Tal vez fue así de sencillo: Dixon deseaba quedarse y Mason no quería ni podía, por lo que Dixon también regresó, y el 15 de diciembre de 1768, en una reunión del Consejo de la Royal Society, según consta en el libro de actas, están ahí, en la sede de la Royal Society, juntos en la sala. Ambos han decidido vestir de gris y negro. «Fueron llamados los señores Mason y Dixon, quienes asistían con propuestas relativas a las mencionadas observaciones en proyecto, y el señor Dixon informó al Consejo de que estaba dispuesto a ir al cabo Norte o a la isla Cherry. El señor Mason dijo que prefería no ir, pero añadió que, si necesitaban sus servicios, estaba disponible».
¿Se presentaron allí por mera formalidad, sabía Dixon lo que diría Mason, lo habían preparado todo los dos de antemano?, ¿o esa respuesta cayó de sopetón sobre Dixon, y por lo tanto era menos perdonable que la acostumbrada acusación de conducta masónica? Algún malintencionado podría traducir esas palabras por: «Claro que iré, pero no con Dixon», un insulto evidente, como le decían con frecuencia a Dixon. Y éste, ¿no tenía intención de responder? «Me ha acostumbrado tanto a eso», aseguraba Dixon a los que lo consolaban, «que a menudo ni siquiera me ofendo…».
En privado, los sentimientos de Dixon son un tanto más esperanzados. A estas alturas conoce a Mason lo suficiente como para reconocer las formas que suele adoptar el afán de caballerosidad de éste, así como el verdadero alcance de su progreso, a partir del necio filósofo socialmente tambaleante que era al principio. Es decir, que existe la posibilidad de que Mason, creyendo sinceramente que Dixon se halla preparado y merece ostentar el mando, esté dispuesto a correr el riesgo de parecer descortés al exponer este motivo. Y por ello esa fórmula de «prefiero no ir, pero iré si me necesitan» no es más que otra expresión de su torpe amabilidad.
Abandonan juntos la sala, para internarse en otra Navidad, cada uno buscando, por sus propios motivos, las luces más brillantes. Les persigue un tipo horrible, llamado Boswell, que les hace preguntas.
—Se les conoce a ustedes por ser los reacios astrónomos de la expedición de El Cabo que observaron el primer tránsito de Venus en el 61, y, a pesar de la calidad en general excelente de su trabajo, ninguno de ustedes ha sido nombrado miembro de la Royal Society. Tenemos entendido, señor Mason, que es usted el único a quien eso entristece, mientras que el señor Dixon adopta una postura más filosófica.
—Digamos, joven, que yo miro las cosas con una perspectiva más larga.
¿Cómo podría el viejo Charles haber perdonado a Mason por dejar a sus hijos al cuidado de su hermana, abandonándolos de todas todas, para irse a las Indias con otro hombre, otro estrellero, volver a casa y zarpar de nuevo rumbo a América con el mismo hombre? Dixon ve lo que se avecina, la expectación, el inminente tránsito de Venus. Mason lo ve también.
—Si partiéramos juntos por tercera vez… Mi padre ya me odia bastante… Estudio las estrellas contra sus deseos, pero ¿he de permanecer entre ellas aun a costa de perder a mis hijos? A eso es a lo que me enfrento. ¡Menuda alternativa!
Así pues, Mason rechaza la misión en el cabo Norte y otro puesto que les ofrecen a los dos —un puesto simétrico al anterior, como siempre— en ese extremo del mundo que se encuentra en la dirección contraria al otro extremo del mundo en que estuvieron.
—Alguien debe romper esa condenada simetría —musita Mason.
Durante años, a medida que se adentraba en la amurallada ciudad de la melancolía, Mason soñaba (aunque ahora ya no está seguro de si estaba dormido o despierto) con el cabo Norte, lugar que jamás vería, una tierra inesperadamente populosa, donde los nativos estaban esclavizados por un equipo de europeos, pequeño pero de inflexible eficacia; en su sueño, los nativos se alojaban en una zona de la que apenas salían, muy cerca de sus embarcaciones, en las que muchos de ellos preferían dormir. La única industria del lugar era la recogida del guano de las aves marinas y su envío a latitudes más bajas, donde lo convertían en nitrato para pólvora, del que había gran demanda, pues al parecer allá abajo había estallado una guerra de ámbito europeo, por razones dinásticas, raciales y religiosas de las que Mason y Dixon, el cual también aparecía en los sueños, no sabían nada, ya que se habían pasado ocho o nueve años sin leer las noticias de los periódicos. Cuando los dos llegaron al cabo Norte, observaron que la recogida de guano era constante, en turnos de día y noche, y el ambiente era desagradable, pues los capataces blancos exigían cada vez más esfuerzos a los trabajadores, a quienes no les importaba el enfrentamiento entre las naciones de allá abajo ni sus necesidades de aprovisionamiento.
Los depósitos de guano se hallaban en rocas que se alzaban en el mar, frente a la costa, a menudo a considerable distancia mar adentro, donde la luz era pálida y crepuscular. Transportaban el guano hasta los barcos en lanchones de maderos empapados, negros, defectuosos. Cargar esas embarcaciones directamente desde las rocas era una tarea peligrosa. A menudo se desencadenaban temporales que se cobraban barcos y vidas humanas. Los nativos, gentes de piel oscura que sólo hablaban su propio idioma, desertaban cuando podían y muchas veces, agotados todos los medios por los que liberarse, se buscaban su propia muerte.
A instancias de Maskelyne, Mason accede a observar el tránsito desde el sur del Ulster, donde consigue ver cómo Venus se superpone al disco solar, pero no cómo sale. «Las brumas se alzan de la marisma. Ahí está Venus, plena, esférica… Es la última vez que la veré como un ser material…, la próxima vez que aparezca habrá recobrado su divinidad». Maskelyne suprimirá este párrafo, pero aun así Mason lo pone en su informe de campaña, para que lo lea Maskelyne.
¿Será Irlanda su último viaje, la última vez que se opone a Sapperton, es decir, a Rebekah? No hay lugar para él en Londres. Nunca le ha tenido cariño a esa ciudad, y su corazón guarda un residuo de desagrado hacia ella. De la misma manera, pronto deberá prescindir de Dixon… No ve ante sí más que penitencia, renuncias que son como ovejas descarriadas que regresan y se ponen juntas a cubierto. Se sienta, solo, en unas elegantes habitaciones, de las que podría ser el primer ocupante, y que huelen a yeso, pintura y goma, y donde el empapelado es como un ataque bélico de los colores: añil, rojo cochinilla, naranja español, el magenta que se ve raras veces, verde… Fuera, el día es incapaz de emerger de la mañana. Rebekah, cuya visita espera, no aparece. Él aguarda, tratando de ver el camino que tiene delante, y de repente vuelve a ser un muchacho de dieciséis años. Intenta pensar en cómo podría encontrarse con ella sin suicidarse. Todo le encoleriza, y la emprende a gritos por los más nimios y momentáneos contratiempos.
—Añora a su familia —dicen los criados—. No duerme.
La casa es grande, de un estilo neoclásico en el que no han gastado mucho dinero, con camas en todas las habitaciones, y no sólo en la sala de las visitas y en el salón, sino también en la cocina e incluso en la sala de música. Por todas partes hay sombras impredecibles. Mason prueba una habitación tras otra. Otros huéspedes realizan el mismo peregrinaje, y, al encontrarse en los pasillos, se saludan entre susurros. Cuando duerme en la sala de música, Mason se despierta en plena noche y confunde un clavicordio con un ataúd en el que hay alguien…, que puede ser o no otro durmiente. Fuera, en las marismas, aparecen farolillos de colores. Mason oye una nota del instrumento enfundado, luego otra. Prefiere la cocina, o el observatorio, un tanto apartado, donde durante toda la noche recibe hipnagógicamente instrucciones sobre las artes de la preparación silenciosa de alimentos; pues el «sandwich» es aquí objeto de particular admiración, porque se prepara de modo insonoro, cosa muy práctica.
En una carta fechada el 9 de noviembre, cuando faltaba poco para que Mason se marchara de Donegal, Maskelyne, el Astrónomo Real, expresa con vehemencia cuánto le agrada disponer por fin de buenos instrumentos con los que trabajar. Aquella defectuosa suspensión de la plomada ya no es para Maskelyne sino un recuerdo desagradable que, cuando se afeita por la mañana, le hace gruñir y desviar los ojos del espejo. El telescopio del sector le parece «encantador». «También», le escribe Maskelyne a Mason, «he usado un telescopio de diez pies con un micrómetro. Apruebo sus reflexiones morales sobre el tema, pues son dignas de un astrónomo, y me parece lógico que un astrónomo utilice de ese modo estas sublimes especulaciones».
—¿A qué se refería?
—En su carta, que está en nuestro poder, Maskelyne dice que responde a una carta de Mason fechada el 15 de octubre, que nadie ha podido localizar, ni siquiera yo. La verdad es que no he encontrado ninguna de las cartas de Mason, aunque dicen que son numerosas.
—Inventa algo entonces… Munchausen lo haría.
—Si hay en alguna parte una serie de cartas escritas realmente por Mason, no puedo inventar. Debo respetar eso, ¿no crees, hermano Ives?
Ives suelta un bufido y prefiere no discutir.
—Podríamos apostar a que jamás las encontrará nadie —dice Ethelmer.
—El hecho de que yo no las encuentre no significa que no existan. Ahora bien, ¿debemos esperar a que aparezcan para especular sobre la forma que podrían adoptar unas «reflexiones morales» sobre un telescopio de diez pies?
La presencia de este instrumento, así como la longitud del mismo, indica una precisión de hasta quizás otros dos grados de magnitud con respecto al instrumento al que sustituyó en Greenwich. ¿«Sublimes especulaciones»? ¿Precisión y sublimidad? ¿Acaso se muestra irónico el Astrónomo Real? Fuera lo que fuese lo que Mason tenía que decir, casi con toda seguridad incluía a Dios. ¿Volvía a actuar precipitadamente? «… utilice de ese modo…» sugiere que Mason había presentado algún programa. Supongamos que hubiera escrito a Maskelyne: «En la reciprocidad de “tal como sucede arriba, así abajo” (que se da sólo en las escalas más sutiles) tal vez se halle la verdad sobre los grandes cielos… El valor exacto de un paralaje solar que tiene menos de diez segundos puede proporcionarnos el tamaño del sistema solar. El paralaje de Sirio, de tal vez menos de dos segundos, puede darnos el tamaño de la Creación. ¿Acaso no podemos, en el ámbito que se encuentra entre el cero y un segundo de arco, encontrar las maneras de medir incluso Aquello que no podemos ver?».
—Muchos hombres de Iglesia —admite Wicks Cherrycoke— sentimos simpatía hacia las matemáticas, sobre todo la ciencia de las derivadas, y no las encontramos incompatibles con nuestro credo. Muy pocos, como por ejemplo el reverendo doctor Taylor y su serie infinita, han dado su nombre a un teorema, pero esos pasos, grandes y pequeños, en el progreso de éste útil cálculo, nos han proporcionado una abundancia de herramientas de análisis inimaginable hace sólo pocos años, aunque algunos cálculos deban depender de las cantidades arbitrariamente pequeñas llamadas epsilones, de las cantidades infinitesimales y de otras clases de cero defectivo. ¿Es el infinito lo que nos tienta o las influencias demoniacas? ¿O se debe tan sólo a nuestra costumbre vocacional —antigua como la cábala— de buscar a Dios ahí, entre la notación de esas cadenas resonantes…?
—Me recuerda a América. Es curioso, algunas mañanas, al levantarme, creo que estoy en América.
Aquella zona, a medias montaña y a medias marisma, donde todo el mundo se apellida O’Reilly, lleno de jóvenes leñadores con ganas de divertirse por la noche, vuelve a ser una región fronteriza, entre el Ulster y el límite de Dublín, aunque no pertenece ni a uno ni a otro, y es una región pobre, a merced de los terratenientes…, como Lord Pennycomequick, el magnate de las comunicaciones globales, quien ahora se aproxima a Mason por el césped, llevando en los bolsillos de la casaca, que tienen el tamaño de alforjas, cuatro botellas del clarete barato que aquí se encuentra por doquier, gracias a emprendedores irlandeses residentes en Burdeos.
—En mi familia desde Carlos II —le dice a modo de saludo.
—¿No se considera que cien años es demasiado para un vino? —replica Mason, quien esta mañana se ha levantado quisquilloso.
—¡Pero si me refiero a la casaca! —observa Pennycomequick; éste ha llegado a la conclusión, como tantos otros antes que él, de que Mason es un bromista profesional, puesto que habla a ritmo apresurado y forzado, cosa que siempre divierte a los niños—. Sí, esta prenda se llama levita, y supongo que el color amarillo simboliza el sol. En cambio, hay diversas teorías sobre estos adornos color aguamarina —los examina como nosotros podemos examinar nuestros chalecos por si se ha vertido comida en ellos—; si fuesen de nuestro famoso color verde, históricamente subversivo, constituirían una ofensa que merece el patíbulo desde los tiempos de Robin Hood, pero el verde está disimulado con maña gracias a la adición de azul, tal vez con un toque de ante. ¡Ja, ja, ja! Vamos, no se preocupe, señor, aquí todos son fieles liberales, sí, venga conmigo, que aún no ha visto la folly, la caprichosa estructura que tenemos aquí.
Cuando rodean la grupa del arbusto recortado en forma de elefante, aparece de repente ante Mason una perspectiva de obeliscos dispuestos en doble hilera, demasiado larga para poder contarlos, que forman una avenida que conduce a la folly. Bajo este sol los obeliscos tienen la inocencia de la piedra, como si su presencia sólo respondiera al deseo de producir un efecto de solemnidad en el acceso a la estructura… Sin embargo, a Mason le resulta difícil imaginarlos bajo una iluminación más tamizada, a una hora del día más problemática, humanizándose más, casi adquiriendo la forma humana…, algo más grandes que un hombre…, casi capaces de hablar.
—Aquí la tiene. ¿Qué le parece?
Lord Pennycomequick se ha detenido, con lo que sus grandes bolsillos se bambolean, a fin de que Mason pueda admirar la estructura, tarea desaconsejable para más de una persona.
—No se puede negar que es impresionante —comenta Mason.
—Si ha leído usted La arquitectura rural en China, del señor Halfpenny, verá que esas puntas de ahí son los ángulos del tejado… Nuestro Gran Buda, a media escala, lamentablemente… Y esto es el estanque terapéutico, baños de turba…, buenos días, Rufus, confío en que tu mujer se haya restablecido… ¡Excelente! (esa buena mujer dirigía esta zona, donde reina el caos desde que lo dejó)…, ¡ah!, las máquinas eléctricas, sí, en número considerable, llegan hasta el extremo del estanque, ¿lo ve usted? Y si, contra todo pronóstico, al salir del agua uno tiene apetito, ¡mire!, una cocina de verano a la que no le falta su gesticulante chef…, sí, sí, soup du jour, Armand. Un tipo listo, que, por cierto, dice que le conoce a usted…
—Mistar Messon! Mistar Messon!
Es el francés en persona, ¿no es cierto?, y sin embargo, ¿por qué este personaje recibe mucha menos luz que todo lo demás a esta hora del día? ¿Por qué se mueve tan despacio, como un barco en aguas tranquilas, y se acerca cada vez más a Mason, con la intención, resulta ahora evidente, de darle a éste un beso en la mejilla? ¿Por qué el color del francés, visto de cerca, degenera hacia el verde, mientras pasa, al tiempo que una fría brisa, por el lado del tembloroso Mason, y deja tras de sí un eco, como un olor? Mason se vuelve: no hay nadie en el césped. En algún momento que le ha pasado desapercibido, Lord Pennycomequick le ha dejado. Mason está ante un horno, con musgo entre sus piedras, y no desea mirar en absoluto en su interior.
La lluvia mantiene a todo el mundo insomne e inquieto, y evitan hablar de desbordamientos de la marisma, pero es indudable que la negra inundación va a producirse, y lo único que falta saber es por dónde irrumpirá el agua. Cuanto más llueve, más elevado es el nivel del nerviosismo y los vapores. Ni aquí ni en varias millas a la redonda habrá alguien dormido al que tengan que despertar cuando se produzca. Por fin, una medianoche…
—¡La marisma está desbordada! Es en las tierras de McEntaggart… Buenas noches, señor. Como dicen en su Armada Real, está usted «enganchado».
—¿Quiere usted decir impresionado por el espectáculo? —responde Mason—. Pues sí, de veras, la eficacia con que es usted capaz de lograr que estos granujas se pongan manos a la obra es realmente impresionante.
—Disculpe, señor, sin duda se debe a mi pronunciación del inglés. Quiero decir que está reclutado, que también usted debe salir y trabajar en compañía de esos «granujas».
—Por supuesto. Soy un hombre de ciencia, siempre dispuesto a aconsejar. Vamos a volver a levantar el margen de las marismas, ¿no es cierto?
—Algún día, cuando todo se haya calmado, me encantaría charlar con usted a fondo sobre la manera de hacer frente a la inundación de la marisma, pero de momento, señor, le sugiero que se apresure a ponerse guantes y botas, si no le importa.
En la puerta, el menudo McTiernan reparte cuchillas de mango corto para tallar turba.
—Me temo que no sabré cortar un terrón —musita Mason.
—Lo mejor es hacerlo rápido, antes de que al terrón le dé tiempo de empuñar un arma…
—Déjale en paz, Dermy, no tiene la culpa de ser inglés.
Durante el camino, provistos de velas dentro de nabos ahuecados, Mason dice para sus adentros, aunque no está seguro de que no habla en voz alta: «Las marismas son mi destino. Había creído que esta especie de humillación para oficiales pertenecía a los lejanos años pasados en Delaware; incluso imaginaba que por fin me había ganado a pulso el paso a una región más pura, donde regiría la mathesis, con sólo un borrón de tinta de vez en cuando para recordarme esa desdichada estación del vía crucis americano. ¡Aaah! Las estrellas y el barro siempre van unidos, una paradoja que debería considerarse… que tal vez debería considerar el Astrónomo Real».
Su plan actual consiste en atacar la cordura de Maskelyne planteándole cuestiones que, si uno piensa demasiado en ellas, pueden volverle a uno loco; últimamente: el libro Über Bernouillis Brachistochronsprobleme, del 1702, escrito por el barón Von Boppdörfer («Una mente como el acero español. Léalo a riesgo de que hiera su amor propio»), casi ha dado resultado.
Chapoteando en los caminos empapados, vestido con prendas confeccionadas con el pañete local, Mason, a la luz del farolillo hecho con el nabo y la vela, parece una oveja mojada y malhumorada. Bajo la lluvia, cruzan el río, rodean Keadew y Kinnypottle, de cuyas moradas, donde todos están insomnes, salen sigilosamente más hombres que se les unen. Mason tiene la sensación de caminar junto a un grupo de fantasmas, a los que nota pero no ve, que le conducen a una región desconocida. Esta noche el cielo no tiene nada que mostrarle. De vez en cuando, mucho más cerca de la tierra que las estrellas, empieza a ver luces que se mueven, parpadean y enseguida desaparecen.
—¿Quiénes son? —pregunta Mason a sus compañeros sin rostro.
—Silencio —responden media docena de voces.
—Ellos van por su camino y nosotros por el nuestro —le susurra alguien detrás de su oído derecho—. No suelen salir cuando llueve ni son especialmente útiles en caso de desprendimiento.
No tardan en llegar a una orilla del torrente de turba licuada, que, por algún espejismo es más negra que las tinieblas que los envuelven.
—El señor McEntaggart ha estado buscando toda esta turba durante un año, y ahora es suya a cambio de nada.
—¡Él se ha mantenido quieto y el terreno se ha movido!
—¡Cuidado, que viene más!
—¡Vaya, más… turba!
Todos bromean con malicia irlandesa, y empiezan a buscar y cortar terrones de turba aún no empapados de agua de lluvia. De vez en cuando llegan otros paisanos provistos de piedras y las amontonan trabajosamente contra la brecha, durante toda la noche lluviosa. Los habitantes de las casas de campo, aturdidos, bajan por la ladera de la colina tambaleándose. El amanecer apenas disipa la oscuridad en lo alto de las laderas, y cada hombre es un tenue espectro en la marisma vaporosa.
—¡Señor Mason!
—Para servirle, señor.
—Quería hablarle del pozo de San Brandano, si me permite usted…
—Creía que san Brandano era natural de Galway.
Resulta que, cierta vez, san Brandano pasó por Cavan, camino del mar, en busca de tripulantes, del lugar donde durmió brotó la misma agua que bebían en el Paraíso, tan delicioso era su sabor. Pero ahora, con la redistribución general, esa agua ha desaparecido.
—Aunque contamos con muchos zahoríes, todos ellos se sienten perplejos, y además son humildes, y solicitan la aplicación de las artes londinenses que usted posee para descubrir el pozo y restaurarlo.
—Tengo lo que hace falta —replica Mason. Entre su equipo, que se encuentra en la casa solariega de Pennycomequick, está la krees de su sueño en Ciudad de El Cabo, que siempre ha llevado consigo—. ¿Tienen agua de este manantial? —La vierte en la hoja, la restriega y regresa a la marisma inundada, donde nota de inmediato una tracción, un calor, un extraño y agudo gemido a lo largo de la hoja—. Creo que es aquí.
Les ayuda a cavar, y a no demasiada profundidad encuentran un manantial, cuyo cauce apuntalan enseguida para que no se derrumbe. Uno tras otro, los campesinos prueban el agua, y unos dicen que es el verdadero manantial del santo, mientras que otros lo niegan. Es tal la disparidad de opiniones que al final intercambian los primeros golpes de una larga pelea.
Rebekah se le aparece en un sueño ordinario.
—No debes sentirte satisfecho de ti mismo. Lo que has encontrado no es su pozo sagrado, sino tan sólo una representación suya.
Mason se despierta en plena noche, entristecido, e intenta decir que ha probado el agua, pero eso no es cierto. Ahora siempre temerá hacerlo, no vaya a descubrirse que su manantial está tan sucio como los pozos santos de Gloucestershire y, por lo unto, tan sucio como la krees y sus sueños.
Pide a Dios que le permita ver el rostro de Rebekah en el nuevo cometa del cielo, y verlo, esta vez, cada noche, pues le aterra no verlo. Intenta inducir a ese rostro a estar ahí, pero le sorprende que ahora, durante unos minutos, ni siquiera pueda recordar las facciones de Rebekah. No obstante, por fin hay una noche clara, tanto que, en algún momento, después de medianoche, mientras está echado boca arriba bajo la luz de las estrellas y rígido de temor, Mason experimenta una curiosa readaptación óptica. Las estrellas ya no se extienden como en una superficie en forma de cúpula, sino que ahora las contempla también en la tercera dimensión, el ojo crea su propio eje Z, y, a lo largo de ese eje, las profundidades cuajadas de estrellas cercanas y lejanas se precipitan, dentro y fuera, y pronto, muy pronto, se mueven descontroladas. Mason deduce que la cúpula celeste está ahí como una protección, y que esa cúpula es el fruto de un acuerdo entre los observadores para informar sólo de lo que puede verse sin riesgo. Lleva quince años en el oficio y apenas está iniciándose.
Ahora, en el cielo, todo ha cambiado de aspecto.
—En cuanto al cometa, no puedo explicar cómo, pero aquella noche se produjo una claridad atmosférica excepcional en esa marisma miasmática…, una especie de tensión óptica entre las estrellas y que parecía a punto de irradiarse. Llegó a Leo, con una brillante cabellera, y siguió adelante. No sería más que el preludio del Dedo de Córcega, que apareció entonces, señalando hacia abajo desde el cielo, y el lugar al que señalaba era el punto al que yo sabía que debía encaminarme, pues bajo el índice celeste se hallaba, como en otra ocasión bajo una estrella, un niño que, una vez más, debía volver a construir el mundo, y esta vez era un signo de la tierra, no sólo del cielo, que me mostraba el camino.
—Comprendo… Sin embargo, no estoy muy seguro de que esto deba figurar en su informe —le dice Maskelyne—. Es fácil imaginar las objeciones que pondrá el clero, dejando de lado la cuestión de lo que realmente significa eso.
—No lo sé. Yo estaba como aturdido. ¿No le ha ocurrido a usted nunca eso de quedarse aturdido debido a que un cometa se vuelve cada noche más brillante? Siempre que observamos esas apariciones en el cielo, sólo las vemos en movimiento, desaparecen en unos segundos, y si vuelven ya no las vemos. Una vez forman parte con seguridad del cielo nocturno, pueden quedarse ahí cuanto gusten, realizando las tareas que correspondan a los cambios de foques y estayes, manteniéndose perfectamente inmóviles, imitando a cualquier tenue e innominada estrella que a usted le parezca. ¿Nos observan? ¿Son visitas del pasado, de una época de fe, cuando aún sucedían milagros? ¿Son agentes del Guardián ausente y éstos son Sus últimos aleteos, las últimas señas que nos hace sobre las copas de los árboles nocturnos? Un astrónomo que indaga de este modo tiende a escribirlo casi todo. ¿No le ocurre a usted?
—Por supuesto, hay cosas que uno desea conservar, y a menudo anhela hacerlo. Pero luego están las cosas que uno realmente conserva.
—¡Admirable! Tacharemos el pasaje, por supuesto. Bien, ¿qué me dice ahora de esa parte, alrededor de julio, en que comparo la aurora boreal con sangre cuajada? ¿Quiere que suprima eso también?
—Ahora mismo iba a decírselo. Últimamente están muy quisquillosos con respecto a esa palabreja que se ha puesto de moda, «bloody», malsonante donde las haya, y que usted utiliza en ese párrafo.
Mason responde a esto soltando toda una sarta de frases que contienen el ofensivo vocablo. En la sala octogonal resuenan exclamaciones de indignación, pero mal fingida.
Maskelyne mira nervioso a su alrededor y le advierte:
—Por favor, Mason. Siempre hay alguien con el oído atento.
—¿Y qué más da? Usted es el Astrónomo Real, ¿no es cierto? Dígales que se larguen.
No recuerda que Maskelyne le haya dirigido nunca una mirada como la que le dirige ahora.
—No es como antaño, las cosas han cambiado desde los tiempos de Bradley… y los de usted. No volverá a haber discusiones como la actual sobre las observaciones de Bradley; dicen que puede prolongarse durante años.
Las observaciones de Bradley… Mason, quien llevó a cabo muchas de esas observaciones y, por lo tanto, está implicado en la disputa, suelta un bufido pero no embiste.
—En lugar de los convenios anteriores —prosigue Maskelyne—, ahora tenemos una especie de… contrato, bastante extenso, por cierto, a cambio de todo esto —señala a su alrededor, pero con el codo doblado, como si no pudiera extender del todo el brazo—. Mi trabajo, los productos de mi pensamiento, y tal vez también los pensamientos que no he expresado, todo les pertenece a ellos. Soy su cuco mecánico, encaramado aquí, en esta jaula aérea, para recordarles el primer día de la primavera, pues esta gente se ha olvidado incluso del ciclo de las estaciones. Se me concede esa utilidad, y el resto no es más que un monótono cautiverio.
—Hum, una vida difícil. Disculpe, ¿qué es eso que ocupa el lugar del canapé del astrónomo?
—Los entendidos lo llaman un péché mortel, y es uno de los muebles del señor Chippendale. Elegante, ¿no le parece? Me lo compró Clive —añade con expresión retadora, los ojillos entrecerrados para encajar un ataque, los labios firmes.
—¿Quién? ¿Clive de la India? —se limita a decir Mason.
—Lo adquirimos para el observatorio, naturalmente —replica Maskelyne.
—¿Qué haría usted con un pecado mortal, si no lo reconocería aunque se le acercara y le invitara a una jarra?
—Sin embargo, he aprendido a simular que lo conozco cometiendo un número de pecados veniales superior al normal.
Mason, quien procura no mirar al otro demasiado abiertamente, se fija de improviso en que Maskelyne, que acaba de levantarse del canapé del astrónomo, viste su traje de observación favorito, una prenda diseñada por él mismo y que su cuñado, el famoso Clive de la India, le envió desde Bengala, donde el potentado lo hizo cortar y coser siguiendo fiel y minuciosamente una lista de instrucciones de Maskelyne que ocupaba treinta páginas. En realidad son tres piezas, acolchadas, la chaqueta larga, chaleco y pantalones que terminan en unas fundas para los pies, todo ello de seda listada, una doble franja de un rosa ácido sobre fondo verdeceledón en los pantalones, y en cuanto a la chaqueta, cuyo extremo toca el suelo cuando, como ahora, Maskelyne está sentado, lleva una sola franja azul cerceta sobre el mismo fondo, que es también el de las solapas… En general, no es aconsejable hablar de indumentaria con personas que visten así; la política o la religión son temas mucho menos arriesgados. Mason sabe que el traje forma parte de una colección de vestimentas deportivas que se conservan en el guardarropa del Astrónomo Real, confeccionadas rápidamente, de acuerdo con las especificaciones cada vez más excéntricas de Maskelyne, por el señor Deep, un genio del subcontinente, y por su experto equipo, y envían las prendas al astrónomo por servicio urgente en un barco de la Compañía de las Indias, «la tercera cosa más rápida del planeta», como le gustaba decir a Mun, «después de la luz y el sonido».
Nevil parece añorar aquella vida, los años en que dormía o bebía durante el día, empezaba a espabilarse alrededor del anochecer y se animaba al llegar la noche. Ahora va de un lado a otro con Mason, en la estancia iluminada por el sol vespertino que se filtra a través de la ventana y que realza los pliegues debajo del mentón de ambos, entre motas de polvo de peluca que se desplazan por los brillantes haces de luz. Se lo ve abatido, y no tiene reparo en revelar por qué. Una vez más, el reloj Harrison, como si fuese un vampiro húngaro, a pesar de los esfuerzos de buenos astrónomos de la Junta de la Longitud para clavarle una estaca, se ha alzado desplegando sus alas metálicas y emitiendo una suave percusión rítmica, una percusión que le obsesiona por la posición en que Maskelyne se halla y por el círculo cada vez menor de tiempo que le queda en la Tierra; esa obsesión puede llegar a volverle loco.
—La cosa llegó a su punto culminante en el 67. La Junta de la Longitud, siempre tan sabia, siguió insistiendo en que debían realizarse más y más pruebas, y finalmente me lo colgaron del cuello. Yo era nuevo en el cargo, y ¿qué podía hacer, negarme? Me encomendaron supervisar las pruebas del reloj en Greenwich, por el amor de Dios, durante casi un año…
Algunas personas habían visto a Maskelyne contemplando con enojo el estuche cerrado, del que tenía la llave, y apostrofando al abyecto reloj que estaba dentro y que podría poner en tela de juicio todos los años que había consagrado a las observaciones lunares, a las que dedicó más esfuerzos de los que le permitía su salud, tras aventurarlo todo para seguir una senda que tal vez no era la correcta. «Si el honor sólo fuese el honor del honor conservado», parece que algunos le oyeron decir, «todos los pecados podrían lavarse con lágrimas no vertidas…».
—No podía creerlo —informó el mayordomo, el señor Gonzago—, era como asistir a una representación de Hamlet o algo por el estilo. Y siguió así durante semanas: que si quería forzarlo, que si no quería forzarlo…, se pasaba horas ante trozos de papel, desarrollando sistemas para perjudicar al reloj que jamás serían detectados. Vivía siempre en tensión, todos podían verlo, debatiéndose entre su conciencia y su carrera.
(—Llevarlo a Greenwich en un carro sin muelles por los callejones de Londres habría bastado para acabar con él —le sugiere Mason a Maskelyne, no muy amablemente).
Navegantes retirados y carpinteros de ribera subían lentamente la colina para presenciar esas escenas, sintiéndose como aquellos petimetres que pagan sus tres peniques por visitar Bedlam.
—Ayer, según mi marido, el viejo Masky se pasó una hora entera lanzando gritos y desvariando.
—Esperemos que hoy no esté demasiado fatigado y pueda ofrecernos algún espectáculo.
—Me conformaría con un denso minuto londinense…
—Escuchen mi versión del asunto —decía abruptamente Maskelyne (con demasiado apasionamiento, como comprendía enseguida)—. Vamos a ver —se desataba la coleta y empezaba a rascarse la cabeza con vigor y durante largo rato—, me han colocado en una posición imposible, ¿no es cierto?, es decir, mi interés por las observaciones lunares no es ningún secreto de Estado, ni tampoco lo es que este condenado reloj Harrison es el único obstáculo entre este servidor y el premio que se ha ganado justamente, a costa de su vista, de su sueño, de su participación en la vida social. Yo sería la última persona a la que deberían confiar el instrumento, y no digamos la llave que permite el acceso al mismo. No obstante, si les preguntan ustedes por qué lo han hecho, oirán: «De esta manera aseguramos su honestidad, ahora no jugará con él», y «Si el reloj sobrevive a pesar de estar al cuidado de Maskelyne, hombre, entonces significa que ha visto el fuego y lo ha conquistado». ¿Cómo voy a sentirme? Me obligan a soportar una carga más pesada que la que sería justo imponer a cualquier ser humano.
—Como la del marinero que leva el ancla.
—¡Sí! ¡El sobrecargo del tiempo!
—Me parece que tiene ademanes un tanto sigilosos, ¿qué opinas tú, Boats?
—Como hacer que un perro de aguas vigile a un gallo de pelea.
—¡Caballeros! —aseguran algunos que gritó Maskelyne—. ¿Qué significa toda esta compañía hostil? ¿No están de acuerdo con el jornal? ¿Qué desean ustedes? ¿Seis peniques más? ¿Un chelín?
Avergonzados, decepcionados de Maskelyne, los veteranos de Menorca y Cartagena empezaron a alejarse entre suspiros y susurros.
—Tengo una mentalidad matemática, y creo que necesitaría sólo una tarde de trabajo, y sería más bien una diversión, para idear la manera de destruir para siempre las posibilidades del reloj. No obstante, si hago eso, seguro que entonces abrirán alguna investigación y me veré obligado a dar cuenta de cada uno de mis actos desde que me encargaron esta tarea imposible. Sin embargo, ya he pasado mucho tiempo a solas, sin que nadie me viera, ni ustedes mismos, buenos señores, y ese periodo es una hoja en blanco que invita a la ficción y a sus vulgares amigas, la difamación y la calumnia, a recrearse en ella.
—Evasivo.
—Si uno sabe que le van a colgar por el robo de un cordero, ¿por qué no roba también una oveja? A menudo formulo esta pregunta, no exactamente a Dios, sino a quienquiera que pueda responder a la pregunta. Si el mundo me considera ya cómplice de una superchería, cuando no lo soy, ¿por qué no tomar un martillo, por así decirlo, y hacer una buena faena?
—Eso es clásico —rezonga Euphrenia.
—Es fácil censurar al reverendo doctor Maskelyne —conviene su hermano—, aunque de acuerdo con nuestro undécimo mandamiento no debo hablar mal de otro clérigo. Su comportamiento con Mason correspondió siempre al de una fraternal rivalidad por ganarse el amor de su «padre», Bradley, y por sucederle. ¿Acaso cuando Maskelyne envió a Mason fuera de Inglaterra envió un mensaje cifrado a Cavan para que pusieran a Mason de nuevo entre gentes del Ulster, como había estado en la frontera de Pennsylvania…? ¿Lo envió a Schiehallion, impulsado por el mezquino deseo de recordarle a Mason el error que señaló Cavendish, debido a las montañas Alleghenies, o, puesto que Cavendish, al fin y al cabo, era más enemigo que amigo, ¿se trataba de un gesto simplemente amable al apoyar a un antiguo colega y aliado? Las prolijas cartas de Maskelyne a Mason durante la misión de éste, aunque sin duda tenían el fin de afirmar autoridad personal, puede que tan sólo revelen más el deseo, debido a rencores inexpresados, de obtener el acatamiento de su receptor. Maskelyne había recibido en Cambridge de vez en cuando una larga reprimenda, y tal vez ésa era su manera de reafirmar un equilibrio vital (había nacido bajo el signo de Libra) que de otra manera un exceso de paciencia hubiera desequilibrado. También parece ser que hizo lo que pudo en apoyo de Mason para que éste recibiera un premio en metálico de la Junta de la Longitud por haber perfeccionado las tablas lunares de Mayer, sin sacar ningún provecho para sí mismo. Y apoyó la admisión del joven Harrison en la Royal Society, a pesar de que todo el mundo hubiera comprendido y excusado que se opusiera a dicha admisión. El modo en que éste determinaba la longitud no era la más conveniente, pues el método de las observaciones lunares no cuenta con una aceptación generalizada, es tan tedioso que a menudo resulta irritante, y no sólo para los guardiamarinas que tratan de aprenderlo. Muchos deseaban disponer de una manera más rápida de determinar la longitud, y habrían aceptado gustosos que una máquina realizara un esfuerzo humano del que podían prescindir.
Maskelyne imaginaba que, cuando llegara a ser Astrónomo Real, se celebraría una investidura, habría una ceremonia de iniciación, un misterio…, un traje. Con el mayor comedimiento y gusto, por supuesto, empezó a diseñar unas túnicas ceremoniales tomando como modelo las de los doctores de Cambridge: rosa sobre fondo escarlata, sombrero de terciopelo negro, esclavina y mangas hasta el suelo, y adornada toda ella con signos del Zodiaco de discreta pasamanería dorada. Pero ¿a quién podía mostrar semejante prenda? La Royal Society no las aprobaría, el rey podría ofenderse. ¿Tendría alguna vez ocasión de ponérsela? Tal vez habría que determinar esa ocasión, decretar un Día Estelar, en el que todo el mundo tendría que pasarse la noche entera en pie y no se permitiría encender ningún farol ni vela. La gente se equivocaría al identificar la comida a la luz de las estrellas, los amantes aprovecharían la oportunidad, y se contemplarían estrellas espléndidas, como las Pléyades.
Y el rey pondría en manos de Maskelyne algo preservado desde los tiempos de los astrólogos, un prisma, un astrolabio, algo que concediera poder, y él juraría mantener el secreto. Por supuesto, lo usaría juiciosamente…
Ahora Mason casi se atreve a considerar que los dos son soldados veteranos, con los tránsitos de Venus a sus espaldas, el reloj de Harrison, las batallas presupuestarias y verbales perdidas y ganadas; son fatigados veteranos de campañas en las que también ha destacado el simpático y larguirucho Dixon, quien tiene miedo, aunque no lo diga, de todo aquello que les sorprendieron haciendo, como si se lo hubieran pedido las estrellas, pues éstas, de alguna manera, habían empezado a adquirir para él los atributos de seres conscientes («Lo he visto antes», cita Maskelyne. «Se trata de un trance, sin ninguna duda, y por alguna razón, quienes no están de acuerdo son los más propensos a experimentarlo…»), y el agrimensor Dixon, apegado a la tierra, sentía vértigo si seguía demasiado tiempo con el ojo pegado al visor del telescopio, presa de terror ante la tercera dimensión, corriendo, cuando había ocasión, hacia la tierra, más que hacia el fuego, fingiendo con desespero que todo iba bien, la cara tan limpia como el fondo de un arroyo en agosto, nada visible en los márgenes de lo interpretable… ¿Quién le conocía realmente? ¿Qué podía aguardar en la orilla de la rebalsa, moteado, quieto, con el limo del río acumulándose lentamente en el lomo?
Al final de la jornada, todo lo que Mason sabe de Maskelyne es la manera de irritarle.
—No puedo ir, Maskelyne —le dice, pero no sabe hasta qué punto quiere que Maskelyne le suplique—. Es decir —añade sin poder evitarlo—, si Vuestra Excelencia lo tiene a bien.
El Astrónomo Real no estaba prevenido.
—Vuelve usted a abandonarme —replica, sin brusquedad, y empieza a fruncir el ceño lentamente, como si se sonrojara—. Esto es exasperante, Mason.
—Lo sé. ¿Por qué no toma otro tazón de café au lait? Y uno de estos deliciosos bollos azucarados.
—Escuche, supongamos que va usted a Escocia sólo como una especie de explorador, para examinar las posibilidades e informarnos.
—¿Informarles? ¿A usted y a quién más?
—Y de paso le hace una visita al señor Dixon.
—Entonces, ¿cuento con su permiso para hacer eso?
—Mason…
—Media guinea al día.
—Los caballeros suelen aceptar unos honorarios globales.
—Más gastos diarios.
—Una misión que podría estar perfectamente en su línea, Mason.
—Procure no decir «línea», Maskelyne…, bueno, quiero decir…
—«Mask», entonces —replica el otro con coquetería—. Bastará con que me llame «Mask».