Durante todo el mes de noviembre, Mason y Dixon trazan la línea del este, 11 millas, 20 cadenas, 88 eslabones desde el poste que señala el oeste en el campo del señor Bryant, y que ahora también señala el este, el este hacia la costa de Delaware, desde donde debían extenderse los cinco grados de longitud en la concesión original. Es una tarea para la que podrían haber subcontratado a cualquiera de los agrimensores locales, que se cuentan por docenas.
—Una pareja industriosa —especula el capitán Zhang—, a no ser que estéis empeñados en poseer la línea en su totalidad.
—¿Y quién no? —replica Dixon—. Cinco grados, veinte minutos de la rotación de un día. Tiempo suficiente para toda clase de actividades, comer el pescado que no debes, enamorarte, firmar una orden que alterará el curso de la historia, echar una siesta… Un globo lleno de gente, y no hay nadie que desconozca el valor de veinte minutos, cada minuto es una perla que se deja deslizar, una tras otra, en las simas del olvido.
—O veintiún minutos, si añades otro cuarto de grado —dice parpadeando el chino—, cruzando Ohio, podríamos decir. Los jesuitas eliminaron cinco grados y cuarto del círculo chino, al reducirlo a trescientos sesenta. Un poco como los once días suprimidos de vuestro calendario, ¿no es cierto? Así pues, se plantean ciertos interrogantes: ¿adónde fue a parar esa porción de acimut?, ¿cómo se compensará?, ¿acaso vuestros cinco grados de perspectiva tenían que ser una especie de… almacén?
Los topógrafos intercambian muecas. ¿Y ahora qué? ¿Es posible que el chino hable en serio? ¿Tienen otro español ficticio a la vista?
—¿No se trataría tan sólo de ensanchar cada grado el grosor de un cabello, a fin de compensar la pérdida? —inquiere Dixon suavemente, en un tono que Mason le ha oído emplear para hablar a los caballos de tiro, esos caballos que los hermanos Killogh, los encargados de conducirlos, sostienen que son «bobos»—. Imagino que así serían de alguna manera compatibles con las creencias orientales. Tus grados faltantes se distribuyen, de un modo imperceptible, en la totalidad del círculo.
—¿Y qué no podría ocultar esa fina hoja de superficie planetaria que eliminaron? —sigue diciendo Zhang, sin hacerle caso, como un demente—. En veintiún minutos de reloj y once millones de millas cuadradas, puede ocultarse cualquier cosa, más de lo que vuestro Herodoto y hasta el inmortal Munchausen podrían haber soñado jamás. ¿La Fuente de la Juventud, las Siete Ciudades de Oro, el Otro Edén, los Cañones de Obsidiana Negra, los Ocho Inmortales, la Victoria sobre la Muerte, la Derrota de las Deidades Furiosas? Historias siempre secretas, tierras cuyas mediciones jamás se asociarán con ninguna efectuada aquí, en estos trescientos sesenta grados manchados por los sacerdotes…, mares azules, así como profundidades oceánicas, que existen sólo por mathesis…, sin orillas, sin nada más que su propio viento, que sopla desde ninguna parte sobre el globo oficial…
—Tampoco deberíamos olvidarnos de los cielos —replica Dixon—. ¡Tal como sucede arriba, así abajo! Innumerables estrellas, planetas insospechados, ¡planetas que albergan vida! ¡Vida moralmente inteligente! Un signo más del Zodiaco, si bien, por supuesto, un poco más estrecho, aunque podría extenderse de norte a sur, tal vez incluso toda la anchura del semicírculo… ¿Un dragón? ¿Un fusil de Pennsylvania? ¿Una línea de agrimensor?
—No sé si contentarme con esto. ¿Qué preguntabas, Dixon?
—Yo no he dicho nada…
—Pues claro que sí. Estabas murmurando algo, lo he oído.
—Me preguntaba en voz alta cómo es posible que alguien tan afectado por la cuestión de los once días se ofenda tanto cuando la histéresis se expresa en grados.
—Y tomados a la escala correcta —dice el capitán Zhang—, ¿qué hay ahí para elegir? Ambas supresiones son experiencias de ese fracaso del perfecto retorno que obsesiona a todos aquellos para quienes transcurre el tiempo. En el curso de la vida, pasada en compañía o a solas, lo que no retorna es siempre causa de pesar.
—Y un tema de debate animado entre los metafísicos, estoy seguro —interviene Mason tratando de sonreír—. Sin embargo, en estos momentos, hay una cuestión aun más acuciante, y es saber si te propones manifestar una violencia especial en el futuro inmediato.
—No puedes avergonzarme —replica el chino—. He perdido la vergüenza, como quien pierde a un pelmazo en una reunión, alguien que va detrás de ti, susurrándote: «Deberías haber dejado a la chica en Quebec. Tu destino nunca ha sido aguantar tanto, toda esta locura continental, y tú mismo vas a caer ahora en la locura».
—Eso les sucede a la mitad de los leñadores —observa Mason.
—¿Esa mitad que está colada por Zsuzsa? —añade Dixon.
—Esto, señores, sobrepasa con mucho a la en absoluto refinada conversación de los habitantes de esta rústica región. Ella era la pupila cautiva de mi gran enemigo, el enemigo de toda mi vida. Aunque el hecho de verla, incluso a distancia, al principio me causa placer, muy pronto las facciones de ese malvado emergen de los rasgos amados y los sustituyen…, pero deseo…, a él no, jamás a él…, sin embargo…, dadas esas condiciones, es evidente que para desearla debo superar toda vergüenza, o disolverme bajo ella.
—¡Y estás haciendo un trabajo excelente! —exclama Mason—. ¿No es cierto, muchachos?
A principios de diciembre regresan a casa de los Harland y trabajan en la determinación del grado de latitud para la Royal Society. No saben si alguna vez seguirán la línea occidental al oeste de los Alleghenies. Todo está en manos de Sir William Johnson.
—Un agradable caballero —recuerda el capitán Zhang—. El hombre errante no puede decir, ni siquiera saber, aquello que en lugares lejanos se considerará locura.
De vez en cuando Zhang, al igual que otros miembros del grupo, se presenta sin previo aviso en casa de los Harland, a quienes siempre alegra tener compañía. En Adviento se forma una especie de club, y deciden conversar sobre el tema del nacimiento de Cristo. Después de cenar se reúnen en el establo de los caballos, y tanto el capitán Zhang como el reverendo Cherrycoke figuran entre los asistentes más fieles. Los astrónomos no acuden con la misma regularidad, aunque están dispuestos a pronunciarse sobre aspectos de la cronología o de la astronomía, como por ejemplo la estrella que guio a los Magos.
—Fue una conjunción de planetas o un cometa —opina Dixon.
—Según Kepler, en el año 7 antes de Cristo, Júpiter y Saturno estuvieron tres veces en conjunción, y al año siguiente se les unió Marte —informa Mason—. Nadie que estuviera al aire libre aquella noche podría haber dejado de observarlo. Debió de ser el acontecimiento más espectacular en el cielo.
—Y tal vez en el año 12 antes de Cristo —señala el capitán Zhang— apareció el último cometa que vimos en el 59, cuyo retorno en nuestra era predijo el doctor Halley. La cola, siempre ahusada hacia el sol, pudo guiar así a vuestros Magos, o tal vez los míos, tras cada puesta del sol, hacia el oeste.
El reverendo interviene:
—Sin duda, caballeros, Cristo no nació en algún momento antes de Cristo… —dice, en el tono más dulce que puede.
—Si, como todas las naciones cristianas, acepta usted el cálculo de Dionisio el Exiguo —dice el geomántico—, entonces Herodes murió el 4 antes de Cristo. No obstante, en los Evangelios aparece vivo cuando nació Cristo. El edicto de empadronamiento, con miras a los impuestos, que llevó a María y a José a Belén podría haber estado en vigor ya el 8 antes de Cristo. Hay una serie de… incongruencias extrañas.
—A menos que la muerte de Herodes se fechara erróneamente, pues Dionisio el Exiguo, por lo que sabemos, era un agente de Dios.
—Dios debió haberse buscado otro agente —observa Dixon, musitando por la comisura de la boca, como lo ha hecho Mason.
—¡Señor Mason! —exclama el reverendo, volviéndose para mover el dedo índice ante su cara.
—Yo no he dicho tal cosa —protesta Mason—. ¿No es cierto?