En esa época avanzan a razón de una o dos millas al día. El 7 de agosto cruzan la carretera de Braddock, cuando han recorrido 189 millas y 69 cadenas. Treinta y dos cadenas más adelante, cruzan la carretera por segunda vez. Al día siguiente, una milla y 35 cadenas más allá, la cruzan por tercera vez.
—No estoy satisfecho con esto, Dixon, en absoluto.
Se dice que tres agentes al servicio de los intereses de Filadelfia y que especulan con tierras andan por aquí este verano, explorando fincas. Se llaman Harris, Wallace y Friggs. Se dice también que la camarilla metropolitana de aquella ciudad confía en comprar pronto a los indios tantos territorios situados al otro lado de los Alleghenies como les sea posible. El año anterior, el capitán Mackay y el regimiento Cuarenta y dos Highland entregaron avisos de desahucio a los colonos, y ahora están a punto de declarar delictivas las tareas de agrimensura (cincuenta libras de multa y tres meses de cárcel); estos caballeros suponen que pueden hacerse con los derechos de estas tierras por una bicoca.
—¡Tres meses para la agrimensura! —se maravilla Mason—. ¿Y si alguien se ha dedicado a ella durante toda su vida? ¡Y pensad en el dinero! ¿Cincuenta libras por cada operación de agrimensura? ¿Tal vez por día?
—Gracias, amigo Mason.
Antes de cruzar el gran Yochio Geni, por la noche, después de la cena, los agrimensores reúnen a cuantos han seguido al grupo hasta allí sin arredrarse.
—Ahora, como Próspero, debo pediros que os marchéis, pues desde aquí hasta la Senda del Guerrero no tendremos tiempo para diversiones, y deberemos montar guardia y vigilar lo más al oeste que podamos.
—¿Cómo? ¿Seguiréis sin músicos? A los indios les encanta nuestra música.
—Los indios necesitarán los oídos para otras tareas.
—Entonces tenemos que regresar a ese fuerte.
—Los esperaremos en Cumberland.
—Es un largo camino, hermana. Hasta ahora hemos tenido una escolta de guerreros mohawk, los mejores del territorio. ¿Quién nos protegerá en el camino de regreso?
—Tal vez tengamos suerte y podamos unirnos a un grupo de leñadores que se encaminen a casa.
—Hace mucho que se han ido. Y la tierra los ha absorbido como al pedrisco.
—Pues no voy a quedarme mano sobre mano a orillas del Potowmack. Me inclino por algún lugar donde haya faroles en la calle y bolsas bien provistas. ¿Se viene alguien a Williamsburg?
Convienen con el señor Spears que dejarán el sector en su casa, situada en un punto en que la carretera de Braddock se encuentra con la ribera del Yochio, y van en busca del barquero, el señor Ice.
—Se espera de un barquero que sea silencioso —les dice el señor Ice con los ojos brillantes. Toma la casaca y se envuelve con ella la cabeza, como para ocultar la cara—. Bueno, bienvenidos a bordo. Como ven, esta embarcación cuenta con un farolillo.
En la orilla, el cuñado de Ice suelta el cabo y deja que se los lleve la corriente, mientras su sobrino, en el otro lado, aguarda para recogerlos. Cuando están en medio del río, por un momento nadie puede ver al padre ni al hijo. Parece como si los pasajeros estuvieran en una balsa solitaria en una extensión ilimitada de agua.
—Bueno, esto es lo que nos hicieron, a mí y a los míos…
Y el último de los Ice les cuenta con todo detalle la matanza de la que fue víctima su familia en los días terribles de la derrota de Braddock. El tiempo queda en suspenso mientras habla. La niebla del río se detiene en su ascenso, las ranas cesan de croar y los pájaros que pían se interrumpen en pleno cantos. Los grandes y negros cantos rodados que cubren el lecho del río ya no se mueven ni entrechocan. Acaba de invocarse a los muertos. El pesar del barquero es inmune al tiempo, como si fuese un intercambio por el sacrificio de la libertad terrena, inmune a ese particular fluir.
—¿Creen que esto es cierta forma de penitencia? Pues no, me gusta. ¡Las caras que ponen los pasajeros cuando oyen la afrenta que sufrieron la carne y los huesos de mis seres queridos! Están acostumbrados a los relatos sobre las filas de autómatas de Federico, que realizan maniobras perfectas en la interminable planicie alemana. Aquí, en los bosques americanos, esa misma guerra sigue su curso en silencio, es una sombra persistente, y muere un veloz animal tras otro… Ningún tratado puede poner fin a esa contienda, y cuando todos estén muertos, los fantasmas seguirán luchando. Fue la guerra perfecta, sin misericordia, sin comedimiento, donde se mató por la pura alegría de matar. No se puede dejar de lado tan fácilmente.
El Youghiogheny, con sus remansos, sauces y sicomoros en las orillas, carece de peces, o por lo menos Mason no tiene noticia de su existencia.
—Sí, habrán oído ustedes decir eso —comenta Ice—, pero todos los que viven a lo largo de este río conocen el gran banco de peces fantasmales que lo habita, a los que casi nunca se les ve. Son de un verde pálido, con dos juegos de aletas a cada lado y la cola como la de un dragón. Viajan a donde quieren sin que nadie los moleste, seguros de que ningún pescador en su sano juicio intentará capturarlos. Y es ahí, señor, donde podría intervenir usted.
Dixon trata de dar un ligero codazo a Mason para ponerle sobre aviso, pero, debido a la oscuridad, no siempre acierta. Mason ya está sonriendo tontamente, como una lechera.
—¿Quién, yo, señor? No soy más que un rudo pescador rural que busca algún que otro cacho o carpa pequeña, cualquier cosa que las fábricas no hayan distinguido ya o ahuyentado; con eso suelo conformarme, y, por Dios, esos peces de los que usted habla parecen superar con mucho mis habilidades pescadoras, pues son sin duda demasiado grandes…
—Mason… —musita Dixon, cosa que no hace a menudo.
—Sí, miden hasta cinco pies de largo, algunos dicen que seis —admite Ice—, son tan grandes como un hombre o una mujer, y pálidos como un cadáver flotante…, sólo que esos peces están vivos. Aunque pocos se han atrevido, algunos naturales de aquí hemos pescado esos peces espectrales. Podría enseñarle más de uno disecado. Por supuesto, no son comestibles, y tampoco se pueden colgar sobre la repisa de la chimenea, porque las esposas no soportan mirarlos durante demasiado tiempo, a veces no lo toleran ni un segundo.
»El Yochio, que viene de las montañas de Virginia, desciende con demasiada rapidez y muy peligrosamente. A nadie se le escapa la temeridad que sería tratar de vadearlo. Algunos dicen que es la catarata, la misma velocidad de la corriente, lo que origina esos peces fantasmales. Nadie lo sabe. Durante toda su vida están sometidos a cambios interminables. Jamás descansan, no conocen un instante de tranquilidad. Uno se pregunta cuál debe de ser su idea de la muerte. —Ice esgrime una sonrisa fingida que es casi insoportable—. ¿Cómo van a habérselas con el descanso eterno? A menos que este mundo sea ya su purgatorio y no se les pueda considerar como peces vivos.
—¿Qué decir entonces de quienes los han visto?
—A los peces fantasmales se les tiene un respeto comparable al que se muestra hacia los difuntos —dice el señor Ice—. Si esta noche salimos del río, tal vez veamos alguno. Les gusta emerger en cuanto cesa la lluvia. A la luz del sol, se los ve recortarse contra las rocas negras del lecho del río. Brillan un poco en la oscuridad, para orientarse entre ellos. Y a nosotros no nos hacen caso. En cierto modo, eso podría ser una ventaja… para un pescador lo bastante audaz.
—Por Dios… —le dice Mason, llevándose las manos al pecho.
El señor Ice se vuelve bruscamente hacia Dixon.
—Discúlpeme si le miro, señor. La suya es la primera casaca roja que veo por estos alrededores desde la gran tragedia de Braddock. Los únicos que aquí han tenido ocasión de llevar una de ésas son los indios que las arrebataron a los cadáveres de los soldados ingleses. Incluso a esos salvajes, hasta cuando están embriagados, les avergüenza demasiado ponerse una casaca roja.
—No obstante, considero que de este modo cuando estoy en el bosque, no me confunden con un alce.
—Tampoco debería nadie confundirme con un necio lloriqueante —les advierte Immanuel Ice— por el simple hecho de comentar cómo debo batirme con la tristeza cotidiana. Las tumbas de mi familia están detrás de la cabaña, en ese prado, cerca de la hilera de cedros… Las visito todos los días. Sin embargo, una pena demasiado solitaria engendra locura. En este oficio me encuentro con muchos pasajeros como ustedes que a veces escuchan mis aflicciones particulares. Eso mantiene alejada a la locura, ¿saben? ¿Cree usted que aquí todo ha terminado, casaca roja? Pues no, no ha terminado. La caída de Quebec no fue el fin, como tampoco el éxito de Bouquet en Bushy Run ni el socorro contra el cerco de Fort Pitt, y es que todos los días, en alguna parte de este bosque, siempre queda una gota en la taza, otro proyectil por disparar, otra vida que abatir cruelmente, según los impulsos del odio irreconciliable. Los últimos muertos de esta contienda todavía no han nacido. Ahora el joven Horst les pasará su gorro de mapache, la contribución es de seis peniques. Gracias a públicos como ustedes, este lugar se está revelando como un tesoro de gnomos.
—Pero… esto es horrible, señor Ice —protesta Mason—. ¿Cómo puede usar su tragedia particular para hacer acopio de dinero?
—¿Qué pecado hay en ello? —desea saber el señor Ice—. ¿Acaso alguno de ustedes estuvo aquí entonces? Desde Westfalia no se había desatado semejante mal. ¿De qué ha servido, si no se repara? Ésta es mi oportunidad de redimir en parte aquel tiempo terrible, de convertir en oro las balas de fusil enemigas. ¿Cómo puede oponerse a eso cualquier persona sensata? Entretanto, todos ustedes abordan a los desconocidos en las tabernas y les cuentan gratis sus pesares. Un día, si tal es Su voluntad, Dios les dará una tunda a ustedes como a hijas descarriadas, y en lo sucesivo no darán nada gratis.
Según el libro de cuentas, entre la colina Laurel y el Cheat hay por lo menos ciento once trabajadores contratados, sin contar a los dos topógrafos, a varios miembros de la familia McClean y a aquellos que siempre se omite en los libros oficiales. Una vez rebasada la colina Laurel, entran en la región de los fuertes antiguos, cuyas ruinas se encuentran en las cimas de las colinas, ruinas ya viejas cuando llegaron los indios. Muros derribados, hasta el punto de que casi se han reducido a planos pétreos de lo que fueron, actúan como humeros por los que pasa el viento, que emite un largo gemido que se intensifica al final, como si formulara una pregunta. El fuerte de Redstone se alza sobre una de esas ruinas. El arroyo que fluye abajo está lleno de piedras con jeroglíficos. Nadie sabe interpretarlos, pero todo el mundo cree que señalan unas tumbas.
—Los relatos antiguos dicen que estos fuertes fueron levantados y luego abandonados por una nación de gigantes, quienes poseían una magia más poderosa incluso que la de los ingleses o los franceses.
—¿Fortificaciones? —pregunta Dixon—. ¿Contra qué?
Los indios se ríen.
—Tal vez contra sus vecinos.
—De vez en cuando se encuentran huesos gigantescos —dice Hugh Crawfford.
—¿Humanos? —inquiere Mason.
—Eso parece. Han estado ahí durante mucho tiempo.
Aquí todo el mundo conoce los viejos fuertes. Cuando el cielo está muy oscuro y los truenos estallan sobre la sierra, los tíos fantasiosos cuentan a sus sobrinos que los gigantes han vuelto, ruidosos como siempre, empeñados en recuperar su país, en redimirlo. Algunos se lo creen y otros no. Dentro de los perímetros discontinuos de los fuertes yacen monolitos que en el pasado estuvieron erguidos.
—Cuando están tendidos —creen los indios—, están muertos o duermen, mientras que cuando se encuentran en posición vertical viven. No son como dioses ni hombres, sino más bien guardianes…
—¿Guardianes de qué?
—Ayudantes. Viven, tienen poderes.
—En Inglaterra, ¿sabéis? —Mason se siente impulsado a explicar a los indios—, los monolitos señalan las posiciones del sol, de la luna y, según algunos, de los planetas a lo largo del año… Son altos, como hombres, y por la misma razón que nuestro sector es alto: para señalar con más precisión esos movimientos en el cielo.
—Las pequeñas diferencias significan mucho para vosotros. ¿Encierran algún poder vuestros monolitos?
—Cuanto más ajustada esté la escala a la que trabajamos, tanto mayor es el poder del que disponemos. El fusil del condado de Lancaster dispara con precisión a larga distancia gracias a unos refinamientos microscópicos en el acabado, el estriado, la comodidad con que se puede sostener y apuntar. Quien controla lo microscópico, controla el mundo.
—Escuchadme, hombres que cagáis en los corrales. Mucho antes de que cualquiera de vosotros viniese aquí, ya soñábamos con vosotros. Todas nuestras gentes, incluso naciones muy alejadas, al sur y al oeste, soñaban con vosotros antes de veros. Creíamos que veníais de otro mundo, o del cielo. Teníais poderes y los respetábamos. Sin embargo, vosotros nunca soñasteis con nosotros, y cuando por fin nos visteis, sólo deseasteis destruirnos. Entonces empezó la matanza; matamos a algunos de vosotros, matasteis a algunos de nosotros, pero no tantos, ni mucho menos, como habíamos esperado. No podíais ser los gigantes del pasado lejano, pues ellos se habrían limitado a eliminarnos, y por mucho menos. Nos vendisteis vuestros poderes, vuestros fusiles, como estimulándonos a dispararos, y así lo hicimos, aunque no alcanzarnos a tantos como vosotros esperabais. Ahora empezáis a creer que hemos venido de otra parte y que tenemos unos poderes de los que vosotros carecéis… Aquellos de los nuestros que han sabido hacerlo, por fin han corrido a refugiarse en vuestros sueños. Aunque la vida real que ahora llevamos no difiere en el fondo de la vuestra, también somos vuestros sueños.
A medida que han avanzado por el oeste, la perspectiva ha ido ensanchándose sensiblemente; y los trabajadores, cada vez más, tienden a permanecer en ella lo menos posible durante el día y a dormir en diversos puntos de su línea central por la noche.
Los leñadores empiezan a marcharse sin avisar o, como se diría en el ejército, a desertar. El Cheat es el Rubicón, el Monongahela es la Estigia. Al final, sólo quedan los indios, quince leñadores recientemente contratados y Tom Hynes («Alguien tiene que cocinar…»). Por su parte, Mason y Dixon, tras el primer terrible atizador de fuego con que los han sodomizado invisiblemente, tras concederse un momento para ver si desean echarse a gritar y gesticular con frenesí, reparan en que los indios, con mucha cortesía pero indiscutiblemente, los miran para ver cómo reaccionarán.
Hendricks parece fascinado.
—¿Qué creen que les espera al otro lado del río que los impulsa a desertar con tal rapidez?
—Dicen que hay shawaneses, delawares, mingos, y alguien ha mencionado una tribu cuyo nombre no han oído jamás.
—¿Una tribu sin nombre? —Hendricks traduce rápidamente para sus compañeros, como si intentara terminar antes de que le engulla el creciente oleaje de júbilo—. Conocemos a esa tribu, y también la tememos, la tribu sin nombre.
Los indios permanecen sentados, fumando y riendo durante un tiempo que, a los europeos, podría parecerles muy desproporcionado con la broma. Transcurre la jornada, avanza la noche; la ausencia de los leñadores se percibe en los tímpanos y los codos, así como en el insomnio que acompaña a cada guardia, a medida que los días de su avance hacia el oeste —como puede ver incluso el más obtuso del grupo— disminuyen con rapidez, como en una partida de dardos, hasta llegar al cero, y todos aguardan a cada momento el último doble fatal.