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A pesar de que todos los hechos históricos acaban siempre convergiendo en una ópera al estilo italiano, es probable que la historia de nuestros héroes, tal como se la rememora, fuera un poco mas esperanzada. Supongamos que, después de todo, Mason, Dixon y su línea cruzan Ohio y prosiguen hacia el oeste a razón de los acostumbrados incrementos de diez minutos de arco; supongamos que en cada entrega de la narración aparecen otros personajes y se presenta otra dificultad que debe resolverse antes de que puedan seguir avanzando. Tras ellos, persiguiéndolos, va Sir William Johnson, que ha visto desobedecidas sus disposiciones, herido su orgullo. Sir William, descrito como un irlandés lunático, cabalga con una partida de amigos indios, y juntos parecen un borrador desechado de la paradoja de Zenón. Los ataques de Sir William al grupo, incluso contra los miembros más rezagados, nunca tienen éxito, pues el grupo permanece siempre fuera de su alcance. No obstante, se nos hace creer que, en un momento determinado, el que sea, los perseguidores pueden llegar hasta el grupo y obligar a los topógrafos a regresar al otro lado de la Senda del Guerrero.

El horizonte se ensancha, las pendientes son más suaves, los cielos nocturnos más vastos, mientras el paisaje se vuelve del revés: las arboledas de la pradera son ahora el reverso de los claros del bosque, que queda a no demasiadas cadenas de distancia. Como se requiere mucho menos trabajo de tala, pronto los leñadores se reducen a uno solo, Stig, el cual, cuando se lo piden, se convierte en una fuerza de ataque, siempre a favor de los astrónomos. La música, que procede de un lugar invisible, es sin duda alguna alegre, al margen de la clase de escena a la que acompañe.

A finales del otoño, en vez de regresar a la costa, los astrónomos deciden invernar donde están, por muy al oeste que se hallen… Entonces, los lazos con Filadelfia y Chesapeake perderán importancia para ellos, y la pareja, por fin independiente, decide adentrarse en el oeste. Sus vidas quedan sujetas a una condición subyacente, una condición que se establece con rapidez: la necesidad de mantener siempre —de la misma manera que otros mantienen un domicilio permanente— una latitud perfecta (ningún lugar fijo, sino más bien un movimiento fijado) hacia el oeste. Cada vez que se detienen, como —según la astrología china— les ocurre a ciertas estrellas, pierden su invisibilidad y tornan a convertirse en indignos objetos de observación y a estar de nuevo disponibles para misiones terrenas.

Si Mason y Dixon fuesen los lados luminoso y oscuro de un mismo planeta, y América fuese el Sol, podría elegirse un punto de observación elevado desde donde se les vería pasar ante el rostro sereno y benevolente del Sol, aunque, visto desde el planeta, a menudo ese rostro, tanto en invierno como en verano, sería duro y hostil.

Entran en Illinois, donde encuentran franceses renegados que dedican el resto de su vida a representar una fantasía borbónica: enseñan a los indios a confeccionar vestidos y sombreros femeninos, a elaborar vino, y también les enseñan haute cuisine, música orquestal, a peinar pelucas y otras artes similares que satisfacen los deseos que pueden sostener esa locura en la que viven. Toman a Mason y a Dixon por agentes revolucionarios.

Los dos descienden por grandes escarpaduras, cruzan el Mississippi, adonde les han guiado sin pérdida los montículos prehistóricos: les ha llevado hasta allí una fuerza que ninguno de los dos puede discernir muy bien, sólo vagamente, pero que es muy precisa, como confirman sus observaciones de las estrellas, así como el micrómetro y el nonio. Se alojan en poblados, compuestos de tiendas, donde Masón, como de costumbre, se comporta de un modo lo bastante ofensivo como para que tengan que salir de allí de inmediato y, además, deben partir en momentos poco oportunos para Dixon y su doncella de turno, quienes habían esperado ilusionados tener unos momentos de intimidad. Los astrónomos se pasan el resto de la jornada huyendo de los enfurecidos lugareños, y sólo se libran de ellos por los pelos. Se alimentan de raíces y setas. Durante días ven caer rayos en la pradera, y las llamas de los incendios parecen los tentáculos de un ser consciente, hambriento y que ruge. Por la noche tienen que agazaparse debido al estrepitoso paso de invisibles manadas de bisontes; el aire, lleno del polvo que levantan los bisontes, huele intensamente a esos animales, y los dos, por si acaso, están preparados para efectuar una carrera desesperada hacia un terreno más elevado. Consiguen un ayudante, un mestizo, francés renegado y shawanés, llamado Vongolli, quien sólo es leal a Mason y a Dixon, aunque, como el cuáquero del chiste, ellos no están muy seguros de él. Cuando tropiezan con un aventurero de México, quien ha descubierto una antigua ciudad subterránea en cuyas calles hay millares de momias en posturas propias de la vida corriente, embalsamadas con oro tan finamente batido que fluye como goma, es Vongolli, con sus conocimientos de preparados a base de hierbas, quien proporciona a Mason y Dixon la velocidad necesaria para evitar una disolución que de otro modo habría sido cierta.

Se adentran en el oeste hasta dejar atrás los poblados de la costa atlántica, que se bifurcan lentamente, y empiezan a encontrar otras poblaciones que tienen a sus espaldas historias del todo diferentes, con catedrales, música española en las calles, acróbatas chinos y místicos rusos. Pronto, tras imprimir velocidad a la propia vis inertiae de la línea, descubren además que es la línea la que ahora los transporta. Una noche, a la hora de cenar, en la trayectoria de la perspectiva aparecerán las luces de un pueblo completo; por el centro de la calle principal de ese pueblo pasará claramente la línea. Las leyes que persisten en un lado (esclavos, tabaco, obligaciones fiscales) pueden dejar de existir en el otro, obligando a sheriffs y alguaciles a determinar hasta qué punto son sinceros los deseos de éstos de cruzar la calle principal. «¡Gracias, caballeros! ¡Ayer esclavos, hoy hombres y mujeres libres! ¡Con las mediciones de su cadena de agrimensura les han librado de las cadenas que los aprisionaban!».

Una semana, encuentran a una extraña secta tribal, cuya vida gira en torno a la adoración de alguna aparición celestial que sólo los miembros de esa secta pueden ver. Ansían saber más del Amado, sin pensar que esas ansias podrían arrojar un resultado negativo, y convencen a los astrónomos para que, con sus instrumentos, busquen de un modo científico a ese dios y, una vez hallada su posición, determinen su movimiento, si es que lo tiene. Ese dios resulta ser el nuevo planeta que, quince años después, será conocido primero como el Georgiano, luego como Herschel, el apellido de su descubridor oficial, y finalmente como Urano. Llenos de asombro y excitación, Mason y Dixon comprenden que han descubierto el primer planeta nuevo desde que comenzó la observación de las estrellas, hace ya innumerables siglos. Aquí está por fin el hito profesional con el que cada uno de ellos ha soñado, en momentos distintos y con diferentes grados de fe.

—Todo lo que necesitamos es dar media vuelta —dice Mason—, ir de nuevo hacia el este y seguir avanzando, como siempre hemos hecho, para reclamar el premio. Por primera vez podemos olvidarnos de nuestras obligaciones para con el cielo corriente, pues, gracias a Dios (¡y cuán inescrutables son Sus caminos!), jamás tendremos que volver a trabajar. Se han acabado las tonterías que no dan beneficio alguno y las empresas descabelladas. ¡Esto equivale a una entrada regia en la fiesta de la vida, una medalla con un retrato pintado por Copley!

—¡Bueno, hombre! —Dixon, con gesto afable, agita su sombrero—. ¿Qué cara de la medalla te gusta más, el anverso o el reverso?

—¿Qué? —Mason frunce el ceño, pensativo—. Hum, en fin, había pensado que… compartiríamos la misma cara…, digamos que un semicírculo cada uno…

Pero ahora los dos pueden ver también las montañas occidentales, que se alzan en el horizonte como una segunda luna, una luna muy cercana y hasta el momento insospechada; la brújula de agrimensor determina a diario el lento ascenso en ángulo vertical hasta lo alto de esos picos que parecen de otro mundo. Suelen encontrarse a hombres vestidos con pieles, y a indios cuyo idioma no entiende ningún miembro del grupo, y ven largas recuas de caballos de tiro cargados de pellejos, con los flancos húmedos, que miran interrogantes por los resquicios de las anteojeras… La atmósfera es tan diáfana que permite hacer fantásticas mediciones de agrimensura a lo largo de centenares de millas. Los hombres que manejan la cadena de agrimensor se alejan mucho al realizar las mediciones, y a veces no regresan. Se les volvería a ver en próximos episodios, si tales episodios se llegaran a escribir, si Mason y Dixon tomaran la decisión de no dar la vuelta, de no regresar a cierta fortuna y al aplauso mundial, y proseguir hacia el oeste, alejándose de la ley, internándose en el salvaje vacío que se extiende ante ellos…

—¡La medalla de Copley! —exclama Dixon, tratando de ponerse a la altura de las circunstancias.

—Escúchame, si regresáramos conseguiríamos cuanto quisiéramos. ¡Seríamos los astrónomos del rey, viviríamos en un palacio, con criados que obedecerían nuestras órdenes! ¡Grandes estipendios, crédito ilimitado! ¡Mujeres, actrices! ¡Trajes de observación de lamé dorado! Todo en cualquier momento del día o de la noche que te apeteciera… ¿Qué coméis vosotros?… ¡Ah, sí, tripas de cordero! Si quieres comer tripas de cordero pasada la medianoche, ¡no tienes más que tirar de la cuerda de una campanilla, y listo!

—Me has convencido —asiente Dixon, y señala con su ancha mano la puesta de sol, que esta tarde es de lo más espectacular—. Sin embargo, todos esos…

Mason asiente a su vez, con impaciencia.

—Tendrán que vivir sin que los separe ninguna línea, trabajando juntos a diario, dedicados tanto a los asuntos del mundo como a los del corazón, libres de la tiranía de residir al norte o al sur del límite. No hay nada peor que eso, ¿no crees?

—Si volvemos, ¿no podremos regresar nunca más al oeste?

—¿Nos lo permitirán alguna vez, ya sea el rey o los americanos? Me temo que no, compañero. Si damos la vuelta y regresamos ahora, tendremos que despedirnos del continente para siempre.

—Cómo me despreciará Emerson…

—Ya has aceptado dinero de la Royal Society. ¿No significa eso, a su modo de ver, estar corrupto sin remisión?

—Gracias, casi lo había olvidado.

—El Leteo nos afecta a todos y cada uno de nosotros. Sin embargo, siempre debemos tener muy presente nuestro grado de depravación cotidiano.

—¿Qué hacían los pecadores antes de que existieran los encargados de decirles que pecaban?

—Por dichosa que fuese su ignorancia, sufrían, naturalmente.

—Pamplinas —musita Dixon—. Disfrutaban de la vida. Yo estuve allí. Yo fui otro expulsado del Paraíso, otro muchacho en el camino del norte, en busca de su mendrugo diario…

Cuando vuelven a ver a los campesinos que conocieron en el viaje de ida, éstos se sorprenden, y en ocasiones se sobresaltan, pues les parece que Mason y Dixon han regresado de entre los muertos. Las madres se apresuran a llevar a sus pequeños, como si fuesen patitos, a lugares seguros. Los parroquianos de las cantinas los censuran.

—No deberían haber regresado por aquí.

—Todo el mundo decía que en el 68 se habrían terminado esas idas y venidas, que habrían dejado correr la misión al otro lado del Ohio y que, allí, o los dos seguirían hacia el oeste o nada.

—Les aceptamos entre nosotros, les permitimos que nos separasen mediante la línea y nos adscribieran a otras regiones, sólo a condición de que pasaran por aquí una vez, y nada más que una.

—Creíamos que eran ustedes exactamente de «esa» clase de visitantes, no… de la otra clase; bien sabe Dios que, de ésta, ya estamos hartos: indios, blancos, africanos, todos esos que aparecen por ahí bastante antes del crepúsculo. De ésos no necesitamos más.

—¿Cómo se atreven a regresar ahora? Lo que hicieron trajo consigo unas consecuencias nefastas. Fue como si soltaran alimañas.

Y cosas por el estilo. Los bebés los miran y rompen a llorar desconsolados. Los chiquillos que han aprendido hace poco a manejar el fusil fingen juguetonamente que les disparan. Una pareja de recién casados la emprende a gritos con ellos.

—Sí, vinisteis aquí como una pareja de cupiditos, ¿no es cierto?, y después os fuisteis bailando la polca y nosotros tuvimos que habérnoslas con la madre de mi marido, con el sargento de reclutamiento, con el sheriff, con la otra chica…

—… mientras que todos los delincuentes que se quedaron en la ciudad después de partir ustedes, caballeros, se comen ahora con los ojos a la reina de Saba aquí presente, que nunca ha sabido mantener la vista baja, y puedes decir lo que quieras, mujer, pero mi querida madre siempre ha mostrado la elegancia y el buen juicio de una auténtica dama.

—¿Has oído eso? —interviene otra voz—. ¿Será desgraciada? Una vez más, como siempre os lo he dicho a ti y a la escoria como tú, ninguna de vosotras es lo bastante buena para mi Adolfo y tú menos que cualquier otra, quince arrobas de suripanta irredenta, ¡válgame Dios!, sólo hay que mirarte…

—¡Zorra!

La esposa aferra con ambas manos una gran sartén, cosa que ninguno de los hombres presentes se apresura a evitar, e intenta golpear a su suegra en la cabeza. Esta esquiva el golpe y saca una daga de alguna parte. Dentro de un instante, alguien tendrá que sacar, cargar y cebar una pistola. Todo esto se originó en el episodio, que obtuvo muchos premios, titulado «El amor se ríe en una línea limítrofe», que aquella primera vez no pareció más que una frívola diversión.

En el siguiente pueblo hacia el este ha aparecido de nuevo la criatura de la que, según creyeron ellos, demostraron de una manera muy racional y con los métodos más modernos que no era más que un fenómeno natural. Resulta que la criatura tiene en un puño las vidas de la mitad de la población que vive a un lado de la línea… Sin embargo, por alguna razón, es reacia a cruzarla y a continuar sus depredaciones en el otro lado. Se cree que la línea actúa a modo de barrera, invisible pero lo bastante poderosa como para retener a esa criatura y preservar a quienes habitan al otro lado de ella del destino sufrido por sus antiguos vecinos. Algunos lugareños valientes salen sigilosamente por la noche, cavan, levantan las piedras del límite y las llevan tan lejos como su valor se lo permite, en una y otra dirección. La línea que pasa por aquí pronto pierde toda pretensión de ortogonía y se convierte en un temeroso recordatorio, construido en oolita, que conmemora quiénes, y en qué medida, y cómo, dividieron a un pueblo por la mitad.

En ciertas poblaciones se ven obligados a dar media vuelta y regresar al oeste, y a menudo aguardan hasta que oscurece para partir de nuevo cautelosamente hacia el este, pues sus habitantes sólo están dispuestos a aceptar que se dirijan hacia el oeste. Cuando al parecer se les presenta una ocasión de que alguien les escuche, tanto Mason como Dixon intentan hablar del nuevo planeta, pero eso interesa a muy pocos. Los astrónomos empiezan a comprender que esas gentes, que no disponen de tiempo para observar nada, sienten una gran indiferencia hacia la noche y las estrellas; esa indiferencia se suma al hecho de que deben dedicarse al día y a la tierra, un ámbito en el que siempre algo —algo que está mucho más a mano que el cielo— exige toda su atención: un fogón, un niño, un depredador de gallinero, un ciervo que corre contra el viento, el precio del grano, un zapato tirado, una helada temprana.

Por fin aparece el poste que señala el oeste. Una delegación conjunta de la American Society y la Royal Society, que han sido avisadas mediante el telégrafo jesuita, ha acudido allí para saludarles. A ambos lados de la perspectiva se alinea una nueva e iridiscente generación de bellezas de Filadelfia que susurran animadamente. Un grupo de aficionados a la música antigua toca melodías y marchas con instrumentos renacentistas. Ha llegado el ineluctable momento de la convergencia. ¿Se arrepentirá alguien antes de que lleguen?

Tras alcanzar el poste que señala el oeste, el uno se desvía un poco hacia el norte, y el otro hacia el sur; luego siguen juntos adelante por la línea del este, hasta la costa de Delaware, suben a una embarcación, cruzan la bahía y ese día visitan a los McClean, en Swedesboro.

—Hemos oído cosas acerca de ustedes, caballeros. ¿Qué harán ahora?

—Idear la manera de trazar una perspectiva en el océano Atlántico —responde Dixon.

—Archie, muchacho, mira esto. —Mason saca un fajo de papeles y busca entre las hojas—. Son una serie de anclas y boyas, de lentes y faroles que, dispuestos de cierta manera, formarán una línea perfecta a través del océano; la línea irá desde la bahía de Delaware hasta la costa portuguesa y, ya en tierra, hasta la Extremadura española, cuna de conquistadores.

En el estudio figura también, como de propina, la solución al problema de la longitud, pues, exactamente en cada grado, esa línea sobre el mar está muy bien señalizada por medio de un fanal más alto, o un farol de distinto color. Andando el tiempo, la mayoría de los barcos preferirán navegar sin perder de vista estos fanales, y será necesario ensanchar la línea, creando una carretera marítima de un millar de leguas, a lo largo de la cual florecerán muelles, tiendas de efectos navales, posadas, estancos, puestos de verduras, impresores de gacetas, garitos de vicio, capillas para el arrepentimiento, establecimientos donde venden recuerdos y dulces, todo cuanto un marinero podría desear, y lo cierto es que muchos decidirán instalarse aquí, «a lo largo de los fanales», para siempre, como una manera de descansar mientras uno todavía sigue en el mar. Una vejez buena, limpia, depurada por la sal. Muy pronto la noticia, como si fuera una horrible alga descubierta, llegará a la industria de la especulación de terrenos, y sus agentes tratarán de adquirir la línea de fanales en toda su longitud. A algunos se les impide hacerlo legalmente, a otros se les detiene directamente en el mar, pero el tiempo siempre está de parte de los especuladores, que insisten, y un día, en una cúbica eflorescencia siniestra aunque agradablemente teñida de color coral, aparece el letrero «ISLA DE SAN BRANDANO», una combinación de lugar de recreo y hogar de pensionistas, y que tiene todo cuanto podría pedir un viajero que acude a descansar: tabernas, teatros de variedades, salas de juego y una compañía siempre cambiante de gente consagrada a la comodidad, tanto anímica como corporal, jóvenes sin espíritu crítico, procedentes de tierras lejanas, unas tierras donde casi podría morar la muerte, tan ubicua es ésta allí, y tan fácilmente la toleran aquí.

Es ahí donde Mason y Dixon se retirarán, pues al fin y al cabo son los propugnadores del proyecto y han redactado una serie de previsoras cláusulas en el contrato que firmaron con el propietario de la línea, la Compañía Atlántica, legalmente constituida. Ninguno de los dos se siente ya ni lo bastante británico ni del todo americano para vivir en una u otra orilla del océano. Se conforman con residir como si fueran barqueros o guardianes de puente, siempre ante un fluir ubicuo, ante un incesante espectáculo de transición.