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Así pues, cuando vuelven a verse lo hacen en Bishop, y un tercer observador habría advertido enseguida el deterioro que el año transcurrido ha causado en ambos, la pronunciada cojera y los ojos amarillentos de Dixon, y el lento aislamiento de Mason, que va sumiéndose en la melancolía, caminando hacia atrás, con la testarudez necesaria para seguir mirando a la luz.

Cada vez más incómodo ante cualquier cambio, ya sea envejecer un año o contemplar América (pese a que en otro tiempo el cambio fue su hogar como el desierto lo es de un nómada), Mason, en la gran convulsión que sufre, ha empezado a soñar con que se halla en una ciudad nocturna, y que avanza cautelosamente entre monumentos de piedra tal vez el doble de altos que él, y que busca refugio, huyendo de algún desdichado trastorno en las relaciones entre los hombres.

Era Stonehenge, pero no estaba Rebekah ni tampoco había luna. Los monumentos carecían de sentido, no eran estatuas, y no tenían ninguna inscripción. Eran los monolitos de la noche, levantados allí por alguien del todo ajeno a lo que les sucediera a los pobres fugitivos que ahora se escabullen entre los monolitos y tratan de refugiarse en su pétrea impenetrabilidad. Quienesquiera que hubieran sido sus artífices, ahora se habían desvanecido, junto con sus propias crónicas, sus propias intenciones, fueran cuales fuesen, pero esos artífices seguían deslizándose por el lugar, sin necesidad de testigos vivos.

Si eso no hubiese sido más que un simple sueño, diluido como de costumbre por el estrépito de lo cotidiano, a estas alturas Mason podría haberlo olvidado, pero sigue acudiendo o, más exactamente, regresando a ese ámbito, a la misma ciudad, la misma penumbrosa anarquía, una y otra vez, y en cada ocasión se zambulle en medio de aquello que puede haber sucedido en su ausencia. Al principio visita esa ciudad cada quince días, pero antes de que finalice el año va allí cada noche. Lo más alarmante es que no siempre está dormido… Sale de su casa contra su voluntad, la ciudad es caótica, las luces demasiado escasas, las diferencias entre amigos y enemigos no siempre están claras, y los errores se suceden. Reflexionar sobre cualquier tema es un desliz imperdonable, pues en cualquier momento la Muerte puede surgir silbando de la oscuridad.

—¡Vaya! Hola, Muerte, ¿qué es eso que silbas?

—Es del pequeño Ditters von Dittersdorf, no podrías reconocer esta ópera, porque Ditters aún no la ha compuesto, ni siquiera es seguro que vivas cuando se represente en alguna parte…, tendría que consultar en el libro para comprobarlo, ¿quieres que te lo diga?

—No hay prisa, ninguna prisa, de veras.

—Ah, qué monada —le dice la Muerte, y sus dedos índice y pulgar se acercan a la mejilla de Mason para pellizcarle…

Unas veces Mason se despierta antes de pasar al siguiente episodio, pero otras veces, los huesudos dedos índice y pulgar siguen aproximándose, cada vez más cerca, asintóticamente, tanto si Mason está despierto como si sueña ya con otra cosa.

«Las visitas de Mason a Dixon», escribió el reverendo, basándose en una autoridad que no cita, «consistían en guardar silencio cuando pescaban y en entregarse a una enfebrecida conversación nocturna las demás veces. Aunque incluso en la orilla del Wear, o dentro del río, siempre están conversando. Los silencios de ambos dan la verdadera medida de su historia».

Un día, Mason se encuentra a Dixon sentado al lado de unos montones enormes de cerezas y de carbón.

—Toma, pruébalas —le dice, ofreciéndole a Mason algunas cerezas selectas.

—Perdona, pero ¿acaso la gota se remedia con cosas que empiezan por «c»?

—Pues sí. ¿No saben eso allá en Gloucestershire?

—¿Carpa?

—Sobre todo en sopa.

—¿Costillas, cuajada, confites?

—Quienes no la han padecido, consideran que la gota es una dolencia divertida.

—Lo siento, Dixon, no quería decir… —Qué fácil es ahora irritar a su viejo amigo—. Toma el cojín…, ¿puedo…?

—¡Un momento! No debes tocarme el pie, gracias. He sido un poco brusco, lo siento, pero me conozco este dolor como el mapa de un condado, sé dónde están los valles del dolor ligero y dónde las cimas que he de evitar. Debo planear cada movimiento como una condenada expedición… No hay nada personal en ello, pero Meg Bland es la única persona que puede respirar a escasa distancia de mi pie.

—Ya ves la suerte que tengo —dice la aludida, que está en la puerta, erecta como la cresta de un vencejo; es una belleza alta, pelirroja, poco dada a pasar el tiempo improductivamente.

Margaret Bland abandonó la idea de casarse con Dixon años atrás, y ahora se muestra reacia a responder cada vez que sale el tema a relucir. «Nos casaremos antes de ir a América», le dijo él, y también: «Iremos a América casados». Durante algún tiempo, ella se mostró dócil dejó que él la entretuviera con los relatos de las aventuras y riquezas que les aguardaban en aquellas tierras legendarias. Pero a Meg no tardó en sucederle lo mismo que ella había observado en su madre: le acometió una desilusión práctica ante la certidumbre de la muerte, certidumbre que los hombres, por su parte, trataban de aplazar en la medida de lo posible. Y vio que eso era precisamente lo que hacía Jere, con su mundo de mapas, la ternura y cuidado con que se inclinaba sobre ellos, y lo que hacía Meg misma, resignada a cuidarle; se comportaban prácticamente como marido y mujer.

—La quiero —le dice Dixon a Mason—. Digo eso, pero en el fondo pienso: «Ella es mi última, mi…», ¿cómo lo dirías?

—Es una buena mujer —responde Mason—, eso no lo dudes.

—Me trae cerezas todos los días, para esto —señala con el pulgar el dedo gordo del pie. Sacude la cabeza, riéndose perplejo; mira a Mason y ve que éste le está mirando—. Las niñas son mías.

Mason, que últimamente sonríe poco, hace una excepción.

—Bien, sí, muy bien.

Permanecen sentados, mirándose durante un rato.

—Lo habrás advertido en sus caras, en Mary… y en Elizabeth, ¿no es cierto?

—Sí, claro. Bueno, son unas muchachas hermosas, a pesar de todo.

—Tus chicos ya deben de ser casi adultos, ¿no?

Mason asiente.

—Sí, y volví a casarme. Me había olvidado de mencionarlo. Sí, y tuvimos a Charles, y dos semanas después de que naciera, mi propio padre se casó de nuevo. Los dos nos casamos con mujeres que se llaman Mary. Las dos te gustarían, lo sé, la mía en particular.

—¿Es joven?

—Asombroso. No sé cómo se las arregla esta gente…

—Los extraños poderes norteños, amigo, y sé que necesitas tantos hijos como sea posible; para ti son como un puente sobre un abismo, para impedir que caigas al cielo.

—Charlie, el pequeño, es el vivo retrato de mi padre, es muy curioso. Los mayores se parecen a Rebekah, pero el bebé…, ese parecido me pone nervioso. Espero verle gritándome, y a veces lo hace. No entiendo nada de lo que me dice, claro, pero tampoco entiendo a mi padre.

—Entonces, todo sigue como siempre, ¿no?

—Cada mañana voy al molino y mi padre me da una hogaza. «Llévate esto, el pan de cada día», me dice, siempre lo mismo, es así de ingenioso. A él le divierte mucho. ¿Qué odio inveterado seré capaz de albergar hacia alguien que se parece a mi hijo pequeño?

—Te veo decepcionado.

—Es lo peor que existe después del amor no correspondido, ¿no crees? El odio insuficiente.

—Y sin embargo te ha hecho mucho bien. Los meses, incluso los años que has pasado sin saberlo…

—Años sumados a mi edad, desgraciadamente… Y esperamos otro hijo para la época de la cosecha. ¿Qué te parece eso? Creo que odio los niños.

—Olvídate entonces de la felicidad que iba a desearte, Mason. ¿No deberías estar en Sapperton, con tu Mary?

—Está allí su madre, y las dos contentas de que me haya ido.

Dan cabezadas juntos al lado de la chimenea de Dixon. Las pipas de ambos se han apagado. La inquietud se ha condensado en los yermos, los ha cruzado y ha llegado al borde de la ciudad. Si uno mirara a hurtadillas, podría encontrarse cualquier cosa al otro lado de los yermos. Hay jolgorio en La Cabeza de la Reina, aunque de momento aquí, en Bondgate, los ladrillos permanecen en silencio.

Cada uno sueña con el otro. Mason sueña que están en Londres, en un encuentro multitudinario que reúne a ese grupo que se llama la Royal Society pero que en realidad es otra cosa. Se celebra algún gran homenaje, que se prolonga desde hace varios días, en un escenario, ante una platea donde hay un continuo trajín de gentes. Bradley está ahí, vivo y gozando de buena salud; Mason está empeñado en encontrarle, a fin de presentárselo a Dixon, pero cada nuevo rostro le distrae, y al cabo tampoco puede dar con Dixon…

Dixon sueña también con un acto público, una obra de teatro, pero son él y Mason quienes se hallan en el escenario, y quienquiera que les esté contemplando permanece invisible por obra de las luces que separan el escenario de la platea. Ambos visten trajes baratos pero prácticos, y, acompañados por una orquesta de cámara, cantan y bailan unos pasos.

Fue divertido mientras duró,

Y no poco precisamente duró…

(Dixon) para el chico legañoso de las minas de carbón,

(Mason) y para el astrónomo con maneras de la gran ciudad.

(Ambos) Llegamos, miramos, gritamos,

sorprendidos, de ansiedad,

aunque no era fácil distinguir el embuste de la falsedad,

(M) ¡Caramba! ¿Es eso un…? (D) ¡No, no lo es! (M) Perdón.

(Ambos) Esta vida de astrónomo es

pura como de un pífano el sonido,

y pasa rápida como un cuchillo en

¡la oscuridaaaad!

(M) Allá fuimos, a Ciudad de El Cabo,

(D) y a Filadelfia también,

(Ambos) y aunque no acabamos de llegar a Ohio,

hubo maravillas sin cuento que ver…

¡Aquellos árboles! ¡Aquellas colinas!

¡Aquellas verduras de altura desmedida!

Las cataratas y las cavernas hacia el oeste,

y los espectros en la expansión celeste.

(M) Oye, ¿era eso un…? (D) ¡Espero que no!

(M) ¿Quién diablos dijo eso? (D) ¡Yo no!

Es un lugar maravilloso, de veras,

nada más que espacio, cuando quieras

emprender una persecución en la oscuridad…

Dixon se despierta un instante.

—Todo lo que puedo decir es que hubiera sido mucho mejor la resurrección de la carne…

Dixon creía que, si pudiera hacer una última expedición y ganar algún dinero más, podría regresar a América, buscar a Washington y a Franklin, al capitán Shelby y a los demás, y encontrar su lugar ideal en el oeste.

Sabe dónde está el carbón, el hierro y el plomo, y si hay oro también le lanzará un conjuro para que salga de la tierra. El truco no está tanto en ahuecar la vara, o en insertar las muestras minúsculas de todo cuanto no buscas, como de sostener la vara una vez hecho eso para compensar el peso adicional… Que Jorge se quede con todo el páramo de Cockfield, pues en América reina la abundancia, y una vida es poco para agotarla, y por lo tanto, desde el punto de vista de los mortales, es infinita.

Cuando por fin Dixon hubiera podido emigrar, Mary Hunter Dixon enfermó, y en enero del 73 pasó a mejor vida. América, enzarzada en la rebelión, retrocedía en la mente de Dixon, donde se congregaban las sombras. Entretanto, la demanda de carbón en Gran Bretaña prometía aumentar eternamente, y a Dixon le pareció que no merecía la pena apresurarse a abandonar una fuente segura de trabajo sólo por cruzar el océano y establecerse en un territorio solitario y lleno de incertidumbre.

Según los informes que le llegaban de América, los Shelby luchaban en el oeste, y todos los McClean se habían unido a la milicia de Virginia. Por entonces, Dixon había llevado a cabo las mediciones de agrimensura del parque y tierras solariegas del castillo de Lord Bishop, en Bishop Auckland, y al año siguiente de todos los terrenos comunales de Lanchester, lo cual es para él suficiente naturaleza, aunque ya no le produce tanto pánico su incompetencia con la brújula de agrimensor ni los páramos sin cercar, como si Dixon, tardíamente, se hubiera ganado la protección de las bestias del páramo que tanto le asustaban en su juventud, o como si éstas, por lo menos, le tolerasen. Sentado a la mesa de dibujo, borra los errores de sus bocetos con migas de pan que luego se guarda en un bolsillo, pues no desea arrojarlas y que los pájaros se traguen el plomo nocivo. De vez en cuando, y casi como un juego, toma una regla plegable y mide la distancia cada vez menor entre la punta de su nariz y el papel, pues entre los agrimensores se dice que el grado de proximidad que media entre ambas cosas puede revelar cuánto lleva uno en el oficio, y que cuando la nariz por fin toca el papel es el momento de retirarse.

Dixon siguió posponiendo el regreso a América, cuyo mero proyecto le había separado de Mason, y a medida que transcurrían los días tuvo que reconocer, pues era cada vez más evidente, que los años le habían dado alcance, que la muerte no podía andar lejos y que América jamás sería más real que su recuerdo de ella, recuerdo del que él debía tomar posesión, por muy incompleto que fuese, o perderlo para siempre…

—Tenía la seguridad de que mi destino estaba en América, y nunca hubiera predicho que, como tú, doblaría la cerviz y volvería a la misma clase de vida que abandoné, de la que, después de todo, no había huido, y también faltaría a la verdad si dijera que la culpa fue de Meg y de las niñas, pues nunca fui como tú, nunca me sentí inclinado a cumplir con mi deber y esas cosas, siempre he sido un cabrón petulante, ¿sabes?, pero lo cierto es que no podía abandonarlas de nuevo.

—Abandonar el hogar, desafiar los extraños y profundos mares del globo, asociarse con los hombres de ciencia más importantes y, al final, regresar exactamente al mismo lugar, agotado, quebrantado…

—No es una vida de ensueño para nadie, desde luego.

—Siempre quisiste ser soldado, Dixon, pero no te diste cuenta de que nuestro viaje al oeste y el regreso, así como los tránsitos, eran campañas, geométricas como un avance de la caballería prusiana, aunque al servicio de una bandera cuyos colores nunca veíamos, y que tu comportamiento en territorio hostil era ni más ni menos que…

—Bueno, ¿cómo era?

—… merecedor de ser mencionado en mensajes y despachos.

—¡Lo aceptaré, y de buen grado!

—Supongo que la única esperanza que tenemos es la posibilidad de que el hogar al que hemos vuelto no sea el mismo que dejamos, y ese fracaso no nos diferencia del resto de la Creación.

—Hombre, espero que no sea ésa la única esperanza.

Han estado pescando en el Wear a la luz de la luna, confiando en capturar truchas de mar, pero no ha picado ninguna. Ahora Mason y Dixon, sentados en la orilla, fuman largas pipas de arcilla, cuyas boquillas se arquean como cañas de pescar, y discuten sobre la especie que los evita. Dixon parece empeñado en instruir a su compañero, como si creyera que Mason no ha visto en su vida una trucha de mar, lo cual, si bien es cierto en sentido estricto, no presupone que no las haya notado, una o dos veces, picando el cebo…

—Aunque no son tan astutas como la carpas —afirma Dixon—, muchas tienen un orgullo excesivo, y te harán saber que hay cosas que una trucha de mar no está dispuesta a hacer, como perder el tiempo con un insecto que se enfrenta con brío a la corriente, pues sería demasiado humillante para ellas si intentase atraparlo y fracasara…

—¿Humillante? ¿Ante qué se sentirían humilladas, Dixon? ¿Ante las ranas? ¿Ante los colimbos? ¿Has hablado personalmente de eso con alguna trucha, y más de una vez?

—Las comprendo, amigo mío, leo en sus mentes… Por ello sé que debes dejar de lado tu orgullo y aprender a simular la debilidad de tu anzuelo, la incertidumbre, la fatiga… —Oyen ruido de pisadas cercanas, y al cabo de un momento se les aproxima, husmeando con diligencia, un terrier de Norfolk de aspecto memorable.

—Por la peluca de Dios —susurra Mason—. ¡Es él!

—Imposible. ¿Cuánto tiempo hace? ¿Quince, dieciséis años? Y este animal apenas tiene un año…

—Sin embargo, fijate en cómo ladea la cabeza, igual que Colmillo, idéntica hasta el segundo de arco… Sí, muy bien, muchacho, ven aquí…

El perro aguarda meneando la cola, como si no deseara interrumpirles.

—Desde luego, es su vivo retrato. ¿Es posible que perteneciera a aquellos viajeros que se alojaban en La Cabeza de la Reina y que desaparecieron en plena noche? ¿Lo habrán abandonado?

—No te insistiremos en que hables para ganarte la cena —ofrece Mason al perro.

—Claro que no. Ven con nosotros y arreglaremos eso, ¿de acuerdo?

El perro les acompaña hasta la casa de Dixon, cena de una manera nada selectiva aunque sin glotonería y, tras haber hecho buenas migas con los perros que ya residen en la casa, se queda a dormir.

—Parece que se siente como en su casa —observa Mason a la mañana siguiente.

—No. Está claro que le gustas tú.

—Es un perro de ciudad, y seguro que prefiere quedarse contigo que emprender el largo viaje a Sapperton.

—Pero, hombre, ¿no te das cuenta de que está deseando volver a la carretera?

—Pues no tiene muchas ambiciones… Me parece una apuesta modesta, sí.

—Por cierto, quedó pendiente el pago de aquella gran carrera en Chester Town, hace diez años, entre Selim y Yorick.

—Sí, es cierto. ¿Cuál de los caballos ganó? ¿Por cuál aposté?

El perro les escucha todo el rato que puede; luego se levanta, se estira y se aleja al trote para explorar Bishop. No vuelve a aparecer hasta que anochece, alrededor de la hora de cenar.

—Vaya, aquí estás —le dice Meg Bland, agachándose para saludarle—. Le he preparado esas hojas de maíz frito que tomabas en América, Jere, para acompañar al pescado. ¿Cómo se llamará?

Colmillo —dice Mason.

Sabio —dice Dixon.

El perro hace caso omiso de ambos, como si éstos tuvieran que adivinar su verdadero nombre. Cuando el tiempo lo permite, acompaña a Mason y Dixon hasta el río y los observa mientras pescan. No se atreve a hablar, y sólo ladra una sola vez, cuando Lud Oafery, por lo demás una persona normal y corriente, de edad mediana, sale de entre los sauces y se arroja al agua, fingiendo que es un lucio lanzado furiosamente contra los bancos de brecas, con la intención de provocar una estampida del mayor número posible de peces presas del pánico.

—En el lugar de donde procedo eso es un sacrilegio —musita Mason.

—Ya ves, así se divierte Lud cuando está fuera de la mina. Échale uno de esos cachos y se marchará…

A medida que se aproxima el momento de la partida de Mason, Dixon observa que a su amigo le inquieta cada vez más el tema del habla canina.

—¿Cómo podríamos lograrlo? ¿Le coaccionamos? ¿Hacemos que se avergüence?

—¿No crees que…?

—Sin embargo, cabría esperar que lo hiciera, al menos por obligación profesional…

El perro, como siempre, está junto a ellos, escuchándoles con los ojos brillantes.

—¿Lo dices de veras, Mason?

—De acuerdo, de acuerdo, perdona.

Poco antes del amanecer, Mason está soñando con América, pero ésta tiene un nombre distinto y no existen mapas de ella; entonces Mason nota un hocico frío rozándole una oreja.

—Cuando despiertes —le susurra una voz inglesa meridional y juvenil—, hará largo rato que estaré en la carretera de Darlington. Soy un perro británico y no pertenezco a nadie, salvo, en todo caso, a vosotros dos. La próxima vez que estéis juntos, también yo estaré con vosotros.

Se despiertan temprano, y comprueban que el perro se ha ido. Dixon le cuenta a su amigo que también ha notado el hocico y que ha recibido idéntico mensaje.

—¿Hemos soñado ambos lo mismo?

—Yo estaba despierto…

—Y yo también lo estaba.

—Entonces volveremos a verlo el año que viene…