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Al regresar a Delaware, los topógrafos visitan una tras otra las tabernas cercanas a los muelles. Con sus sentidos embotados por toda la cerveza fuerte que han trasegado, entran en la fonda El Dedo Doblado.

—Los dos sabemos qué pasa, Dixon —dice Mason—. Te ha llegado tu hora, el turno de ganarte la vida entre cuatro paredes, como una gallina en su corral. Por fin debes prepararte para oír cuáles son los intereses jesuíticos en todo esto, una respuesta pospuesta durante mucho tiempo, pues, al fin y al cabo, este próximo encargo es el que han estado tramando desde el principio, ¿no es cierto?, sí, otro grado de latitud que añadir a los otros de los que se han apropiado. A eso es a lo que ha conducido todo esto, ¿verdad? ¡Estupendo! Ahora, por lo menos, por fin sabrás, y tal vez mediante el telégrafo jesuita, por qué estás aquí, una información que poseen muy pocos. Desde luego, si puedo ayudarte en algo…

—Sí, pero ¿para qué coño sirve todo esto? —Dixon apoya breve, aunque audiblemente, la cabeza sobre la mesa—. ¿Han terminado los viajes? ¿Sólo nos queda papeleo?

Las tareas de los dos han cambiado. De trazar la línea, han pasado a representar la misma sobre el papel, bajo la moderada luz diurna de Filadelfia, que penetra por las ventanas, y, en sus habitaciones, bajo la luz sin espectro de las velas, que proyectan las sombras inquietas de Dixon ante la mesa de dibujo y las de Mason, ahora en segundo lugar, que lee las anotaciones del cuaderno de campo, como en otro tiempo Dixon se ocupaba del reloj para él. Por fin, un día, Dixon le dice:

—Bueno, ¿no quieres echar al menos un vistazo?

Mason se apresura a examinar el mapa de los límites, y enseguida se sobresalta, pues ahí, audaz como una bandera pirata, hay una estrella de ocho puntas y, encima, una flor de lis.

—¿Qué es esto que señala el norte? ¿No tenía esta figura la bandera del l’Grand? ¿No es el símbolo del rival más inveteradamente odiado de Inglaterra: Francia?

—Con todos mis respetos, Mason. Los profesionales de todo el mundo que manejan la brújula saben que eso es un símbolo llamado la flor de luce. Es un término magnético.

—¿La «flor de luz»? —replica Mason—. ¿Luz, eh? Eso me suena a enciclopedista, tal vez incluso a masónico.

Dixon le explica que, siguiendo una larga tradición, cada agrimensor dibuja su propio punto norte, que embellece a su gusto, para señalar el norte. Se convierte en su sello distintivo, tan personal como el de un platero, y representa su honestidad y buen nombre. Además, como sucede con muchos jeroglíficos, es importante mantenerlo y serle fiel, pues a menudo en su significado se condensan una fe y una voluntad enormes, las cuales proporcionan a ese sello un poder en el mundo que desprecian los agentes de la Razón.

—Es una forma antigua, y, según dicen, se remonta a las primeras rosas de los vientos italianas —dice Dixon—. En el norte ponían la letra T, inicial de tramontane, el viento que sopla desde los Alpes. En el curso de los años, al igual que les ocurre a los frágiles ornamentos de las letras del alfabeto, esa T se transformó en una especie de punta de lanza, aunque las personas de sentimientos más bondadosos decían que era un lirio, y ¡ay de ti si lo negabas!

—Pero algunos, al verlo en un mapa nuevo, también podrían tomarlo como una reafirmación de los derechos franceses sobre Ohio —finge recordarle Mason.

—Sí, confieso que me has descubierto. ¡Es un mensaje secreto para todos los que conspiran en la oscuridad! ¡Vaya! ¡El viejo canard jesuita de nuevo!

Al oír estas palabras, Armand entra precipitadamente en la estancia, inquieto.

—¿La pata está haciendo ahora algo… autoérotique?

Ellos formulan la frase de otra manera, y Armand, en absoluto consolado, se marcha. Acostumbrarse de nuevo al momento angular de esta ciudad supone para Armand una lucha diaria. Parece añorar la línea del oeste y a la pata, a la que esa línea capturó, dejándole sin ella.

—Quizás, y solamente en este mapa —se le ocurre a Mason—, puesto que el este y el oeste son esenciales, ni siquiera sea necesario indicar el norte, ¿no te parece? O tal vez podrías dibujar algo menos… político.

—Éste ha sido mi punto norte desde el primer mapa que tracé —replica Dixon—, y ahora no puedo abjurar de él y cambiarlo por cualquier signo temporal de mercader. En general, en nada beneficia al agrimensor rebajar el valor de su punto norte prestándolo a fines políticos. Eso sería traicionar mi lealtad al magnetismo terrestre, a la misma Tierra, si quieres, de la que mi «flor de luce» es fiel emblema…

Mason sigue sin encontrarle el menor sentido a todo esto, y se encoge de hombros.

—Es posible —dice— que a los propietarios les haga todavía menos gracia que a mí.

—No creas. A los propietarios, como a todo el mundo, les encanta mofarse de un rey cuando tienen ocasión.

—¡Ah! ¿De modo que se trata de eso?

—Tu culto poco critico de los reyes, junto con el odio inflexible que siento hacia ellos, forman un súbdito inglés de nuestros días.

—Más bien es como unos gemelos que siempre discuten… Como el comienzo del mundo que cierta vez los indios nos contaron.

—¿Nosotros? Tengo un carácter demasiado alegre para discutir contigo durante mucho rato.

—Porque sabes cómo padecerían tus espinillas… —Por fin Mason puede estudiar el largo mapa, en el que elegantes óvalos enmarcan a indios e instrumentos. En el mapa puede verse cada zona que han recorrido, cada casa ante la que han pasado, los caminos que han cruzado, las montañas y los arroyos, los bosques y los valles, agua por doquier y el dragón, casi visible—. ¿Así que ésta es la línea tal como se verá tras transformarse en un grabado en cobre? ¿Será esto todo lo que la historia recordará de la línea? ¿Y esperas que yo lo firme?

—No es el peor de los que he entregado. No quisieron pagar por uno coloreado. ¿Es que no los conoces?

—Es una hermosa obra. Emerson tenía razón, Jeremiah. Siempre estabas volando.

Dixon, cuya tez está oscurecida por los años pasados a la intemperie, puede ruborizarse sin que se le note.

—De todos modos, tal vez podría haber usado pigmento dorado y azul celeste…

—Es posible que, en ciertas parejas, por íntima que sea la relación que los une, el amor no figure en las cartas que se escriban —comenta ahora el reverendo—. Así pues, se ven obligados a plantearse otro tipo de proyectos, unas veces juntos y otras separados. He llegado a creer que la tercera de las prohibiciones con que se toparon tuvo lugar cuando, al final de la travesía, que duró ocho años, Mason y Dixon no pudieron cruzar los peligrosos límites establecidos entre ellos dos.

Al margen de lo que sucediera en la Senda del Guerrero, los dos hombres han de permanecer amigablemente juntos entre las tristes marismas de Delaware durante casi otro año, ocupados en el grado de latitud de la Royal Society, midiendo con la cadena un meridiano sobre el mismo terreno que el de la línea tangente. Una mañana tras otra tiemblan a causa de la humedad, y ambos intentan mantener a raya la fiebre intermitente con los maravillosos polvos de corteza de sauce descubiertos por el reverendo Edmund Stone, de Chipping Norton. Han vuelto a los horizontes vegetales, al zumaque, que causa sufrimiento a quien lo toca, a las mortíferas serpientes de agua, que se enroscan unas en otras, como las rugae de un solo y gran cerebro, y a la claridad gris y uniforme del cielo.

Tal vez, la idea de separarse no surgió durante la crisis del año anterior, en la Senda del Guerrero, sino más bien aquí, en Delaware, en algún lugar de esta península, cualquiera de esos días ligeramente radiantes y de vientos suaves, pues los días no se distinguen unos de otros salvo por los valores anotados en millas, cadenas y eslabones. ¿Y por qué no aquí? Aquí tenían sobre todo tiempo libre y, por fin, la ocasión de hablar acerca del segundo tránsito y de la posibilidad de regresar de nuevo a América.

El relato que circulará entre los descendientes de Dixon dirá que el tío Jeremiah deseaba emigrar y establecerse aquí, al contrario que su compañero, aunque en el cuaderno de campo, ya el 9 de junio, Mason escribe con exaltación sobre la residencia del señor Twiford a orillas del Nanticoke, como lo ha hecho a lo largo de todo el cuaderno acerca de otros hogares, otros ríos o las poblaciones que se asientan en sus riberas.

—Sí, muy agradable en todos los sentidos —dice Dixon—. Pero tómatelo demasiado en serio y verás que, lo mismo que los sueños cuando llega el crepúsculo, todo se desvanecerá de un modo irremediable.

—Shakespeare, ¿no es cierto?

—No, Trascendencia en persona. Tan sólo es masónico.

Dixon contempla el río, los suaves cerros y remansos envueltos en la bruma, los sauces y los pinos tea, y al tiempo que se siente humillado por la imposibilidad de desear cualquier terreno en su extensión interminable, desea cada canto rodado, cada hondonada y sendero. En el caso de Mason, el año en que están en Delaware pasa como un sueño. Cree en el grado que están midiendo, pero es una creencia semejante a la que se deposita en los fantasmas; la cifra, a pesar de que es algo etéreo, sigue siendo más tangible para él que esta América que le persigue mientras él avanza.

—¿Quedarme aquí? No, por Dios, Dixon, de ninguna manera. Ha sido una odisea, y ahora debo volver al lugar que siempre me ha estado destinado y que me ha esperado fielmente, ahora debo sentarme ante el telar de ella y trabajar en él hasta el fin de mis días, mientras ella, sin duda, está con sus ruidosos y alegres pretendientes.

(—Bueno, ahí tenemos a Pope y Lady Montagne de nuevo, ¿no es cierto? —sugiere el tío Lomax—. Una raza quisquillosa, insondable, la de los británicos, capaces de ofenderse por cualquier cosa, de discutir durante años.

—Sin embargo, la relación entre ambos nunca fue tan fría —asegura el reverendo).

A los dos parece satisfacerles posponer el regreso a Inglaterra y, por ende, a lo que algunos ingleses esperaban de ellos. Es posible que, al medir el grado, se propusieran ocultar algo con sus tareas cotidianas, y cedieran…, tan abiertamente como jamás pudieron hacerlo, al deseo de trascender sus vidas —cada una afligida de distinta manera— por medio de lo que, al final de la jornada, no son más que hileras de numerales, y éstos siempre en la oscuridad de páginas sin abrir ni pasar y donde la tinta empieza ya a palidecer, procedentes de tipos desde entonces fundidos y estereotipados innumerables veces, todo ello casi olvidado. Se han refugiado en la región de Delaware, una zona sin pendientes pronunciadas, «tan llana a lo largo de 82 millas», escribieron a la Royal Society, «como si hubiera sido obra del Arte» —una frase que más adelante se encontraría en la introducción de Maskelyne a las Observaciones de los dos, publicadas en 1769—, una zona donde no hay indios hostiles y sí alimentos frescos, ciudades de fácil acceso, donde hacen observaciones precisas y ni siquiera demasiadas… Ante los ojos del mundo eran dos sabios veteranos que avanzaban sin esfuerzo entre tránsitos de Venus y que pronto partirían de nuevo para llevar a cabo en el extranjero una misión más fascinante, en lugares donde la visión es perfecta, la comida jamás está por debajo de la exquisitez, donde siempre aguardan aventuras inesperadas, Boscovich y Le Maire una vez más, una actividad divina, y además provechosa, aunque sólo fuese por el valor de los encargos que les harían en el futuro.

No obstante, al mismo tiempo, en silencio y paralelamente a las humoradas del trabajo en equipo, tratan de convencerse de que aquello que dejaron en lo alto de la última lonja, encima del último túmulo de piedra como si lo hubieran dejado ardiendo, cómo si lo exhibieran encadenado ante el desprecio de los transeúntes, aquello pondrá fin al tormento que padece y, fragmento a fragmento, con el paso de las estaciones, regresará a las historias que se conservan en la memoria, entre ráfagas de viento, fuegos subterráneos, gigantescas criaturas salvajes, inundaciones y heladas, hasta el día en que aquello habrá desaparecido por completo, absorbido de nuevo, y no quede más que su silencio para que otra cosa clame en él, otra cosa más joven, que ni recordará ni sentirá respeto alguno por lo que hubo cierta vez, forzosamente detenido, al otro lado del tercer meandro del arroyo Dunkard…

Pero aquello no desaparece. Sale por la noche, de visita, obsesionado por cumplir con una única tarea pendiente. Los recién llegados eligen otras lomas a cuyas sombras instalarse; los sacerdotes indios lo proclaman terreno prohibido, junto con las minas de plomo que hay en el subsuelo; los contrabandistas de tabaco, de géneros teñidos y de utensilios cortantes huyen en plena noche de las cabañas en que almacenan su contrabando y dejan tras de sí la mercancía, y los carroñeros accidentales que se abalanzan sobre ellos se muestran muy poco capaces de soportar la atmósfera de desconsuelo que impera allí, como si esa zona fuese el punto sobre el que se proyectara a diario una gran suma lineal de imperfecciones humanas: llegadas no producidas, partidas demasiado prematuras, intenciones no declaradas y deseos truncados. Incluso Stig, ese hombre de impasibilidad fuera de lo corriente, lo percibe y, perplejo, recurre cada vez más al mango de su hacha para tranquilizarse, y cada noche el capitán Zhang, tiritando en su tienda, sigue mostrándose preocupado por la situación del sha.

—Regresar desde aquí no será mucho mejor. En el sha no hay ninguna corriente que va hacia arriba o abajo, sino más bien un flujo sensible en todos los lugares, tan nocivo en el este como en el oeste. Nuestros pesares persistirán y nos obsesionarán durante tanto tiempo como continuemos sobre esta aciaga línea.

Ahora se ven forzados demasiado a menudo a realizar las mediciones con la cadena en tierras pantanosas, donde el agua suele tener una profundidad de un pie y medio, a veces de dos pies. La luz del día está en algún lugar, encima de ellos, indiferente, y la oscuridad que reina en la marisma les obliga a abreviar sus observaciones, hace más complicada la colocación de los instrumentos, les reduce el campo visual. Chapotean en las sucias aguas del pantano Cypress, negras y cubiertas con una fina capa sólida; la rompen a cada paso y liberan el olor de innumerables muertes, y hay algo en ese turbio líquido, algún principio mecánico desconocido, que les tira de los tobillos, silencioso, insistente. Llega un momento en que uno de los dos se da una palmada en la cabeza, donde hay algo más que un mosquito.

—El Cabo, Santa Elena, América… ¿Qué elemento tienen en común todos los lugares a los que nos han enviado?

—Largas travesías marítimas —replica Mason, parpadeando, presa de un cansancio ya crónico—. ¿Acaso había alguna otra cosa?

—Sí, los esclavos. En El Cabo teníamos a diario la esclavitud ante nuestras narices; lo mismo sucedió en Santa Elena, y ahora aquí estamos de nuevo, en otra colonia, esta vez tras haberles trazado una línea que separa a los dueños de esclavos y a los pagadores de jornales, como si estuviéramos condenados a toparnos una y otra vez, a lo largo y ancho del mundo, con este secreto público, este núcleo vergonzoso; y se finge que esa vergüenza siempre está en otra parte, entre los turcos, los rusos, las Compañías, allá abajo, allá donde huele a salmuera caliente y a humo de pólvora, donde asesinan y desahucian a innumerables millares, a los inocentes del mundo, que pasan cada día a manos de los dueños de esclavos y a manos de torturadores, siempre en otra parte, pero, eso sí, jamás en Holanda ni en Inglaterra, ese jardín de necios. ¡Dios mío, Mason!

—¿Por qué dices «Dios mío»? ¿Qué he hecho yo?

—Me refiero a nosotros. ¿No aceptamos las veces anteriores el dinero del rey, y no lo hemos aceptado de nuevo? Y entretanto los esclavos nos servían y nosotros no poníamos la menor objeción, como tampoco lo hemos hecho aquí, en ciertas casas al sur de la línea. ¿Dónde está el fin de esta situación? ¿Vamos a encontrarnos siempre con los tiranos y los esclavos del mundo? América era el único lugar donde no deberíamos haberlos encontrado.

—Sin embargo, nosotros no somos esclavos. Después de todo…, nos han contratado.

—No confío en este rey, Mason, y no creo que nadie confíe en él. Ya viste cómo ahorcaron a Lord Ferrers en Tyburn. Si ejecutan a los suyos, ¿qué tramarán contra nosotros?