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«A petición de Maskelyne, me dirijo al norte, en busca de una montaña que tenga una gravedad apropiada y cuya presunta influencia pueda desviar una plomada con suficiente nitidez como para tomar la medida sin ambigüedad, si bien, dadas las dificultades que históricamente ha tenido el Astrónomo Real con las plomadas, el proyecto me causa aprensión.

»Habiendo decidido, tras realizar un detallado examen de la zona en el atlas del condado del señor C. Dicey, que es imposible viajar desde aquí a Escocia sin pasar ante tu puerta, te agradecería que me recomendaras una buena fonda para pasar la noche, donde pediré que me permitan ausentarme a fin de hacerte una breve visita.

»Rezo para que no siga importunándote la gota. Yo estoy bastante bien… físicamente. Padecemos constantes problemas, causados por una región sin luz, profunda y distante, que estamos acostumbrados a llamar con nombres más reverentes. Va a hacer cuatro años, compañero. Espero que no sea demasiado tiempo… ni que sea demasiado pronto para vernos».

Así responde Dixon a esta misiva:

«La Cabeza de la Reina es la mejor fonda de Bishop, pero dado que mi casa sólo está a un par de esquinas, insistiré en que no ocupes ninguna de sus habitaciones. Además, en La Cabeza de la Reina, pese a la excelencia de su despensa y cocina, son muy estrictos en lo que hace a la puntualidad a la hora de sentarse a la mesa, lo cual podría no convenirte.

»Verás que las carpas rehúyen la compañía humana y las brecas son gordas y lentas, aunque no tanto como

»tu seguro servidor,

»J.»

Mason encuentra a Dixon todavía entristecido por la muerte de su madre, acaecida en enero. Aunque por fin madre e hijo habían logrado reunirse, a menudo se enzarzaban en discusiones.

«Debías haberte ido mientras tuviste la oportunidad, Jere. No estabas hecho para el trabajo de la mina, y tu padre, ¿sabes?, ya se imaginaba que no te dedicarías a eso».

«Pues a buenas horas me lo dices…».

«Eras el pequeño, y se supone que el pequeño no puede hacer nada malo, ¿no lo sabes?».

«Así que papá llegó a un acuerdo con el señor Bird», la apremió.

«Un buen caballero, el señor Bird, Jeremiah».

Años más tarde, Dixon le dice a Mason:

—No veo la manera de compensar al señor Bird.

Eso le preocupa, por supuesto. Mason imagina sus propios misterios a ese respecto. ¿Qué pudo haber hecho el molinero de Wherr por el futuro director de la Honorable Compañía de las Indias Orientales? ¿Darle pan?

—¿Darle carbón? —especula Mason.

—Poco a poco, unos peniques por capazo, todo eso puede representar una suma… Claro que almacenar carbón en esas cantidades…

—Eso indica una necesidad de mucho calor, y durante largo tiempo. ¿Vidrio? ¿Hierro?

De momento, Mason se conforma con sentarse en El Minero Alegre, entre norteños jaraneros, sintiéndose cómodo, serenamente erguido, y con mirar a través del gris neutral del humo los destellos del sol, los pequeños y límpidos valles, los fondos arenosos, las ortigas y lisimaquias, y, en cierta ocasión, contempló la súbita franja luminosa de la carpa más grande que ha visto jamás —según dice la leyenda—, que quedó panza arriba a escasas pulgadas de sus pies. Era la famosa y longeva Pícaro Bob, de la que se decía que ya la persiguieron los romanos que cierta vez acamparon al norte de Binchester.

—Pero mientras te helabas allí, amodorrado —le dice Dixon, después de que el Pícaro Bob se escapara—, dudé en acercarme a ti, por temor a electrocutarme. Finalmente, y por una vez, pude observar la carpa con cierta calma. Es extraño, Mason, me dio la sensación de que le gustabas. Nunca había gozado de esa oportunidad, ni he conocido a nadie que haya estado tan cerca de esa carpa como tú. Los romanos que anduvieron por aquí solían decir «carpe carpum», es decir, «atrapa la carpa».

—De acuerdo, esperé demasiado, pero piensa en el disgusto que se hubieran llevado todos tus amigos si la hubiera pescado un forastero, sin contar con que era la primera vez que yo visitaba ese río. La verdad es que ha sido mejor así.

Ahora Dixon parece frágil, refleja la luz de una manera más suave, por lo que Mason se siente impulsado a tratarle con más amabilidad. Muestra hacia él más consideración que la que nunca ha mostrado con un niño.

—También tienes que fijarte bien en las brecas que hay aquí, pues son exactamente iguales que los cachos, y sin embargo se diferencian como la noche al día por su resistencia a que las capturen.

—Perdona, pero basta echar un vistazo a las aletas. Es bastante fácil distinguir unas de otros.

—Mucho me temo que aquí no sea así; además en el río Wear no son muy útiles los cebos de pan que sin duda aprendiste a usar allá en Gloucester.

—¿Qué usáis entonces? Supongo que algún escarabajo raro, ¿no?

—Más bien un filete poco hecho. Les encanta la sangre, son salvajes.

Por mucho que se esfuercen, siempre acaban hablando de sus tránsitos independientes.

—Maskelyne me obligó a quedarme allí —dice Mason—. Tuve muy mal tiempo, y no pude hacer suficientes observaciones. Si no, hubiera realizado el proyecto de calcular la edad del universo. Me hizo volver en un barco que transportaba carne…

En la bodega había centenares de corderos muertos. En otro tiempo, esto habría provocado en él un prolongado resentimiento, pero ahora Mason lo acepta como parte de una jornada impuesta por el destino, siempre oscurecida, en la que, exiliado, debe perseverar, sin acabar de saber cómo hacerlo y tal vez ya sin posibilidad de intentar, «sencillamente», perseverar. Sometidos a las perturbaciones atmosféricas de fines de noviembre, los cadáveres de cordero golpeaban contra los mamparos, impidiendo dormir al exhausto y cada vez más irritado Mason. Bien entrada la guardia de media, el tapón mental de Mason fue por fin expulsado con violencia por los gases de la ira, y corrió él gritando a abrir la escotilla de acceso a la bodega de proa, y quedó atrapado de inmediato, como un descuidado inocente en una danza de la muerte, entre el grueso y deslizante amasijo de carne, unos pálidos cadáveres apenas mayores que él, fríos como el mar que se extendía —según recordó útilmente— tan sólo al otro lado de aquellos maderos que se curvaban hacia una negrura sin velas, y, cuando el barco se balanceó, un peso muerto que apestaba a grasa de oveja pasó velozmente por su lado, en dirección a babor, y estuvo a punto de derribarle, y para evitarlo tuvo que apartarse girando sobre un pie, mientras el barco cabeceaba fuertemente. Su intención, la de un auténtico flemático, fue localizar el cadáver ofensivo, pues no podía permitir que en sus datos figurase más de uno, y amarrarlo de alguna manera, eso en caso de que la bodega donde se hallaba la carne estuviera provista de las cuerdas y herramientas pertinentes.

Había sido un necio. Allí estaban los representantes de todas las ovejas de las que había hablado mal a lo largo de toda su vida, y ahora se hallaba a su merced. Se dijo que estaban muertas, como, en efecto, así era, pero no sólo estaban muertas, sino que pertenecían una categoría que superaba la de los muertos, con su humillación sin sentido, su inútil derrota, despellejadas, las caras sin piel, amoratadas y rasguñadas por los repetidos golpes de los otros miembros de aquel rebaño que finalmente formaban y que se deslizaban letalmente alrededor de Mason. Hubo un momento en que, claramente, las vio moverse por su propia voluntad, no impulsadas por el movimiento del barco, sino de una manera compleja, como bailarines en una sala.

—¡Bueno, no era mi intención interrumpiros! —les gritó Mason, esperando, ciego como el grano en el molino, que le aplastaran.

La situación era bastante desesperada: cada vez que daba un paso, resbalaba, pues no había dónde asirse debido a las incontables toneladas de grasa que desde hacía tiempo habían eliminado la fricción de cada superficie. Mason reconoció al instante la misma proximidad a las puras ecuaciones del movimiento que había experimentado cuando observaba las estrellas y los planetas en el espacio; lo único que faltaba era el hermoso silencio…

—¿Cómo saliste del apuro? —le pregunta Dixon.

—¡Ay! Tan sólo el olor podría haber acabado conmigo. Me hizo retroceder, de veras, como un resorte, a la condenada ciudad de El Cabo. Recuerdo que me irritó mucho el pensar que mis últimos recuerdos del mundo iban a ser los de aquel deprimente lugar. Me decía que sería mejor el purgatorio, incluso el infierno. Por suerte, en aquel preciso momento, un grupo de marineros que por alguna razón ni estaban de guardia ni dormían, y cuyo comportamiento parecía en verdad furtivo, me rescataron. Noté también un sorprendente regocijo en ellos, en parte dirigido a mí. «¿Cómo le va ahí dentro?», me preguntó uno de ellos, con lo que en tierra hubiera podido considerarse a todas luces una insinuante mirada de reojo. No dijo: «¿Cómo le ha ido ahí dentro?», lo cual ya es bastante raro. No, lo que ese marinero dijo claramente…

—Hombre, Mason, es comprensible… Piensa que eran marineros…, probablemente ésa sea una práctica habitual en las travesías de los barcos que transportan carne… Algo que un marinero que se pasa el día en el palo de trinquete, cuya jornada es de una monotonía implacable, podría esperar con ilusión cuando se acerca la medianoche…

—¿Cómo? ¿Te refieres a…? Vamos, Dixon. qué cosas dices.

Dixon se encoge de hombros.

—Si un muchacho estuviera bien despierto, si conservara su aplomo…, en fin, con todas esas cosas: el peligro, ¿comprendes?, a esa velocidad, y esa ausencia de fricción…, y con sus compañeros de tripulación también en la bodega, en fin, podría ser una situación ideal.

—Y luego, en el muelle —prosigue Mason bruscamente—, en Preston, pues el capitán manifestó que no «correría el riesgo de ir a Liverpool», había miles de hombres esperando, algunos muy elegantes, con pelucas a la moda y cosas así, que corrían de un lado a otro, gritaban, prendían fuego a los cobertizos de los agentes y, de vez en cuando, se prendían fuego unos a otros. Eran los disturbios por la escasez de alimento, los mismos que estaban en su apogeo (según creí entonces) cuando zarpé hacia Irlanda, pero que ahora, un año después, lejos de haber remitido, habían llegado incluso a la orgullosa Preston. ¿Y el resto de Inglaterra? ¿Y mi padre? ¿Le habrían quemado ya el molino?

»No había acudido nadie a recibirme. Las nubes ocultaban el sol a intervalos y las cubiertas de los barcos quedaban sumidas en profundas sombras. Muchas de aquellas personas estaban delgadas y endebles a causa del hambre, pero, impulsadas por un rencor titánico que les proporcionaba fuerza, abordaron el barco y empezaron a sacar los cadáveres de cordero (cuya humillación no había acabado aún) y a arrojarlos al agua, desperdiciando un alimento que podrían haberse llevado para comer. La estrepitosa locura, el puro impulso asesino… Tampoco tú habrías querido salir del barco en aquellos momentos. El capitán permitió que me alojara en su camarote hasta que pudiera desembarcar sin riesgo, y entretanto se reveló como un simpático conversador, en especial sobre el tema del carnero, del que parecía estar muy bien informado y al que resultó ser incluso extrañamente aficionado.

—Claro, podría decirse que era el sultán del negocio.

—Eso no se me pasó por la cabeza. Demasiado tarde para hacer nada al respecto…

—¿Lo lamentas? Por lo menos hubieras podido divertirte un poco, ¿no?

—Aaahh… Con su corolario: todo lo que creo que es divertido, sea lo que sea, invariablemente es motivo de aflicción…

—No sólo para ti —añade Dixon, fingiendo que contempla el fuego—, sino también para cada desgraciado que está dentro de tu perímetro.

—Te lo hice pasar mal, ¿verdad, amigo? —Pone una mano sobre el hombro de Dixon y la aparta enseguida.

—Bueno… —Dixon hace un gesto negativo con la cabeza, apartando los ojos del rostro de su colega—, por lo que se refiere a tiempos duros…, fue peor lo de los franceses… Luego, claro, cinco años de mosquitos…

La emoción que embarga el ánimo de los dos astrónomos podría propiciar un abrazo, pero evitan tocarse.

—Sí, debes de habértelo pasado en grande, ¡ja, ja!… Yo, en cambio, volví del cabo Norte un tanto confuso —cuenta Dixon—, sin otro deseo que alejarme de Hammerfest, y viajé hacia el sur, presa de verdadero pánico, hasta llegar a Londres, confiando en que no me hubieran afectado demasiado los golpes en la cabeza que me di contra las vigas de aquella cabaña de enanos que en la Armada llamaban observatorio… Me hubiera gustado haber tenido la oportunidad de verte y hablar, pero Maskelyne hubiera sido un incordio, como siempre, y tú todavía estabas en el Ulster…

»Bayley fue al cabo Norte. Yo viajé setenta millas a lo largo de la costa, hasta Hammerfest, en la isla del mismo nombre. El suelo estaba tan helado que tardamos una semana en cavar un hoyo para meter el poste en el que fijaríamos el reloj. Luego nevó durante, una semana, a veces con fuertes vientos y granizo. Los días previos al tránsito fueron nebulosos, y en ocasiones muy nebulosos. La mañana del tránsito, cuando vi por primera vez el planeta, éste estaba ya medio superpuesto al Sol. Al cabo de diez minutos, y por un momento, a través de una nube delgada, me pareció verlo sobre el Sol, pero no había ni un hilo de luz; seis horas después, todo seguía igual. Vi cómo el planeta se separaba del disco solar, ya pasado el contacto interno; fue una visión fugaz, y después volvieron a aparecer las nubes. Más tarde vi el eclipse, al día siguiente descendió al horizonte. Allí estaba el otro extremo del mundo. Desde lo alto de un gran risco contemplé el océano Ártico, y vi que, extrañamente, el horizonte se hallaba más próximo de lo que debería. En medio de esta geometría terminal, me visitaron —Mason no parece darse por aludido— y después me llevaron todavía más al norte.

—Ah… —¿Puede ver Dixon la inquietud en el rostro de Mason?—. ¿A qué distancia?

—A horas o días… —contesta Dixon—. Él se presentó sin previo aviso. Tenía los ojos muy grandes, de un tamaño sorprendente. Yo no sabía quiénes ni cuántos vivían en aquel paraje desolado. “Debes venir conmigo”, me dijo.

»“Mi barco sale dentro de pocas horas”, musité, y seguí ocupado en mis papeles.

»“Sí, el H.M.S. Emerald, del capitán Douglas. No habrá viento hasta que volvamos. Ven.” Alcé los ojos. No cabía duda de que él estaba realmente allí, pues yo no llevaba bastante tiempo en la isla para que me hubiera hecho efecto el llamado “éxtasis del norte”. Por un momento pensé que era Stig, una sombra de Stig, ¿te acuerdas de nuestro leñador místico, al que tanto afectaba la nostalgia del norte?… Pero los ojos de mi visitante eran demasiado extraños, incluso para Stig, y yo no acababa de reconocer su aspecto ni su manera de hablar. Bajamos a la orilla y nos desplazamos sobre un gran témpano de hielo y luego de un témpano a otro, hasta que, medio helados, llegamos a una planicie. A juzgar por sus movimientos, parecía, al igual que yo, un forastero en aquel país. Sacó de su zurrón un pequeño trineo de piel de caribú, lo desplegó y lo extendió sobre una armazón de osamenta de ballena, dotada de ingeniosas bisagras, y extrajo de un curioso estuche negro un instrumento con unos complicados cables en espiral colocados sobre unos balancines de brújula, y fijó los cables a la proa del vehículo. “¡Deprisa!” Apenas subí a bordo, el trineo giró hasta señalar como una brújula el polo Norte magnético y empezó a moverse, cada vez más rápido, lanzando un silbido cada vez más fuerte, por la pradera helada. “¡Señor!”, le hubiese gritado yo, si la velocidad a la que avanzábamos me hubiera permitido respirar; “¡no tan lejos, señor!”, cuando lo que realmente quería decirle era “no tan rápido”. Corrimos así hacia el norte, bajo la luz solar perpetua. Allá arriba, el sol no se pone desde mediados de mayo hasta fines de julio. Allí, los fantasmas y los horrores, si llegaran, no serían nocturnos.

»Resultó que tampoco viajábamos al polo Norte. El mismo polo tenía la delicadeza de pender lejos de nosotros, en un espacio vacío, pues, como no tardaría yo en observar, en la cima del mundo, en algún lugar entre los 80° y 90° norte, la superficie terrestre, alrededor del paralelo, empezaba a curvarse pronunciadamente hacia dentro, dejando una gran oquedad circumpolar —Mason se mueve incómodo y mira en torno a él, buscando algo que fumar o que comer—, una oquedad hacia la cual nos dirigíamos directamente, al principio con suavidad y luego, de manera gradual, circundando la gran curva de su borde. Y así fue como entramos, por su gran portal nórdico, en la superficie interior de la Tierra —concluye Dixon con una sonrisa indulgente y retadora.

Mason engulle rítmicamente galletas que ha hecho Meg Bland, pastelillos y bollos…, fingiendo que prefiere guardar silencio, para evitar que le salga una inflexión demasiado harinácea.

Dixon prosigue alegremente:

—El hielo cedió el paso a la tundra, y avanzamos siempre cuesta abajo, en una oscuridad parcial. La presión atmosférica aumentaba lentamente, y pronto cada sonido adquirió un tono secundario susurrante, como el de un inmenso eco compuesto, hasta que nos adentramos mucho, a centenares de millas bajo la superficie de la Tierra, tras habernos aferrado al suelo, por el que empezábamos a andar con toda facilidad. Ahora, sin embargo, caminábamos cabeza abajo, como murciélagos en un campanario…

El interior de la Tierra había sido, más que estudiado desde el punto de vista racional o científico, soportado con inquietud por quienes aseguraban recorrerlo diametralmente, porque, en una época temprana de la historia de la superficie interior, se habían desarrollado medios para volar.

—El dios de esas criaturas, como el de los iroqueses, vive en el horizonte, que aquí es su horizonte norte o sur, y cada uno de los horizontes es una elipse más o menos amortiguada de luz celeste. La curva del horizonte está iluminada, según la posición del sol, y dotada de mayor o menor relieve: cadenas montañosas, delgados trazos de torres, las vidas eternamente vertidas de los millares que viven en las alargadas ciudades estuarias que se extienden de fuera hacia dentro, y el agua se precipita en desmesuradas cascadas a cuyo pie se tarda horas en llegar, siempre al revés, pero el agua está perfectamente asegurada al lecho de su lago tanto por la gravedad como por la fuerza centrífuga, y los nadadores, invertidos, se deslizan por ella sin ningún problema, suspendidos sobre un abismo que tiene miles de millas de profundidad. Desde dondequiera que uno se encuentre, cuando levanta la vista ve que la tierra y el agua se alzan por delante y también por detrás, cada vez a mayor altura, hasta perderse en la espesa atmósfera… Así pues, en el sentido más amplio, desplazarse a cualquier parte en esta Terra Concava significa ascender siempre, con todo lo que eso supone: en el exterior, aquí, sobre la convexidad, ir a cualquier parte significa descender siempre.

Con gran cordialidad y respeto, esas criaturas llevaron a Dixon a la Academia de Ciencias local y le presentaron a sus miembros.

—Aunque el aspecto de ustedes es totalmente distinto al que imaginábamos —dijo Dixon—, todos tienen un aire familiar. Allá arriba oímos muchos relatos de gnomos, duendes, gentes más pequeñas que viven bajo el suelo y poseen algo que nosotros consideramos poderes mágicos. Han abierto ustedes túneles hasta los límites de nuestro mundo, siguiendo los arroyos, observándonos desde las colinas cuando la luz del día es lo bastante incierta… ¿Es, pues, este lugar su origen?

—En efecto, somos nosotros —respondió uno de los filósofos de la superficie interior, quitándose el sombrero y haciendo una reverencia, mientras los demás le imitaban escalonadamente. Las alas de los sombreros terminaban en una línea única, e imbricada a la perfección.

—Su servidor, señores.

—Ustedes reciben nuestros mensajes por medio de sus brújulas magnéticas. Lo que ustedes llaman «cambio de declinación» durante larguísimos periodos es el eco, difuminado y amortiguado, que puede llegarles arriba, de cuantos vivimos aquí abajo. Más que vivir, arriesgamos nuestras vidas, que tienen un nivel de pasión que a ustedes les parecería muy intenso. Hemos aprendido a utilizar las fuerzas telúricas, incluida la del magnetismo, que ustedes, curiosamente, parecen considerar la única.

—¿Es que hay otras? —inquiere Mason, animándose.

—Eso fue lo que él dijo. Todas esas otras fuerzas son muy eficaces; allí abajo las llamaríais «milagrosas», aunque aquí arriba quizá no tanto.

»Ellos observarán atentamente tu viaje a Escocia. Mason, desde abajo… Me dijeron que “una vez conocido el paralaje solar, una vez medidos los grados necesarios y por fin efectuados los cálculos ineludibles, todo esto se desvanecerá. Tendremos que buscar otro espacio”. Sin embargo, nadie me explicó qué significaba eso. “Tal vez entonces algunos de nosotros tratemos de vivir sobre la superficie. No estoy seguro”, siguió diciendo, “de que todo el mundo pueda adaptarse y pasar a vivir de un espacio cóncavo a otro convexo. Aquí nos hemos refugiado; dondequiera que miramos casi no hay cielo, sino sólo más tierra. Me pregunto cuántos de nosotros podríamos vivir de la otra manera, como lo hacéis vosotros, tan expuestos a la oscuridad exterior, a esas luces terribles, grandes y pequeñas; y dondequiera que estéis, dada la convexidad, cada uno de vosotros se encuentra siempre un poco desviado con respecto a los demás, apuntando hacia ese vacío en el que la mayoría de vosotros apenas repara. Aquí, en la tierra cóncava, cada uno apunta hacia todos los demás (los ejes de todos convergen), de modo que nos vemos forzados a reconocernos unos a otros, y aquí rigen unas normas de conducta totalmente diferentes a las de la superficie.”

»Estábamos mirando a través de un telescopio de diseño peculiar, pues alrededor del visor, y de los espéculos de plata (plata batida y pulimentada hasta una perfección que sin duda había costado la cordura de más de un artesano), habían extendido una especie de velas de barco a fin de captar hasta el último destello de luminosidad, y hacían converger en un juego central de lentes las imágenes que recogían. Con este instrumento podía uno observar cualquier parte de la tierra hueca, incluso lugares situados directamente en el otro extremo del vacío interior, a millares de millas de distancia. Aunque la luz que entraba por las aberturas polares situadas al norte y el sur varía a medida que la Tierra recorre su órbita, siempre era baja y difusa, y de ahí los grandes ojos de aquellos moradores, la palidez de su epidermis, su dieta a base de raíces, de hongos y de las verduras que podían cosechar en el campo más cultivable alrededor de las aberturas, aunque los viajes de regreso al interior estaban repletos de peligros y obstáculos a causa de los grupos armados de piratas saqueadores de huertas. Allí las hojas eran de color casi negro, y las frutas, escasas. Allí, los vinos —Dixon sacude la cabeza— son tan austeros como cabe imaginar.

—¿Te has vuelto partidario del zumo de la uva, Dixon?

—La maldita gota. El vino no es tan malo.

Mason suspira tristemente.

—¿No hay infierno, entonces?

—Por lo menos no está en el interior de la Tierra.

—¿Ni tampoco… un solo administrador del mal?

—Me presentaron a cierto funcionario, nunca se sabe… Charlamos, entraron otros. Me dijeron que me quitara la ropa que quisiera para sentirme cómodo. Me descalcé y me dejé el sombrero puesto. Me hicieron andar en círculos, y me tocaban de vez en cuando. No fue muy molesto.

—En cualquier caso, no recuerdas gran cosa —dice Mason sin poder contenerse.

—Me examinaron los ojos y los oídos, me miraron el interior de la boca, y luego me hicieron subir a una balanza y me pesaron. Hablaron entre ellos. Aquel personaje me preguntó: «¿Está usted ahora completamente seguro de que desea apostarlo todo por el cuerpo, por este cuerpo, y además confiar irremediablemente en la ración diaria que le aportan sus sentidos, habida cuenta de que tanto el cuerpo como los sentidos se deteriorarán, disminuirán la salud física y la variedad de las percepciones aportadas por los sentidos, que se volverán cada vez menos dignos de confianza, hasta acabar desapareciendo?». Bueno, ¿qué habrías contestado tú?

—¿Y tú?…

—Lo dejamos en suspenso. Cuando regresé al observatorio, y me pareció que esta vez sólo habían transcurrido unos minutos, tomé la Biblia, la abrí al azar y leí en Job 26, 57-7: «Las Sombras tiemblan bajo tierra, las aguas y sus habitantes se estremecen. Ante él, el infierno está al desnudo, la Perdición al descubierto. Él extiende el Septentrión sobre el vacío, sobre la nada suspende la Tierra».

Los caballos están esperando a Mason en la calle. En el umbral, éste aferra la mano de Dixon.

—Si no me matan y devoran allá arriba, ¿nos veremos otra vez?

—Debemos pensar que los dos nos volveremos, juntos, unos viejos excéntricos —le propone Dixon.

Se miran a los ojos: ninguno de los dos puede recordar la última vez en que se miraron así.

—Reunámonos el próximo verano… Tienes que pasar una temporada en Sapperton.

—No puedo viajar muy lejos. —De inmediato tiende la mano para tomar el brazo de Mason, no vaya éste, a su manera, a ofenderse demasiado—. Ojalá no fuese así.

Mason, que conoce bien a Dixon después de tantos años, se abstiene de dar unos pasos atrás.

—Tal vez no te pierdas nada, pues, por culpa de los condenados pañeros, ya nadie puede garantizar qué es lo que nada en el Frome, eso si todavía nada algo en ese río. —Evita hablar prolongadamente de la fragilidad de la vejez y la salud, y advierte que la reserva de alegría de Dixon no da para más—. Las fábricas, malditas sean… Dixon, me alegraré de verte siempre que lo desees.

Se vuelve hacia las correas que aseguran los instrumentos para la observación del tránsito, haciendo caso omiso de lo que pugna por salir de sus ojos y su nariz.

—Cuídate, amigo.