Refortalecido por la gran noticia, más que meramente animado, Eugenio Arbó abandonó su domicilio para pisar el frío invierno del madrileño enero del 2005.
Vivía en la calle General Ricardos, a la altura de Oporto, en un humilde piso que constituyó prácticamente la única herencia legada por sus padres, fallecidos ambos en 1994, con pocos meses de diferencia. Recién muerto, el padre llamó a la madre a su lado, pensó entonces Arbó. Ella, desbordante del sereno amor propio del otoño vital, respondió de inmediato, prefiriendo reunirse con su hombre antes que seguir cuidando del hijo común.
Arbó nunca logró superar esta explicación de los hechos. Por lo demás, no tenía otros familiares, aparte de una tía por parte de madre, la solterona Aurora. Tampoco contaba con amigos, fuera de algún colega puntual, sobre todo Rubio.
Nacido en la propia capital, en la primavera de 1954, Arbó nunca fue capaz de emanciparse, ni psicológica ni económicamente. Negado para los estudios, a causa de la carencia de una vocación definida, inútil en cualquier trabajo físico, por culpa de su proverbial torpeza, enfermizamente tímido, en todos los aspectos de la vida, en verdad sólo sabía escribir sobre cine. Por lo cual, hasta el fallecimiento de los resignados padres había vivido mantenido por estos. Desde entonces mediante sus escritos ganaba para poco más que cubrir elementales gastos de supervivencia.
Caminaba contento por su calle. Embutido en su ajado y confortable abrigo gris, sonriente, recreándose en un clima invernal de una dureza como no recordaba Madrid desde décadas atrás.
Alto y grueso, muy poco agraciado y con una calvicie galopante, sólo se sentía físicamente bien bajo el frío. El calor le afectaba negativamente más de lo habitual, provocándole problemas respiratorios y circulatorios, impidiéndole dormir… y haciéndole sudar de manera continua, desagradable, fétida.
Redujo el ritmo de sus pasos mientras cruzaba el puente de Toledo, con ánimo de disfrutar de los efectos sobre su cuerpo de un viento libre, fuerte, sin represión de edificio alguno. Cuidando empero, como siempre, de no abandonar el centro de la empedrada vía, a fin de evitar el vértigo, una de sus múltiples perturbaciones.
«Jacobo Blanco ha vuelto, y el lunes empieza a rodar Las noches del hombre lobo». Necesitaba saborear el acontecimiento fuera de sus estrechas paredes, al aire libre de la mañana, caminando sin rumbo. Y, por supuesto, a solas. Como siempre. Por la noche, sin prisas, ya agradecería a Rubio el mensaje. Acaso con un e-mail.
—Bueno, mi viejo, ¿te gusta o no el decorado?
Moviéndose de aquí a allá, Blanco observaba críticamente hasta los menores detalles. No quería arrepentirse demasiado tarde de haber emitido una respuesta precipitada a su productor.
El plató reconstruía la mazmorra de un castillo gótico, según la precisa y siniestra imaginería que todo espectador conserva al respecto. Aparentemente, no faltaba ni sobraba nada. Si bien…
—No sé, yo añadiría una cruz entre los instrumentos de tortura.
—¿Cómo que una cruz?
—Sí, una cruz. Para atar de espaldas al reo, abierto de pies y manos… Lo habrás visto mil veces.
—Pero tú habías estudiado y aprobado los diseños, Jack. No me vengas con que quieres una cruz, a estas alturas…
—Es imprescindible, René. El aficionado la echaría de menos. Añádela y con eso rematamos este decorado. Tanto no subirá el presupuesto, ¿no?
El productor asintió, suspirando con una sonrisa a la par cómplice y paternal. Cercano a los cincuenta años, esbelto y sonriente, de voluminoso cabello negro y mirada seductora, René Orozco se había enriquecido en su México natal en el campo de las telenovelas, a lo largo de quince años de trabajo ininterrumpido. Con una salud espléndida y la confianza que le confería su previa andadura profesional, en el 2004 había creado una productora, Tiacapán, dispuesto a introducirse en el terreno del cine de género, siempre mediante acuerdos de coproducción, a ser posible con España. Las noches del hombre lobo, así, iba a suponer su primera película, y con ella pretendía satisfacer dos objetivos: rendir homenaje a la tradición del terror gótico que prosperó en su propia nación, a lo largo de los años cincuenta y sesenta, y resucitar la filmografía de un cineasta de culto, Jacobo Blanco, cuyas coproducciones europeas de los años setenta, bien mirado, no diferían tanto del estilo mexicano.
Ambos abandonaron el plató y, tácitamente, encaminaron sus pasos hacia la cafetería del estudio. Con delicadeza, Orozco adaptó su paso, por norma seguro y enérgico, al de Blanco, un tanto renqueante.
Una vez dentro del local, Blanco eligió la mesa más cercana, tomó asiento y, antes que nada, encendió un cigarrillo con sus manos arrugadas y temblorosas. Tras expirar la primera bocanada, dijo a su productor:
—Para mí ya sabes.
Orozco asintió y ganó la barra, atestada de gente de la profesión, conversando de modo estentóreo. Situándose entre el resto de los clientes, mientras esperaba que se despejase el ambiente, observó disimuladamente a Blanco.
Jacobo Blanco. El venerable y mítico Jacobo Blanco de la época dorada de la coproducción europea de género. El enigmático Jack White de las copias para explotar fuera de España, provistas de mayor o menor metraje con doble versión según el erótico caso. Ahí estaba, vivo y bien. A sus órdenes mediante un contrato bajísimo, por una remuneración, sumando guión y realización, que pocos directores más habrían aceptado.
Pero que Blanco no podía rechazar. Materialmente, sus reservas económicas eran escasas. Psíquicamente, necesitaba volver a filmar, si pretendía seguir reconociéndose cuando se mirara en el espejo. Y con tales términos lo confesó, ya en la primera reunión que ambos celebraron, durante el otoño anterior.
—¿Señor?
Respondiendo a la pregunta del camarero, pero sin girar totalmente la vista, Orozco contestó:
—Dos cafés, por favor. Bien negros.
Mientras el productor volvía con las consumiciones, el director esperaba absorto en sus pensamientos.
Blanco ya sólo conservaba pelo en los extremos de la cabeza, y le caía largo, ralo, canoso, casi hasta los hombros. El rostro estaba surcado por arrugas de arriba a abajo, de derecha a izquierda, y los labios eran particularmente yermos. Su cuerpo pequeño y enteco estaba cubierto por ropas modestas, que le sobraban por todas partes y que seguramente habían conocido tiempos mejores. La expresión, sin embargo, apreciablemente oriental como efecto de los marcados pómulos, revelaba una patente vida interior, un altivo desafío a la decrepitud. No obstante, a ojos aprensivos bien podía interpretarse como perversidad.
Orozco llegó a la mesa, con los cafés humeando en sendas manos. ¿En qué podía estar pensando Blanco, realmente? ¿Acaso lamentaba que nadie en la cafetería le reconociera, le saludase? Como si su época, y la gente que la pobló, se hubiera extinguido… Apenas sentado el productor, y mientras abría el sobre del azúcar, el director preguntó:
—¿Ha llegado John Phillip Law?
—Claro, mano. Le han dejado en el hotel hace unas horas. Estará acomodándose, o habrá salido a dar una vuelta.
—¿Entonces?
—Pues lo hablado. Esta noche nos lo llevamos a cenar algo maravilloso, que sea muy español. Por ejemplo, un rabo de toro, bien jugosito. ¡Seguro que se chupa los dedos!
—Y tan seguro. Americano, pero no tonto.
—Aunque no podemos inflarle mucho. Mañana a las nueve está citado para las pruebas de ropa y maquillaje.
Blanco asintió, conforme. Tras unos segundos de silencio, comentó evocador:
—John Phillip Law. Le conocí en Roma, en el 67. Él estaba rodando Diabolik, dirigida por Mario Bava. Un director fenomenal, capaz de hacer virguerías con cuatro duros.
—Recuerdo la película, Jack. Muy divertida. Y la chamaca era fantástica.
—Marisa Mell, se llamaba. Una gran estrella. Trabajó conmigo, sólo cuatro años después.
—Marisa Mell, eso. ¡Para empiernarse con ella no más!
Ajeno al comentario de Orozco, Blanco suspiró y volvió a tomar la palabra:
—Aquella era una época maravillosa para el cine europeo de género, René. Imaginación, fantasía, erotismo. Presupuestos justos, pero suficientes. Miles de salas esperando nuestras películas, reclamándolas. Cantidad de distribuidoras pequeñas e independientes, moviéndolas. Y un público que las admitía de puta madre, sin importarles para nada que no fueran americanas.
—¡Gustaban hasta en México!
El director bebió un buen sorbo, entre calada y calada del cigarro, y continuó rememorando.
—John Phillip Law era un tío guapísimo. Además, nada engreído, y muy cordial. Comimos juntos un día, solos él y yo. Me hablaba de sus inicios como figurante, de su padre, que era una especie de ayudante de sheriff, y de su madre, una actriz de teatro que no prosperó en el cine. Sus primeras películas, su amistad con Jane y Peter Fonda, lo déspota que era Otto Preminger, cuánto se divirtió rodando en Almería con Lee Van Cleef, cómo aprendió italiano…
Orozco escuchaba encantado, bebiendo a sorbos. Qué satisfecho estaba de recuperar a Jacobo Blanco. Su empresa Tiacapán no podía empezar con mejor pie. Estaba redondeando un acierto histórico.
—Por medio de John, conocí a la Mell, ellos habían entablado una gran relación gracias a Diabolik. Ya sabes… Y nunca le agradeceré bastante aquel detalle a John, porque gracias a conocerla personalmente, Marisa aceptó ser la protagonista de una película mía, como ya te dije. Porque entonces no era fácil contratarla, estaba muy cotizada, rodaba por todas partes. Pero protagonizó mi película, por la gran impresión que yo le causé. Notó que soy especial. Con ese instinto que tienen los grandes advirtió que le convenía trabajar para mí.
Conforme evocaba, Blanco iba animándose más y más. Encendió otro cigarrillo, con la colilla del anterior.
—¿Y qué película hiciste con ella?
—Sexy Show.
—No la conozco.
—Pues es de culto. Como casi todas las mías. Pero tuvo la desgracia de estar producida por un hijo puta, que al final resulta que debía dinero a medio mundo. Un judío alemán. Entonces, la peli medio la embargaron, medio yo qué sé… Pero quedó preciosa.
—No es de terror, ¿no?
—Es que yo no sólo hacía terror. Es otro de los tópicos sobre mí que me tocan los cojones. Es un thriller, duro y cínico, donde pasan muchas cosas. Tiene erotismo, claro, porque la historia lo pedía. Pero no es uno de esos bodrios que se hacían entonces y llamaban porno blando. Para nada.
—No lo dudo.
—La rodamos en Hamburgo, con un frío demencial. Pero que le daba a la película un ambiente muy bonito, con todo nevado. La acción gira alrededor de un club nocturno, y la Mell interpretaba una stripper. Ella era única haciendo strip-teases, los hizo en varias pelis. Pero en la mía los hizo como nunca, cuatro en total, fabulosos. Aunque uno no era exactamente un strip-tease. Verás, lo pensé yo, era con una otra actriz, una italiana…
El sonido del teléfono móvil de Orozco interrumpió el entusiasta recuerdo de Blanco. Mientras el productor asentía en inglés, el director terminó su café.
—Era John. Que le recojamos esta noche a las ocho y media, en el vestíbulo del hotel.
—Verás cómo se acuerda de mí. Bueno, te lo dijo cuando le llamaste.
—Cierto. Pero ahora volvamos a la oficina.
Ambos se levantaron, dirigiendo sus pasos hacia la puerta. Blanco, con una sonrisa y fumando todavía.
Justo a punto de salir, toparon de bruces con un hombre de aproximadamente ochenta años, alto y con un aspecto señorial. Tras vencer unos segundos iniciales de asombro, el desconocido, sonriendo algo forzadamente y con la dicción propia del galán a la antigua usanza, comentó:
—Vaya, Jack. Oí que habías vuelto. Y para hacer una de las tuyas.
—Pues no te mintieron, Dardo. Ya lo ves.
El viejo actor amplió su sonrisa. No existía verdaderamente simpatía en su expresión, pero tampoco una diplomacia inocua. En realidad, aunque un tanto a su pesar, estaba delatando respeto, incluso admiración. Sin poderse reprimir más, le propinó a Blanco una franca palmada en la espalda, exclamando orgulloso:
—No nos echarán.