Las vampiras de Drácula, finalmente la censura franquista le negó la nacionalidad española, dado su pertinaz regodeo erótico. Dado que era imposible pergeñar una versión española mínimamente asumible para los parámetros de la época, pues en tal caso sería incomprensible y la duración no alcanzaría siquiera la hora, en la península quedó inédita a perpetuidad. Por añadidura, ni siquiera interesó a los distribuidores videográficos de los años 50, con tantos que florecieron volcados al cine de género europeo.
En Europa, aun así, Sexy Show alcanzó un éxito estimable, reforzando la reputación de Blanco como especialista en el morbo erótico, y magnificando, por extensión, el inefable mito de Jack White en España. A primeros de los años 90, Arbó consiguió comprar una copia en video por correo, en una distribuidora especializada de Milán. Era un thriller erótico con una conseguida atmósfera nocturna y un turbador tono amoral, cuyos papeles principales estaban a cargo de las estupendas Marisa Mell y Patrizia Adiutori. La Silva interpretaba una colega de estas, stripper en un club nocturno de Hamburgo, y era acribillada hacia la mitad del metraje por el protagonista, un detective corrupto; dos de sus pocas escenas se contaban entre las más memorables que interpretó: un strip-tease, que empezaba con ella uniformada de azafata de vuelo, y un encuentro lésbico, en los límites del soft core, con una aniñada actriz japonesa.
Tampoco llegó a España la siguiente, y última, interpretación de Isabel Silva. Tenía lugar en otro Giallo, hecho en coproducción italo-francesa, protagonizado por Pascale Petit, y realizado por Antonio Margheriti. El título era E tu morirai nell mio stretto labirinto!, y Arbó compró el video en un comercio de París especializado en cine de género, la única vez que había estado en la capital francesa. Isabel Silva nuevamente desempeñaba un rol breve, pero sustancioso: una joven aristócrata, maquiavélica y de insaciable bisexualidad, estrangulada en una lujosa floristería, por el siempre siniestro e inquietante Anton Diffring. Un film estereotipado de arriba a abajo, pero no por ello desdeñable.
Después, nada.
Turbado por las evocaciones, Arbó tragó saliva, procurando no pensar en nada durante varios segundos. A continuación, incorporó lentamente el cuerpo, volvió a calarse las gafas y empuñó el número de 1973 de la edición francesa de Vampirella que contenía la entrevista con Jacobo Blanco. Lo había comprado con febril entusiasmo, y por poco dinero, dos años más tarde, en la plaza del Campillo del Mundo Nuevo, durante una de sus habituales redadas dominicales en El Rastro. A lo largo de las seis páginas de entrevista, profusamente ilustradas, Isabel Silva aparecía en dos fotografías. En una, con Howard Vernon en La orgía de las lobas. En la otra, sola, en Sexy Show.
Cerró la revista y la dejó en el suelo, con el resto del material. Acto seguido, entró en la cocina y puso agua a hervir, a fin de prepararse una de sus entrañables infusiones de frutos rojos.
Necesariamente, debía relajarse. Mientras lo intentaba, repitió de memoria la pregunta y respuesta concernientes a Isabel Silva que aparecían en la entrevista:
«—Vampirella: ¿Por qué no trabajas ya con Isabel Silva? Hizo papeles pequeños pero formidables en cuatro de tus películas.
»—Blanco: Desapareció del mapa el año pasado, sin decirle nada a nadie. Qué sé yo, se echaría algún novio y se marcharían de España. Las actrices son muy raras, ya sabes. Fue una pena, tienes razón en que estaba formidable en mis películas. No tanto en las otras que hizo. Sólo yo supe valorarla.
Arbó extrajo una bolsita de infusión de la arrugada caja. Solamente se oía en la casa el agua rompiendo a hervir.
Diez películas en cuatro años. Casi todas actualmente de culto, en el contexto del cine europeo de género. En particular las dirigidas por Blanco.
Diez personajes que Arbó no podía dejar de revivir en el video. Unos estaban más conseguidos que otros, pero todos estaban encarnados por su amor, por su mujer.
Con un gran tazón entre las manos, repleto de humeante bebida, Eugenio Arbó volvió al salón. Tras depositar la infusión en el suelo, encendió una de las barras de la estufa y tomó asiento en el sofá. Apartando el lince de peluche hasta el otro extremo. Con decisión, pero sin faltar al respeto.
En silenciosa oscuridad, salvo la tenue luz que desprendía la estufa, Arbó empezó a beber. Y lo hizo lenta pero ininterrumpidamente. Abrasándose la lengua, los labios, el paladar.
Descubriré lo ocurrido, Isabel. Encontraré a tu asesino.