Es muy tarde, pronto amanecerá, han dejado que las velas se consumieran, hace rato que descorcharon la última botella, y Tenebrae dormita bajo el dosel del Sofá Chino, mientras sus primos, arrellanados en las butacas, de vez en cuando se despiertan y escuchan. Tienen la sensación de que todo ha quedado interrumpido por los enigmas que penetran como impulsados por vientos de los que, en general, es preferible resguardarse permaneciendo en el interior.
—Lo que no acabo de entender es por qué regresó Mason a América —confiesa Euphrenia. Esa vuelta repentina…, como si, incapaz de abandonar a su familia una vez más, en esta ocasión no tuviera otra alternativa que plantearles de súbito la posibilidad de viajar y llevarlos a todos a Filadelfia. Sin embargo, ¿qué motivos le trajeron aquí de nuevo?
—O bien, ¿qué le asustó hasta el punto de alejarle de Gloucestershire?
—¿Una epidemia? Había muchas. ¿El acoso del fantasma de Rebekah? Pero ella debía de estar contenta de tenerle en Sapperton, a menos que…
—¿Se le apareció por fin Rebekah para expresarle sus deseos de que se marchara? Si es así, ella lo hizo aun a sabiendas de que entonces no los enterrarían juntos: él también debía de saber eso. Pero al final Rebekah no podía soportar verle de aquella manera, y por eso se volvió terrible, aunque, por otra parte, siempre había estado a punto de volverse terrible. El temor de Mason, la decisión que tuvo que tomar… Pobre Mason. Hizo acopio de todo eso, ayudado por la fuerza de su convicción.
—Bah, fue una locura.
—Tú has visto la locura, ¿no es cierto, joven Ethelmer?
—Cualquier sábado por la noche, señor, en el hospital, si se le da un doblón al guardián uno obtiene más diversión de la que pueden tolerar sus costillas, se lo garantizo.
—¡Cómo! ¡Bedlam en América! Ten cuidado, muchacho.
Cuando el garfio de la noche se halla bien afianzado, y cuando los muchachos están por fin profundamente sumidos en sus sueños, empiezan a moverse por la habitación, lentamente, los criados negros, los pobres indios, los fugitivos irlandeses, los marineros chinos, los que no caben en el manicomio, todos los malditos de Filadelfia, como si algo del exterior —algo que viene de más lejos que el frío viento— les hubiera llevado al extremo de buscar refugio. Traen sus cicatrices, sus mejillas picadas de viruelas, sus problemas y sus pérdidas, sus ojos febriles, su orgullosa pertenencia a una multitud que aún ha de organizarse; nadie en esta casa sabe la forma que adoptará esa multitud. Lomax se despierta sudoroso de un sueño envenenado. Euphrenia ha subido hacia el sopor por la escalera de atrás, como anteriormente ha hecho Zab Cherrycoke por la escalera delantera. Ethelmer y DePugh, Brae y los gemelos han vuelto a desvanecerse en la inocencia de lo inconsciente. Ives ha ido a su junta de medianoche, y sólo quedan el señor Wade LeSpark y el reverendo. La sala sigue llenándose de gente, y el amanecer no llega.
¿Y si todo no fuese más que un sueño de locos?
Esos años que creíamos que eran tan reales y tan hondos
como vidas y pesares, y que a cada uno nos llevaban
ciegamente a lo largo de la línea que nunca terminaba…
—¿Quién ha dicho eso? —pregunta adormilado Lomax LeSpark, con un atisbo de pánico—. Conozco esa voz…
—¡Está aquí! —se maravilla su hermano Wade, difuminado como un murciélago a la luz oscilante de un cabo de vela—. ¿Cómo diablos se las ha arreglado? Debería estar encadenado, o en los caminos, pero no en esta casa.
—Toma una taza, Tim. —El reverendo le ofrece el mejor Sercial de su cuñado—. Siempre me han gustado los versos iniciales del libro primero…
El poeta hace un gesto de asentimiento, agradecido.
—¿Te refieres a…
Cuando Penn las aguas del Delaware remonta,
los salvajes lo atalayan desde ribereñas cotas,
como si vieran llegar a un príncipe magistral
a quien precedió el caos y siguió el orden total…?
Y entonces, sotto voce, recita La Pennsylvaniada, mientras deambula por la sala entre los otros, que están ahí en número incalculable…
—¿Te marcharás antes de Navidad, Wicks?
—¿Qué puedo contestarte? Me tienes a tu disposición.
—Quiero decir que agradecería tu compañía, así como tu mediación, para visitar a la viuda y a los hijos del señor Mason, si están en la ciudad, aunque mucho me temo que no podrá ser antes de la Epifanía, pues estos días tengo tanto trabajo que me he puesto un despertador incluso al lado de mi orinal.
—Están aquí, gracias a la American Society, y bien cuidados. Tengo entendido que la señora Mason regresará a Inglaterra con sus hijos menores, mientras que William y Doctor Isaac se quedarán.
—En ese caso quisiera conocerlos. Tal vez podría encontrar un modo de ayudarles.
—A veces tienes accesos de generosidad, hermano.
—Sí, los llamamos «la ventolera de Filadelfia».
Cuando entra en las habitaciones que Mason ocupa en la taberna The George, Franklin percibe un olor familiar con el que preferiría no haberse encontrado. Se resiste al impulso de sacar su reloj, que siempre le consuela y que para él es la Biblia. Oye a unos niños, reunidos en alguna parte, en su propio rectángulo invisible. Mary está de pie ante una ventana, mirando hacia un callejón.
—Qué noche tan difícil —le dice ella—. No sé si realmente él quiere verle a usted, o si se trata más bien de su enfermedad. Ahora duerme, pero está soñando en voz alta, por lo que espero que pronto esté con nosotros.
—Recibí la carta que me escribió su marido… Este año me he sentido muy irritado…, esta condenada desintegración del poder…, sólo ahora… Pero dispénseme, señora Mason, no hago más que lamentarme.
Ella, con una contracción lateral de su cuerpo, se hunde en un sofá más destinado a estimular las ilusiones de la juventud que a consolar las certidumbres de la edad. Les llega el estrépito del tráfico de la calle Segunda.
—Perdone —dice Franklin— si tardo en sentarme, pero a los ochenta años eso es algo que requiere un trabajo previo. Así pues, antes de nada, le diré que lo siento mucho.
Ella logra esbozar una sonrisa, una sonrisa cuyo coste muscular Franklin percibe en su propio rostro. Se apoya en el bastón.
—Nos conocimos en unos tiempos seguramente tan oscuros como los actuales, e intercambiamos honorablemente ciertas cuestiones de índole filosófica; presenté su candidatura a nuestra American Society, aunque él siempre deseó pertenecer a la Royal Society. Cómo ansiaba que lo nombraran miembro… Nosotros éramos gente de las colonias, bastante divertidos a nuestra manera y, desde luego, le conmovimos. Pero Filadelfia no es Londres.
—En la lápida de la tumba de Rebekah hizo poner «M.A.S.» después de su propio nombre, así que pertenecer a la American Society significa mucho para él. Supongo que estará usted sorprendido de la noticia —con un gesto señala hacia atrás, como una esposa podría señalar su casa, medio disculpándose, medio dando la bienvenida—, pero sucedió de la noche a la mañana.
Habían estado sentados a la mesa, después de recorrer los corrales, los muros de piedra y los senderos embarrados; la hogaza humeaba, iban pasándose los platos, y al cabo de un rato todos se encontraban en una especie de ruidosa carreta que se dirigía a Southampton, gracias a un dinero que habían ahorrado…
—Pero ¿por qué?
—Eso le preguntaba yo cada día, hasta que me di cuenta de que mis preguntas no le ayudaban, sino todo lo contrario. «Debemos ir a América», era casi lo único que decía. Decía «América» marcando mucho la erre, con la voz de su padre. Rrr… «Tenemos que irrr todos juntos». ¿Acaso sentía remordimientos por haber dejado solos a William y Doctor Isaac todos aquellos años atrás? De buen grado me habría quedado en Inglaterra con los niños, pero a mi edad, señor, es una elección terrible. O bien hallar en los últimos rincones de Sapperton y Stroud, ¡en Bisley! un poco de penosa misericordia, o bien permanecer junto a él y su locura, que cada vez depara menos esperanzas, pues dependemos por completo de la Junta de la Longitud. Menuda alternativa, cielo santo.
—Sin duda la Royal Society…
—Por desgracia, aunque tiene amigos en ella (el reverendo Maskelyne ha sido verdaderamente amable con Charles, y siempre ha estado de su parte), Charles está convencido de que la Royal Society no le perdonará las cartas que les escribió desde Plymouth, hace ya tanto tiempo; cree que son demasiados los que le guardan rencor por haber hablado claro entonces y por haberse atrevido, desde una posición inferior, a proponer otro plan.
Hablar de los siete últimos años, los transcurridos entre la muerte de Dixon y la de Mason, es especular casi inútilmente. Las necrológicas de Mason mencionan un largo declive, «y que padeció durante varios años aberraciones mentales de carácter melancólico». Nunca llegó a concretarse su enfermedad, pero, después de todo, aquí en la Tierra es posible morir de melancolía.
Mason había regresado junto a su padre terreno, aunque jamás se reconcilió con él. En su testamento, el padre de Mason, perdonó a su hijo el precio de la hogaza que le había dado cada día, y eso era todo. Mason había vuelto a casarse y había engendrado otros cinco muchachos y una niña, pero nunca dejó de esperar que Rebekah se le apareciera…, aunque ella, al parecer, pudo por fin suspirar, relajarse y seguir adelante —podía uno pensar— cuando su viejo amor se aposentó para descansar en el lugar del que había partido. Así es como los oficiales se convierten en maestros y los ingenuos en sagaces; es una pieza musical que regresa a la tónica que era su hogar. Ahora no se esperaría de Mason más que alguna tranquila coda.
Sus esfuerzos por ajustar las tablas de longitud de Mayer evitaban cualquier riesgo de contemplar el cielo auténtico —como si, del mismo modo que antaño había estudiado las estrellas contra los deseos de su padre, ahora, demasiado tarde para que lo viera su padre, renunciara a ellas—, aunque salía de vez en cuando, en ocasiones solo, generalmente con los niños, para quienes ajustaba oculares y tornillos, y cuando él miraba las estrellas, cosa infrecuente, lo hacía con cautela.
A medida que Rebekah se parapetaba en un silencio que acabó siendo total, la melancolía de Mason fue agudizándose. Rebekah ya no se le aparecía en Sapperton, y él insistía en que el silencio de ella significaba rechazo y no satisfacción; tal vez eso fue lo que le impulsó a alejarse, a emprender el regreso a América. Fuera como fuese, por entonces su desesperación era mayor de lo que Mary había visto jamás o podía explicarse.
—Creía conocerle un poco. Los niños por todas partes, Charlie inclinado sobre sus logaritmos toda la noche, un nuevo retortijón de estómago cada vez que llegaba el correo…
Hacía ya diez años que Doctor Isaac tenía a su padre junto a él, pero cuando necesitaba ayuda todavía recurría a Willy, su hermano mayor, y éste, como había hecho siempre, lo ayudaba; era algo que Willy aceptó con toda naturalidad.
—Papá nunca hablará de ella —dijo Willy cierta vez—. Y tía Hester tampoco lo hará apenas.
—Deberían hacerlo, ¿sabes? No es justo. Es como si se avergonzaran de ella por alguna razón. El abuelo, cuando está disgustado conmigo, dice que yo…
—Le he oído. Nunca debería haber dicho eso.
—Y dice que me pusieron el nombre del doctor que le causó la muerte, que papá me odiaba tanto que quiso imponerme ese nombre, como una muesca en la oreja de un cerdo.
—El abuelo es un viejo necio, avinagrado y miserable. Te pusieron el nombre por Newton, a quien papá admira mucho.
Los dos siempre se hablan con entera franqueza.
—¿Quién te dijo que era por Newton? —inquiere Doctor Isaac, un poco tembloroso, pero con tono decidido.
—Tía Heme.
—Júralo, Will.
—Pregúntaselo a ella.
—Ya lo hice. Atenta y amable, como siempre, me dijo: «Es posible que a tu padre se le ocurriera ese nombre, sí. ¿Quién sabe? Tu padre habla por los codos, pero no recuerda gran cosa de lo que ha dicho». Así que ahora tendré que aceptar tu palabra, Willy. Y espero que comprendas lo serio que es esto.
—¿Acaso crees que te mentiría? Soy el más alto de los dos, ¿no te acuerdas?
Sin pensarlo, Doctor Isaac tiende la manó para estrechar la otra mano, pero se encuentra el hombro de Willy; tendrá que conformarse con eso.
Cuando Mason recibió la noticia de la muerte de Dixon, estuvo el resto del día profundamente abatido.
—Tenía intención de ir a verle este verano —repetía una y otra vez, y al final dijo—: Debo ir allá.
—Iré contigo —se ofreció Doctor Isaac.
—El chico trabaja para ganarse el pan —gruñó el abuelo Mason—, no es un hombre de ciencia, déjale en paz.
—Contrata a un tejedor por una semana. Tienes donde elegir. Te pagaré el dinero que te haga perder.
—¿Con qué? ¿Con polvo de estrellas?
Al cabo, con las maldiciones resonando en sus oídos, Mason y su hijo salieron juntos a la carretera del norte, bien abrigados porque hacía mucho frío, y se detenían en cada taberna que encontraban por el camino. Mason, por alguna razón, no podía dejar de mirar a Doctor Isaac, recordando que el muchacho nunca había salido de aquellas colinas, y que ni siquiera había estado en Oxford. Allí, en medio de la carretera, y con aquella indumentaria, de repente ya no parecía un niño. Se detuvieron para pernoctar en Birmingham y luego en York, y comieron y bebieron con carreteros, fugitivos y viajantes de comercio.
Cuando están acostados en la cama, el uno al lado del otro, Mason no puede evitar contarle a su hijo anécdotas de Dixon.
—Siempre trataba de experimentar algo nuevo. En Filadelfia le fascinó la botella de Leyden del doctor Franklin, así como el curioso relato que contaba Franklin, alegremente por cierto, de las electrocuciones que había sufrido, tantas que no podía recordar cuántas fueron…
—Y ésta es la luminaria del laboratorio —les dice Franklin mientras conduce a los topógrafos por entre globos de cristal, aisladores de porcelana, una forja en miniatura, una estación magnetizadora, guías dentadas de palosanto y una máquina de la que sobresale una gran manivela, bancos llenos de lentes, lámparas, alambiques, retortas, condensadores, espirales, y al final llegan ante una vasija panzuda y nada elegante, de boca ancha, situada en un rincón oscuro del taller—. Obtener chispas de tres pulgadas con este artilugio es pura rutina. ¿Y qué ocurre cuando se conecta una hilera de estas botellas en cascada? Pues bien, muchas veces me he encontrado en el suelo, sin poder recordar cómo he llegado hasta ahí, y con un orificio en la pared de ladrillo entre los lugares en que yo estaba antes y después, más o menos de mi forma y mi altura. Tenga, tome esta terminal…
Mason, asustado, por supuesto, y en modo alguno dispuesto a tocar ninguna terminal, retrocede, so pretexto de que tiene algo que comentar con el ayudante del doctor Franklin, un extranjero tan bajo que parece un gnomo, llamado Ingvarr, cuya inquietante sonrisa y renuencia a hablar obligan a Mason a embarcarse en un monólogo cada vez más desesperado, mientras Dixon, por su parte, se apresura a tocar todos los aparatos por los que pudiera deslizarse el fluido eléctrico.
—¡Ay! ¡Pues ésta sí que ha sido buena! ¿Y qué es esto de aquí, con esos tres grandes muelles que le salen?
—Ah, sí, dos se introducen en los oídos, así…, y el otro, con este adaptador en forma de Y, en las… fosas nasales, ¡ya está! ¡Vamos a ver!
—¡Señor! ¡Señor! —exclama Ingvarr, aproximándose.
—Ahora no. Ingvarr…, a menos que te apetezca ayudarnos a hacer una pequeña calibración de la longitud de las chispas.
—¡Uy, no, señor!
—Vamos, vamos, Ingvarr…, sólo necesitamos un par de dedos gordos del pie, bien callosos, como veo; serán más que suficiente para resistir la tensión eléctrica… Procura no contorsionarte. Ingvarr, pórtate como un hombre.
—¡Me hace cosquillas!
—Me parece bien, pero te ruego que no le des una patada a ese interruptor, el de la batería principal, no vaya a ser que el señor Dixon… Dios mío, Ingvarr, ¿qué acabo de decirte?
A Dixon —con tanta energía que la cinta que le sujeta la coleta se rompe con un fuerte chasquido— se le ponen los pelos de punta, y cada cabello forma una línea recta que es como un radio perfecto que parece salir del centro de la cabeza. Si lo que Dixon esboza es una sonrisa, lo cierto es que tiene todo el aspecto de una mueca, asimétrica y babeante. Sus globos oculares muestran, si uno mirara atentamente, que giran en sentidos opuestos y a diferentes velocidades. Franklin libera a Ingvarr, que se apresura a escabullirse. Por fin pulsa Franklin el interruptor, y Dixon se tambalea en dirección a un canapé.
—Señor —le dice Franklin con cierta preocupación—, espero que la molestia no haya sido excesiva.
Dixon, tendido boca arriba, replica:
—Supongamos que uso papel de estaño en vez de plata. ¿Cuántas de estas botellas necesitaría para… reproducir ese efecto?
A la mañana siguiente, durante el desayuno, Doctor Isaac le pregunta, lleno de curiosidad:
—¿Le hiciste alguna vez el horóscopo a Dixon?
—No bien lo conocí, aunque nunca se lo dije. Su luna natal en Acuario…, y en Leo, el signo de su nacimiento, es agraciado con una conjunción de Mercurio, Venus y Marte, este último también en conjunción con su sol, aunque lamentablemente ambos están en ángulo recto con Júpiter y Saturno, es decir, que siempre se ganará el pan con el sudor de su frente…, como resultó ser. No obstante, vis Martis suficiente, y más, para el viaje… Es posible que también él me hiciera el horóscopo a escondidas. Es extraño no saber si alguien te ha hecho o no el horóscopo, ¿verdad? Pero Dixon sabía hacer una carta astral y se sabía de memoria las efemérides del año corriente… Diablos, tenía nociones de astronomía, aunque yo le gastaba bromas sobre eso de vez en cuando… La verdad es que pensaba llevarte a verle algún día. Él me había oído hablar mucho de ti…
—¿Le hablaste de mi?
—De ti, de Willy, de los pequeños. Cada uno hablábamos de nuestros hijos. Él tenía dos chicas, dos hijas, debería decir.
—¡Ah!…, ¿y confiabas en que…?
—¿Quién? ¿Qué? ¿Me tomas por un cotilla como tu tía Hettie?
—Dos hijos —explica Doctor Isaac—. Dos hijas. Y un padre que desea, como les pasa a todos los padres, ser abuelo.
—¿Estás seguro de eso?
—Los nietos de Mason y Dixon.
Se arriesga a lanzar a su padre una mirada provocadora, y Mason descubre que no puede evitarla, pero tampoco responder con la misma franqueza. Durante las horas siguientes ninguno habla más de lo necesario, y los dos se sienten a gusto por primera vez con el silencio que les rodea. Era lo que Dixon siempre había deseado de él, que avanzara en silencio.
—Siempre creí que, si alguna vez me marchaba —dice más tarde Doctor Isaac a su padre, en la carretera—, sería a solas, y que me dirigiría en la dirección opuesta, hacia Londres.
—Eres como yo. A tu edad no pensaba sino en marcharme del valle.
—¿Por qué volviste?
—Estabas tú, y Will…, y tu madre…
Doctor Isaac le dirige una mirada pensativa.
—Nunca hablas de ella.
Ha salido a relucir el tema capaz de acabar definitivamente con el silencio de la jornada.
—Han pasado veinte años. Tal vez ya no necesito hablar de eso.
—Pero entonces…
Mason se da cuenta del dilema al que se enfrenta el muchacho: éste no sabe si seguir hablando o guardar silencio.
—Claro que debemos hablar de ella. Pregúntame todo lo que desees saber de ella y procuraré responderte.
—No hace falta que sea ahora mismo.
Está a punto de nevar y pronto caerá la noche. Hasta ahora no han encontrado refugio. Con la última luz del día, providencialmente, en el límite de York perciben un olor a humo de leña con un apreciable componente graso, y se dejan guiar por su olfato hasta Los Fantasmas Alegres, que de hecho es una posada embrujada: los manzanos, plantados demasiado cerca unos de otros, lo atestiguan, pues crecen alejándose del edificio cuanto se lo permiten sus raíces, a menudo formando ángulos muy inestables.
—No me parece muy prometedora —musita Mason.
—No tenemos alternativa.
Cuando entran en la concurrida sala, los parroquianos, al tiempo que se limpian las bocas, guardan silencio: con los rostros dispuestos en un círculo alrededor de un farol y de un montón de bolsas llenas de dinero robadas, los hombres les miran con distintos grados de irritación. Un tabernero gigantesco y misántropo sale de las sombras.
—Esta noche hay una fiesta privada, caballeros.
Mason está a punto de preguntarle por la posada más próxima, cuando Doc dice:
—Bueno, compadre, somos Mason y Mason, de Greenwich, salteadores de caminos que vamos camino del norte, la noche nos ha caído encima y o nos alojamos aquí o tendréis algo triste que contar, porque nos quedaremos tiesos con el frío de ahí afuera… ¡Ah!, y una jarra para todos, bueno, si podemos…
—¿Si podemos? —inquiere Mason.
El tabernero se retira, la cerveza amarga fluye, los que estaban mirándoles vuelven a lo suyo. Mason y Doctor Isaac se van a un rincón y allí fingen ser socios en el asalto a mano armada que maquinan hazañas lo bastante tenebrosas para que les dejen en paz.
—Esto es una banda —explica el joven Mason a su padre—. Se están repartiendo el botín de la jornada. Más tarde veremos entrar a los vigilantes nocturnos.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Lo he leído en El lívido petimetre. Ahora las entregas son semanales, ¿lo sabías?
—Pues no.
—El coche correo trae los ejemplares a Stroud.
Alrededor de la mesa de los salteadores de caminos la perplejidad se impone.
—¿Qué ha dicho? —pregunta un jovencito de Birmingham—. ¿No es ésa la jerigonza de Londres?
—Cierra el pico —le aconsejan—. Aún eres demasiado joven.
—¿Pero qué significa? —insiste el muchacho.
—Ya verás lo que vas a hacer, chico. Vas a ir ahí y vas a preguntarles qué han dicho.
Para cenar sirven a Mason y Mason un plato de carne asada identificable, y les asignan la mejor habitación del piso de arriba.
—Nos asesinarán mientras durmamos —sugiere Mason.
—No vamos a dormir.
En conjunto, Doctor Isaac está en lo cierto. El ajetreo y el tráfico, tanto delante de Los Fantasmas Alegres como en el patio trasero, es prodigioso e incesante. Durante toda la noche hay un imprudente intercambio de confidencias a gritos, y oír esas confesiones es, en el mejor de los casos, peligroso.
—Creía que la posada estaba embrujada —objeta Mason—. Pero ¿cómo puede uno comprobarlo con todo este escándalo?
—A menos que… —Doctor Isaac mira a través de la ventana.
A pesar del estrépito, de los silbidos, del traqueteo de ruedas y de las canciones, abajo no se ve a nadie. Ahora está nevando. Mason se sienta junto a la ventana a fin de atisbar a esos espíritus sin pelos en la lengua contra el fondo blanco de la nieve. En un momento determinado, invisible al otro lado de la habitación, Doctor Isaac preguntará en voz baja e indiferente:
—¿Qué edad teníais cuando os conocisteis?
En Bishop se enteraron de que Dixon había sido enterrado en la parte trasera de la casa de reuniones cuáquera en Staindrop. Doctor Isaac estuvo en todo momento al lado de su padre. Ante la tumba, que según la costumbre cuáquera carecía de lápida, Mason trató de recordar las pocas oraciones que sabía, para ayudar a Dixon en el otro mundo. La hierba era alta y estaba perlada de gotas de lluvia. Un gato salió de ella y se quedó mirándoles largo rato, como si los conociera.
—¿Papá?
Doctor Isaac le había tomado del brazo. Por un instante, inesperadamente, a Mason le pareció ver al chiquillo que, preocupado por las tormentas en el mar y las fieras en el bosque, echaba a correr cada vez que él regresaba para asegurarse de que su padre había vuelto sanó y salvo, a ese chiquillo cuya gran capacidad de ayudar al prójimo Mason nunca fue capaz de ver, y no digamos de aceptar, sumido como estaba en esa aflicción que lo cegaba, tan inquieto ante una vida y una muerte, negándose a tocar el bebé, aunque no se podía echarle a él la culpa… Y ese chiquillo, al que Mason había evitado yéndose al otro extremo del globo, le miraba ahora, y en su rostro sólo se leía preocupación por su padre.
—Ah, hijo. —Meneó la cabeza y no dijo nada más.
—Es tu compañero —le aseguró Doctor Isaac—. Es lo que sucede cuando muere el compañero de uno.
A pesar de su teórico regreso a la red social, lo cierto es que Mason fue aislándose más y más. Los vecinos lejanos y cercanos, incluidos los dueños de factorías textiles a los que jamás había mostrado desprecio, creyéndole versado en todas las artes filosóficas le proporcionaban continuamente trabajos de reparación. El cobertizo en el que trabajaba estaba lleno de piezas procedentes de telares, lanzaderas, tramas, carretes, pistones, bobinas de seda y marcadores de caldera. Los aromas a lavanda, a rosas silvestres y a humo de cocina entraban y salían, junto con abejas y avispas, a través de las paredes de piedra seca, llenas de agujeros, que daban al soleado jardín. Mason se sentaba ante una mesa de pino, inclinado sobre un curioso espejo. Lo visitaban unos seres que tenían nombres, títulos y signos por los que se les reconocía. A menudo le abordaban por medio de los números, los logaritmos, las manipulaciones de números y letras; emergían, por así decirlo, de entre los símbolos…
Durante esos años, su principal fuente de ingresos eran los cálculos, laboriosos, premecánicos; su único instrumento, unas tablas logarítmicas, y reducía y perfeccionaba los datos solares y lunares de Mayer, los cuales constituían la base del Almanaque náutico que editaba Maskelyne, y en cuya introducción el Astrónomo Real reconocía con generosidad la labor de Mason. Éste llegó a creer que, gracias a su persistencia de Tauro, había refinado los valores hasta un margen de error tan pequeño que le daba derecho al premio de cinco mil libras ofrecido por la Junta de la Longitud. Pero los «enemigos» lograron reducirlo a una oferta de 750 libras, que él rechazó por principio, aunque Mary se sintió consternada cuando supo la noticia.
¿Debía incluir ahora a Maskelyne entre sus enemigos?
El Astrónomo Real había compartido con Mason su satisfacción por el hallazgo del nuevo planeta (Maskelyne lo había tomado por un cometa), y felicitó efusivamente al señor Herschel por su gran logro. De improviso, la familia de los planetas contaba con un nuevo miembro, que había sido observado anteriormente por Bradley, Halley, Flamsteed, Le Monnier, los chinos, los árabes. Al parecer todo el mundo lo había visto, pero nadie le había hecho el menor caso. En aquella época era imposible encontrar en el reino un astrónomo que no fuese por ahí sonriendo como un bobo por la imprevista ampliación de su campo de estudio. Sin embargo, para Mason fue un purgatorio, un antepenúltimo golpe. ¿Qué vislumbres de las oscuras fuerzas de la derrota asaltaban su mente y acudían a visitarle? Pequeñas y punzantes presencias que se precipitaban desde la periferia de sus sentidos para susurrar, morder, inyectar venenos… Eran seres del nuevo planeta, una infestación. Mason ha visto en el cristal, inesperadamente, algo que es más que el simple reflejo, algo que no es de este mundo, una procesión de fantasmas luminosos que acarrean cuencos, huesos, incienso, tambores y que dirigen su atención hacia algo que él no puede ni imaginar, y con unos propósitos desconocidos, fantasmas más densos que anguilas que se deslizan sin pausa, y Mason no puede saber durante cuánto tiempo fluirán o llevan fluyendo. Es posible encontrar, en la hedionda gruta de los yoes, un rechazo consciente de todo cuanto la razón considera verdadero. Un algo que sabe, indiscutiblemente —como también sabe que la carne humana se reduce tarde o temprano a carne muerta—, que hay seres que no son sabios o espiritualmente avanzados, o capaces de mostrar amabilidad, sino siempre, y de manera implacable, seres crueles, ocultos, acechantes, a la espera, seres a los que sólo los conocen los desiertos nocturnos que huelen a sangre, y cuando ven que alguien, cualquiera, los ha observado sin su disfraz, lo persiguen al instante, y nadie escapa: por muy largos y fructíferos que sean los años transcurridos, la Sombra acaba cruzando el alféizar, y llegan con un sigilo asombroso. Esferas de oscuridad, oscuridad impura, zonas donde se intrincan el honor y el pecado, y que tal vez nunca veremos claramente, pues cuando nos aventuramos cerca quedan en silencio, el asesinato debe ser silencioso, por medio de pociones y conjuros, por medio de invocaciones —hechas desde más allá de los horizontes— de los espíritus que moran un poco por encima de la frontera entre el día y la desaparición del día, entre lo numerado y lo imaginado…, entre esa seguridad cotidiana y trivial y la ruina, siempre solitaria…
Por entonces la Royal Society se había dividido en «hombres de ciencia», como Maskelyne y el señor Hutton, y «esnobs», como Henry Cavendish y el señor Joseph Banks, y la disputa entre ambos bandos culminó para Maskelyne en el instante en que no encontró su nombre en la lista del Consejo de Miembros de la Royal Society para el año 1783-1784. En ese instante, Maskelyne fue presa del vértigo. En ese vértice de vulnerabilidad, Mason, con la exquisitez de un banderillero, lanzó su dardo.
En La Mitra, precisamente, entre la humareda de las pipas y el tintineo amortiguado del peltre sobre el roble, Maskelyne y Mason acabaron agitando chuletas a medio comer en vez de señalarse con el dedo índice. Una inocente conversación sobre el gran meteoro del verano anterior derivó bruscamente en el tema del rencor humano.
—Si los meteoros son almas que caen en la Tierra y se encarnan, entonces es importante saber de qué punto del Zodiaco irradian.
—Como la mayoría de las almas aquella noche, ésa tenía su punto radiante en Perseo, si eso te sirve de ayuda. —Mason imita las oscilaciones de tono propias de un predicador—. Perseo, hogar de la funesta Algol, la estrella diabólica, cuando está en su meridiano, directamente encima de Nueva York, la Sodoma americana, la estrella a la que otros llamaron Lilit, o la de Satán, o la Cabeza de la Medusa… ¿Acaso el alma que yo busco surgiría y caería desde una región tan infecta? Jamás. Lo sabes muy bien, viborilla. Y tú, ¿qué has perdido tú, Maskelyne?
Incluso Mun, a quien le gustan las briosas pendencias, como a cualquier borrachín insolente, prefirió apartar de allí a su hermano; primero le llevó a otra mesa y al cabo le hizo cruzar la puerta para ir a otra taberna.
—No volverás a apartarme ni a enviarme lejos —le dijo Mason—. Fui incapaz de percibir el odio, creyendo que sólo eras un necio pedante, siempre tratando de comprar mi consideración con regalos que estaban a tu alcance…
—Es posible que apreciara tu buena opinión —replica Maskelyne en un tono apacible; Mason sabe que ese tono augura una puñalada sin previo aviso.
—¿Por qué habría de importarte mi opinión? —sigue atacando Mason—. Ciertamente no porque respetaras al mejor astrónomo de los dos…
—Fue una simple recompensa, ni más ni menos. Lo de Schiehallion, el trabajo que rechazaste, a sueldo de la Junta de la Longitud, unos ingresos sin los que tu familia se habría muerto de lumbre, y todo ello por mi humilde gratitud hacia ti, pues cierta vez me permitiste que me acercara a Bradley…
—Habría sido mejor que Bradley y yo nos hubiéramos muerto de hambre, pues te acercaste más de lo que debías y Bradley salió perjudicado.
—¿Un usurpador? ¿Es eso lo que crees que soy? ¿Debo pagarlo ahora con la vida? ¿Es que nunca podrás superar eso?
—No es necesario matar a un hombre que ya no está ahí.
Maskelyne entendió que Mason quería decir: «que ya no está en el Consejo de la Royal Society». Su gesto ceñudo de predicador pasó de la frente a los ojos, a la manera en que a veces inmovilizamos el rostro para que no revele los sentimientos. Sin embargo, no tenemos constancia de si Nevil Maskelyne lloró o no. Lo que hizo, con toda seguridad, fue apartarse de Mason y, por primera y última vez, no volverse para mirarle. Lo último que Mason vio de él fue la parte posterior de su peluca. Al año siguiente, tras varias votaciones y escaramuzas dramáticas, pero no muchas lesiones fruto de bastonazos, todos los miembros de la Royal Society terminaron siendo grandes amigos, y Maskelyne regresó al Consejo y permaneció en él, un año tras otro, hasta su muerte.
Mason trata de despertarse. Se levanta, cruza la puerta y se encuentra en una casa moderna ordinaria, en una de las ciudades más feas de la Tierra. Ve que se alza ante él un único petroglifo, oscuro y vasto: una ladera de colina rodeada por la ciudad, en la que se encuentran los restos casi intactos de una ciudad antigua, romana tardía, o tal vez son templos y edificios públicos italianos primitivos, de colores gris oscuro con una ligera tonalidad parda y marrón, chopos de Lombardía de un verde muy oscuro… Hay inscripciones en algunas de las estructuras, pero Mason no puede leerlas. Todavía no sabe que se trata de escritura. Tal vez, cuando haya anochecido, será capaz de alzar los ojos e interrogar al cielo.
—Creo que se está despertando.
Ella está en pie y muy atareada, los niños se esconden en los rincones, los mayores conducen a los más pequeños a las habitaciones cercanas. Mary hace una seña a Franklin para que entre.
Mason tiene el cabello gris, le sobresalen de las mejillas unas cerdas que parecen de metal; incluso las pestañas se le han vuelto grises. A Franklin le sorprende comprobar que Mason ha perdido su característica manera de mantener un ojo entrecerrado, y que con el paso de los años su semblante ha logrado adquirir una simetría que siempre debió de buscar; la ha alcanzado desde que abandonó el cielo nocturno y se refugió bajo techo.
—Confío en que pronto se levante de esta cama, señor.
—Mientras yo sea útil para algo —dice Mason—, buscarán mi perdición, pero no en lo más reñido de esta disputa sobre las llamadas «observaciones de Bradley», muchas de las cuales son mías. Nadie quiere que se repita lo que ocurrió entre Newton y Flamsteed. Nadie salvo tal vez un astrónomo estudioso de la cábala, que cree que esas disposiciones numéricas de Bradley son el texto mágico que le procurará la inmortalidad, o que sospecha que Bradley encontró algo, algo tan importante como la aberración, pero más portentoso…,algo que Francia quizá no posea, o no lo posea por el momento, y que los jesuitas no deben conocer jamás…, algo tan útil y mortífero que Bradley, en vez de publicar sus sospechas, o incluso ajustar más los datos, se limitó a dejar éstos como un ejercicio para cualquiera lo bastante interesado. ¿Y qué podría ser eso? ¿Qué forma fantasmal, implícita en las cifras?
—¡Ah, qué burlón ha sido siempre usted! —exclama Franklin. Intenta sonreír a Mason, mientras éste sigue mirándole, no de una manera suplicante, sino como si tuviera poca importancia lo que Franklin piense.
—Es una construcción —dice Mason en voz queda—, una única y gran máquina del tamaño de un continente. Tengo todas las pruebas que pueda usted necesitar. Aún no se han establecido todas las conexiones, y por eso algunas de ellas todavía son invisibles. Día tras día, los pioneros y topógrafos avanzan, conectan más puntos, y pronto en lo alto del cielo se ven nuevas estrellas de las que se toma nota, a las que se da nombre y se colocan en los almanaques…
—Usted lo ha descubierto, ¿verdad? Desde luego no es ese curioso diseño que apenas vale nada y que me envió junto con su carta, ¿no?
—No es la primera vez que habla usted con un deísta, señor, y ya sabe que nuestra Biblia es la Naturaleza, mientras que el Pentateuco es el cielo. Ahí, en caligrafía astral, he descubierto mensajes muy urgentes para nuestro tiempo, y también para su continente, señor.
—Que ahora será el suyo también. Permita que así lo espere un viejo continental, señor.
Mary se asoma a la estancia.
—Bien, mi joven Mary —dice Mason, cuyos ojos miran hacia otro lado—, después de todo ha resultado sencillo, ¿verdad?
—Estás a salvo, Charles —susurra ella—. Estás a salvo —repite, rogando que sea así.
Mary regresará a Inglaterra con los hijos menores; William y Doctor Isaac, los dos hijos de Rebekah, se quedarán y serán americanos. Se quedarán y cuidarán de su padre hasta que a éste le llegue su hora. El señor Shippen, el reverendo Peters, el señor Ewing, todos los que fueran comisionados de la línea veinte años atrás, resultarán ser entonces, cada uno a su manera, la salvación de los tres en aquellas tierras.
—Desde que yo tenía diez años —dijo Doctor Isaac— quería que tú nos llevaras, a mí y a Willy, a América. Cada día de mi cumpleaños confiaba en que aquél sería el año. Sabía que la próxima vez nos llevarías contigo.
—Podemos conseguir trabajo —dijo William— y ahorrar lo suficiente para ir donde estuvieras…
—Casarnos e ir donde estuvieras —dijo Doctor Isaac.
—Las estrellas están tan cerca que no necesitarás telescopio.
—Los peces te saltan a los brazos. Los indios saben magia.
—Iremos allí. Viviremos allí.
—Pescaremos allí. Y tú también.