—Vamos, Stig, habla…
El viento primaveral aúlla en el exterior de la tienda. La señora Eggslap lleva un holgado vestido verde esmeralda con frunces al estilo Watteau, tan desarreglados en este momento como lo está su cabello. Una gruesa vela de cera sueca arde en una palmatoria de diseño militar.
En vez de fumarse un stogie, Stig se ha puesto a inspeccionar la pala de su hacha en busca de defectos que sólo él puede ver.
—Los skraelling llegan al poblado de Thorfinn Karlsefni en Hop, en la desembocadura de uno de los ríos de Vineland, para trocar pieles por leche —relata el leñador—. Lo que realmente quieren son armas, pero Karlsefni ha prohibido su venta. Cuando los skraelling los visitan por segunda vez, la esposa de Karlsefni, Gudrid, está en la casa, atendiendo al pequeño Snorri, y a pesar de la nueva empalizada y de los centinelas entra una mujer menuda y extraña, anunciada tan sólo por su sombra. Es rubia, de tez pálida, con los ojos más grandes que Gudrid ha visto jamás.
—¿Cómo te llamas? —le pregunta la recién llegada.
—Me llamo Gudrid, ¿y tú?
—Me llamo Gudrid —susurra ella, mirándola fijamente con sus ojos inmensos.
De repente se oye un fuerte estrépito y la mujer desaparece. En el mismo instante, en el exterior, uno de los norteños que pelea con un skraelling, quien ha tratado de arrebatarle el arma, mata a éste. Los demás skraelling lanzan gritos terribles y echan a correr. Los norteños deciden no esperar su regreso, sino ir a por ellos hasta el cabo. El mar ruge contra la costa, el viento marino se lleva los gritos de los heridos, brota la sangre, caen los hombres, la mayoría de los muertos son skraelling; sus cuerpos tendidos exhalan vapor en la fría atmósfera. Sólo Gudrid ha visto a la mujer cuya visita ha anunciado este primer acto de asesinato en América y el derrumbe de Vineland la Buena. Un año después, el puesto de avanzada de Karlsefni habrá desaparecido: es como si lo que aquellos hombres hicieron en el cabo, bajo los desgarrados estandartes de las nubes, fuese demasiado terrible, y como si, con el paso de los días, la identidad del vencedor importara cada vez menos, mientras que el residuo de deshonra ante los dioses y héroes jamás podrá ser borrado. Desde aquel día se convirtieron en hombres y mujeres desesperados, y muchos de ellos, cuando iban de regreso a casa, calcularon mal la ruta y desembarcaron en Irlanda, donde fueron capturados y esclavizados.
—Oh, Stig…
—Eso dicen los relatos de las huidas hacia el oeste, las historias de las desgracias de Helgi y de Finnbogi, de Thorstein el Oscuro y de Biarni Heriulfsson. Bribones, intrigantes y fugitivos, se marcharon sin motivo alguno, sin Cristo, sin Grial, sin esperar nada salvo lo que les trajera el día, y los acosaron fantasmas más materiales, menos misericordiosos que los que quedaron atrás.
»Aquí se encontraron de nuevo, como en Groenlandia e Islandia, con estuarios y fiordos: algo inmenso había atormentado y luego inundado estas costas.
—Por eso los suecos decidieron navegar entre los cabos de Delaware… ¡Creyeron que era otro fiordo! Parece ser que os gustan los fiordos. ¡Pero lo que encontraron fue Pennsylvania!
—Menuda sorpresa, ¿eh?
—Eso, Stig, ¿fue una sorpresa?
En fin, paciencia…
—¿De veras tenemos que dejar aquí esa hacha?
En esta estación del año, el gran fantasma de los bosques, que se cierne sobre el horizonte y extiende su manto opaco y sus pálidos dedos en el cielo, les ha susurrado (aunque la razón dice más bien que es el viento): «No…, basta…, no más allá». Tales son las palabras que, de ese gran susurro fluvial, los topógrafos han podido llevar a la orilla de su vida consciente.
—Me recuerda a una muchacha de Escombe… —observa Dixon.
Juntos y por separado, a lo largo de la línea, los dos han encontrado regiones que provocan pánico.
Dixon, en la gran cueva cuyo goticismo causa a su camarada tal arrobo, se pregunta con cierta inquietud qué ser lo bastante voluminoso podría habitarla, qué ser necesita de tanto espacio, mientras que Mason permanece sudoroso y paralizado ante la gran sombra mortífera del bosque que se yergue entre la Montaña Salvaje y el pequeño Yochio Geni, «… un páramo agreste», escribirá, «formado por marismas donde crecen los arbustos de calmia y oscuros vallecitos cubiertos de pinos en los que da la impresión de que jamás han penetrado los rayos del sol», mientras eso mismo evoca en Dixon, como mucho, «una cantidad de árboles fuera de lo corriente». En cualquier trecho de la cadena, y cuando menos lo esperan, les aborda un visitante inoportuno que les aguardaba. Tales visitas pueden producirse a cualquier hora, aunque generalmente se dan a la caída de la noche. No se trata de presencias secundarias (mujeres blancas o perros negros), sino de la misma Presencia, ilimitada, y sus visitas van en aumento a medida que el grupo avanza hacia el oeste por última vez.
Un día en que no habían podido conciliar el sueño y, como solían hacer, estaban levantados durante la muerte nocturna del sol —sus caras bermejas, a lo lejos los sonidos metálicos y el ajetreo de los preparativos de la cena—, Mason y Dixon oyen esa voz, que agita las copas de los árboles y parece como si untara velozmente con una negra sustancia la ladera de la montaña, y que les dice desde las sombras, en un tono de súplica más que de afirmación: «Os habéis alejado demasiado del poste que señala el oeste».
Ahí está. A ninguno de los dos topógrafos les consuelan las sospechas de demencia compartida.
—Gracias —musita Mason hacia la voz—, como si no lo supiéramos.
—Por lo que a mí respecta, me encantaría ver de nuevo el astuto postecillo —añade Dixon, servicialmente.
Ya saben dónde se encuentran: están no sólo en un sitio a una distancia que se mide en millas, cadenas y pies, sino también en un sitio donde se respeta al dragón de la tierra, y, según éste, todo lugar que hay más allá de la cima de los Alleghenies, dondequiera que el agua fluya hacia el oeste, hacia los territorios continentales desconocidos, está demasiado lejos de la campiña donde, serenamente, sin que nadie las amenace, entre los altos troncos grises de los árboles descortezados, bajo tejados alquitranados contra la lluvia, las esposas amasan y enharinan, y la masa que se alza es una miniatura del gran pan de la jornada…, demasiado lejos de esa campiña donde las voces que viajan con el viento las absorben los cantos de las congregaciones, lejos del ruido sordo de las carretas que avanzan en los caminos de tierra comprimida y batida, de los mugidos, los ladridos, de ese disparo solitario, cuando se acerca la hora de cenar, que se oye desde el valle siguiente. Los topógrafos, al igual que otros muchos miembros del grupo, se han alejado de todo eso, como si hubieran retrocedido en el tiempo, y se hallan donde no llega el proyectil de mayor alcance, disparado por el último fusil amistoso de Pennsylvania. Ambos ven con claridad lo que implican las espectrales palabras. Y pronto seguirán avanzando, si no lo han hecho ya, sin ninguna garantía de seguridad, como si aquello que, años atrás, les salvó la vida en el mar, les pasara ahora factura. Aquí, cuando tenga lugar la próxima prohibición, no vendrá acompañada por el hedor y el vocerío de la batalla naval, sino que será más silenciosa que el viento, rotunda como una roca.
Un temor que se agazapa en las tripas y una indignación que se expande por el tórax hacen presa en los dos topógrafos al mismo tiempo. Haber llegado tan lejos… y, no obstante, por la envergadura de la prohibición, está muy claro que es preciso obedecerla…
Tanto si la obedecen como si no, 1767 será su último año en la línea. Las condiciones, hasta ahora indeterminadas, se están concretando con rapidez y se vuelven certidumbres. Tras hacer una visita de cortesía a Sir William Johnson para negociar con representantes de las Seis Naciones, reunidos en German Flat, a orillas del Mohawk, sobre la continuación de la línea más allá de la cima de los Alleghenies, los topógrafos haraganean una semana tras otra en Filadelfia, beben en los clubes, bailan con las beldades de la ciudad en las fiestas que se celebran en la costa, a lo largo de las playas arenosas, juegan al whist dos manos, y su juicio sobre todas las cosas, desde el pescado a los gaiteros, resulta progresiva y peligrosamente indigno de confianza; la humedad de la atmósfera es opresiva. Sea como fuere, este año emprenden la marcha tarde y no llegan ante los Alleghenies hasta julio, un año completo después de que abandonaran su avance hacia el oeste. Sir William Johnson recibirá la cantidad de quinientas libras por las molestias que se ha tomado.
En su última primavera libre, cuando pasan por Octarara, encuentran a los Redzinger y a los vecinos de éstos cerca de la casa, en el solar donde están levantando un establo, un laberinto geométrico de vigas, entre las que pululan los hombres con sombreros negros. Luise agita un brazo para avisar a Peter, quien está a horcajadas en una viga baja, sonriente tras escuchar uno de los chistes que ha contado el hijo de los Yoder. Mason y Dixon dejan caer las plomadas aquí y allá, como un rito, y el capitán Zhang afirma que el lugar se encuentra aceptablemente dentro de los parámetros de su luo pan. Zhang ha vuelto a unirse al grupo tras una misteriosa ausencia invernal, en cuyo transcurso la perla de cerebro de cobra que les mostrara ha desviado por fin la voluntad del jesuita. Gracias a su influencia, el padre Zarpazo ha recibido una oferta irresistible: viajar a Florida y ser uno de los fundadores de una especie de jardín de placer jesuítico, de dimensiones no limitadas por las parcelas vecinas, aunque hasta ahora se ha evitado diestramente el tema de los caimanes…
Hay chirivías fritas, salchichas rebozadas, empanadillas de ruibarbo, encurtidos y rábano picante, Schnitz und Knepp de jamón y manzana, pastel de nueces de pacana y tarta de crema y azúcar moreno. Incluso Armand se deja caer, garboso y emperifollado, aunque asegurará a quienes se lo pregunten que tiene el corazón destrozado, y trae un alegre budín que ha preparado, lleno de pasas de corinto, violetas acarameladas, albaricoques secos, melocotones, cerezas finamente cortadas y almendras, todo ello remozado con licor de frambuesa. De inmediato le rodean varios chiquillos.
Luise conduce a su marido, cogido de la mano, y los dos hombres por fin se conocen formalmente. Armand tiene que alzar la vista para mirar a la cara al corpulento alemán, el cual sigue sosteniendo un martillo de tamaño también desorbitado, con el que se ha pasado el día entero clavando vigas, mientras mira a Armand como un muchacho contemplaría un insecto. O tal vez…
—¿Cómo está la pata? —le pregunta Peter bruscamente—. Luise me ha hablado de ella.
Armand está a punto de responderle con la misma brusquedad: «El estado de la pata es excelente». Pero aventura que la pregunta del otro tiene un matiz religioso.
—Últimamente veo poco a la pata —replica—. Tal vez a estas alturas se ha ocupado de muchas otras almas tan afligidas como la mía y no puede dedicarme mucho tiempo, o quizás ha seguido su camino y ya no se preocupa de mí en absoluto.
—Pero sin duda el tiempo ya ha dejado de importarle —observa Peter, lleno de curiosidad—; quiero decir que para ella no pasa de la misma manera.
El francés se encoge de hombros y replica:
—Sin embargo, los pocos y afortunados hombres a los que honró con sus visitas seguimos bajo el estrecho abrazo del tiempo —dice, y exhala un suspiro que parece dirigido tan sólo a la pata…
—Así pues…, ¿ella entra y sale a placer del fluir del tiempo? —inquiere Luise, mirando al cielo, pero sin esperar la respuesta se aleja para ocuparse de una hornada de hogazas y de galletas.
Los jóvenes, cuyo flujo de saliva ya no pueden contener sus labios inferiores por más que se esfuercen, se acomodan ante una larga mesa de caballete y atacan los jamones y las aves, las natillas y las tartas, los fideos fritos y la zarigüeya à la mode, mientras hablan de los temas más profundos.
El 7 de julio los instrumentos llegan a Cumberland, localidad atestada y ruidosa donde se mezclan los atuendos de pieles y los de paño, los indios y los blancos, los franceses y los españoles. Las damas llevan pistolas y dagas, mientras sus hermanas más ordinarias se revelan más virtuosas de lo esperado. Embriagados por los fuertes licores, los pioneros chocan con los peatones como en un juego de bolos; con las colas de mapache torcidas sobre sus cabezas, sortean cascos de caballos y ruedas de carruajes, así como la impaciencia de la gente atareada, que a menudo no tiene un solo minuto que perder. Hombres armados con fusiles se sientan en los porches de las tabernas, y con las baquetas marcan el ritmo de los esclavos africanos, quienes tocan banjos y tambores hasta altas horas de la noche. El lugar huele a duramen, a animales y a humo. En el linde occidental de la ciudad hay una fila de grandes carretas con toldos blancos, llamadas «conestogas». Cuando sus dueños dan la vuelta a la carreta y enganchan el tiro de caballos, reina una agitación fuera de lo corriente, se oyen gritos apasionados, los rebaños llenan la calle, y después las carretas avanzan al final de la cola de espera. Todas están ahí, tanto si nieva como si brilla el sol, pacientes como vacas a la hora del ordeño.
—De este territorio sólo puede decirse que es perfecto —comenta Thomas Cresap, con una risa aguda y entrecortada, cuando los agrimensores le visitan—. Es esa dichosa Utopía, ni más ni menos, y nadie está dispuesto a reconocerlo. No hay ni rey ni gobernador, sólo el sheriff, a quien le encanta dejarte en paz, mientras no te empeñes en llamarle la atención, cosa que él denomina «joderle». ¡Mientras no le «jodas», él no te «jode»! ¿No está mal, eh? Es tan poco entremetido como debe serlo la autoridad, por lo menos en mi modesta opinión. Y, desde luego, no falta entre los sheriffs la habitual manzana podrida, como, y ustedes disculpen, caballeros, el condenado sheriff de Lancaster, el viejo Smith… Nos liamos a tiros de mosquete con él y con su ejército de basura pennita. Claro que en Lancaster probablemente sólo habrán oído su versión de lo ocurrido.
—En Pechway, hace dos o tres años, el señor Sam Smith nos entretuvo con un relato.
—Nosotros sí que le entretuvimos esa noche.
—¿De veras fueron cincuenta y cinco contra catorce?
—Más o menos.
—Le llamaron a usted la Bestia de Baltimore.
—Pues sí, lo fui, y también me llamaron el Monstruo de Maryland, y ahora soy incluso más peligroso que entonces, pues pocas cosas me asustan en este mundo y no me arredraré ante nada mientras estas condenadas rodillas no me traicionen. Pregúntenle a cualquiera de estos patanes lo que hago con una pistola como ésta. —Saca un modelo de bandolero, de culata corta y redonda y un cañón octogonal de doce pulgadas—. Dicen ustedes que es todo apariencia, que sólo sirve para meter miedo…
—No he dicho tal cosa —replica Mason.
—Ni yo tampoco —añade Dixon.
—Eh, tú, el de Michael, sé un buen chico, vete hasta la primera valla y lanza esta jarra, toma, lánzala al aire por el viejo patriarca bíblico.
—Pero está llena de…
—Oye, tú, como te llames, ahora no vamos a aburrir a nuestros invitados con detalles sobre las leyes fiscales y sobre cómo difieren en las dos provincias, así que aparta de esa valla tu culo, que está en el lado del arroyo que no le corresponde. —El muchacho corre, ya a medio camino del lugar. Cresap fija en él la mirada—. ¿Ven esa actitud? No sé de dónde la saca. La verdad es que uno se alegra de que haya un sheriff por aquí. Creía que era un chico indomable, pero ese joven Zack…
—¡Listo, abuelo!
Nadie, ni siquiera el reverendo, que ha visto cargar un arma no pocas veces, recuerda haber presenciado una operación de carga más rápida. La bala, la grasa, la varilla, la pólvora fina y gruesa se funden en una extraña maniobra.
—¡Allá va! —grita Cresap.
La jarra asciende en el aire, girando sobre sí misma, y traza un arco mientras Cresap, con el brazo extendido, apunta, sigue la trayectoria del objeto y dispara. La jarra, alcanzada, estalla convertida en una gran bola de fuego cuya ola de calor alcanza los rostros de los asombrados espectadores.
—¿Les ha hablado de eso Samuel Smith? Su ejército tenía al principio ochenta y cinco hombres, pero treinta huyeron cuando estallaron las dos primeras jarras, así que la lucha estuvo más igualada. Me maldije por haberme instalado tan cerca de los límites de Maryland y, no obstante, como neciamente confiaba, al sur del paralelo de los cuarenta grados, pues aposté a que el verdadero Susquehanna sería un límite más eficaz que cualquier línea invisible trazada por astrónomos o agrimensores… (bueno, perdonen, ustedes dos pertenecen a esos gremios), y creí que a ningún sheriff de Lancaster se le ocurriría organizar la expedición naval que él montó. Cielo santo, ¿embarcaciones? Había veleros, balsas, largas barcas de remos propulsadas por dos hileras de veintiséis esclavos africanos, había incluso barcos en el ancho Susquehanna, aquella noche sin luna, y aunque han pasado treinta años no olvido ningún detalle. La mayoría de los colonos habían visto en sus lugares de origen, por los caminos, tropas montadas a altas horas de la noche, pero que una pequeña brigada los invadiera a medianoche desde el río, traicionados por mi propia línea limítrofe, podrían ustedes decir, tomados totalmente por sorpresa… En fin, supongo que es inevitable que ocurra eso una vez en la vida. Cayeron sobre mi tierra con la crueldad de un ejército en pleno día, y procedieron a levantar un campamento y a atrincherarse para sitiarnos. Y mi joven hijo Daniel fue el héroe de la batalla.
Daniel Cresap, ahora cuarentón, que ha estado comiendo con entusiasmó y en silencio, hace una pausa y se encoge de hombros.
—Era un chico muy activo —dice su padre—. Corría de acá para allá, cometiendo un error tras otro. Lo pillaron y lo apartaron de su camino. Entonces Daniel descubrió dónde tenían la pólvora, envolvió la que pudo en su pañuelo y la arrojó al fuego.
Daniel hace una mueca y menea la cabeza, diciendo:
—Los de Smith buscaron cobijo precipitadamente, esperaron… y nada. El pañuelo se chamuscó un poco. Entonces se enfadaron de veras. Menuda escena, cuando intentaron retirar la pólvora del fuego. Todo el mundo esperaba una gran explosión. Yo no sabía si reírme o rezar por mi vida.
—Incendiaron la casa, mataron a uno de los nuestros con las manos en alto… —padre e hijo intercambian miradas—, los demás se dispersaron por el bosque. Me hicieron cruzar de nuevo el Susquehanna para someterme a juicio en ese miserable poblacho…, permítanme que lo diga de esta manera: si América fuese una persona y se sentara, el pueblo de Lancaster quedaría sumido en una oscuridad irrespirable.
»Cuando cruzábamos el río, pude sumergir a uno de mis audaces captores. Todos le atacaron con remos y culatas de fusil, creyendo que era yo, y algunos lo hicieron con tal afán que perdieron el equilibrio y también cayeron al agua. No podía desprenderme de las cuerdas, y procuraba no caer al agua en medio de aquellos hombres aterrados. La verdad es que fue el detestable Sam Smith quien me salvó la vida, pues la mayoría de ellos hubieran preferido arrojarme al agua y dejar que me hundiera. Sólo cuando estuvimos al otro lado del río, en Columbia, me encadenaron, aunque golpeé con las cadenas al herrero y lo dejé sin sentido… Fue una vergüenza, un hermano de inmigración que no debería haber maniatado a otro como lo hizo él, bajo las órdenes de un mastuerzo arribista que trabajaba para los Penn. Ésta es mi versión de lo ocurrido, señores. ¿Coincide con la de Smith, quien debía de saber que tarde o temprano ustedes hablarían conmigo?
—La verdad es que Smith no parecía tan saludable como usted —recuerda Dixon.
—¿Puedo perdonarle la vida? He dejado de llorar por todo eso, y la cuestión es que por fin me liberaron, no tanto porque se impusiera la justicia, sino porque la injusticia, pronto fatigada, se retiró y dejó en manos de la providencia el que Sam Smith pudiera hacer más daño fuera del condado de Lancaster, y mi familia y yo nos trasladamos al oeste, instalándonos en Antietam, que en aquel tiempo estaba en la frontera, donde, comerciando con bastante honestidad en cueros y pieles, pronto estuvimos a punto de hacernos con una fortuna. Por desgracia, cuando se aproximaba al canal el barco que transportaba las pieles (un barco que, para comprarlo, nos habíamos endeudado fuertemente), lo sorprendió un buque corsario de Monsieur que lo abordó sin más. Todos nuestros acreedores se presentaron con la misma cara seria, eran tantos que muchos se vieron obligados a pisotear la mierda de los animales y a permanecer en pie sobre el estiércol. Empuñé este mismo pistolón y apelé al sentido del honor de todos ellos, pero nos habíamos desperdigado de una manera demasiado peligrosa y se apoderaron de la sede que teníamos junto al Potowmack, que por fin yo había empezado a sentir como propia, con la misma crueldad con que nos habían despojado de nuestra fortuna en el mar. Así pues, tuvimos que reagruparnos y partir hacia el oeste, hasta que finalmente nos instalamos aquí, donde el Potowmack se bifurca, donde convergen los caminos desde todos los puntos cardinales, y a menos de un día de viaje del fuerte. Tal vez no estoy hecho para gobernar una gran casa solariega, como Shelby, ese bribón que roba cueros cabelludos. Quizá lo mío sea esta clase de vida lugareña; sí, tal vez, por haber sido tres veces afortunado, me corresponde esto.
—Y tampoco tenemos que volver a ponernos jamás en camino —dice Megan, otro miembro de la familia de Michael. Es una mujer pelirroja, animosa, sin el menor respeto por la autoridad tradicional. Sabe leer y está leyéndole a Cresap La Pennsylvaniada de Tox.
—Después de la caída de Braddock, la vida aquí se hizo muy dura. Unos años antes de lo de Braddock, Nemacolin y yo abrimos ese camino. Talamos casi todos los árboles. Fuimos los Mason y Dixon originales. Trazamos una perspectiva demasiado estrecha para el pobre Braddock, pero ¿quién esperaba la llegada de un ejército? Nos orientamos por medio de la brújula y percibí, señores, esa fría magia de la aguja. Algo muy poderoso, que venía de mucho más lejos que este bosque, «cuya corteza jamás había experimentado el ataque del hacha», como dice tan bien Tox. En cuanto a Nemacolin, creo que vivía en un mundo donde la magia actúa a diario y donde la brújula magnética es sin duda una fruslería.
—¿Qué pensarán entonces de nuestros instrumentos los mohawks que se nos unirán? —quiere saber Dixon.
—Sentirán curiosidad. Lo mejor es contestar a todo lo que pregunten, confiando en que no formulen la pregunta fatal: «¿Por qué estáis haciendo esto?». Si sucede tal cosa, la única esperanza que les quedará a ustedes es no reaccionar. No reaccionen, ése es el primer paso. Si tienen la suerte de salir de ese atolladero, no será con su optimismo anterior intacto.
—¿Por qué estoy haciendo esto? —inquiere Mason en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular—. Intrigante pregunta, a fe mía. Pues bien, creo que podría decir que es por el dinero, o por ahondar en nuestro conocimiento de…
—Para el carro, hombre —le dice Dixon—, estás reaccionando, precisamente lo que nuestro amigo ha dicho que no debernos hacer. ¿No es así?
—No te quejes. No hay que quejarse, como dicen siempre los estoicos. Tener eso en cuenta te podría ser de provecho.
—¿De qué delito me acusas ahora que, como de costumbre, te resulta conveniente?
—Alto ahí, ¿estás diciendo que no acepto la culpa cuando debería?, ¿que siempre te la achaco a ti?
—No he dicho eso —replica Dixon, con el ceño fruncido y un último destello de afabilidad en el semblante.
—¡Acepto la culpa cuando la tengo! —grita Mason—. Pero nunca la tengo, ¡y eso tampoco es culpa mía! O dicho de otra manera…
—Mira, no me vengas con esas monsergas…
—Chicos, chicos —les reconviene el patriarca—, seamos civilizados. Al fin y al cabo, yo no soy un juez de paz. A ver, ¿quién es el marido?
Ésta salida provoca risotadas, que al poco aumentan con las de Dixon, pero Mason, incapaz de secundar a su compañero, no pasa de desfruncir el ceño. Los demás toman este gesto por un acceso de hilaridad, y el «maíz» sigue circulando de mano en mano. Mason se ve obligado a beber, y se acerca a la boca el borde sin vidriar de la jarra, inevitablemente humedecido por labios que pueden haber estado hace muy poco en cualquier parte, sin excluir, a juzgar por el aspecto de los que le rodean, en elementos vivos del reino animal.
Dixon, acostumbrado a los licores elaborados a partir del grano, tiene en general una actividad etílica más animada que Mason, pues cuanto más se internan en el oeste, tanto más abundan los destilados de granos y menos los vinos, hasta que al final la mera mención del vino basta para que le tomen a uno por un espía francés. Mason aún no se ha atrevido a preguntar si hay vino en Cumberland, aunque si lo hay en alguna parte será en el mercado, abierto todos los días, incluso los domingos, y que se extiende hasta los grises muros de contención, bajo los cañones negros y a la sombra de los bastiones, bajo los centinelas que miran con curiosidad: en el mercado hay indios del lejano interior que no sólo traen pieles para practicar el trueque, sino también hierbas medicinales y pequeños objetos de oro, tazas, ajorcas y amuletos procedentes de las legendarias tierras del sur y del oeste. Virginianos de las tierras altas acuden en carretas cargadas de zapatos, modistos de Filadelfia traen copias fieles de los vestidos de moda en Londres y París, hay libreros procedentes de los callejones entre las casas de ladrillo de Frederick Town que venden los últimos chismes de Covent Garden, y vendedores de empanadas, lecheras y mujeres de la noche, vidas extendidas sobre mantas, juegos de azar en el arroyo, ruidos metálicos por doquier, estrepitosos en las forjas, chirriantes y rítmicos en las calles embarradas, campanadas de iglesias, clavos de hierro que tintinean al verterlos en montones, monedas que entran en las bolsas y salen de ellas. En el cielo hay una luminosidad bíblica, amarillo brillante, azul pizarra y violeta, y las carretas de municiones, cuyos caballos fueron en una vida anterior seres humanos que traficaban con tierras, pasan, van y vienen, cargadas y vacías, con los costados más o menos relucientes según la luz que el cielo tormentoso permita filtrarse… Los perros corretean en libertad, tienen hambre y, en consecuencia, están impacientes; a menudo se juntan en jaurías y cazan.
—¿Entonces nadie ha oído hablar por aquí del Perro Negro? —pregunta Dixon.
—¿El perro de la Montaña del Sur? Debería moverse con cautela cerca de mi Serpiente, mi perro.
—Te apuesto media corona a que tu Serpiente no durará un minuto con mi Ralph.
—Hecho, bribón.
Por supuesto, nadie les pregunta su parecer a los perros, los cuales preferirían dormir o comer bien. Pero estas jaurías tienen planes y leyes diferentes. Aquí la vida no es tan indulgente o segura como en el este, en las ciudades de ladrillo. Allí un perro merodea en busca de presas muertas. Aquí le estimulan para que obedezca los mandatos del lobo: matar lo que come y comer lo que mate, y, de alguna manera, tratar de contener al chacal interior, que siempre pide carroña. No todo sirve. En el fuerte siempre se puede encontrar basura del economato, golosinas de oficiales que quieren favores, más tentaciones a las que un perro debería oponer resistencia. Todo perro del puesto ha cedido en un momento u otro. Esto ayuda a reforzar la armonía de la jauría, pues comparten un pecado.
Serpiente, famoso cazador de ratas, no es tan aficionado a comerse sus presas como a cazarlas. Perseguir ratas es un buen pasatiempo, pues combina la velocidad con el arte de ir un paso por delante, así como el perfeccionamiento de habilidades muy necesarias en la lucha solitaria, ya que no puede confiar en que la jauría estará presente cada vez que la necesite, e imagina que si es capaz de matar una rata, también podrá acabar con una ardilla sin dificultad, ya sea subiendo por un tronco o bajando a un hoyo. Se trata siempre de impedir que se escabulla la ardilla.
Cuando Mason se acerca a Serpiente en actitud amistosa, el perro decide confiar en él en vez de tomarse la molestia de enseñarle los dientes por nada. A su alrededor, los seres humanos y sus niños van y vienen, comen mientras caminan, coquetean, discuten de dinero. Flotan por doquier los aromas a comida, a las fogatas y a otros perros.
—Hola, Serpiente… —le dice el hombre acuclillado, a prudente distancia, sin afán de molestar. El perro alza la cabeza inquisitivamente—. Supongo que los terriers de Norfolk, al igual que otras razas, mantienen una red de comunicación entre ellos, y siento curiosidad por el paradero actual del perro sabio inglés o Colmillo, como creo que también se le conoce.
Serpiente se queda pensativo. Durante todos estos años, su política con los forasteros, e incluso con su propio dueño, ha sido la de no revelar jamás que es capaz de hablar, pues ha conocido a otros perros, entre ellos el mismo Colmillo, que han confiado el secreto a los hombres y esa misma noche se han encontrado en una sala llena de humo y de ruido y sin esperanza de cenar hasta después de la actuación. A Serpiente no lo pillarán por ahí; muchas gracias, pero no. Sin embargo, algo debe de transmitir el perro por medio de las cejas, pues ahora el hombre sonríe solapadamente, tratando de parecer informado.
—Dicen que te gustan las ratas. Pues bien, por si te sirve de aliciente, nuestro chef de la expedición, Monsieur Allègre, está preparando en estos momentos sus mundialmente famosas Queues de rat aux haricots.
Serpiente piensa que ese plato es más bien un emético, pero se lo calla. «Que te gustan las ratas»… ¿Quién es este idiota, en cualquier caso?
—Yo te haré una pregunta, y sólo necesito que hagas un movimiento afirmativo con la cabeza. Dime, ¿ha ido al norte? ¿Al sur? No has asentido. ¿Al este? Entonces sólo queda el oeste. Bueno, tomaré eso como un gesto de asentimiento…
—Mason. —Dixon, envuelto en vapores de cerveza, aparece en la brillante explanada, a espaldas de Mason—. La lógica de lo que estás haciendo…, en fin, ¿te sientes a tus anchas con ella?
El hombre acuclillado se pone en pie, gruñendo.
—Serpiente, Serpiente, Serpiente… Si quedara una vela de un cuarto de penique entre nosotros y el Monongahela todavía sin apagar, no hay duda de que este baluarte del entusiasmo que tengo aquí al lado la encontraría para apagarla… Sí, Dixon, una vez más me has salvado implacablemente de mis pobres esperanzas, muchísimas gracias.
—¿No será que tu impetuosidad es, más que una vela, un fuego imprudente?
Serpiente, que ha observado bien a los seres humanos en el transcurso de varios inviernos, comprende que entre esos dos hay un notable grado de acritud. Los ve alejarse, gesticulando y gritándose, vuelve a colocar la cabeza entre las patas y exhala un suspiro. El viejo Colmillo… ¿Quién, a fin de cuentas, podría afirmar que conoce la verdadera historia de Colmillo? Algunos dicen que el propio Colmillo se lo buscó, otros culpan a los seres humanos que se aprovecharon de sus extrañas habilidades. Serpiente no tiene por costumbre informar sobre otros perros, y además, ¿quién sabe qué se proponía aquel hombre, tan ansioso por verle al cabo de tanto tiempo?
Los topógrafos intercambian miradas ante el extenso y calinoso territorio y las montañas azules que se alzan a lo lejos y cuyo silencio les aguarda.
—Sé que allí hay algo que tal vez no se revele hasta que lleguemos… Soy un británico del norte, medio escocés, íntimo de los gnomos, y nosotros jamás nos equivocamos en estas cosas.
—Ha ido muy lejos, como siempre. ¿Cuándo aprenderá? Jamás…
—Sé qué es lo que deseas que ocurra, qué esperas encontrar. Es lo único que podría haberte traído a América.
—¿Así que crees sentir…?
—No sé qué es. Podría ser tanto una manada de búfalos como luz procedente de otra parte, algo que tendrá más o menos ese efecto.
—¿Me prometes que no te propones tan sólo estimularme, con esa alegría tuya de quita y pon, como una peluca?
—No bromearía así contigo sobre esa cuestión. Con el pequeño Hickman, quizás, o con Tom Hynes, pero no contigo.
—Cuántos años se creen que tienen estos dos, ¿doce, diez años? Creen que son unos críos, y que vivirán eternamente. Claro que puedes bromear con ellos sobre eso.
Los caballeros localizan un barril de cerveza a la sombra. Un chiquillo virginiano, de siete u ocho años, corre hacia ellos y los mira con aire burlón.
—Puedo enseñaros algo que nadie ha visto nunca y que nadie volverá a ver.
Mason entorna los ojos, pensativo.
—No existe tal cosa.
—¡Ja, ja! —El pequeño saca un cacahuete sin abrir y lo muestra a los dos astrónomos antes de romper la cáscara y revelar dos semillas rojas en el interior—. Algo que nadie ha visto —dice, y se las lleva a la boca—, y que nadie volverá a ver.
Los caballeros, asombrados, por un momento parecen un par de semillas de cacahuete idénticas.