—Pues bien, el doctor Johnson, junto con Boswell en el papel de escudero, pasó también por Escocia en agosto del 73, durante su famoso viaje a las Hébridas.
—Lo más probable es que no pasaran a menos de un centenar de millas de donde estaba Mason —dice Ives, soltando un bufido.
Sin embargo (especula el reverendo), tal vez los tres titubearon al llegar a la frontera, en alguna tosca posada, poco antes de dar el paso fatal en el desconocido territorio celta. Están sentados a una mesa, tomando cerveza y observando la niebla a través de las ventanas; Mason tiene cuarenta y cinco años, Johnson sesenta y cuatro.
—Parece usted un joven serio, con entonaciones del Támesis en la voz, si no me equivoco.
—Cierta vez le vi a usted en la taberna La Mitra, señor.
—Es usted de la Royal Society, ¿no es cierto?
—En efecto, como parece dar a entender por su tono de voz, señor, no soy miembro electo de la Royal Society; sin embargo, he trabajado para ellos bajo contrato, y más de una vez.
—Entonces, es usted ese astrónomo, ¿no?,… ¿cómo se llama?
—Mason —le informa Boswell.
—Así es, exactamente —dice Mason—. Gracias, caballeros, aunque esta vez me trae aquí un asunto relacionado con la gravedad. —Y les explica que está buscando una montaña escocesa que cumpla al máximo las características que le ha pedido Maskelyne.
—Hum… —A Boswell le brillan los ojos—. Es cuñado de Clive de la India. ¿Cree usted que el potentado quiere comprar una montaña?
—Cielo santo. ¿Maskelyne trabajando confidencialmente como administrador de haciendas? Jamás se me hubiera ocurrido tal cosa.
—Entonces no está usted tan corrompido como cree estarlo, al menos a juzgar por las arrugas de su rostro, señor —le anuncia, un tanto bruscamente, el doctor Johnson—. Semejante inocencia relativa podría ser un bien sagrado, pero también una desventaja en estos tiempos. Le deseo que siempre pueda distinguir el bien sagrado de las desventajas. Y, ¡ah!, Mason…
—Dígame…
—Tenga cuidado.
—¿De qué señor?
—Del trato que recibirá allá arriba, si su ilustre relación con Maskelyne llega a difundirse —le advierte el señor Boswell, que es escocés.
—En el mapa que llevo aquí —dice el doctor— no aparece nada, a partir de donde estamos, salvo montañas. En la práctica, examinarlas todas es una tarea interminable, y todo escocés con el que se encuentre (hombre o mujer, no lo olvide) tratará de venderle por lo menos una. Son personas fuertes y astutas. No se deje engañar por el exotismo que puedan mostrarle: faldas, gaitas, el haggis y esas cosas. No debe bajar la guardia ni un solo instante.
El señor Boswell hace una rebuscada reverencia, sin apartar los ojos del panecillo.
Fuera, envuelto en la niebla que ahora cubre las cimas de las colinas y los estrechos valles, aguarda ese mundo que hay al otro lado de la cercana línea que le espera, un mundo oscuro y aislado, yermo, implacable, una nación que, a lo largo de la vida de Mason, se ha alzado para apoderarse de la corona, ha sido obligada a la sumisión y luego una parte considerable de la población ha sido enviada a América.
—Supongo que aún subsiste un poco de…, de rencor.
El doctor suelta un bufido.
—La palabra que busca, señor, es odio, un odio inveterado e inflexible. El año 45 está muy vivo en las mentes, es un fantasma de una novela gótica, ubicuo y terriblemente destrozado, y destila azumbres de cierto líquido carmesí. Es característico de esa gente, ¿sabe usted?
—Sí, esto lo dice por mí —suspira el señor Boswell, que ha cogido el hueso mondo de una chuleta y gesticula con él—. El doctor pronto empezará a contar chistes de caníbales, y le aconsejo que preste atención, pues es más divertido de lo que puede parecer al principio. La hostilidad acumulada durante toda su vida acaba surgiendo de esta manera. Nadie sabe por qué, pero el doctor Johnson se propone ir a las Hébridas, a la isla más lejana, para contemplar allí la Edad Media.
—Gente sencilla que trabaja con herramientas primitivas —dice Mason efusivamente—, la llaneza de la fe…, sí, ahí está el tiempo renacido de la fe.
—Es fascinante ver hasta qué punto creen ustedes, los hombres de ciencia —observa el doctor Johnson—, que el tiempo se trasciende con más sencillez cuanto más lejos de Londres se halla uno dispuesto a viajar para observarlo.
—Hombre, Mason ha hecho lo mismo en América —interviene Boswell—. Pregúntele, si no.
Mason le mira ceñudo y menea la cabeza.
—He ascendido y descendido cosas, e incluso condescendido con otras, y no termina aquí la lista, pero todavía no he trascendido nada.
—Los salvajes de América —dice el doctor—, ¿qué poderes poseen y cómo los usan?
Es como si aquí, en el borde del mundo, pudieran confesarse cosas que en Londres nadie diría jamás en voz alta, y Boswell se afana en anotarlo todo en su cuaderno.
La brusquedad de la pregunta del doctor retrotrae a Mason al momento en que él le hizo cierta pregunta al perro sabio inglés, doce años atrás… Las comisuras de su boca ascienden y casi forman una línea horizontal.
—Ojalá estuviera aquí mi ayudante, el señor Dixon… —dice Mason (echando de menos a su colega mientras habla)—, pues la magia en todas sus manifestaciones, tan ausente para otros, entre los que me cuento, es uno de sus temas favoritos… Pociones, conjuros para la lluvia y para destruir enemigos a distancia… Ese Mandeville de los mohawk sin duda les ilustraría. Por mi parte, poco es lo que puedo atestiguar, aparte de los grandes montículos que los salvajes dicen conservar y que pertenecen a una raza más remota de constructores. No he sido capaz de ver en ellos más que su tamaño impresionante, pero el señor Dixon jura que los montículos contienen inscripciones codificadas, que su laminación responde a una finalidad y que han sido utilizados hasta hoy por desconocidos agentes de los poderes invisibles.
»Sin embargo es curioso que aquello que hoy me impulsa a enfrentarme de nuevo a los elementos sea otra condenada especie de montículo gigante, y eso cuando creía que había visto el último de ellos en América. ¡Ay de mí!, parece ser que eso se ha convertido en mi especialidad…, y los hombres encumbrados, los elegidos, no paran de encomendarme esos ejercicios de geometría a gran escala. La montaña que busco ha de ser tan regular como un prisma, como si hubiera sido construida a propósito en el remoto pasado por unas fuerzas más poderosas que las nuestras…, lo bastante poderosas para sugerir que Dios (sea eso lo que fuere) no ha abandonado por completo nuestra desesperada época.
—Veo que no le satisface a usted la frecuencia de Su aparición entre nosotros —dice Johnson con el ceño fruncido—. Ándese con cuidado, señor, pues el paso siguiente de semejante petulancia consiste en definir a Dios como un polvo mágico que está por todas partes y en llamar a eso deísmo.
—¿Acaso cree usted que no buscaba, durante mi larga y fatigosa época en América? Montículos, cavernas, objetos que cruzaban el cielo… Lo que yo vi le hubiese hecho reflexionar mucho… Había incluso verduras gigantes que buscaban la salvación en el tamaño desmesurado, sí, daban lástima. En fin, tengo poco orgullo, y si veo una calabaza gigante al lado del camino, me quedaré con ella.
—Yo me daría por satisfecho con el fantasma de Cock Lane —musita Johnson.
—Satisfecho —asiente Mason, con un brillo desmesurado en los ojos—. En ese aspecto le trataron a usted mal, señor.
—Boswell, no deje de anotar que incluso un lunático puede ser cortés. Gracias, señor. ¿O debo decir Vuestra Santidad?
—¿Yo? —replica Mason, casi suplicando que alguien le tache de loco, como si deseara ser admitido en tan selecta categoría, selecta como la Royal Society, en la que tampoco se le admitía.
—También tuve mi Boswell en otro tiempo —le dice Mason a Boswell—. Dixon y yo, los dos tuvimos un Boswell; era un predicador llamado Cherrycoke, que lo anotaba todo, igual que usted, señor ¿Ha tenido… —mueve las manos formando elipses— alguna vez uno usted mismo? Si no es preguntar demasiado.
—¿Si he tenido qué?
—Hum…, un Boswell, señor, quiero decir uno propio. Bueno, no podría llamarle así, puesto que ése es su apellido, digamos una especie de sombra siempre presente que le haya acompañado y que tomara nota de cada comentario pronunciado… ¿A quién no se llevaría si no para siempre el gran viento del olvido? Piense —extiende el brazo hacia el sur— que a estas horas, mientras toda la Gran Bretaña se recoge, están perdiéndose muchas buenas expresiones, emitidas por un jugador profesional, por el pretendiente de la cantinera, el lechuguino ofendido, el borrachín ufano, y todo eso está yéndose en el aire, sale por debajo de la puerta, se desvanece en la noche y en el silencio que reina más allá. Sí, todas esas voces… ¿Por qué no recoger unas pocas palabras de las multitudes antes de que se precipiten hacia el vacío del olvido?
La montaña que encuentre Mason para Maskelyne será demasiado regular para ser natural. Como Silbury Hill, deberá tener el aspecto de una antigua estructura hecha de tierra. Y será Maskelyne quien vaya a Schiehallion, cuando Mason rechace el nuevo encargo, y se haga célebre por ello, y no digamos amado por los escoceses de allá, y se convierta en tema de una balada y al cabo en héroe de una leyenda, que lo pintará con un extraño atuendo de mago basado en el traje de observación que se pondrá mientras resida en Perthshire. Un traje sencillo, de hecho, diseñado por el mismo Maskelyne.
—Un tartan jamás visto en el mundo —explica—, que no puede ofender a ninguno de los clanes.
—O que puede ofenderles a todos —se apresura a señalar Mun.
Mason regresará a Sapperton, donde llevará una vida monótona, haciendo pequeños trabajos para la Royal Society y reducciones para el Almanaque de Maskelyne. Habrá niños por todas partes, un pulcro observatorio en el jardín, tendrá reputación de brujo en el Valle Dorado: un aprendiz de brujo que cierta vez trepó a esa extraña eminencia de Greenwich, a otro nivel de poder, navegó hacia todas las partes del mundo, pero regresó para vivir entre ellos. Serán complacientes con él, y por fin le llamarán Charlie. Y él será otro excéntrico de pequeña ciudad que vuelve a abismarse en sus quimeras, con un lugar de trabajo situado al fondo de una larga casa en los Cotswolds, en el extremo de una serie de habitaciones que dan la espalda al camino y se abren a la curva aparición de los campos en la ladera de la colina.