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Primero han de trazar una línea de meridiano, luego despejar una perspectiva y, a continuación, medir en línea recta por su centro, utilizando «niveles», que son grandes rectángulos de madera, de veinte pies de largo por cuatro de altura y una pulgada de grosor, por lo general hechos de madera de pino y con abrazaderas de refuerzo aseguradas con hierro y latón; unas tablas que en muchos de estos marjales servirían la mar de bien como caminos entablados o balsas, pero que en este caso es preciso llevarlas cuidadosamente verticales. Todos los días, sin falta, se realiza la comparación: se trata de comprobar cuántas veces, entre un máximo de ocho, el patrón de latón de cinco metros podría encajar en la longitud de dos niveles colocados juntos, uno a continuación del otro. Además, hay que realizar las correcciones diarias necesarias, tomar la temperatura y anotarla también. Un tubo de tres pies de longitud protege a cada plomada del viento. Cuando el tubo se inclina hasta que el cordel de la plomada corta cierto punto trazado al pie, el nivel está nivelado. Entonces sólo es necesario colocarlo con su compañero, juntos en una línea de cuarenta pies, cuya exactitud se puede determinar mirando a lo largo de ella hacia el punto más alejado de la perspectiva que pueden ver, siempre que ésta se haya trazado correctamente.

—Allá en Durham llamamos a esto una «línea de hacendado». Usamos el equipo del caballero que te contrata y, sobre el terreno suave, trabajamos minuciosamente, haciendo girar el telescopio una y otra vez. El resultado es una exquisita obra artística. Es importante hacerlo con cuidado y lentamente.

—Lentamente, es cierto. —Masón ha dejado de fingir paciencia. Hay días en que la rutina le hace palidecer de aburrimiento—. Como Lady Montague dijo de Bath, lo único que uno puede hacer con este encargo, y que no haya hecho el día anterior…

—¡No lo digas, trae mala suerte! —grita Dixon mediante la bocina, aunque están lo bastante cerca el uno del otro para no necesitarla, y Mason se estremece.

—¡Esto no se acaba nunca! Pones una marca delante, otra detrás, haces girar el instrumento, repites la operación en el otro lado. Esto destroza a cualquiera, Dixon. Estoy fuera de mí.

Dixon da unos pasos y se queda mirando fijamente a un pie y medio a la derecha de Mason.

—Vaya, así que aquí estás, ¿eh? Me pregunto cómo te sientes ahí… —Su mirada se posa en Mason y de nuevo en el lugar al lado de éste—. Bueno, ¿por qué uno de vosotros no se adelanta y el otro se queda detrás de mí? Así será mucho más fácil alinear las marcas…

—¡Aaaah! ¡Como un ojo gigante siempre mirando!

Mason se refiere al blanco, una tabla más o menos de un pie cuadrado, con círculos concéntricos dibujados en ambos lados, montada de modo que se deslice por dos surcos, al gesto distante del hombre que mira por el telescopio, hasta que se alinee con exactitud sobre el alambre central, previamente colocado en el meridiano, tras lo cual el otro agrimensor clava una estaca inmediatamente debajo, suspende la plomada a lo largo de la línea central del blanco y señala con una muesca el lugar exacto de la estaca que toca la punta del peso de la plomada. Entonces el instrumento del tránsito salta por encima del blanco y se le adelanta, el agrimensor que lo maneja lo levanta y mira hacia atrás, hacia el ojo que hay en el reverso de la tabla, tras lo cual repiten la operación.

—Esto no me parece nada serio desde el punto de vista astronómico —se queja Mason.

A finales de junio, efectuada por fin la medición, pueden viajar juntos al sur, cruzar la línea occidental y adentrarse en un peligro de distinta índole, un peligro que los conduce a Baltimore y al momento en que Dixon se acercará al tratante de esclavos en la calle y dará origen al relato familiar cuyo núcleo material, durante años entre los cachivaches en la casa de Hull, será el látigo del tratante que el tío Jeremiah arrebató a aquel canalla…

—No hay ninguna prueba —comenta Ives—. Es cierto que por esas fechas el cuaderno de campo presenta lagunas, pero de todos modos no hay ninguna prueba.

El reverendo sonríe.

—Lamentablemente, debemos depositar una fe incondicional en el látigo, del que el relato da testimonio. Esas anécdotas familiares se han perfeccionado en la forja infernal de las recensiones que se realizan en el ámbito doméstico, una generación tras otra, hasta que sobrevive la pura verdad, templada hasta la crueldad, en torno a cada personaje, por muy exagerada que esté esa verdad, o influida en el transcurso de los años por toda clase de sentimientos, desde el amor irreflexivo hasta el desagrado inflexible.

—No has mencionado el embellecimiento irresponsable.

—Eso más bien forma parte de la tarea corriente de rememorar. No cabe duda de que nuestros sentimientos, la manera de fantasear sobre los demás y de equivocarnos acerca de ellos, cuentan por lo menos tanto como nuestras pobres y frías cronologías.

El látigo del tratante es un objeto maligno, es la peor expresión de malos sentimientos que puede darse entre amo y esclavo —el desprecio que siente el comerciante de géneros perecederos hacia su mercancía—, con el trenzado hecho jirones, ennegrecido hasta las puntas de las trallas por el sudor y la sangre de un grupo tras otro de seres humanos, los alambres insertos en cada tralla con el único objetivo de transmitir odio y el corolario de éste: pedir la misma denegación de misericordia si algún día se invirtieran los papeles. Apuestan a que ése no será su caso… o a que lo será.

Dixon ya ha hablado con él, la noche anterior, en la sala de la posada. El tratante de esclavos está allí anunciando una subasta en el muelle, veinte africanos, hombres y mujeres, cada uno de ellos lo mejor de la tribu de donde los han arrebatado. No obstante, los llama por nombres que son más propios de animales, animales que a uno le desagradan. Varias veces Dixon experimenta la necesidad, intensa como la sed, de levantarse, ir al encuentro de ese individuo y golpearle.

—Y por eso confío en que todos asistan y echen un vistazo a los oscuros hijos de la selva, pues les servirán de muchas maneras, pueden cocinarlos y comérselos, joderlos o arrojarlos a los perros, como decimos en el oficio. Imaginen, caballeros, su propio moreno para mandarle como gusten. Usted, señor, el que lleva ese interesante sombrero —dice señalando a Dixon, que alza las cejas con un gesto amable al tiempo que le paraliza la certeza de que, una vez más, está a punto de ver un rostro conocido, alguien del pasado reciente y cuyo nombre no recuerda—. Apuesto a que una joven y linda mulata le vendría como anillo al dedo. Pues bien, esta noche tiene suerte, vaya si la tiene.

—Ella no está en venta —replica Dixon, supone que con amabilidad.

—¡Cómo! —exclama el hombre, retrocediendo con fingida sorpresa—. ¿Qué no está en venta? ¿Cómo puedo entonces empezar a instruirle, señor, o debería decir amigo, sobre este particular? Resulta, amigo, que todos ellos están en venta, por lamentable que eso sea, pues todo el mundo quiere un esclavo, por lo menos uno, que sea de su propiedad…

—Antes o después —le dice Dixon con una vehemencia excesiva—, un esclavo ha de matar a su amo. Es una ley inexorable. —El pastor de seres humanos, que mira con fijeza a Dixon, parece buscar ahora la mejor manera de retirarse—. Deme usted máquinas, pues ellas no sienten la injusticia. A veces ni siquiera las máquinas están ahí, por lo que he de inventarme las que necesito…

Mientras Dixon le habla así, el tratante ha ido acercándose a la puerta.

—¡Recuerden, mañana a mediodía, en el embarcadero! —exclama, y se marcha a toda prisa.

La atención de los parroquianos se centra en Dixon, cuyo demencial comportamiento se ha desvanecido con la partida del tratante.

—¿Estará usted allí, señor? —inquiere un bebedor desde una mesa vecina, más deseoso de bromear sociablemente que de provocarle—. Es uno de los espectáculos que podemos ofrecer aquí a los visitantes, y podría divertirle, aunque no tanto como una subasta de caballos, por supuesto.

Dixon parpadea durante un rato.

—¿Ah, sí? ¿Esclavos y caballos?

—¡Y tabaco! ¿No ha estado nunca en una subasta de tabaco? Créame, si acude a una, nunca volverá a escuchar a un tenor italiano de la misma manera.

En 1755, cuando llegó la aciaga noticia de la derrota de Braddock, los habitantes de Pennsylvania huyeron hacia el este por delante de los indios, y, presas del pánico, cruzaron el Susquehanna. Aquí, en la región esclavista de Chesapeake, durante largas noches cundió el temor, se contaban los cuchillos de cocina, el miedo se ocultaba, se percibía, se revelaba, el miedo al envenenamiento de la comida, a ser estrangulado en plena noche, a la violación de las mujeres, a la pérdida de la casa, del dinero y de los caballos, a manos de sus expoliadores, que se los llevarían al interior del ilimitado continente, y por todas partes soplaba el ligero aliento de la noche sobre la tierra surcada de vías acuáticas.

Mason se ha acostumbrado a la imposibilidad de que el afecto entre Dixon y él rebase cierto límite. Han pasado años juntos dentro de un perímetro trazado, y de otro y de otro. Saben también cómo es la vida en el bosque, en las sierras costeras, donde no llega el control metropolitano. Sólo ahora, demasiado tarde, Mason experimenta una pasión por su ayudante comparable a la que existe entre los alumnos de las escuelas públicas inglesas.

(—Por favor, Wicks, ahórranos eso —musitan varias voces a la vez—. Es demasiado romántico).

Digamos entonces que, finalmente, Mason llega a admirar a Dixon por su valentía, una valentía diferente de la que cada uno mostró al otro años atrás, en el Seahorse, donde no tenían otra alternativa. Tampoco es la misma valentía de que ambos hicieron gala junto a la Senda del Guerrero. Aquí, en Maryland, por fin tenían elección, y Dixon decidió actuar, mientras Mason prefirió no hacer nada —a menos que se viera obligado—; todos nosotros desearíamos que hubiera tenido la amabilidad de hacer algo sin pensarlo dos veces, pero falló. No actuó por todos aquellos que tampoco lo hicimos, y fallamos. Por las Ovejas. Sin embargo, Mason ofreció su admiración, que retenía desde hacía tanto tiempo y de una manera tan poco razonable, proporcionando así a Dixon munición para más bromas burdas.

—«Por todos…» Mason, por favor, ¿debería tener un uniforme especial para eso? Y con un manto corto sería aún mejor, para tener rápido acceso a mi pistola.

En la calle, inevitablemente, está el tratante de esclavos, quien ahora conduce a la mitad, más o menos, de los esclavos que, debido a un comportamiento inconveniente, no se han vendido. El hombre, fuera de sí, grita y hace restallar el látigo frenéticamente. En general, corta el aire, a pesar de que las cadenas limitan los movimientos de los africanos, a los que no inflige mucho daño.

—Me habéis jodido la venta, me habéis jodido el día, me habéis jodido el negocio. Ahora debo dinero, más otra noche de alojamiento, más las vituallas para otra noche.

—¿Voy a buscar ayuda? —dice Mason, y parece a punto de entrar nuevamente en la casa.

—Mason, eres el único por estos pagos que sabes guardarme las espaldas. ¿Te importaría hacerlo, miedoso?

Y antes de que Mason pueda moverse, Dixon baja los escalones y sale a la calle.

—Basta —dice, colocándose entre el látigo y los esclavos, con el sombrero hacia atrás y la mano extendida. Más adelante no recordará su postura—. Voy a quedarme con eso.

—Vas a recibirlo en la cabeza, amigo, si no te apartas. Estos hombres son míos, y hago lo que me viene en gana con mi propiedad.

Los transeúntes se detienen para mirar la escena. Dixon avanza resueltamente hacia el hombre y le arrebata el látigo. El propietario va a por él, y Dixon interpone el puño en el camino del rostro que se acerca. El capataz lanza un grito y retrocede tambaleándose. Dixon le sigue con el látigo alzado.

—Date la vuelta. Supongo que nunca has probado esto, ¿no?

—¡Me has roto un diente!

—Dentro de un momento eso te importará poco, porque además voy a matarte… Vamos, sé un hombre, enfréntate a mí y facilítame las cosas, o me obligarás a castigarte desde atrás, como a una bestia, lo cual requerirá más tiempo y, desde luego, supondrá una mayor incomodidad para ti.

—¡No! ¡Por favor! ¡Mis pequeños! ¡Oh, Tiffany! ¡Jason!

—¿Alguno más?

—¡Scott!

Dixon se agacha y le arranca al hombre un llavero que le pende del cinto.

—¿Alguien sabe a quién pertenece cada una de estas llaves?

—Las conocemos de memoria, señor —responde una mujer alta que lleva un pañuelo de franjas brillantes en la cabeza. Mientras el tratante se lamenta de su ruina, los africanos se desprenden de las cadenas.

—¡Ya está! —exclama Dixon alegremente.

Para entonces se ha formado una multitud en absoluto amistosa.

—Como estamos en medio de la ciudad —le dicen los africanos—, los hombres del sheriff vendrán en cualquier momento. No se preocupe por nosotros. Algunos se quedarán y otros huirán, pero será mejor que ustedes se marchen ahora mismo.

A pesar de este sensato consejo, Dixon sigue teniendo grandes deseos de matar al capataz, que está acurrucado entre las roderas de la calle. ¿Qué debe hacer un hombre con conciencia? Es frustrante, y a Dixon se le quiebra la voz.

—Si vuelvo a verte, eres hombre muerto —le dice sacudiendo el látigo—. Y muerto estarás antes de que vuelvas a ver este vergonzoso instrumento, pues permanecerá en un hogar cuáquero y jamás será usado de nuevo.

—No apuestes por ello vuestra casa de reuniones cuáqueras —gruñe el tratante antes de escabullirse.

—¡Vuelve a Filadelfia! —le grita alguien a Dixon.

—Todavía es posible la retirada —dice Mason.

Dixon se guarda el látigo bajo la casaca roja y se aleja, seguido por Mason. Al doblar la proa de ladrillo que forma la esquina de la primera casa, ponen pies en polvorosa, dando un rodeo, por una ruta no del todo juiciosa, hasta llegar al establo donde aguardan sus caballos.

—Eh, Rebelde, guapetona, cuánto me alegro de verte la cara.

Dixon ha cogido una manzana pequeña de una carretilla que había ante una frutería, pero de todos modos la yegua mete el morro bajo las gigantescas solapas que cubren los bolsillos de la casaca, a fin de inspeccionar por si a Dixon se le hubiera olvidado darle algo. En ese momento de curiosidad equina, mientras Mason coloca la silla de montar, Dixon comprende lo que Christopher Le Maire quiso decir hace mucho tiempo con la expresión «instrumento de Dios», y también comprende que en adelante ha de guardar silencio sobre el particular.

Saben perfectamente que, si tienen suerte, no volverán jamás a la ciudad que dejan atrás, y lo observan todo como a través de unos anteojos maravillosos que confieren a cosas y personas nitidez y cercanía. Hay marineros sentados en los bordillos ante las puertas de las tabernas donde los topógrafos se han embriagado y de las que han salido con una extraña euforia. El tráfico callejero trae y se lleva su propia luz; los roles de los carruajes proyectan —formando sombras que se abaten sobre los torcidos meridianos y paralelos de los muros de ladrillo— cada árbol sin hojas, cada peatón impulsado por el deseo y cada perro que vagabundea, cauteloso. En locales de techo bajo, situadas en esquinas de la calle, hay tristes hileras de carreteros que beben como si estuvieran fuera de servicio, protegidos de la nevada que va a caer en cualquier momento, aunque de poco más, y menos aun del camino y sus riesgos. Las mujeres se arrebujan en sus chales contra el frío de la noche. Jóvenes solos y en parejas, camino de tareas que se hacen en el crepúsculo, suben y bajan los escalones de las filas de casas y avanzan por las aceras desde las que se alzan los escalones, mientras empiezan a encenderse los primeros faroles. Ahora que los topógrafos han de marcharse, desean quedarse. Dejándose llevar un momento por la malicia, Mason imagina las calles llenas de hileras de casas multiplicándose como los panes y los peces, girando como los radios de una rueda gigantesca, pero apenas puede distinguir el eje hacia el que convergen, salvo por cierto vago resplandor que lo preludia.

Pronto se encuentran en la carretera de York, y los campos intensamente magnetizados que hay a ambos lados atraen en la oscuridad a los bocados de los caballos, las hebillas, las plumas, las agujas de la brújula y las trallas de acero del látigo arrebatado al tratante. Tienen la sensación de que llevan encima pequeños seres que se arrastran, que les dan tirones por todas partes, y que no son ni amables recordatorios de nada ni espíritus malignos.

—¿Notas eso? —pregunta Mason en la oscuridad—. Tú eres el experto en magnetismo. ¿A qué se debe?

—Misterios del elemento magnético.

—¿Ah, sí? —replica Mason al cabo de un rato—. ¿A qué fenómeno obedecen?

—No lo sé, Mason, por eso los llamo «misterios».

Delante de ellos brillan unos faroles. Pronto oyen a una congregación nocturna que canta. Llegan a una capilla de madera iluminada por la luna y, como si se hubieran puesto de acuerdo previamente, los topógrafos se detienen a escuchar.

Tus ovejas, Señor, que confiamos

en Tu misericordia siempre incierta,

que nos preserves hasta el alba te rogamos:

la larga noche es siempre un tormento

para tus desvalidas criaturas,

que yacemos bajo el firmamento…

Pues los riesgos de la noche son innumerables

y muy frágil es el puente hacia el amanecer…

Cuando la hora de partir suene inexorable,

¿quién nos señalará la senda que debemos recorrer?

Como en la primavera en que fuimos corderos,

como en aquella infancia libre y eterna,

guíanos ahora a donde no hay peligros duraderos,

de las tinieblas líbranos, y devuélvenos a tu Presencia.

Pues los riesgos de la noche, etcétera…

Tras reconocer en la senda guerrera la justicia que encerraban los deseos de los indios, y después de las dos muertes, Mason y Dixon comprenden también que la línea es exactamente lo que el capitán Zhang y otros la han llamado desde el principio, un conducto por donde circula el mal. Así pues, el año que pasaron en Delaware midiendo el grado de latitud es una expiación, una inmersión en la ciencia «auténtica», un bautismo en la marisma Cypress e incluso un renacimiento, no un estudio de agrimensura catastral realizado por contrato, corrupto por su misma naturaleza; y es que el extremo de la senda sólo tendrá utilidad para quienes se aprovecharán de la venta, división y reventa de las tierras.

—¡Guineas, Mason, doblones y pesos españoles, espléndidamente vomitados desde las entrañas de Plutón! ¡Y sin fin! Todo generado por esa única línea. Sin embargo, ¿ha venido a parar alguna de esas monedas a nuestras bolsas?

—Lo único que sabemos hacer son perspectivas. Démosles algo para cuya contemplación estén dispuestos a viajar desde otras provincias, por ríos de cauce cada vez más ancho.

Y es que a lo largo de la perspectiva no tardan en alinearse posadas, tiendas, establos, recintos para juegos de habilidad, teatros, jardines de recreo… Un paseo arbolado de ochenta millas de longitud. En el crepúsculo uno puede subir a una plataforma y contemplar cómo van encendiéndose las lámparas, observar la perspectiva, que converge, en una proyección perfecta, hacia un punto siempre inalcanzable. Pura latitud y longitud.

—Soy alumno de Jack «el Ciego» Metcalf, para servirles —les dice uno de los leñadores, que ha acertado a oírles.

—¡El hombre que cabalgaba hacia el oeste! ¡El agrimensor ciego! Era famoso en Staindrop ya en mi juventud.

—Aplicando los métodos que aprendí cuando formaba parte del grupo Jack «el Ciego», aquí, sobre esta perspectiva, podríamos construir una carretera moderna, de ochenta millas de largo, bien drenada en toda su longitud, que se consolidaría por sí sola, impermeable a todos los elementos, inmutable bajo las ruedas de carretas cargadas, sean anchas o estrechas. Es cierto que, por el momento, no es mucho lo que hay en el punto medio, pero si mejoraran las comunicaciones desde el otro extremo, cosa que conviene mucho a Filadelfia, a New Castle y a todo el centro de Chesapeake, aquí, entre los marjales de Nanticoke, podría florecer una metrópolis capaz de rivalizar con cualquiera del norte.

—¡El sha! —les advierte el chino—. ¡Pensad en ello!

—Muy bien. No obstante, hay quienes valoran mucho las líneas rectas, dado que reducen las distancias: comandantes en jefe, mercaderes, correos urgentes a caballo… ¿Son todas estas personas criaturas del sha?

—Desde luego. Los comandantes en jefe matan a mucha gente. Los mercaderes concentran riqueza reduciendo a la miseria a innumerables personas. Los correos urgentes distorsionan y dañan la misma sustancia del tiempo.

—En ese caso —inquiere Dixon—, ¿por qué no considera usted que también la luz es nociva, puesto que se mueve siempre en línea recta?

—¡Ah! —En los ojos del chino aparece un brillo que tanto puede ser de locura como de júbilo—. ¿Y si se mueve de alguna otra manera?

—¡Si eso es cierto, habría que repetir todos los cálculos de agrimensura! —exclama Dixon—. Sería maravilloso. ¡Habría trabajo para todos los pobres agrimensores hasta el día del Juicio Final!

—Dispense, señor —le dice Mason al geomántico—, ¿es éste un artículo de fe entre los chinos, y entonces debo subsanar mi ignorancia sobre el tema, o tan sólo una excentricidad suya de la que puedo hacer tranquilamente caso omiso? No es de extrañar que los jesuitas les considerasen a ustedes inoportunos.

—¿Qué estás escribiendo? Parece poesía…

—Mi epitafio. ¿Quieres oírlo? —contesta Mason.

Una vida mediocre fue su único deseo,

equidistante siempre de la codicia y el deber,

esa mezcla intrincada y difícil de romper:

conseguir al final un feliz término medio,

veloz como un rayo dorado,

ignoto como la isla de San Brandano,

huidizo como un sueño largamente acariciado.

Los días rapaces, no tanto los años,

cargaron su debe, y tal fue la copia

de los intereses que hubo de pagarlos

vendiendo los sueños que en su dulce inopia

se había forjado, todos menos uno,

tan modesto que no vale nada,

pero ése tiene en su corazón un lugar seguro,

tanto como la tierra le asegura una última morada.

En cambio, ese otro espacio, el situado más allá de la línea limítrofe —tal vez casi todo, tal vez casi nada—, le está vedado.

—Por eso yo buscaba con tanta obsesión el distintivo de la muerte, sus gestos y fórmulas, su chismorreo cotidiano, en aquellos días terribles allá en Tyburn, y cuando pasaba las horas casi inmóvil contemplando a los talladores de piedra ocupados en el embellecimiento de las tumbas, un golpe de cincel tras otro. ¿Fue todo eso tan sólo una manera de demostrar que merezco obtener un permiso para visitar a Rebekah, para cruzar esa línea severamente patrullada, esa esencia de la división? Ella sólo desea que yo regrese al hedor de las factorías, a la grasa de carnero, al estruendo infernal, a los faroles encendidos durante toda la noche, al pueblo sometido, a los pozos contaminados de Painswick, Bisley, Stroud, a todo lo que ella llama «hogar». ¡Ah, no hay manera de librarse de eso!

Una noche, cuando camina por la perspectiva, Rebekah se le acerca.

—Es triste, ¿verdad? —le dice con una risa ahogada—. Créeme, cariño, existen regiones de la tristeza que no has visto. Sin embargo, tienes que regresar a nuestro valle, cerca de tus comienzos, bien lejos del mar y los marineros, lejos de las redes de líneas imaginarias. Debes abandonar al señor Dixon a su suerte y ocuparte de la tuya.

—No le tienes simpatía, ¿verdad?

—Si los tres fuésemos un triángulo, yo debería figurar como el lado desconocido… ¿Te atreves a calcularme? ¿Conjeturas tu rumbo por este yermo que es ahora mi hogar, y también mi exilio? ¿Proyectas figuras más allá del magro prisma de mi tumba? ¿Tienes alguna idea de mis sentimientos? Creo que no. El señor Dixon preferiría que me olvidaras, tiene un temperamento alegre, es un muchacho que siempre estaría jugando al aire libre. Tú has sido su compañero de juegos, pero eso ya ha terminado y tienes que regresar a la casa donde debes estar. Cuando salgas de ésa casa de nuevo, él ya no estará allí, y habrá empezado a oscurecer.

En la última visita que los dos hacen a Nueva York, al final de su estancia en América, mientras aguardan el barco de Halifax, recorren la ciudad en busca de algún rostro familiar, de alguien que conocieron años atrás. Sin embargo, les reprenden por demorarse en las esquinas. Los carruajes pasan ladeándose por charcos que tienen el tamaño de estanques y los salpican de barro de un modo inenarrable, y pronto parecen guerrilleros llegados de una campaña en algún país húmedo. Los Hijos de la Libertad se han vuelto incluso menos hospitalarios, y no hay rastro de Philip Dimdown ni de Blackie ni del Capitán Volcán. «Están fuera de la ciudad», les dicen, cuando les dicen algo.

—Terminemos de beber y larguémonos de aquí. Es inútil.

—Podemos encontrarlos. Estamos buscándolos, ¿no es cierto? Al fin y al cabo, nuestro oficio es buscar cosas.

—El continente está soltando una tras otra las cuerdas que nos amarraban a él.

Al final, sin embargo, sentados entre su equipaje, en unos muelles desconocidos, frente a un enrejado que se extiende al norte y el sur —el denso bosque de mástiles que parecen suspendidos del cielo—, envueltos en humo de cáñamo indio y en el humo que arroja la ciudad, convertidos en dos de los muchos viajeros que llenan un cobertizo, cubiertos con mantos negros y en espera de la marea, entonces experimentan de nuevo una sensación que en parte es intracraneal, en parte hormigueo en la piel y en parte temor, una sensación con la que están familiarizados porque ya la han experimentado en las posadas junto a los puentes, en los lugares en que han esperado para tomar transbordadores, lugares todos ellos que son lentes que convocan apariciones fantasmales, pues en esos lugares siempre han convergido imágenes de aquellos con quienes han bebido, aquellos a los que han visto por el rabillo del ojo en los extremos de los locales, y aquellos a los que han gritado arriba o abajo de una perspectiva. Y eso mismo parece que sucede ahora con cada uno de los rostros que les rodean. Mason se vuelve, alarmado; el ojo que utiliza en las observaciones parece salirse de su órbita.

—¿Estamos en el embarcadero correcto?

—Eso mismo iba a preguntarte yo.

—La verdad es que no he visto ningún letrero, ¿y tú?

Se les acerca un caballero al que no parecen conocer. El ala del sombrero, que cuelga fláccida, le oculta buena parte del rostro.

—Bienvenidos —les dice, y enmudece.

—¿Se dirige usted a Falmouth? —le pregunta Mason.

—¿Se refiere a Pendennis Point y Carrick Roads? —Su tono está equilibrado en un vértice entre la mofa y la provocación; si Mason y Dixon reconocieran al caballero, sabrían si se trata de una o de otra, pero ninguno de los dos es capaz de identificarlo—. ¿Quieren decir «ese» Falmouth?

—¿Acaso existe otro Falmouth, señor? —replica Dixon y se pone en pie, con sus detectores maniatrópicos alerta, mientras Mason examina las posibles salidas para escapar a toda prisa.

—Hay un Falmouth invisible: también el centro de un círculo es invisible, pero es posible hallarlo mediante el compás y la regla —les dice el desconocido. En ese momento se oye un gran estrépito de campanas y gritos de estibadores, pues el barco, vibrante el aparejo, está a punto de zarpar. Tal vez sólo disponen de un par de minutos para subir a bordo—. Tendremos que continuar esta conversación en el mar —dice el hombre, antes de desaparecer entre el gentío.

Cada día, durante la travesía, Mason y Dixon le buscarán en el comedor, ante las mesas de juego, en cada cubierta, pero será en vano.

La última anotación de Mason, el 11 de septiembre de 1768, dice así: «A las 11 h y 30 m de la mañana subimos a bordo del barco de Halifax con destino a Falmouth. Así finaliza mi desasosegado viaje por América». Sigue un punto y un guión largo, que se engrosa y vuelve a adelgazarse, semejante a un trazo chino.

Dixon ha estado leyendo por encima del hombro de Mason:

—¿Y cómo ha sido entonces mi viaje? ¿Sosegado?