En el momento en que tiene lugar la prohibición, cuando por fin se encuentran los ojos de ésta con los ojos de ellos, no aparece aquello que creyeron hallar cierta vez a bordo del Seahorse. Pero eso no se debe a un titubeo por parte de uno de los dos hombres, ni a la impresión errónea de uno de ellos, ni a cualquier desliz moral, sino que se debe a que sus opiniones no coinciden. Mason, testarudo, desea seguir adelante, pues cree que, con la ayuda de Hugh Crawfford, puede recorrer otros diez minutos de arco.
—Pero, Mason, los indios no saben qué es eso…
—Se lo enseñaremos, les haremos mirar por los instrumentos, o dejaremos que miren cuando escribamos.
—Eso no les interesa. Lo que quieren saber es la manera de parar esta gran cosa invisible que se acerca y se arrastra por sus tierras, devorándolo todo a su paso.
—¡Sí, claro! Es una criatura viva, formada por todos nosotros, temporalmente reunidos en una entidad, cuyas tareas nadie puede hacer a solas.
—Un animal destructor de árboles, sin más objetivo que seguir creando eternamente un corredor perfecto a través del territorio. Los dientes de ese animal son de acero, sus mandíbulas son los leñadores, su flujo sanguíneo el desembolso. ¿Y cuáles son sus intenciones, aparte de acabar con todo cuanto se encuentra al oeste? ¿Lo sabes tú? ¿No? Pues yo tampoco.
—Por poner un poco de orden en estos pensamientos: ¿estás diciendo que esta línea tiene la voluntad de avanzar hacia el oeste?
—¿Qué otra cosa van a creer estas gentes? Con ese centenar de hachas en acción durante todo el día, les estamos diciendo: «Podemos penetrar en vuestras tierras hasta aquí, ésta es la extensión hacia el oeste de la que nos apoderamos. Ya veis lo que podemos hacerles a los árboles, y lo poco que nos importa, así que imaginad lo poco que nos importáis vosotros, los indios, y lo que estamos dispuestos a haceros. Esa influencia que habéis notado a lo largo de nuestra línea, esa fuerte corriente, semejante a la de un río, depende de nosotros. Podríamos abrir a través de vuestras naciones una vía que traerá la ruina, tan terrible como la trayectoria de un torbellino».
—Pero nosotros no amenazamos de esa manera.
—De todos modos, podríamos amenazarles así. Tal como los indios desean, no debemos ir más allá.
—No, debemos seguir adelante.
Durante once días, desde el 9 al 19 de octubre, permanecen junto al arroyo Dunkard. Los indios se mantienen a distancia, velando sus armas y sus rutas de retirada, mientras los blancos discuten. Algunos trabajadores han regresado al este, cruzando la perspectiva, pues el otoño se acerca y todo el mundo está deseoso de marcharse: otras tareas reclaman a todos los miembros del grupo, incluidos los topógrafos; éstos, en un momento determinado, intercambian sus posiciones: ahora Dixon está a favor de seguir adelante, de abrirse paso bulliciosamente entre los indios y llegar por lo menos a Ohio.
—Lo que hace falta es animación. Démosles algo más que su ración diaria de licor, y estarán alegres y despreocupados.
—Espera. ¿Crees que vas a salir airoso gracias a tu «encanto personal»? Tanto los indios de las Seis Naciones como los cherokee conocen esa casaca, muchos la codician, y tú no eres más que el pequeño inconveniente que tienen que eliminar para obtenerla.
Los indios se tornan esquivos y les lanzan miradas siniestras. Las mujeres les miran abiertamente, siempre divertidas. Los indios permiten a Mason y Dixon cruzar la Senda del Guerrero y otros tres meandros del arroyo Dunkard, y luego trepan a la cima de una loma lo bastante alta para instalar el sector. Por fin han llegado al término occidental de la línea, a 233 millas, 13 cadenas y 68 eslabones del poste que señala el oeste.
—Vaya, estamos sólo a unas pocas millas.
—Unas pocas… ¡Son cuarenta millas!
—Este territorio es fácil. Hemos rebasado la última cadena de montañas. Estamos en los campos de Ohio.
Mason ha visto Ohio desde la cima de la colina Laurel, «… el panorama más maravilloso de las llanuras occidentales que uno puede contemplar»; es el paraíso que, en el pasado, a Mason le negaron las factorías y que ahora le niega, según supone, la política británica con respecto a América, siempre tortuosa. Deciden viajar ligeros de equipaje y avanzar rápidamente. No se llevarán el sector ni ningún otro instrumento.
—¿Todavía no debemos conectar ese río con la línea?
—Así es, dejémosles que sean libres mientras puedan.
Ahí van los dos, Mason, deprimido al estilo gótico, y Dixon, con su tendencia maníaca a desplazarse al oeste. La cabeza de Dixon, como la aguja de una brújula con una desviación permanente de noventa grados, permanece fiel al oeste perfecto, mientras que Mason muy bien podría montar al revés sobre su caballo, tal es la frecuencia con que mira atrás, seguro de que se dirigen hacia una versión abreviada del destino de Braddock. Además, Mason, por las circunstancias fortuitas del capricho divino, monta a Creeping Nick, el mismo animal loco que lo arrojó al hielo de Jersey. Se han puesto en marcha a la hora del crepúsculo, y mantienen la latitud lo mejor que pueden por medio de la estrella Polar; su temor aumenta a cada milla que recorren, pues viajan de noche y atraviesan la América que se extiende más allá de los límites fijados; huele a flores silvestres y a limo, y flota el aroma de la madreselva, capaz de tender una emboscada al olfato desprevenido; avanzan bajo la luz de la luna, entre los búhos y esas manchas de color nocturno que hay en los márgenes del campo visual. Al alba llegan al gran río, el rumor de cuyas aguas es tan fuerte como el del oleaje marino, y tanto les sorprende su belleza que permanecen allí más de la cuenta y les sorprende un grupo de indios con la piel cubierta de complicados dibujos.
—Estáis lejos de vuestras tiendas, casacas rojas.
Es Barbo, su sobrino y unos amigos, los cuales bajan sus fusiles a regañadientes.
—Estamos contemplando el río, señor —replica Dixon.
—Hay grupos de indios catawba por aquí, y también indios mingo, seneca… Tenéis suerte de que os hayamos visto primero. ¿Cómo habéis burlado la vigilancia de Hendricks? Nunca duerme.
Mason lo ve primero. Después, prevenido por el silencio de su colega, lo ve Dixon: Barbo lleva un fusil de Lancaster, en una funda colgada de la silla, con una estrella de cinco puntas invertida en la culata, inequívoca a la luz de la luna, que aún brilla. Pensando en la posibilidad de que Dixon tenga un plan, Mason mira a su compañero, pero éste le está mirando a su vez, y en sus ojos se lee la misma esperanza frustrada.
—La verdad es que acabamos de llegar —dice Dixon—, por lo que puede decirse que no hemos «visto» el río, si eso plantea algún problema.
—Y, desde luego, no teníamos intención de establecernos aquí…
Con su enorme mano, Barbo saca el fusil de la funda y lo sostiene ante sí, contemplándolo como si lo viera por primera vez. Su sonrisa parece una mueca.
—¿Creéis que este fusil es mío? ¡No! ¡Me apoderé de él! Se lo quité a un blanco con el que hacía mucho tiempo que deseaba encontrarme. Era un hombre muy malo, incluso los blancos le odiaban. Un bonito ejemplar, ¿verdad?
—Ese signo que lleva en la culata tiene poderes malignos —le advierte Mason—. Deberías quitarlo con un cuchillo o con algo por el estilo.
—¿Qué le ocurrió a su dueño? —inquiere Dixon, con una expresión de inocencia fingida que no resulta creíble.
El delaware les da con mucho gusto la información que solicitan: saca de una bolsa un largo mechón de rubio cabello europeo, arrancado tan recientemente que un extremo, empapado en sangre oscura, todavía gotea.
—Ha sido hoy mismo, señores. De haber llegado ustedes antes, habrían podido conocerse.
Tanto Mason como Dixon podrían haber replicado: «Ya nos conocíamos», pero ninguno de los dos lo hace.
—Tuve la sensación de que aquello no había terminado —admite Mason más adelante—. Esperaba que el hombre siguiera vivo, gritando en el bosque, con ganas de vengarse a cualquier precio, un obseso con un agujero en la coronilla…
—… y buscando su fusil —añade Dixon.
Durante el trayecto de regreso colocan las últimas señales; cruzan Jennings Run, el pequeño Allegheny, el arroyo Wills, la montaña Wills, el camino que conduce a Bedford, el arroyo Evitts, la montaña Evitts. En los puntos más elevados de la perspectiva levantan túmulos, como los antiguos habitantes de las Islas Británicas levantaron megalitos, y como hicieron más tarde los romanos, con propósitos más legionarios que comerciales. Los trabajadores siguen marchándose sin despedirse. A los que quedan, los astrónomos, pasando de sus etéreas observaciones al duro trabajo sobre el terreno, les piden que claven a cada milla un poste, un gran tronco tallado burdamente para que sea cuadrado, de doce pulgadas de lado y cinco, a veces seis, pies de longitud. Primero los hombres cavan un hoyo, donde colocan el poste, y vuelven a llenar el hoyo de tierra, pisoteándola con afán científico, una paletada de tierra tras otra; luego echan piedras y más tierra para formar un cono alrededor del poste, del que quedan unas seis pulgadas visibles. Tal es el cálculo que hacen los topógrafos de la supervivencia del poste, si bien, por supuesto, el ángulo en que queda cada poste varía, y, además, ahora Mason y Dixon discuten por cualquier cosa.
El 5 de noviembre ocurren dos cosas al mismo tiempo: se completa la perspectiva y los indios se marchan, como si, mientras quedara un árbol en pie, ellos también pudieran quedarse. Por fin los leñadores han despejado la perspectiva hasta el poste que señala el último lugar en que acamparon el año anterior, al este del cual todo está despejado hasta Delaware. Mason anota en su diario: «Creada una perspectiva continua, abierta en el verdadero paralelo desde la intersección de la línea norte desde el punto tangente con el paralelo a la sierra, partimos el 9 de octubre último. El señor Hugh Crawfford, así como los indios y todos los trabajadores (excepto trece hombres destinados a levantar señales en la línea, etcétera), nos dejaron para regresar a sus casas».
Los leñadores que están a punto de partir deambulan mirando y tocando todo el material del campamento, y compran mantas, cacharros de cocina, vacas lecheras, piedras de moler, cualquier cosa que Mo McClean cree que puede vender para aligerar la carga antes de emprender la travesía de las montañas, y ninguna oferta es demasiado insultante. La subasta es un espectáculo que transcurre lentamente, y hay penosas despedidas, unas deudas que se pagan y otras que no, manos que agitan jarras de whisky y un estofado de ardilla, procedente de la tienda del economato, sin igual a este lado de la montaña Allegheny. Finalmente, los últimos campesinos se alejan a caballo —mientras tintinean los cacharros recién adquiridos— en un crepúsculo que parece grabado en lámina de cobre, un ocaso gris y negro, demasiado sombreado para sugerir cualquier revocación o retorno…, y dejan reunidos junto a las carretas, fumando sus pipas, con los semblantes grisáceos a causa de la fatiga y de la luminosidad invernal, al señor Barnes, a Cope, a Rob Farlow, a los McClean, a Tom Hynes, a Boggs hijo, a John y a Ezekiel Killogh y a los restantes miembros de aquel núcleo fiel que llegó al otro lado del Monongahela, hasta la Senda del Guerrero y la sierra más occidental, y que luego regresó.
Ninguno de los trabajadores que quedan se encuentra muy bien. Dixon ha repartido pociones mágicas que llevan opio a cuantos se señalaban la nariz, mientras Mo McClean redacta a toda prisa vales que serán canjeables por dinero en ciertos bancos de Filadelfia, como si nunca fuese a ver de nuevo la ciudad. De repente los gastos superan las cien libras y después las doscientas libras por semana. La locura fiscal ha visitado la tienda del economato. Percibiendo en eso una oportunidad, los campesinos que tienen algún género que vender aparecen desde horizontes que, según todos los expedicionarios juran, han estado desiertos durante horas.
Nieva sin cesar. Desde el 9 al 19 de noviembre (otro giro de once días) pocas son las anotaciones en el cuaderno de campaña, lo cual sugiere que, o bien es un periodo tan arduo que no había tiempo para las anotaciones nocturnas, o bien ocurrieron hechos que todos consideraron censurables y que, por tanto, se omitieron.
En realidad, eran tales los esfuerzos necesarios para superar las dificultades de los elementos y del marcaje de la línea que no había tiempo de portarse mal. En esos días el grupo debe ascender a lo alto de los Alleghenies, y con la mayor rapidez posible, pues el invierno los ha sorprendido al oeste de las montañas. Éste es el tramo más difícil de la larga travesía: la ascensión desde Ohio, dejando el oeste atrás. Inquietos por la súbita ausencia de los mohawk, con los que han llegado a sentirse casi seguros —algo que pocas veces sucede en este continente lleno de peligros—, y dado que el cielo, una noche tras otra, está demasiado nublado para poder efectuar observaciones, ambos topógrafos se sienten perplejos, y se dedican a beber y a jugarse al whist sumas que ninguno de los dos verá jamás en un solo lugar al mismo tiempo. Entretanto, cada día deserta algún miembro del grupo, y sus sustitutos piden jornales cada vez más exorbitantes. No obstante, mientras permanecen en esta región de derrochadores insensatos, y hasta el momento en que crucen la cima de la Montaña Salvaje, siguen teniendo, contra toda razón, una posibilidad tangible y mensurable de dar la vuelta, de regresar hacia el oeste aunque sólo sea por testarudez y, de alguna manera, lograr que todo salga bien, porque una vez que se encuentren al otro lado de la cima pertenecerán de nuevo al este, a Chesapeake, a señores para quienes los intereses menos subjetivos siempre tienen prioridad.
Por más que corren, los pillan las primeras nieves, y ahora rezan por que puedan cavar y levantar todos los túmulos antes de que el suelo se hiele y endurezca demasiado. La nieve tiene ya un pie de grosor. Las correas se rompen, una carreta se desliza cuesta abajo y vuelca, el toldo se hincha, los animales, atemorizados, intentan librarse de los arreos, los postes de las tiendas y las palas matraquean. Un farol encendido para contrarrestar la escasa claridad del día cae y se rompe sobre el hielo, liberando minúsculos regueros de fuego que desaparecen al instante. Ahí está el último grupo de trabajadores, en la perspectiva ininterrumpida, que, vista desde cierta altura, tiene una curiosa forma de lombriz que se recorta sobre una pálida cinta y que pasa por en medio de la corriente de cien leguas del sha; cada paso que dan en la línea se paga con el conocimiento de lo que han terminado, de lo que han dejado a sus espaldas sin hacer, aquello de lo que ellos —cuando midan la próxima primavera el grado de latitud que les han encargado— volverán a ser cómplices; sin embargo, si tardan mucho más en cruzar la sierra, si se libran de congelarse, tal vez se adentren más de la cuenta en el conocimiento terrestre, de modo que, al salir, quizás hayan efectuado un trueque excesivo, tan sólo a cambio de otro retorno, seguido de una excursión más, dentro de un ciclo que pertenece a alguna maquinaria, una maquinaria cuyo ensamblaje, e incluso cuya finalidad, salvo por, algún atisbo infrecuente, nunca son capaces de distinguir por completo.
Los miembros del grupo vuelven de nuevo hacia el este, y esta vez lo hacen en retirada, vigilados a cada paso por ojos que permanecen ocultos, y a cada loma sus temores no disminuyen, sino todo lo contrario, pues a pesar de que se alejan progresivamente del oeste, tienen la impresión de que la Senda del Guerrero acapara una porción cada vez mayor de sus sensaciones. Inmediatamente después de las muertes de Baker y Carpenter, comienzan a ocurrir ciertos percances entre los hombres y los árboles, algunos casi letales, y todos relacionados entre sí… Los taladores intentan mantenerse lo más agrupados posible, y a menudo conversan más en un día que lo que han conversado desde que formaron equipo. Dedican unos minutos preciosos a los rituales cotidianos de protección, y todos, a la salida del sol, están obligados a pagar su derecho de tránsito, sólo válido para el día que se inicia.
Mason y Dixon, interesados por la suerte de Timothy Tox, visitan de nuevo El Rabino de Praga.
—Está loco —le explican pronto los lugareños—. Lo que ahora llama «su» Golem no existe.
El señor Tox mira a los parroquianos con una sonrisa condescendiente.
—Como Tim oyó del Golem las mismas palabras que pronunció Dios en la zarza ardiente, ahora se cree Moisés, e imagina que tiene el encargo divino de librar a otro pueblo del cautiverio.
—El Golem ha de sacarlos de la ciudad —declara Timothy Tox—, donde siempre reina la aflicción; sí, debe rescatarlos, cruzando el Schuylkill, fuera de ese Egipto americano.
—No irás a Filadelfia, muchacho —le advierten—, ni saldrás de allí con gente, nada de eso, ni tampoco hablarás con nadie del Golem, pues para muchos ciudadanos el conocimiento antiguo es un mal, y por difundirlo lo mismo te pueden ejecutar que encerrarte en una mazmorra.
—No me engaño en absoluto acerca de los habitantes de Filadelfia —replica el rimador del bosque—, y menos aún acerca de los abogados. Vamos, ¿es que nadie recuerda…?
Tan sólo por la gracia que algunos llaman fortuna
cualquiera puede librarse de la hedionda basura.
Pues entre cera, pelucas y tinta de imprimir,
el hedor del que soborna se deja siempre sentir…
—¡Ya empieza!
—Bueno, Tim, ahora ya lo entendemos, así que llama al Golem.
—Me protegerá, como protegerá a quienes él libere.
—Nunca ha sido una criatura a la que pudieras dar órdenes, Tim.
—No importa. Es nuestro guardián.
Mason y Dixon, que visitan El Rabino de Praga por diferentes razones, escuchan atentamente esta discusión. Dixon ya ha propuesto a Mason ofrecerle al señor Tox que proteja al grupo hasta Newark, cerca del punto tangencial.
—Siempre que el señor Tox no traiga al Golem —estipula Mason—. Si lo trae…, bueno, ¿qué comen los Golems, por ejemplo? ¿Cuáles son los requisitos sanitarios de éstos? ¿De qué manera Mo McClean, quien ya se da golpes cada día en la cabeza con sus libros de cuentas, encontrará los recursos necesarios?
—Sin embargo, ¿no podríamos asignar a la criatura algún trabajo útil? En la perspectiva, por ejemplo, podría arrancar los árboles de cuajo y eliminar todos esos tocones de aspecto tan desagradable…
—Los leñadores no querrán oír ni hablar de eso. En cuanto llegásemos a la primera casa de dos plantas, nos subirían a los dos al piso superior y nos defenestrarían. No, yo sé lo que buscas: la proximidad del prodigio, el asombro de las masas, el acceso a unos salones en los que antes no te recibían.
Por su parte Mason, claro está, pesca en una corriente muy distinta. En su opinión, el Golem es una criatura de agua y tierra (es decir, de arcilla y minerales), semejante a un montículo indio del oeste que, alcanzado por un rayo, se hubiera levantado y, despierto, con el vis fulgoris brotando entre todas sus láminas ajustadas con precisión, hubiera echado a andar con un fin determinado. Una maravilla americana, e incluso ellos podrían llevar de nuevo al mundo verdadero y finito, cruzando el frío océano, a la persona que vio a esa maravilla. A Mason no se le ocurre la manera de formular la pregunta pertinente, como la planteó acerca del perro sabio; ya fue reacio a plantearla acerca de la pata del francés. Ahora, sin embargo, apenas le queda tiempo para formularla, pues en el exterior, en el bosque, con la claridad de un tamborileo, oye cómo se aproxima rítmicamente el coloso cabalístico al que ha invocado el señor Tox. Mason y Dixon ponen el oído sobre la mesa y se miran con seriedad, sabedores del ingente esfuerzo que será necesario esta vez para dar crédito al testimonio del señor Tox sobre lo que está a punto de aparecer…
Lo cierto es que, cuanto más se aproximen con el señor Tox a la metrópolis, menos pruebas tendrán de la existencia de su criatura, hasta que al final tienen que creer que el poeta o bien ha pasado, como un joven indio en el inicio de la edad viril, a estar bajo la protección de un espíritu potente aunque invisible, o bien ha enloquecido. Lo dejan en la carretera de New Castle, de pie entre las tardías violetas lisimaquias, junto a la cuneta, mirando al cielo de vez en cuando, agitando el brazo, hasta que se queda inmóvil y parece escuchar. Poco antes de que lo pierdan de vista, al doblar el último recodo de la carretera, Mason y Dixon ven que una carreta «conestoga», con el toldo de una brillantez excepcional y tirada por caballos blancos idénticos, se detiene junto a Tox. Este, sin el menor titubeo, se acerca a la parte de atrás de la carreta, sube y desaparece bajo el toldo luminoso, como si supiera que el Golem, cuyas zancadas son por lo menos tan largas como una carreta y los caballos que tiran de ella, procurará estar cerca de él, adondequiera que se lo lleven ahora y al margen de lo que pueda sucederle allí.