69

Un día en que todavía están al este del río Cheat, cuando cae una ligera nevada que apenas cuaja y varios miembros del grupo se distraen mirando a una muchacha que persigue a una gallina en la perspectiva, sucede algo extraño: al llegar al centro de la perspectiva, directamente sobre la línea, la gallina se detiene, gira hasta que la cabeza señala el oeste y la cola el este, y entonces se queda inmóvil por completo, como si hubiera entrado en trance. La muchacha, después de que ambos topógrafos le garanticen que el ave no corre ningún peligro, se dedica a otras tareas, mientras la jornada avanza hacia la oscuridad y todos los expedicionarios se acercan, durante tanto tiempo como se lo permiten sus obligaciones, para echar un vistazo a la gallina inmóvil.

Varios hombres, naturales de Pennsylvania y de Maryland y ya entrados en años, aseguran a los topógrafos:

—Es bien sabido que si se coloca a una gallina sobre una línea recta, se amodorra con más rapidez que si esconde la cabeza bajo el ala.

La muchacha, que regresa en busca de su gallina, lo corrobora con vehemencia.

—¿Las gallinas en una línea? Creía que todo el mundo sabía eso.

Esta revelación echa por tierra la idea que tiene Dixon del progreso y el avance que supone la línea que están trazando.

—Interesante molestia, a fe mía. ¿Qué impedirá a las gallinas venir a la línea? Sí, todas las gallinas, desde Ohio a Chesapeake, acabarán aquí, alineadas, aturdidas, llenando pronto la perspectiva. Podríamos tener aquí un Black Hole de Calcuta gallináceo, salvo que, como estamos en América, habría que apartarlas suavemente, una a una, perdiendo días en la tarea, a fin de que ningún granjero cuyas aves hayan sufrido un leve percance llame a esas gentes fanáticas de los pleitos para que se venguen y consigan un reembolso de escala bíblica que podría arruinar nuestra misión.

—¿Escribirán algún día sabios doctores una valoración histórica del bien que ha producido esta línea comparado con lo que no es tan bueno? —inquiere Mason en tono quejumbroso—. Me pregunto cuál de las dos listas sería más larga.

—¡Oh! ¡Oh! ¿Te lo preguntas? ¿Eso es todo? —Uno de los enigmas del mundo invisible es la manera en que una voz no localizada puede actuar, y poderosamente, como un centro proveedor de moral. Quien habla es la pata naturalmente, o, mejor dicho, artificialmente—. ¿Y qué me dices de los desvelos de los demás? ¿No te interesa el prójimo?

—Esta perspectiva… es el resultado de aquello a lo que hemos decidido dedicar nuestra vida —dice Dixon, que está desconcertado porque se haya suscitado ese tema—; al contrario que cierta ave acuática y mecánica, nosotros tenemos necesidad de lo que en nuestro planeta se denomina «trabajo»…

—Y el trabajo de los agrimensores es trazar líneas —explica Mason.

—Gracias, Mason —replica Dixon—. Y una de las pocas cosas buenas que tiene la contemplación de las estrellas es la determinación exacta del lugar que ocupas en la superficie terrestre. Nosotros dos, junto con suficientes leñadores, formamos una especie de máquina que despeja perspectivas. Dos clientes deseaban tener una perspectiva que constituyera uno de sus límites. Aquí estamos nosotros. ¿Por qué otro motivo habríamos de estar juntos?

—Gracias, Dixon —dice Mason.

Aquella noche, y confiando en que la pata no le oiga, Mason comenta:

—Hoy he estado pensando en esa gallina.

—Sí, ya conozco la sensación de soledad que uno puede llegar a tener aquí, pero ¿no dicen de ellas que son caprichosas?

—Dame un respiro, querido colega, te ruego. Supongamos que las líneas rectas causan narcolepsia a todas las aves, incluida…

—¡La pata! —exclama Dixon—. ¡Pues claro! Como repite día y noche el chino, por la línea fluyen sin cesar malas energías. Como quiera que sea, la línea es nociva para nosotros, pero en el caso de la pata tal vez suceda lo contrario. ¿Quién sabe? ¿No será que la línea nutre a la pata? Quizá la ayuda a aumentar sus poderes, incluso de una manera… fuera de lo corriente.

—Exactamente. Eso explicaría que siempre esté cerca de la línea… Hum…, sí, la estratagema, si queremos llevarla a cabo, consistiría en procurar que esté situada exactamente sobre la línea, perfectamente bisecada.

—¿Mirando al este o al oeste?

—¿Qué más da eso? Por muy grande que sea su velocidad, puede girar sobre un espacio mínimo.

—Larvas de estanque —propone Armand, sintiéndose como un traidor—. Todavía le encantan…

—Un señuelo. Necesitamos una representación de un pato en madera pintada.

—Tom Hynes es el hombre indicado, señor. Dele un tronco y le tallará un pato que no podrá distinguir usted de uno real aunque se acerque a él lo bastante como para asustarlo.

—Ha de parecer un pato mecánico, no natural.

Tom se superó a sí mismo en la talla del ave. Pronto la pata empezó a pasar horas, quieta, y a todas luces contenta, cerca del inexpresivo objeto. Un día, en un arrebato, se abalanza sobre él, le picotea el cuello y, por supuesto, descubre la verdad.

—Madera. —Por un momento parece que la pata va a suspirar, ascender y acelerar una vez más, de regreso a su esfera de velocidad y rencor, pero se limita a decir—: Bueno, es un comienzo. Flota como un pato, y engaña a otros patos, que entienden mucho de estas cuestiones, haciéndoles creer que también es un pato. Ya es algo. Con el tiempo podría llegar a tener un carácter complejo.

Sereno, bien parecido, siempre ahí para que ella pueda hacerle una visita tras un largo vuelo…, y donde hay uno, ya se sabe, puede haber otros de la misma clase… ¡De la hambruna al festín! ¿Quién necesita una conversación brillante?

—… y ésa es la razón de que, alrededor de estas estribaciones, ciertas noches en que el viento sopla en la dirección contraria y la luna acaba de ocultarse tras las nubes, se oiga la vibración de la pata, que vuela hacia el este o hacia el oeste, y la acongojada llamada que lanza al regresar, y entonces la gente dice: «Es la pata del francés, que está recorriendo la línea».

—¿Por qué no la libera alguien? —quieren saber los hijos de los colonos que habitan a lo largo de la línea—. ¿Por qué no entran ahí, la cogen y la sacan?

—No es tan fácil. Cada vez que alguien tiene ocasión de intentarlo, la pata desaparece. Es como un fantasma que vaga por una casa, incapaz de marcharse.

—Por lo general, los fantasmas tienen algún asunto sin resolver. ¿Qué creéis que retiene a la pata?

—Un sencillo e inmoderado deseo de lo ortogonal —opina el profesor Voam—, que no le permite ni siquiera plantearse la posibilidad de vivir lejos de una rectitud tan acusada: las leguas de rectitud perfecta, la alineación perfecta con la rotación de la Tierra…, la retiene el interminable vuelo hacia atrás y adelante, hacia el este y hacia el oeste, los embates de las corrientes magnéticas, el flujo y reflujo de las naciones sobre la superficie terrestre, la pulsación y el aliento del planeta, la danza con la luna, el avance de esa gran masa alrededor del Sol…

Durante cierto tiempo, la pata, tras fijar su residencia en la perspectiva abierta por los agrimensores, se aproxima a los viajeros que encuentra millas arriba y abajo de la línea, siempre buscando a Armand. A fin de poder vengarse, le merece la pena reducir la velocidad hasta hacerse visible, lo cual también le proporciona la oportunidad de charlar.

—Miren —dice la pata mientras saca de alguna cavidad interior un fajo de papeles impresos, recortados de diversos periódicos y volantes—, miren, aquí estoy, voilà, con el flautista y el tamborilero, en el centro, ésa soy moi, moi… Escuchen lo que Voltaire escribió acerca de mí a los condes D’Argental: «… sans la voix de Le More et le Canard de Vaucanson, vous n’auriez rien que fît ressouvenir de la gloire de la France», ¿de acuerdo? ¿Que quién es Le More? Alguna soprano. Muy bien, soy una especie de fille generosa, la gloria de Francia ciertamente sabe con quién compartir un escenario. ¿Creéis que me resultaba fácil actuar cada noche con ese par de músicos, tener que oír una y otra vez esa basura? De vez en cuando me decía que podían tocar al menos una obrita de Besozzi, cualquier obra de Besozzi habría servido. ¿Descanso? Nada de eso, no era posible en las salas donde trabajábamos. Tenía que recurrir a toda mi disciplina escénica para no echarme a graznar al ritmo de aquellos imponentes do altos. Una admira al hombre, al genial ingeniero, pero su gusto, en lo que a la música respecta, ciertamente es entre inexistente y dudoso.

»La verdadera humillación se producía al final de cada función, cuando Vaucanson me abría y mostraba a cualquiera que deseara verlo, a cualquier bas-mondain, el intrincado mecanismo interior de ruedecillas, palancas y alambres, hasta la última y minúscula pieza articulada, qué digo, la misma plomada que, al caer, me daba vida, y que hoy en día se ha metamorfoseado, de modo que cae sin cesar… Ellos señalaban con el dedo, se reían entre dientes, hacían primorosos bosquejos en el aire; una indignidad absoluta. Vaucanson no permitía jamás que nadie se marchara albergando la menor sospecha de que, al fin y al cabo, yo podía ser un pato de carne y hueso. En mi interior estaba la verdad mecánica, mientras que el exterior no era más que una imitación inteligente. Yo era su criatura, y hasta el punto de que él poseía el derecho de negarme el alma.

»Lo que perdió a Vaucanson fue la modificación de mi diseño; con eso, él esperaba conseguir una Venus a partir de una máquina, por así decirlo. Mi sumisión no era todavía completa. En los años anteriores a la última guerra, cuando el gusto del público cambió totalmente y nos dejaron tranquilos, casi sin más compañía que la que nos hacíamos mutuamente, sus exigencias como hombre de ciencia se fueron reduciendo, y más bien deseaba oír sonidos de afecto y satisfacción cuando estábamos solos. No logró nada más desenfrenado que caricias con las alas y tal vez un picotazo… Un repertorio limitado, pero de todos modos una se sentía… comprometida. Vaucanson deseaba controlar por completo no a un autómata, sino a una criatura capaz de amar, no sólo a ánades y a patitos, sino también a él. Se acercaba a la mediana edad, los vientos soplaban como desde un norte no conocido…

Durante su último viaje de regreso al este, la pata aprende a mantenerse perfectamente inmóvil en el aire, a cualquier altura, y a permanecer así mientras la tierra gira bajo ella. Comprende que ahora puede dirigirse al norte o el sur, a cualquier latitud que desee, sin que se vea ya restringida a la línea y su perspectiva. Pero siente curiosidad por saber hacia dónde le lleva el paralelo. Una noche, después de la cena, asciende y, cuando las tiendas del grupo se difuminan entre las sombras, ellos, a su vez, la observan, suspendida sobre el último meridiano iluminado, hasta que desaparece en el horizonte. A la mañana siguiente llega con estrépito, a más de setecientas millas por hora, avanza por inercia hasta detenerse suavemente y se posa en el vértice de la tienda del cocinero sin una sola pluma fuera de lugar.

—Un planeta interesante —comenta—. He estado sobre el pie de la bota italiana, y he pasado cerca de Bujara y Samarkanda. Estoy deseando ir al ecuador. Sólo habéis utilizado cinco grados de los trescientos sesenta, veinte minutos en los que habéis desempeñado un papel pequeño pero moralmente problemático, y si lo conocierais, os causaría asombro y aflicción.

—¡Un plan global! —exclama Dixon—. ¡Lo sabía! ¿Qué te había dicho, Mason?

—Domínate, hombre —musita su compañero—. Somos hombres de ciencia, ¿no?

—Y es posible que los hombres de ciencia no sean más que simples instrumentos de otros, y que no tengan más idea de lo que se proponen hacer que la idea que un martillo tiene de una casa.

(—¡Ah! —suspira tía Euphrenia—, cuán cierto es eso. Sin embargo, la vida de un autómata, al margen de la idea que se tenga de ella, no puede parecerle a nadie envidiable.

—Perdónanos, tía —aventura DePugh—, pero ¿debemos deducir de eso que…?

—¡No la provoques! —le sisea Brae.

—¿Es cierto, tía, que has experimentado lo que es vivir como…? —pregunta Ethelmer, que, perversamente, finge interés.

—¡Experimentado! En los tiempos en que yo era estudiante, allá en la lejana ciudad de París, me veía obligada a cerrarle el paso al hambre haciéndome pasar por una autómata que tocaba el oboe. Mi empresario, el Signore Drivelli (en realidad, bajo los estatutos de las Dos Sicilias, éramos marido y mujer), no sólo cobraba la entrada, sino que también aceptaba apuestas sobre el tiempo durante el que sería capaz de tocar sin hacer un alto para respirar.

—Euphrenia es de tu familia, Zab habla con ella de esto alguna vez, por favor —ruega el señor LeSpark a su mujer.

—¿Cuál era tu mejor tiempo? —le pregunta Ethelmer.

—Nunca pasaba de unos veinte minutos, pero podía tocar fácilmente durante toda la noche. El secreto estaba en aspirar aire por la nariz sin que se notara, usando las mejillas como lugar de almacenamiento, de manera parecida a una gaita. La música escrita para oboe carece notoriamente de pausas para respirar. Las notas se suceden, dieciséis o treinta y dos cada vez que golpeas con el pie, por no mencionar las florituras que debes añadir por tu parte, sin ningún cobro adicional, por supuesto. El principal motivo de que tantos de nosotros acabemos locos no es por forzar el aire en una pequeña boquilla, sino por el sigilo y la necesidad de desviar la atención que se requiere para seguir soplando. En la India, allí sí comprenden la importancia de la respiración, que es una de las formas que puede adoptar el alma, y lo peligroso que resulta alterar de un modo antinatural sus ritmos…).

Mientras Dixon está absorto en el horizonte, Hugh Crawfford va de un lado a otro sacudiendo la cabeza, y al rato musita algo. Mason aborda a Crawfford detrás de una carreta.

—No se lo guarde para usted, señor. Hay aquí demasiada precariedad para que me oculte sus opiniones.

—No oculto nada. Retengo, tal vez.

Mason pierde la compostura y se abalanza contra el guía para tratar de estrangularlo. Resbalan sobre las hojas recién caídas y se tambalean.

—¡Basta, Mason! Muy bien, escuche, esto es un dulcémele de montaña, lo hice con mis propias manos cuando no tenía otra ocupación. —Y con unas impetuosas notas iniciales, casi en tono menor, casi célticas, ejecuta una melodía con un asombroso martilleo y rasgueo. Cuando Mason parece lo bastante, sosegado, le dice—: He visto en otras ocasiones lo que aflige al señor Dixon, sí, se lo he visto a mercaderes y tramperos,

a guardabosques y forasteros,

y es eso mismo que los franceses

conocen como «éxtasis del oeste»;

tarde o temprano

se apoderará de ti, hermano,

y te impulsará hacia poniente

sin que en descansar pares mientes.

Adiós, pues, a las tierras de labor,

me voy a las praderas llenas de verdor,

y las altas montañas he de cruzar

en mi largo camino hasta el mar,

y si un día aquí volviera,

por más que el mundo reluciera,

cada puesta de sol señal sería

que hacia el oeste me llamaría…

Pero bajo la luna, con la sierra Chesnut y el Cheat a sus espaldas, antes de cruzar el Monongahela para avanzar por una pradera que se extiende hasta el horizonte, las tierras bajas se convierten para ellos en un sueño, y mientras, hechizado por la manera en que el paisaje refleja la luz, por la manera en que retiene sus sombras, ¿quién no llegaría a creer que el oeste es eterno, y que un impulso podría llevárselo todo hacia allí?

—Un impulso que hace que hombres y mujeres se alejen de donde estaban, como si les envolviera una gran corriente que avanza hacia el oeste. Se dice que hay allí ciudades de oro, ciudades de mármol, hombres que vuelan, mujeres que luchan, criaturas fantásticas jamás imaginadas en Europa, algo que nunca cesa de atraernos.

Mientras habla, el señor Crawfford fuma una pipa india cuya cazoleta, primorosamente tallada en piedra blanda por un francés de Quebec con el que tuvo tratos años atrás, representa una cabeza femenina de belleza clásica, con la cabellera suelta, ennegrecida por el fuego y la grasa, que le da un aspecto demencial. Ahumada a lo largo de los años, ha tenido acopladas millares de boquillas, desde carrizos que mecían las brumas de Niágara hasta cañas de la desembocadura del Mississippi.

—Al verles a ustedes recuerdo mis primeros días aquí, cuando permanecía despierto toda la noche, e iba camino del oeste guiándome por las estrellas. Dicen que algunos tienen un don para orientarse, como el del zahorí, y pueden seguir su rumbo indefinidamente, por muy oscuro que esté el cielo. Muchos de los compañeros del coronel Byrd que trazaban la línea entre Virginia y Carolina poseían ese don. Cuando el grupo se dividió y la mitad de los expedicionarios rodeó las tierras pantanosas a lo largo de la costa, mientras la otra mitad la cruzaba y quedaba detenida durante semanas en aquel purgatorio boscoso, fue la certidumbre de que se encaminaban al oeste lo que les permitió salir de allí sanos y salvos… Incluso logré mantener mi latitud con una diferencia de pocos segundos, porque tengo un interés de aficionado, y hasta ahora, según mis cálculos, apenas se han desviado ustedes la anchura de una boquilla de pipa. En cuanto a lo que atrae al señor Dixon, no quisiera expresarlo a la ligera. Nosotros decimos que el oeste le ha «atrapado». Y también les digo esto a fin de que lo tengan en cuenta en el momento —al llegar aquí Mason aspira hondo— en que suceda algo que requiera una interrupción imprevista de la línea. Bueno, cuando eso ocurra, tal vez el señor Dixon… no se sienta inclinado a detenerse.

—No creo que quiera correr ningún riesgo, ni hacer peligrar su…

Pero el guía ha puesto una mano sobre el brazo de Mason, y hace un ademán con la cabeza cuando Dixon aparece ante ellos. Éste ha estado deambulando entre las tiendas y las carretas, y parece afligido, muy alto y desproporcionado bajo la luz incierta que reina a la hora de la cena. Pero Mason no puede quitarse algo de la cabeza y, cuando su compañero no puede oírles, pregunta al otro:

—¿Qué ha dicho usted? ¿Algo imprevisto…?

—Un cese.

—¿Hay algo más que debería saber?

Lo hay, y no tarda mucho en revelarse. Por fin la mortalidad afecta a la expedición. El 17 de septiembre, un jueves la caída de un árbol mata a William Baker y a John Carpenter. Es posible que ambos hubieran firmado su contrato a la vez y que trabajaran juntos: sus nombres aparecen el uno al lado del otro en el registro del señor McClean. A la semana siguiente, en el registro de McClean aparece anotado por error el nombre de Carpenter, seguido de una larga línea y de una hilera de ceros, que corresponden a las jornadas que ha trabajado Carpenter durante la semana. Mo debe de haberse olvidado de la muerte de Carpenter, o puede que la página del registro esté embrujada, que la anotación sea fantasmal y que el alma de John Carpenter siga aquí mientras la de William Baker, al parecer, se ha ido.

—Esto es un desastre —dice Mason, encorvado como una hoja moribunda, dispuesto a abandonarlo todo—. ¿No estás de acuerdo, Jeremiah? Jamás sucede que la caída de un solo árbol mate a dos hombres.

—¿Habrían estado a salvo de haberse quedado entre los suyos? —replica Dixon, demasiado absorto en tranquilizarse como para tratar de entender lo que le dice su colega.

—Eras tú quien buscaba un signo, ¿no es cierto? Pues bien, ahí tienes tu desdichado signo. ¿Por qué no lo interpretas?

—Era un castaño alto y viejo. Colocaron mal las cuñas y cayó donde no habían supuesto que lo haría. ¿Qué otra cosa puedo decir?

—Nada, no hay nada que decir, salvo una oración.

Están sentados en la tienda, y el café se enfría mientras Mason espera la llegada del sector y Dixon, a su vez, espera a que Mason se descuelgue con la pregunta: «¿Bueno, de qué coño sirve todo esto a fin de cuentas?», a lo que Dixon tendrá que dar una respuesta, y en breve.

Ambos habían hallado un rostro descarnado,

no hubo alternativa: la muerte ganó por la mano

en la carrera entre la línea, con su pureza total,

y lo que se apretujaba dentro del árbol mortal…

Timothy Tox, La Línea

Una vez han cruzado el Cheat, no hay duda de que avanzan en un tiempo y un espacio que, de un momento a otro, parecen estirarse o encogerse, de la misma manera que la extensión de una cadena puede pasar casi desapercibida en una página clemente, mientras que en una emboscada esa extensión podría suponerlo todo o, quizá, nada.

Cuando llega el sector, lo montan en lo alto de un risco frente al Monongahela y observan la culminación de las estrellas en la Lira y el Cisne, corrigiendo los segundos en función de una mayor o menor aberración, desviación, precesión y refracción, mientras en las cabañas cercanas las esposas de los leñadores recién contratados se reúnen, y los leñadores, los que pueden, entran y salen por la parte trasera de las tiendas para tomar whisky blanco de maíz en una taza metálica.

En cuanto los expedicionarios se hallan al oeste del Monongahela, empiezan a aparecer y a mirarles indios de naciones que no son iroquesas. El jefe delaware Barbo, su señora y su sobrino llegan en los primeros días de octubre, los tres vestidos a la europea; conferencian con los mohawk e intercambian ristras de wampum, cuentas cilíndricas hechas de conchas. Tanto los forasteros como los nativos confiesan desconocer la misión que ha llevado a Barbo a estas tierras, lejos de su poblado, y lo cierto es que, con esa casaca, el justillo, los calzones y el sombrero al sesgo, parece ir disfrazado.

—Ha venido para ver si puede hacer algún negocio —traduce Hugh Crawfford, y añade—: Normalmente, en estos casos, lo aconsejable es no hacer demasiadas preguntas.

Unas pocas millas más al oeste, ocho indios seneca, que se dirigen al sur para luchar contra los cherokee, se quedan a dormir en el campamento. Mo McClean les da pólvora y algo de pintura.

—Materiales de guerra… No estoy seguro de que podamos desprendernos de ellos tan fácilmente —le sugiere cautamente Mason.

El jefe de la intendencia le mira furibundo, como si viera la ocasión de mostrarse un tanto violento, pero en vez de hacer eso le da una explicación.

—Mire, los cherokee son indios meridionales, son como serpientes, venenosos, sin ningún sentimiento humano, mientras que estos seneca, en fin, son nuestros indios, ellos y nosotros vivimos en y de los mismos bosques. Si podemos ayudarles, siempre compensa tener cerca uno o dos amigos, caballeros.

Y en la última acampada junto al arroyo Dunkard, tal como Mason registra en sus Anotaciones de 1767, les visita el venerable Prisqueetom, príncipe de los delaware y hermano del rey de éstos, y no tarda en describirles la vasta e ilimitada pradera que se extiende al oeste, mientras los visitantes indios van de un lado a otro del campamento, mirándolo todo, o divirtiéndose con todo, a veces también bebidos, a cualquier hora. Todas las cifras relacionadas con la ración diaria de espíritus que reciben los expedicionarios han sido variables desde que el grupo cruzó el Monogahela.

—Esto es como Covent Garden el sábado por la noche —gruñe Mason—. ¿En qué nos hemos convertido? Somos un espectáculo que todos deben ver para que no perdamos credibilidad entre… el equivalente de los petimetres que tengan los indios. Yo debería ir ahí e informarle a ese viejo bobalicón…

—Tiene ochenta y seis años, Mason. Además, ¿por qué no puede haber un tráfico intenso? Estas gentes viajan libremente por una serie de caminos que conectan todo el continente, y nada de lo que tenemos en Inglaterra puede igualarlos. Comparados con ellos, nosotros somos como viajeros de tierras más civilizadas que deben alojarse en las posadas a lo largo de las carreteras transitadas por carruajes… No puedo hablar por ti, pero la verdad es que me gusta esta sociedad mezclada, menos formal, aunque podría llegar a serlo. —Vuelve la cabeza hacia el oeste—. Que Dios nos asista si se nos termina el whisky. Mo cuenta con destiladores al otro lado del Monongahela, que se turnan por la noche a la luz de la luna, y también dispone de carretas, no todas las cuales consiguen llegar hasta nosotros, todo eso para agasajar a nuestros invitados…

—Paz y alegría. Goza de la alborotada velada que tienes en tu casa y no pienses en lo que puede hallarse más allá de tu fugaz horizonte. Fatum in denario vertit, pero no dejes que eso te detenga, y déjame que asuma parte de tu carga de preocupación, déjame ser un caballero que se sacrifica de una manera curiosa.

—No me riñas, Mason, pues éstos son buenos muchachos, sólo beben con moderación, y estoy seguro de que no van a armar más alboroto del que hay en Wapping.

—Ahora estoy completamente sosegado, gracias.

—Lo más seguro, por supuesto, es actuar como dementes —les aconseja el señor Crawfford.

—¿Ah, sí?

—Lo llamamos «hacer el Chapman». —Chapman era un comerciante, capturado cerca de Fort Detroit, en la época del alzamiento de Pontiac, que se libró de la ejecución gracias a que se fingió loco, cosa que se hizo célebre en la región—. Esta gente respeta la locura, para ellos es un estado sagrado.

—Como te he dicho, Mason, no tienes ningún motivo de preocupación.

—He observado que los indios se mueven con toda tranquilidad a tu alrededor.

Hasta ahora, como si eso formara parte de un acuerdo, si uno de los dos topógrafos se hubiera abandonado a la locura, hubiese sido refrenado de inmediato por el otro topógrafo, que hubiera tratado de devolverle la cordura. De este modo, día a día, la línea ha quedado preservada tanto de los impulsos frenéticos como de las renuencias propias de la razón, y eso la ha permitido avanzar sin obstáculos. Pero ahora que la línea llega a su parada final, ambos caballeros podrían darse el gusto de permitirse unas breves vacaciones de la razón. Sin embargo…

—Estamos demasiado ocupados —insiste Mason.

—Sería una situación demasiado alegre para ti —supone Dixon.

—Así como las estrellas os dicen a vosotros dónde tenéis que abrir vuestro camino, así la tierra y los ríos nos dicen a nosotros por dónde deben pasar nuestras rutas.

Tan profunda es la melancolía de Mason que éste no es muy consciente de que está sentado, envuelto en una manta, discutiendo de religión con un guerrero mohawk. No acaba de darse cuenta de que está hablando de algo muy personal con un perfecto desconocido.

—No obstante —replica el astrónomo—, las estrellas, que son tan poderosas, tanto que sólo las domina el Todopoderoso, se merecen al menos una pequeña cortesía: la de permitir que esa línea marcada por las estrellas cruce, sin dejar rastro alguno, vuestra gran senda…

—Venid —le dice Daniel.

—¿Eh? —Dixon se quita la pipa de los labios y alza los ojos.

—¿Adónde? —pregunta Mason.

—Iremos por la senda. Daremos una vuelta hasta Virginia y volveremos.

—¿Estoy en condiciones de hacer eso? —inquiere Mason, sin dirigirse a nadie en particular—. ¿Y qué me dices, Daniel, de esos catawba de los que tanto he oído hablar?

—¿Se nos permitirá fumar? —quiere saber Dixon.

El indio los mira dubitativo.

—Debéis ver eso que creéis poder cruzar tan fácilmente. Seguidme, aunque no acaba de agradarme teneros a mis espaldas.

Avanzan por la orilla del arroyo Dunkard, con lo que ponen sus destinos en manos del indio, que podría abrigar intenciones homicidas. Para Mason y Dixon, la vida del bosque siempre es un misterio: demasiado movimiento, noche y día, detrás de cada tronco y de cada arbusto. ¿Cuántos nuevos Pontiacs pueden estar reuniendo sus fuerzas en estos momentos, planeando ataques, tal vez para atrapar a un par de topógrafos ingleses que constituyan un casus belli, y para torturarlos públicamente antes de darles muerte? ¡Ay!, no quieren ni pensar en eso. Sin embargo, ¿no ha respondido Sir William Johnson sin reservas de Daniel? ¿O tan sólo alguien «ha dicho» que Sir William respondía de él? Hum. ¿Y si la primera acción del alzamiento neopontiaquista fuera ejecutar a Johnson? ¡Quizá ya lo han ejecutado! Tan absortos están los astrónomos pensando en todas estas cosas que casi no advierten la seña que les hace su guía con la mano para que avancen más lentos y se aproximen con precaución a algo que queda delante de ellos.

Aún no ha salido la luna. El indio se aparta de la senda y les indica por señas que hagan lo mismo.

—Esto es inquietante. ¡Qué lejos de su territorio han llegado ya esos indios! Mirad lo que habéis estado a punto de pisar. —Se agacha y con un rápido movimiento recoge de la senda una astilla larga y delgada, aunque no se rompe fácilmente—. Caña de pantano. Por aquí no crece esta clase de caña. La recogen y la astillan; también capturan y matan serpientes y luego untan las puntas de las astillas con el veneno. Después las colocan en la senda; una trampa mortal destinada a nosotros. —Tras recoger todas las puntas mortíferas que puede, se agacha en un trecho de terreno sin huellas de pisadas—. Perdóname por lo que ahora he de rogarte que soportes, causado por mis manos —dice, y cuidadosamente clava cada astilla en la tierra hasta que sólo sobresalen fragmentos del extremo inocuo.

—Esos catawba —le dice Mason, sintiéndose cada vez más falto de aplomo—, ¿a qué distancia están de nosotros?

—No sé quién los habrá enviado, pero no eran más de dos, y se movían con rapidez. El grupo principal puede estar en cualquier parte al sur de aquí.

—Sería útil saber en qué parte del sur se halla —supone Dixon.

—Mi compañero quiere decir que podríamos seguir adelante, para que con toda seguridad caigamos en una emboscada mortal —se apresura a decir Mason—. Está un poco…, ¿cómo lo llamáis vosotros? —Se da unos golpecitos en la cabeza y hace girar un dedo en la sien—. Te ruego, Daniel, que no creas que todos los ingleses somos tan despreocupados.

—Para cuando lleguemos a algún lugar donde podamos contárselo a alguien, estarán en otra parte. Será mejor que regresemos. De momento, no digáis nada más y procurad moveros sin hacer ruido.

Al señor Barnes le inquieta el profundo silencio que reina.

—El grajo, siempre tan inmoderado, ha dejado de impacientarse —musita—, y el pinzón no pía.

—¿Qué diablos ocurre, jefe?

A ambos lados de la Senda del Guerrero aumentan el calor, la agitación y la tensión. El escolta mohawk que llevan les asegura que nadie recuerda otra época en la que iroqueses y catawbas hubieran deseado su destrucción mutua con tanto apasionamiento. Cualquier nuevo día puede traer consigo el asalto inevitable. Están rodeados de indios por todas partes, las ansias asesinas vibran en el sendero de guerra, y la soledad de la senda resulta cada vez más antinatural a medida que transcurren las horas y se acerca el fin de la jornada, cuando las hojas de las armas de los guerreros se aproximan aún más a la membrana que divide su mundo subjuntivo del nuestro, indicativo, numerado y carente de sueños, y cuando la aprensión va en aumento, los leñadores desertan, los fantasmas de 1755 se vuelven más sensibles y soberanos a cada hora que pasa, mientras los incendios impunes violan la oscuridad crepuscular y los gritos de agonía, que no obtienen respuesta, recorren los bosques a la velocidad del viento. Ah, Señor…, aparte de encaminarse hacia el oeste, ¿adónde más se encaminan los pocos que conservan la lucidez necesaria para quedarse?

Los dos topógrafos sueñan con seguir adelante, sin impedimentos, como quien sueña que corre estando detenido, o que vuela sin despegar de la tierra. Por detrás de las nubes aparecen rayos de luz, las caras de los bisontes, cuando uno se aproxima, resultan más humanas, hasta un grado casi insoportable, como si estuvieran a punto de hablar, y los ríos fluyen cada vez más rápidos y son más anchos. Finalmente el grupo se detiene ante un río que podría ser imposible de cruzar, incluso en la balsa más robusta, y la profundidad de sus aguas, a lo largo de varias millas, es superior a la altura de una carreta «conestoga». En esa última ribera surge silenciosamente un indio que conduce al grupo, tras un recodo arbolado, a un gran puente de hierro, construido con artes ajenas a las británicas e incluso francesas, tendido hasta la orilla opuesta. Cada vez que hay nubes de lluvia, la parte superior del puente se pierde de vista. Fue construido hace mucho tiempo por la avanzada nación que vive en la ribera opuesta del río.

—¿Podemos cruzar? —pregunta Dixon.

—¿Podemos no cruzar? —dice Mason.

—Por desgracia —replica el hijo del bosque—, todavía no, pues debéis hacer algo más para poder pasar.

—¿Por qué nos enseñas el puente? —quiere saber Dixon.

—Si no lo hiciera, no lo encontraríais mientras trazáis vuestra gran ruta entre los árboles. Os movéis como carcomas en la oscuridad dentro de un poste en una gran casa, que comen y cagan, adentrándose siempre en la madera y lejos de su mierda, sin tener la menor idea de lo que hay fuera.

—En el bosque, antes o después, todo el mundo traza un círculo —comenta el señor Crawfford—. Y un día pisas tu propia mierda. Ése, como dicen los indios, es el primer paso por la senda de la sabiduría.

Entonces se despiertan.