2

«Jacobo Blanco ha vuelto. El lunes próximo empieza a rodar Las noches del hombre lobo».

Arbó todavía no podía creerse el mensaje que le había llegado al teléfono móvil la noche anterior, mientras revisaba Las vampiras de Drácula. Era incapaz de reaccionar, necesitaba tiempo.

«Jacobo Blanco ha vuelto». Jacobo Blanco, el director de Las vampiras de Drácula, el cineasta que más y mejor había filmado a Isabel Silva, volvía al cine, estaba a punto de rodar otra película. Arrastrando más de setenta años y tras un período de inactividad superior a una década… durante la cual bien poco se supo de su persona.

Con la mirada fija en la pantalla del aparato, leyendo las palabras una y otra vez, Arbó empezaba a mentalizarse, iba asimilando la noticia segundo a segundo.

Abandonó el sofá donde había dormido, peor que mejor, tras finalizar la película. A continuación, recogió del suelo la manta y el lince y, todavía abotargado y perplejo, con el teléfono móvil en la mano, encendió las dos barritas de su pequeña estufa.

El mensaje procedía de Javier Rubio, el redactor jefe de la revista especializada donde escribía Arbó, Contraplano. Rubio era un toledano de su misma generación, que siempre se había solidarizado por el interés de Arbó respecto al viejo cine español de terror, si bien más por nostalgia personal que por conformidad artística. Ignorando empero, como cualquier otra persona, fuera o no de la profesión, los profundos sentimientos amorosos de Arbó respecto a una de las actrices recurrentes del género nacional.

«El lunes empieza a rodar Las noches del hombre lobo». Jacobo Blanco volvía, efectivamente, y además lo hacía por sus fueros. El título implicaba una purísima declaración de principios, al evocar, con insultante orgullo, el género tal como se concebía cuarenta años atrás. Sobre todo porque era la traducción literal al español del que había recibido en Francia la producción Hammer La maldición del hombre lobo, dirigida por el gran Terence Fisher con Oliver Reed en el rol del licántropo. Blanco se había apropiado del título, y a buen seguro los incondicionales del género lo advertirían. Ahora bien, Blanco había plagiado tantas cosas durante sus años de febril actividad, que el hecho de que ahora volviera a hacerlo, de entrada en el propio título, bien mirado representaba una garantía de vuelta a los orígenes. De fidelidad a un mundo propio, aun configurado a costa de muchos ajenos. Puesto que en Blanco sus múltiples defectos, por lo menos la mayoría, paradójicamente generaban extra ñas virtudes. Aquí radicaba gran parte del interés de su cine, por lo demás harto controvertido, cuando no directamente despreciado.

El anciano Jacobo Blanco iba a rodar una película titulada Las noches del hombre lobo. En el cine español del año 2005… Era increíble, alucinante… maravilloso.

Arbó arrastró la ya ardiente estufita hacia el cuarto de baño. El cable no permitía que esta entrara realmente, pero al menos lograba que se quedara en la puerta. Acto seguido, tiró al suelo la ropa interior y el pijama, y entró en la ducha tras unos cuantos pasos pisando descalzo los sucios y fríos baldosines.

Las noches del hombre lobo. Arbó degustaba, paladeaba con progresiva satisfacción el título bajo el agua. Templada, casi fría. Había olvidado aplicarse jabón, o acaso le daba igual. El mítico Jacobo Blanco, el responsable de los mejores planos de Isabel Silva, volvía al cine. Era una noticia extraordinaria. Objetiva y subjetivamente. Por completo imprevisible y fuera de cualquier lógica pedestre, como todas las noticias de tal naturaleza fabulosa. Sin poder ni querer reprimirse, Arbó estalló en una risa histérica, entre los chorros de líquido que caían sobre su orondo y lechoso cuerpo.

Vestido con un pijama de seda verde de estilo oriental, Jacobo Blanco entró en la cocina, encendió la luz y se sirvió medio vaso de ginebra con hielo.

Sentándose en la única silla de la estancia, a continuación, infructuosamente, intentó encender un cigarro con unas cerillas húmedas, mientras bebía a pequeños sorbos.

Fuera, la luna llena reinaba en Madrid. Había llegado el momento, todo estaba dispuesto para el gran retorno.

Enfrente de él, creía ver, veía, una cama. Tanto las sábanas como el almohadón eran de un color amarillo intenso, purísimo. Removiéndose lenta y sensualmente en el centro, embellecida mediante un conjunto de lencería del mismo color, con el pelo recogido bajo una peluca asimismo rubia, Isabel Silva le sonreía con ánimo lascivo. Relamiéndose los labios, perfilados y anhelantes.

Blanco devolvió la sonrisa a su actriz, mientras por fin lograba encender el cigarro.

Los augurios se habían confirmado. Las noches del hombre lobo.