Acurrucado en el viejo sofá del salón, acariciando su no menos antiguo lince de peluche, envuelto en una deshilachada manta verde, Eugenio Arbó revisaba en el video Las vampiras de Drácula.
¿Cuántas veces la había visto ya? Era imposible saberlo, había perdido una cuenta que nunca llevó.
Se recogió un poco más, abrazando el lince con cariño. Invariablemente se estremecía en la escena en que Drácula convocaba, sin emitir palabra ni sonido alguno, a sus tres sensuales vampiras, con objeto de que abandonasen sus respectivos ataúdes, prominentes en el mohoso y tétrico subterráneo del castillo. Dado que aportaba, en una secuencia de rara belleza, el primero de los, por desgracia, escasos momentos en que aparecía la actriz Isabel Silva.
Justo entonces, sonaron las señales del teléfono móvil que avisan de la llegada de un mensaje. Pero Arbó no hizo el menor caso, indiferente al reconocible ruido que ascendía desde el suelo. En esos momentos, para él no contaba nada más que la película, cuya banda sonora era lo único que se oía en el minúsculo y vetusto piso, al abrigo de la medianoche.
Las vampiras de Drácula. Posiblemente la película más representativa del director especializado Jacobo Blanco, y uno de los títulos emblemáticos del cine español de terror característico de finales de los años 60 y primeros 70. En su día, pasó desapercibida, se la despachó como a la enésima entrega de un aluvión de películas del género que parecía no remitir nunca y que casi todas las modalidades de Crítica nacional detestaba. «Terror de pipas», las llamaban popularmente. Basura mimética y falsa, que aleja el cine español de la realidad nacional, reprochaban, más o menos literalmente, los críticos comprometidos. Vil regodeo sadoerótico para un público masculino inmaduro a perpetuidad, agregaban los más pretenciosos, aventurando prismas psicoanalíticos.
Las vampiras de Drácula, de Jacobo Blanco. Coproducción entre España, Italia y Alemania, del año 1971, rodada mayormente en Barcelona. Aunque la de crítico de cine fuera su profesión, Arbó se reconocía incapaz de determinar si era una película buena o mala. Irrefutablemente, no resistía la comparación con ciertas aportaciones anglosajonas del género, mayormente las de la Universal americana, en poético blanco y negro, y las de la Hammer británica, en estallante color. Tampoco con el sublime Nosferatu, el vampiro silente, del genial F.W. Murnau, ni con determinadas recreaciones italianas del mito.
Por supuesto. Pero esta no era la cuestión. No se trataba de que fuera una película de terror magnífica o lamentable, eminente o risible, conseguida o fallida. Se trataba de que era Las vampiras de Drácula.
Sintió un escalofrío, dulcemente familiar. Necesario. Llegaba el primer plano de la película ocupado por Isabel Silva. Arbó suspiró profundamente y a toda velocidad limpió aún más sus grandes gafas con la propia camiseta del pijama. En un encuadre perfecto, la Silva se erguía lenta y ceremoniosamente dentro del ataúd, sujetándose con las manos en ambos extremos. Impertérrita a la par que sugerente. Preciosa, y al tiempo aterradora. Con el pelo suelto, el rostro níveo, los labios carmesí, un camisón negro por única vestimenta, ceñido en el pecho, holgado en el resto del cuerpo.
Este plano terminaba enseguida, justo antes del imperativo de verla alzarse por completo. Los dos planos siguientes repetían el ritual, con las correspondientes vampiras. Las cuales no estaban a la altura de la Silva, desde luego. Pero tampoco hacían el ridículo, igualmente bellas, morenas y estilizadas. A continuación, la escena retomaba la visión completa del subterráneo. Drácula, altísimo e imponente, irradiaba maldad ultraterrena desde el centro. Las tres vampiras, al pie de sus respectivas tumbas, humillaban ligeramente sus cabezas. Aguardando las órdenes del Amo.
Las vampiras de Drácula. Jamás podría olvidar la primera vez que tan singular película discurrió ante sus miopes ojos. Fue en el verano de 1974, en el céntrico «Cine Madrid» de la capital de España. Una sala enorme, que desde bastantes años atrás sólo programaba películas de género, invariablemente modestas. Coproducciones europeas, por lo común. Oeste, aventuras, acción, terror. En programa doble, a base de sesiones continuas desde las diez de la mañana hasta las doce de la noche. Habitualmente repleto de gente bien poco sofisticada, con una ecléctica banda sonora humana donde predominaban los gemidos y los ronquidos.
Arbó entonces estaba a punto de cumplir los veinte años. Sin embargo, todavía era tan impresionable como un adolescente, y estaba tan emotivamente indefenso como un niño. Y no podía ni quería borrar de su memoria aquella proyección, porque nadie lo hace con el momento en que se enamora por primera vez. Especialmente, si ya no vuelve a enamorarse.
La acción de la película se desplazaba ahora a la clínica del doctor Seward, encarnado por Dennis Price. Diversos personajes cualificados especulaban sobre lo que podía haberle ocurrido poco antes al héroe, interpretado por Robert Hoffman, provocando su alarmante estado exangüe y febril. Arbó aprovechó la escena para remover un poco las piernas, sin sacarlas de la manta, y depositar su querido lince de peluche sobre el suelo, junto al teléfono móvil.
El frío seguía mortificando la casa. A fin de ahorrar; Arbó únicamente encendía su estufita cuando no estaba cubierto por la manta, en el sofá, o por el edredón, en la cama.
La película continuaba su desarrollo, indiscutiblemente irregular. Pero por fin llegaba la secuencia en que Isabel Silva, siguiendo lo dispuesto por Bram Stoker en la novela adaptada, personificaba a la nocturna y silenciosa «Bella dama», respetando la denominación del libro original. Confundiendo así el guión dos personajes muy diferentes del texto matriz.
Isabel Silva caminaba como si efectivamente fuera un ser sobrenatural. Lánguida cual flotando, mientras cruzaba arcos y soportales. Revestida por la música pertinente, gótica pero enriquecida con un toque particular específicamente italiano, típico de las coproducciones mediterráneas de entonces. Pocos segundos después, la «Bella dama» topaba con una niña rubia, vestida con la necesaria cursilería y de candorosa fotogenia. Una niña que la contempla con plena confianza, sin temor alguno ante un rostro tan cerúleo, unos labios tan anhelantes, una piel tan descarnada, una sonrisa tan equívoca. Sintiéndose, fatalmente, amparada en la soledad de la noche por aquella fascinadora… vampira de Drácula.
La sonrisa que Isabel Silva brindaba a la niña, en un plano medio con esta en escorzo, era incomparable. En la opinión de Arbó, objetivamente autorizada por su exhaustivo conocimiento de la filmografía vampírica, ninguna otra actriz la había igualado en el género, a lo largo de un siglo de cine en los cinco continentes. Aunaba con fina armonía lo inmaterial y lo físico; el ansia viciosa y la protección maternal; la belleza y el horror.
Bruscamente, Arbó se recogió sobre sí, apretando las piernas entre los brazos. Temblaba, jadeaba. La manta cayó al suelo, sobre el teléfono móvil y el lince de peluche.
Justo este era su plano preferido de la historia del género, de la historia del cine. Pero no terminaba aquí su sensibilidad al respecto. Había más. Mucho, muchísimo más. Pues aquella sonrisa femenina representaba un acontecimiento particularmente crucial en su vida íntima. Un punto sin retorno. Guardaba el instante precioso, específico e indeleble en que descubrió el amor, el deseo, la pasión… dentro del miedo. Un sentimiento singular, por añadidura, dado que siempre existió una pantalla interpuesta.
La primera vez que admiró esta escena, desde una de las incómodas y entrañables butacas del «Cine Madrid», había experimentado una erección repentina, casi dolorosa de puro fuerte e inesperada, al mismo tiempo que un pavor lacerante. Las cinco siguientes, una cada día durante el resto de la semana, habían prolongado tal efecto, si bien dulcificándolo progresivamente, con deliciosa y equívoca ternura, mediante una suerte de reconocimiento amoroso, incluso de intimidad conyugal entre ella y él.
En cambio, desde entonces, siempre que revisaba la película Arbó sufría. Con mayor o menor intensidad según la ocasión, en función del estado de ánimo inmediatamente anterior. Pero sufría, invariablemente. Pues Isabel Silva había desaparecido, literalmente, justo un año después de participar en Las vampiras de Drácula. Jamás había vuelto a saberse nada de ella.
Sin la menor duda, fue asesinada.
Arbó no necesitaba partes oficiales, leerlo en la prensa o soportarlo en la televisión. Menos todavía fotografías sórdidas y prosaicamente macabras, por favor. Él estaba convencido por completo. Lo sabía. Apenas percibió la desaparición, su corazón le indicó la causa, de modo respetuoso pero firme. Y desde entonces se lo recordaba noche tras noche, sin tregua a lo largo de los tres decenios transcurridos. Isabel Silva fue asesinada, y el crimen sigue impune.
Las vampiras de Drácula, así, desde mucho tiempo atrás matizaba el primer efecto que surtiera en Arbó. Agregaba otro significado, desgarrador, a lo largo de sus revisiones videográficas. La perenne ratificación de la pérdida de la única mujer amada.
Por fin dejó de temblar, conforme ella abandonaba la pantalla y el personaje de Van Helsing, encarnado por Herbert Lom, irrumpía mediante la energía pertinente. Se serenó progresivamente mientras la película continuaba, distendiendo más y más los miembros del cuerpo. Pero sin recoger la manta del suelo, agradeciendo el frío. Desde muchos años atrás no había sufrido un ataque emocional tan fuerte durante el visionado de algún plano con Isabel Silva.
Pocos minutos después, relativamente recuperado, Arbó detuvo el video, abandonó el sofá y se acercó a la ventana. Apenas tardó un par de segundos en levantar la persiana y abrir el cristal por completo, tras quitarse las gafas. La noche era intensamente fría pero no soplaba el viento, y la belleza de la luna llena irradió sobre su rostro, todavía húmedo a causa de las lágrimas derramadas.
¿Quién nos separó, Isabel, de una forma tan cruel e infame? ¿Por qué destruyeron nuestro amor antes de que brotase?