67

Aún no han transcurrido quince días cuando acude a su encuentro una delegación de indios enviados por Sir William Johnson. Son en su mayoría guerreros mohawk, y permanecerán con el grupo hasta finales de octubre, cuando, al llegar a cierta Senda del Guerrero, informarán a los astrónomos de que, de acuerdo con lo estipulado por los dirigentes de las Seis Naciones, no se les permite seguir adelante, con el corolario de que esa senda constituye el límite de la distancia máxima que, por el oeste, pueden alcanzar el grupo, la perspectiva y la línea trazada.

Esta noticia no será un golpe inesperado, pues Hugh Crawfford, que acompaña a los indios, pone enseguida a los topógrafos al corriente de la situación.

—Viene a ser como la muerte, sabemos que está delante, pero no cuándo vamos a encontrarla, de modo que, por lo menos, siempre esperaremos vivir un día más. Cruzaremos senderos indios con cierta regularidad, pero eso no preocupa particularmente a los mohawk. Sin embargo, ahora tenemos por delante una senda, oblicua a la perspectiva de norte a sur, conocida como la Gran Senda del Guerrero. Para ellos no es sólo un camino importante, sino una de las grandes rutas de todo el interior americano. Así pues, debe de ser también una línea limítrofe, porque cuando lleguemos a ella no se nos permitirá cruzarla y seguir adelante.

—Acabaremos en un cuarto de hora. No dejaremos ni rastro de nuestro paso. ¿Qué les preocupa? ¿La superficie del camino, sus zapatos de piel de ciervo? La nivelaremos de nuevo, les daremos vales para mocasines…

—Mire, señor Mason, ellos consideran esta senda como un río, se establecen en ambos lados para protegerla, pues necesitan un flujo sin restricciones. Cortarla con la perspectiva que ustedes trazan sería como alzar una presa de tierra de una a otra orilla de un río.

—¿Y a qué distancia de Ohio está ese sendero?

—A unas treinta o cuarenta millas —dice Crawfford con tanta amabilidad como puede, pues son muchas las decepciones que se ha llevado en ese lugar—, pero el sendero pasa por Monongahela —y añade en voz baja—: Uno se acostumbra —como ha oído decir a los españoles en el oeste.

Sin embargo, a Mason, como a muchos otros, le resulta difícil interpretar la expresión del semblante de Crawfford, discernir algún sentimiento en ese rostro que han cincelado, a lo largo de numerosos años, los duros amaneceres y los elementos externos e internos, que han quedado libres para causar estragos a su antojo.

—Es un buen camino, he tenido que tomarlo en alguna ocasión, y si el viento y la luna son adecuados, puedes volar por él… A veces me perseguían, en otras ocasiones era yo quien les perseguía a ellos…, hemos recorrido de parte a parte estas endemoniadas montañas y navegado en canoa por esos riachuelos traicioneros para salvar el pellejo, algunos han podido acumular unas fortunas respetables, perdidas en lo que tarda en dispararse un fusil, y en el transcurso de los años han sido tantos los apresados o muertos como los que han logrado regresar sanos y salvos. Cuestas y pendientes más empinadas que en los Alleghenies, caballeros. Me han capturado y he huido. Hemos sido amigos y enemigos. Me deben años de mi vida, me ha quedado alguna secuela física… Tendrían ustedes que preguntarles qué es lo que creen que yo les debo. Pero los conozco, no de una manera profunda y mágica, sino como uno conoce a aquellos con quienes comparte asuntos de vida y muerte, y aunque sobre el papel pueda dar la impresión de que sólo hay unos pocos pasos desde la Senda del Guerrero al río Ohio, les ruego a ambos que tengan mucho cuidado, pues ni el tiempo ni la distancia son aquí los mismos que en otros lugares.

—Por lo menos estamos advertidos —musita Dixon.

Observar a un indio que vuelve a introducirse sigilosamente en el bosque es como ver a un pájaro que emprende el vuelo: tanto el uno como el otro se mueven vertiginosamente por un elemento en el que Mason, que es todo peso muerto, no puede entrar. La primera vez que vio a un indio se quedó aturdido. El lugar entre los matorrales por donde el indio se había desvanecido vibraba como un remolino incoloro. Y por el contrario, cuando surge un indio, es como un absurdo remolino de oscuridad que al cabo se convierte en un rostro, un rostro, además, al que Mason cree «recordar».

Se vuelve aprensivo y no tarda en quejarse.

—Respeto a los indios, tanto como respeto su desdichada historia —le cuenta al reverendo—, pero me ponen en un estado de inquietud antinatural, fuera de toda medida, hasta el punto de que veo fantasmas.

—No me diga.

—Veo e incluso toco cosas que no pueden estar ahí, pero que están.

—¿Podría ponerme algún ejemplo?

—Eso sería problemático, ya que he jurado no hacerlo.

—Entonces es difícil aconsejarle.

—Sí, y algunos ejemplos son excelentes. Es una auténtica pena.

—Mientras usted habla tan amigablemente conmigo —dice el reverendo—, el señor Dixon parece muy contento en compañía de los fantasmas.

—¿Quién, el joven Jolgorio en persona? Bebe con sacerdotes, jaranea con pigmeos, sí, lo he visto. ¿Qué preocupaciones tiene mientras haya tabaco y licores? Y sin embargo, desde el primer sorbo hasta que apura la botella, no le inquieta la menor vislumbre de pecado ni experimenta temor alguno, es demasiado inocente para eso. No, sólo a mí me inquieta la llegada de esos extraños visitantes, que pertenecen a este país críptico y peligroso y que son inseparables de él. Y pasan, aunque nunca cerca, tan imprecisos y serenos como deidades del bosque o del río… ¡Bueno! —grita mientras se vuelve desesperadamente hacia los visitantes—. ¡Sois indios!

—Mason, puede que eso no sea del todo…

Mientras Hugh Crawfford traduce (por lo menos confían en que sea eso lo que está haciendo), los jefes mohawk Hendricks, Daniel y Peter, los jefes onondaga Tanadoras, Sachehaandicks y Tondeghho, los guerreros Nicholas, Thomas, Abraham, Hanenhereyowagh, John, Sawattiss, Jemmy y John Sturgeon, y las mujeres Soceena y Hanna, miran atentamente a Mason y a Dixon, así como los instrumentos, pues antes han observado la llegada del sector —instrumento impresionante por su tamaño cuando está montado— en la carreta acolchada, conducida con sumo cuidado por los jornaleros que ganan cinco chelines. Cuando saben que sólo se usa de noche, enseguida se forma un grupo que en cada ocasión acude a mirar, mientras los astrónomos se tienden bajo la embocadura, con el tubo de latón alzado hacia el cielo, la gran hoja curva, la extensión estelar que converge en el ojo, tan fácilmente dañado incluso cuando uno sólo está jugando, retenido bajo el instrumento equilibrado encima de él…

La primera vez que ven el sector alineado con el meridiano, los indios explican que, desde tiempo inmemorial, también las naciones iroquesas han observado las líneas meridianas y las consideran límites para separar unas naciones de otras.

—¿No los ríos ni las elevaciones? —inquiere el capitán Zhang, sorprendido—. ¿Qué pensaban de eso los jesuitas?

—Ellos nos lo enseñaron.

—Eso dicen unos —añade Hendricks—, otros creen que no fueron los jesuitas, sino unos extranjeros poderosos, mucho antes.

—¿Quiénes?

—Los mismos —cuenta Zhang— de cuyos intereses hemos encontrado pruebas una y otra vez… Y mientras sigan ausentes, los representan los jesuitas, los enciclopedistas y la Royal Society, que se ocupan de estos desarreglos particulares del sha sobre la superficie del planeta por medio de segmentos de círculos mayores o menores.

—¿Debemos renunciar a cumplir nuestra misión? ¿Es eso lo que está diciendo usted?

—Entonces vendrá otro y hará lo mismo —replica el geomántico, encogiéndose de hombros.

—En ese caso usted influirá en ellos, pues su cometido consiste en detener el trabajo, ¿no es cierto? Todo eso que nos ha dicho de Zarpazo era para despistar. Al fin y al cabo, aquel que quiere ahorcar, primero su perro proclama que está loco.

—Perdona —dice Mason—. Creo que es: «Aquel que ahorcaría a su perro, primero proclama que está loco».

—¿Por qué querría alguien colgar a su perro? No, no. Quien desea ahorcar, envía a su perro por ahí y le hace comportarse de un modo raro, tal vez con un cartel colgado al cuello, o vestido de manera estrafalaria, de modo que cuando su dueño lo ahorque, la gente pueda decir: «Ya veis, ha sido un arranque de locura, pues el perro proclamaba que estaba loco».

—Sí, eso sería cierto si el dicho se expresara en tales términos, pero no es así, lo que dice es…

Y así siguieron hablando (cuenta el reverendo). Esta discusión, llena de interés, se prolongó hasta bien pasada la medianoche. Si de vez en cuando me adormilaba, no se debía tanto a la vana disputa como al cansancio de la jornada, pues es parte del tributo que debemos pagar por el mero hecho de habitarla.

Esa noche soñé (y ruego que fuese un sueño) que volaba a una altura de entre cincuenta y cien pies, a lo largo de la perspectiva, en línea recta hacia el oeste. Fue la primera vez que me llegaron olores en un sueño, olía a madera cortada, a savia, a humo de leña, a las vaharadas que surgían de la tienda donde se cocinaba, a caballos y a ganado. Veía debajo de mí el brillo del carbón que habíamos cortado de los afloramientos, de un negro tan reluciente que sin duda eran las paredes externas del infierno, casi como escritura sobre el largo pergamino desenrollado de la Tierra, muy útil para alimentar la forja de los carreteros, una curiosidad bajo el horno del señor McClean, y para el señor Dixon, entendido en carbones, un placer cotidiano. Años atrás el hermano de Dixon, George, aprendió la manera de lograr que el carbón emitiera un vapor que arde con una llama azul, y con un poco de ingenio en el manejo de marmitas, cañas y arcilla para sellar las junturas, eso también puede hacerse incluso en medio de estos territorios vírgenes, como el señor Dixon demostró sin tardanza. Y así compruebo que eso no es un sueño, que ese etéreo brillo azul en el vacío de la noche, por lo demás sin luz, es una forma de transporte. Los indios acuden a mirar, pero nunca hacen comentario alguno. Pueden decir que ya lo habían visto antes, y que jamás lo habían visto antes.

La línea se hace notar, lo hace mediante una energía desconocida; siempre nos obsesiona ese borde tan preciso, tan cercano. En la oscuridad, uno nunca sabe. Desde luego, estoy buscando la Senda del Guerrero; me imagino que soy un explorador heroico. Todos percibimos la Senda, incluso cuando estamos despiertos, allá adelante, en algún lugar, de la misma manera que se percibe un arroyo o un río que está delante y antes de que lo anuncie cualquier cosa, el sonido, el cielo, o la vegetación. Tal vez sea la vibración subaudible del tráfico que hay por esa Senda lo que percibimos con una parte aún desconocida de los sentidos: ¿se extiende al otro lado de la próxima sierra?, ¿quizá de la que se alza a continuación de ésa? Tenemos cálculos de distancias efectuados por vigilantes y mensajeros, pero mientras siga sin medirse la distancia a la que esa Senda se halla desde el poste señalizador del oeste, y mientras dicha Senda no se registre como un hecho, debe permanecer, trémula, como una ficción entre las pocas páginas finales de su propia vida.

Si la perspectiva hubiera cruzado la Senda del Guerrero y hubiese avanzado sin más hacia el oeste, entonces, en esa cruz abierta y pisada en la naturaleza virgen, no sólo se hubiese producido el encuentro metafísico del salvajismo antiguo y la ciencia moderna, sino que además se habría creado una entidad cívica, cuatro ángulos, cada uno con sus propios objetivos discernibles. Con tanta seguridad como que la estrella Polar estará siempre en su sitio para orientarnos, la primera estructura que se levantaría sería una taberna, y la segunda, otra taberna. En las inmediaciones de estos establecimientos, tras recorrer varias millas por cada gran conducto, se instalarían entonces carreteros, subastadores de ganado, armeros, mercaderes de alimentos y semillas, bailarinas con atuendos desusados, faroles que arden durante toda la noche, extraños pavimentos de grava traída de muy lejos, transportada junto con la restante carga pesada que ahora fluye en ambas direcciones: las caravanas de carretas «conestoga», incesantes como las fabulosas manadas de búfalos, que avanzan más al oeste, con los toldos iluminados por el sol, hinchados como promesas de vuelo cantadas por un coro, con sus ruedas que no reposan nunca retumbando a medida que se adentran en la láctea blandura de amorfas sombras crepusculares, aunque negras como el hollín de la ciudad.

En cambio, alegres faroles brillan a través de las ventanillas de los vehículos de pasajeros, más rápidos, que avanzan veloces sobrevolando los campos, uno tras otro, a todas horas del día y de la noche… Esos carruajes llevan sus ruedas en lo alto del vehículo, apenas rozadas por el camino, para fijarlas cuando sea necesario. Cantos y alborozo se oyen cuando pasan por los aéreos abismos. A los recién llegados a esa vida cuyo sistema de transporte son las líneas ley se les aconseja que no alcen la vista, a fin de evitar que, presa del característico vértigo, caigan al cielo, cosa que ha sucedido más de una vez, ganaderos y oficiales del ejército juran que así es, como si la gravedad a lo largo de la perspectiva llegara a ser localmente menos importante que el arrobo.

Una noche, todavía al oeste de la colina Laurel, Mason pregunta:

—¿Dónde está vuestra aldea de los espíritus?

Todos los indios señalan fuera de la línea, al oeste.

—¿Dios vive allí? ¿En el horizonte? —vuelve a preguntar Mason.

Ellos asienten.

—¿Y dónde está la tuya? —inquiere Hendricks.

Mason, un tanto inseguro, señala arriba.

Dixon le mira regocijado.

—¿Cómo, sólo en el cenit? —le dice—. ¿No será algo más… amplio, más englobador? —Y mueve el brazo de un lado a otro para ilustrar sus palabras.

Los topógrafos y los indios están al aire libre, contemplando las estrellas, y hablan de la posibilidad de que exista vida en otros mundos, de si nuestra conciencia de semejante vida podría formar parte de la conciencia que tenemos de Dios, y hasta qué punto, y después sobre la conciencia de Dios con respecto a la de los dioses, y otros temas de tanto interés para mi profesión que me sentía obligado a escuchar.

—Lo que nos intriga de ese oficio suyo de mirar las estrellas —dice Daniel— es que ustedes siempre están pendientes de ellas, pero ellas nunca están pendientes de ustedes.

—¿Acaso ellas están pendientes de ustedes? —replica Mason, en absoluto dispuesto a creer en eso.

—Muchas veces. Nunca todas a la vez, normalmente una sola…, pero sí acuden a nosotros.

—Parece como si estuviéramos hablando de pesca —observa Dixon.

Esto último les gusta a los indios.

—Pesca celeste —dice Hanenhereyowagh.

—¿No debería alguien explicar cómo es el cebo? —susurra el joven Jemmy, con voz lo bastante alta como para atraer las miradas de algunos de sus compañeros, con expresiones que van desde el regocijo hasta la irritación.

—Eso —le alienta Dixon—. Dímelo y te revelaré los secretos de mi asombroso cebo con pan, famoso en todo el Wear y más allá, para atraer a los peces.

—Tú fuiste el primero en hablar de eso —recuerda Hendricks al muchacho.

—El cebo es la seguridad del alma —dice Jemmy.

El mozo se ha sometido recientemente a su rito de paso de la infancia a la edad adulta, tras encontrar a su protectora, una osa que caminó hacia él erguida sobre las patas traseras y con las delanteras extendidas, haciendo con precisión el gesto de paz de las Seis Naciones. Ahora, por peligroso que llegue a ser el sendero, Jemmy puede llamar a la osa y ésta aparecerá al instante.

—Sin embargo, tuve que arriesgarlo todo, para llamarla debía atarme cuerpo y alma con una cuerda que no podía romper, y aguardar, insomne, no sólo hambriento físicamente sino también…

(—¡Eso es una interpolación de párroco! —grita el tío Lomax.

—… espiritualmente. Vamos, Lomax, ¿es que un joven mohawk no puede tener necesidades espirituales?

—«Gracias, Jemmy», replicó Dixon en cualquier caso. «Mi cebo con pan es un poco más seguro que eso, y se hace así…». Entonces se alejaron y dejé de oírlos, por lo que, lamentablemente, ignoro la información que Dixon le dio.

—Ah, primo, qué cosas.

—He visto cómo actúa ese cebo, señora. Vi a Dixon capturar peces que ni siquiera eran naturales de la región, y no digamos del arroyo, peces jamás vistos en aquellos lugares. Lo vi pescar trucha asalmonada en estanques que parecían incapaces de ocultar una rana, escorpinas de Chesapeake mucho más allá de la cadena Allegheny, algún atún que no suele encontrarse en corrientes tierra adentro… y todo ello gracias a ese milagroso compuesto de Dixon. Por mi parte, he obtenido gracias a ese cebo róbalos cuyo peso ignoro, pero tan voluminosos que teníamos que llevarlos entre dos a la tienda de la cocina. Y además capturaba innumerables truchas, incluso cuando, muy cerca, otros pescadores se amodorraban junto a sus cañas, confiando como mucho en interceptar alguna perca incauta. Creedme, si conociera el secreto de ese cebo, lo fabricaría, lo vendería en barriles y me haría rico).

—¿Ven ese grupo de estrellas que hay allí? —Daniel señala la constelación del Carro.

—Nosotros la llamamos Osa Mayor —les explica Mason.

—Nosotros también —dice el muchacho sin revelar la menor sorpresa—. ¿Y esa línea curva de estrellas junto a ella?

—La cola de la Osa.

Los indios exteriorizan su regocijo unos instantes.

—¡En vuestro país los osos tienen largas colas!, ¿eh?

—Esa osa en concreto la tiene muy larga.

—¿Estáis seguros de que no se trata de otra cosa?

—Esas estrellas a las que llamáis «cola» son los cazadores que van a por la osa. ¿Dónde están vuestros cazadores?

Mason señala el Boyero y los Canes Venatici.

—Así los llaman oficialmente —añade—, aunque en la práctica los conocemos como los Lebreles.

Mason recuerda un día, en su juventud, en que la familia había ido al mercado, al final de la jornada; todos viajaban en la carreta que los llevaba lentamente a casa desde Stroud. Por el camino se puso el sol, salieron las estrellas y Charlie se puso a hablar de ellas.

—El maestro la llama Ursa Major, la mayor de las dos osas, y ésa de ahí es la pequeña.

—Mi padre la llamaba «Pala de Panadero» —le dijo su padre.

—El mío siempre decía «el Carro de Carlos» —recordó su madre—. Carlos era el nombre de un gran rey, allá en Francia.

—¡Hurra! —exclamó Hester—. ¡Aquí estamos todos, viajando en el carro de Carlos! —Y ésa fue una de las pocas veces en que Mason recordaba haber visto reír a su padre.

Mason miró los rostros de sus padres, de perfil bajo el gran cielo sembrado de estrellas y sin luna, bajo las inimaginables leguas del aislamiento en que se hallaban. Recordaría esos momentos en los que estaban todos juntos, como sí vivieran en el borde de una enorme estructura celeste iluminada, provista de innumerables faroles colgantes, de sombras por doquier y de senderos que, si Mason se aventurase por ellos, podrían afectarle hasta el punto de que habría de pasar allí el resto de su vida.

Creía conocer cada uno de los pasos que había dado desde ese momento hasta ahora, pero lo cierto es que aún no comprende —por más que no se le oculte ni el menor detalle— cómo ha llegado al momento actual, a hallarse a solas en esta naturaleza virgen, rodeado de unos hombres que tal vez desea su muerte, con sus seres queridos al otro lado del océano y con Dixon como su único aliado fidedigno.

—¿Corremos peligro? —inquiere Mason, tras llegar a la conclusión de que nada le desaconseja que formule esa pregunta.

—Sí, claro, pregúntele al mohawk —responde Daniel—. Lo sabe todo sobre el tema del peligro, sin omitir la violencia, el terror, el armamento… ¿Me olvido de algo?

—Disculpe… —musita Mason.

Daniel husmea el aire y sacude la cabeza.

—Córtale el cuero cabelludo a un solo hombre, y todo el mundo empieza a hacer suposiciones. Sí, claro que corren peligro. Comprendo que tengan el corazón en un puño. Ustedes no son de aquí —les dice, y señala con el brazo a su alrededor—. Siempre hay peligro.

—¿Puedo preguntarte al menos por las verduras? Los comestibles son notables por su tamaño… ¿Eso no molesta a nadie?

—No soy un mohawk experto en verduras. Para eso tienen que hablar con Nicholas.

De regreso a las tiendas, Mason observa que Daniel le dirige unas miradas que ya no reflejan curiosidad, sino la opinión que se ha formado de él.

Cuando llegan al campamento, resulta que Nicholas sostiene una conversación sobre el mismo tema. Responde amablemente a las preguntas de Mason, incluso cuando traslucen inquietud.

—Lejos, a mucha distancia al norte y al oeste —traduce Hugh Crawfford—, hay un valle, ni grande ni pequeño, que es un lugar mágico. Sale humo de las montañas…, la tierra retumba…, por todas partes fluyen manantiales de fuego.

—Actividad volcánica —dice servicialmente Mason.

—En este valle, las plantas, las verduras, crecen grandes, muy grandes. Maíz enorme: cada grano pesa más de lo que un hombre puede levantar. Gran nabo: un grupo de seis hombres para arrancar uno. Gran calabaza, lo bastante grande para alimentar a varias familias, e incluso para vivir dentro de ella en invierno. Muy grande, grandísimo cáñamo indio.

El mohawk está de pie, fingiendo que mira asombrado algo muy alto que tiene delante.

—Bueno, Nicholas, ¿de qué tamaño es esa planta? —le pregunta Dixon, como si se hubiera despertado de repente.

—Bien entrada la temporada, se tarda varios días en trepar a lo alto de una planta femenina, casaca roja.

Intercambian maliciosas sonrisas, con una expresión que Mason, agitado como está, no ve.

—Eso se debe sin duda al suelo volcánico. ¡Una maravilla! Crawfford, pregúntale por las zanahorias.

—Grandes —responde directamente el indio, al tiempo que sonríe y asiente.

Mason observa que todo el mundo está asintiendo.

—La planta del cáñamo indio —le recuerda Dixon a Nicholas.

El indio explica que llega mucha gente, incluso desde muy lejos, para realizar el viaje y la ascensión. Antaño subían a una rama lo bastante ancha para que no cediera y allí acampaban durante toda la noche. Pero era una temporada determinada y la demanda iba en aumento, por lo que pronto las grandes ramas estaban atestadas. Algunos viajeros no tenían bastante cuidado con las fogatas de campamento y provocaban incendios que pronto eran extinguidos, pero que de todos modos ocasionaban mucho humo. Gran humareda. Según cómo soplara el viento, a menudo los trepadores sufrían retrasos de varios días.

Pronto empezaron a alzarse las primeras casas alargadas en las ramas más robustas, y cada temporada los peregrinos pernoctaban en ellas, y luego seguían viajando hacia arriba, mientras que otros se quedaban esperándoles, fumando la resina extraída de algún brote cercano, la cual envolvían en un trozo de hoja y la apretaban hasta formar un gran cigarro. Pronto se añadieron cobertizos a las posadas situadas en las prolongaciones de las ramas, y los cobertizos servían como almacenes a los que acudían los intermediarios que compraban directamente del brote. Bandas de desertores llegaban para atacar y robar a los esforzados viajeros, quienes entonces debían agruparse para formar un convoy armado. No obstante, había hombres desesperados que atacaban incluso las caravanas verticales. Es ésa una época animada allá arriba, en los tallos.

—Y ese valle, ¿a qué distancia está de aquí? —inquiere Dixon, expectante, como si, no bien recibiera la respuesta, fuese a partir hacia allí en plena noche.

El otro señala la discreta estrella Alioth.

—Está demasiado lejos. No irías, casaca roja.

—Tal vez podría ir.

Nicholas se echa a reír.

—Quizá no haya necesidad.

Pacientemente cuenta de nuevo el relato de la planta de cáñamo indio, alzando la voz cuando pronuncia palabras como «intermediario» y «resina». Mason repara en ello.

—Creo que trata de decirnos algo.

El mohawk se ha puesto a gesticular con frenesí, mientras les sopla en las caras un humo imaginario.

—¿Fumar? —pregunta Dixon—. ¿Te refieres a fumar? ¡Oh, sublime sucedáneo!

Mason alza los ojos al cielo.

—Mi compañero cree que está de nuevo en El Cabo, donde se abstraía de tal manera que yo debía recordarle una y otra vez la fecha del tránsito, sí, incluso el mismo día en que se produjo. Todavía no me explico cómo pudo ocuparse con tanta precisión del reloj y del telescopio.

—La dagga tenía muchos misterios —replica Dixon.

Uno de esos misterios es que la dagga, cuando se habla de ciertas cosas, si bien no hace exactamente que sucedan, sí causa algo, lo cual es casi lo mismo, aunque no del todo. Eso, a menos que sea posible fumar una patata. Sea como sea, el primero de los vegetales gigantes no parece tan grande. Notable en alguna feria rural, quizás, pero no es uno de esos especímenes que ponen a prueba la credulidad y que se encuentran a una o dos sierras de distancia, más al oeste, donde pronto se muestran siempre grandes, abandonando toda gradación y poniendo en tela de juicio a la misma Creación…

—Pues no acabo de verlo —dice Dixon, en tono de disculpa—. Siempre habrá unos pocos especímenes grandes de cualquier cosa…

—Esto sucede una fanega tras otra, y no puede ser obra de Dios.

Al oeste del Cheat descubren maizales cuyas cañas se alzan a más altura que la veleta de un establo. Lo que toman por un montículo natural resulta ser la peana donde se asienta una calabaza de tallos más gruesos que un viejo tronco, en cuyas flores pueden entrar por la mañana para bañarse, a veces sin tocar el fondo. Los tomates son altos como iglesias y tienen la piel tan reluciente que uno puede verse reflejado en ella; son esféricos, rojos como la sangre, y ocultan todo el bosque, el río y la perspectiva que se curva a lo lejos. Y el olor, a botica, a mamíferos en celo y a denso almizcle, es tan fuerte que uno debe llevar consigo una vejiga llena de aire e inhalarlo de vez en cuando, si no desea perder el sentido en estas titánicas huertas.

—¿No oís a alguien que canta bajito? —pregunta Mason, con el ceño fruncido.

—Y sin embargo, estos frutos, ¿no podrían ser obra del arte humano?

—Eso es absurdo. Ningún filósofo, por genial que sea, ni siquiera el mismo señor Franklin… ¡Miren, por el amor de Dios! ¡No se ve la parte superior! ¡Esto es como un puñetero oasis lleno de palmas!

—Supongo que es la parte superior de una zanahoria —replica Dixon—, aunque voluminosa, desde luego. No obstante, pensemos que donde hay una huerta debe de haber alguien, o algo, que la cuide. Les sugiero que…

—Demasiado tarde.

—Bienvenidos, señores, aunque no deberían estar aquí. —Es un grupo de campesinos a quienes, pese a su edad y altura medianas, la proximidad a cualquiera de las plantas de las que cuidan les da un aspecto de gnomos serios—. Tengo el fusil en el establo, así que no puedo matarles. A juzgar por su aspecto, son británicos, de modo que tampoco podemos confiar en ustedes.

—¿Por qué mantienen todo esto en secreto? ¿Por qué no lo notifican a la Gaceta de Pennsylvania?

—Tan sólo cuidamos de esta huerta en ausencia de sus dueños, hasta que regresen, y entretanto podemos disponer libremente de lo que cultivemos.

Les invitan a seguirles. Las semillas están almacenadas en cobertizos construidos especialmente para ellas, cada uno capaz de contener a una, a dos como máximo, durante el invierno. En primavera, la siembra de unas pocas semillas es una tarea que realizan entre todos, un acto comparable a la construcción de un establo. Con azuelas y hachas atacan la patata del año pasado, que yace en un gigantesco sótano cavado bajo el pasto más cercano, y transportan los fragmentos de patata en carretillas de mano para hervirlos, hornearlos o freírlos de tantas maneras como recetas personales tienen las esposas.

—¡Esto no es nada! —exclama el jardinero jefe—. ¡Esperen a ver la remolacha!

La remolacha tiene tal circunferencia que han practicado en ella más de una entrada. Cuantos pasan mucho tiempo entrando y saliendo de ella, ya sea por razones de residencia, de investigación o nutricionales, acaban por adquirir una coloración entre rojo intenso y añil que nada puede eliminar.

—Como los mineros norteños, sólo que con más colorido —le parece a Dixon—. Y al fin y al cabo, ¿qué es menos razonable, hacer la apuesta de tu vida por una verdura grande pero limitada sobre la tierra o por un yacimiento carbonífero de tamaño similar debajo de ella? Por lo menos la remolacha es visible…

—Pero está viva —añade el hombre que los guía.

—¿No querrá usted decir…? —replica Mason, ahora mucho menos deseoso de echar un vistazo al interior.

—Para ella somos como parásitos de huerta. Nos aguanta, somos indignos de su plena atención.

—¿La remolacha… comprende lo que estamos diciendo? —Mason guiña los ojos alternativamente, en un ciclo de derecho-izquierdo-derecho que dura más o menos un segundo.

—En cuanto a eso, hay diversas escuelas de pensamiento. Otra pregunta aguda es si recuerda los días en que nosotros éramos más grandes que remolachas, sí, más o menos en la misma proporción que ahora, ¿entienden?, cuando las remolachas son más grandes que nosotros. ¿Sienten rencor, ahora que las tornas han cambiado? ¿Tienen la noción de la venganza, tal vez debido a insultos nuestros, siempre involuntarios?