Cierta vez, hace tanto tiempo que ya nadie está seguro de las fechas (aunque algunos dicen que fue durante el reinado de los emperadores Hia), el primer día del otoño, en la Hsiu o estación lunar de Fang, tuvo lugar un eclipse de sol, pero los astrónomos de la corte, Hsi y Ho, no lo predijeron. No es que no lo predijeran con exactitud, sino que no lo predijeron en absoluto. En vez de observar con diligencia el cielo y hacer los cálculos, habían pasado las noches jaraneando en la ciudad hasta altas horas de la madrugada, tomando vino en exceso, persiguiendo, borrachos, a notorias cortesanas, entre las que figuraba algún que otro varón, cayendo en letrinas públicas y perdiendo considerables porciones de sus reales estipendios, que quedaron en manos de toda clase de ladrones, desde aventureras a tahúres, hasta que, un mediodía extrañamente iluminado, como coagulado y neurálgico, cuando se encaminaban tambaleándose a sus aposentos en palacio, observaron algo en las sombras de los árboles. La luz del sol atravesaba las hojas y llegaba al camino, pero en lugar de los habituales topos de luz, más o menos redondeados, en medio de una sombra general, ven un absurdo tapiz de medias lunas idénticas, cada una estrechándose y agudizándose más y más, de una manera imperceptible, mientras los estupefactos astrónomos las observan, y poco a poco caen en la cuenta de que están viendo la luna, que se desliza sobre el disco del sol, alfombrando el suelo con esas infinitas y trémulas siluetas que se extienden en todas las direcciones hasta donde alcanza la vista.
—Creo que estamos en un aprieto —dice Ho.
—Gracias por estrujarte así los sesos.
Corren en el mediodía lívido y deslucido, pisando la brillante filigrana que se mueve lentamente, sin mirar el fenómeno que tiene lugar en lo alto. Los perros ladran en toda la ciudad. Las gallinas interrumpen lo que están haciendo y se duermen. Los niños de pecho lloran, los cerdos adquieren por unos instantes la capacidad del habla y dicen: «Chist, chist». La luz sigue desvaneciéndose, hasta que todas las sombras individuales se disuelven en una penumbra general, tensa y ominosa.
Una vez en el observatorio, una gran torre construida con mármol importado de Rajputana, Hsi y Ho suben, discutiendo, una escalera de caracol que conduce a las plataformas desde donde hacen sus observaciones.
—Hicimos las reducciones correctamente, ¿verdad? Las repasaste, ¿no?
—Bueno, no comprobé cada cifra, supuse que si tú hacías bien tu trabajo, no sería necesario.
Permanecen en la plataforma superior, dos seres minúsculos e insignificantes ataviados con hopalandas, procurando no mirar esa negrura total, mientras allá abajo, al tiempo que rompen a tocar címbalos y pífanos, una gran voz declara a Hsi y Ho, desde ahora y hasta la eternidad, enemigos del emperador, y los condena a muerte.
—¿Por qué? —chilla Ho, aterrado, a su colega—. ¿Qué hemos hecho?
—Hemos puesto en evidencia al emperador. Como Hijo del Cielo que es, debe conocer por anticipado todas esas maravillas.
—Es sólo un eclipse, nada más que sombras. ¿Cómo puede eso perjudicar al reino?
—Tal como sucede arriba, así abajo —dice Hsi, y suelta una risotada—. Los eclipses ponen a la vista de todo el mundo que algo está mal en el mismo corazón del Estado…, aunque, en este caso, el emperador culpará al eclipse, es decir, a nosotros, de cualquier inconveniencia: que si los zapatos le van pequeños, que si la comida le sienta mal, en fin, nos culpará de lo que sea.
—¿Nuestras cabezas por una simple indigestión? —replica Ho en tono quejumbroso.
—El jefe del Estado es demasiado importante para conformarse con menos.
—¡Corremos peligro, Hsi! ¿Qué podemos hacer?
—Huir —concluye Hsi.
Al mirar abajo, la escasa luz, les permite ver numerosos hombres con brillantes armaduras y formando columnas.
—¿Y cómo? —pregunta Hsi, en voz más alta de lo normal—. ¿Volando?
—Es una idea excelente.
Hsi muestra a su colega una cometa gigantesca de color azul celeste, construida con un material resistente pero liviano como la seda, reforzada con curiosas varillas de bambú y provista de un sistema de dirección.
—¡Rápido!
Oyen el ruido producido por las pisadas de los soldados, que resuenan en la escalera.
—Pero ¿resistirá el peso de los dos? —inquiere Ho, mientras su colega, que se ha fijado al cuerpo las alas de la cometa, le abraza ahora fuertemente.
—Depende de lo que hayas desayunado.
Juntos se lanzan desde la altísima plataforma aérea al puro vacío.
—Pues me he comido lo que quedaba del pato, unas seis empanadillas con salsa de cerdo… ¡Aaaaah!
Mientras caen a plomo hacia el suelo, abrazándose aterrados, allá arriba, en la plataforma que poco antes ocupaban, asoman los primeros perseguidores, quienes los miran bajo la penosa luz que reina. Los rostros son demasiado pequeños para que Hsi y Ho puedan ver sus expresiones. Los dos astrónomos esperan que les disparen flechas. El negro disco solar contempla la escena…
Debido a la reducida visibilidad, los astrónomos ya no notan la velocidad a la que caen, ni siquiera saben cuánto se han alejado del palacio y de sus perseguidores. Pero cuando transcurre un tiempo considerable y comprueban que no se han estrellado contra el suelo, Hsi, el más despierto de los dos, comprende que están planeando. Por entonces la luna, tras visitar el sol, ha empezado a apartarse de la superficie de éste y el paisaje vuelve a ser cada vez más descifrable.
—¡Mira! —exclama Hsi, señalando detrás de Ho—. ¡Un ejército en marcha! ¡Mira ese penacho de polvo!
—¿Dónde? —Ho se vuelve para mirar—. ¡Y viene hacia nosotros! ¿Qué crees que es?
—Espera —se le ocurre a Hsi—, somos nosotros, Ho. ¡Óptica elemental! Si podemos verlos…
—¿Qué? —Cada uno espera a que el otro hable. Finalmente Ho dice—: ¡Ah, claro!, quieres decir que… ¿Entonces ellos también nos pueden ver?
—¿Y por esto arriesgo la vida? No sé por qué no te dejo caer. Además, así mi huida sería mucho más fácil.
—Como gustes, por supuesto.
—Y se me están cansando los brazos.
—Pues los míos también. ¡Menudo abrazo!
—Entonces, de acuerdo, allá vas.
Hsi abre los brazos bruscamente. Ho trata de aferrarse de nuevo a Hsi, pero ya está en el aire, y ya no puede abrazar sino al viento que provoca con su caída.
Sin embargo, tan enfrascados estaban los astrónomos en su riña que Ho no ha reparado en lo mucho que su artilugio se ha aproximado al suelo. Lo cierto es que apenas cae desde diez pies de altura, y en un lago rodeado de sauces que se encuentra en las tierras del señor Huang, un mercader muy rico que tiene siete hijas casaderas. Mientras Ho se debate en el lago, su colega cae encima de él y luego, sobre ambos, el par de alas…
Llegan a la orilla y, tambaleándose, empapados, cuando el alivio por seguir vivos empieza a disiparse, reanudan la discusión.
—Me has dejado caer —recuerda Ho—. De haber estado a mayor altura, me habrías asesinado. ¡Qué extraño es esto! ¡Heme aquí hablando no sólo con un asesino sino con mi propio asesino!
—Sabía que casi estábamos en tierra —replica Hsi—. ¿Crees de veras que te habría dejado caer si hubiéramos estado a más de diez pies de altura?
—Pues no sé… ¿Me habrías dejado caer desde veinte pies? Uno puede matarse si cae desde una altura de veinte pies.
—No en el agua.
—¿Cómo que no? Supón que sólo hubiera sido un estanque, gigantesco y espejeante, de unas pocas pulgadas de profundidad.
—Vi que era profundo por el color del agua, por no mencionar las olas de la superficie.
—En ese caso, después de tan precisa evaluación de nuestra zona de aterrizaje, ¿por qué no quisiste bajar conmigo?
—Parecías más interesado en gritar, y yo era reacio a interrumpirte.
—Pero me has dejado creer que me estabas matando. Al caer en el lago me dije: «Así que es esto, he aquí el mundo de los muertos». Hum, sí, un lugar húmedo… y también frío. Un lugar donde no te permiten respirar, etcétera, etcétera. Y al final me di cuenta de que estaba bajo el agua…
—Gracias, Ho, pero en cuanto a la clase de ayuda que necesitas… tu colegio debe de tener una lista a la que pueda remitirte y, como he dicho muchas veces, no es ningún estigma, hay excelentes programas de curación para casos como… Perdona, ¿qué estás haciendo?
—Estoy meando.
En algún lugar del laberinto verde pálido de los sauces se oye un coro de alegres comentarios. Son las hijas de Huang, quienes habitualmente van a todas partes acompañadas. Ho no tarda en perder de vista a Hsi, a quien oye llamar:
—¡Chicas, chicas! ¡Es aquí, aquí!
En esos momentos se presenta el padre con un grupo de servidores armados, y exige saber cómo se las ha ingeniado Hsi para adentrarse tanto en sus posesiones. Incapaz de inventar otra historia sobre la marcha, Hsi le dice la verdad. El señor del lugar cree que le está engañando, pero la referencia al eclipse le ha interesado.
—Así que estudias las estrellas, ¿eh? ¿Puedes predecir cuándo ocurrirá el próximo eclipse?
—Pues claro. Si os interesan los eclipses de luna, también puedo predecirlos.
—Hoy he ganado más yuanes en un solo trato de los que podrías ver en toda una vida de trabajo para el emperador, y todo como resultado de tu maravilloso eclipse. Un almacén lleno de seda, conseguido a cambio de nada, porque su dueño creyó que había llegado el fin del mundo. De haberlo sabido de antemano, podría haber cerrado más de un trato. No es de extrañar que el emperador quiera vuestras cabezas.
Con un movimiento reflejo, Hsi se lleva las manos a la cabeza, como para asegurarse de que sigue sobre los hombros.
—Ah…
—Ni que decir tiene, la paga sería excelente. Y el mismo trato para tu colega, naturalmente. ¿Dónde está, por cierto?
La respuesta es un lento crescendo de conversación, que avanza hacia ellos a través del bosque ornamental de abedules que los rodea.
—Tened las espadas a punto, muchachos —ordena el señor Huang, quien empieza a manifestar cierta irritación.
Ho sale de entre los árboles, desgreñado y presa de una risa incontenible. Con un brazo, Ho rodea a la mayor de las jóvenes, la cual le besa con apasionamiento mientras sus hermanas, riéndose estrepitosamente, con los semblantes sonrosados y los vestidos sucios, retozan a su alrededor.
—¡Papá! Éste es Ho, y queremos casarnos ahora mismo.
—Sí, papá, por favor —corean las demás, mientras Li da a Ho un empujón que le hace avanzar tambaleándose en dirección al padre.
Ho tiene la vestidura desgarrada, y los arañazos surcan toda la piel descubierta. Hay verdín del lago en su cabello. Mira de soslayo, con expresión amistosa, al señor Huang, pero no sabe qué decirle.
—¿Cerramos el trato? —musita el señor Huang a Hsi, quien se encoge de hombros—. Entonces no veo problema alguno. Bienvenido a la familia Huang, hijo mío. Te llamas Ho, ¿no es cierto? Tanto tú como tu excelente colega habéis entrado en un nuevo dominio. Vuestro emperador rendía cuentas al Cielo, aquí debemos rendir cuentas al Mercado, y un día tras otro, interminablemente, pues ése es el Poder inescrutable al que servimos, un dios inmisericorde, cuyos manejos son invisibles.
En las semanas y años que siguen, Hsi y Ho, siempre a un paso por delante de los espadachines contratados por el emperador, emprenden largos viajes, se hacen acreedores de respeto y amasan una fortuna tras otra. Tienen grandes éxitos, y los eróticos no son pequeños: los tienen en alguna ocasión, y con diversas combinaciones, algunas de ellas muy divertidas, y a veces con las siete hijas. La gente suele confundir a Hsi con Ho, lo cual, al comienzo de sus carreras, es un inconveniente, pero en años posteriores eso constituye una fuente siempre renovada de júbilo. Con regularidad, el uno o el otro se arrepiente de la vida que lleva y expía su mala conducta prescindiendo de la bebida, la gula o el ma-jong; sin embargo, como pocas veces, o nunca, ambos astrónomos se arrepienten al mismo tiempo, sólo uno de los dos presta atención a la tarea que les han encomendado. El resultado es que Hsi y Ho descuidan sus deberes, no calculan cuándo ocurrirán los eclipses, solares o lunares. Sin embargo, el señor Huang sigue confiando en los astrónomos, apuesta sumas cada vez más grandes confiando en el desconocimiento de los eclipses por parte de todos los demás, no sólo por parte de los mercaderes de la seda, sino también, muy pronto, por parte de los banqueros, otros señores y sus generales, hasta el terrible día en que Hsi, Ho o ambos, mientras efectúan los cálculos de un inminente eclipse total de sol, con los dedos grasientos debido a la enorme fuente de dim sum que —tras haber regalado sus palillos de oro personales como muestras de deseo a la señorita Chen, ese personaje de ópera— comen distraídamente con las manos, se equivocan en un número suficiente de cuentas esenciales del ábaco para incurrir en un error de varias horas en sus predicciones. Entretanto, vestido como una subdeidad china, de rojo, amarillo, azul y varios tonos de gemas, tras ordenar en vano al sol que se oscurezca, el señor Huang se encuentra lejos de casa, aguardando ante la aciaga ribera de un río y un ejército adusto. El desprecio en las primeras filas es cada vez más evidente, al tiempo que la pérdida de la credibilidad de Huang se expande hacia atrás entre las huestes. El cielo sigue tan inexpresivo como el rostro de un astrónomo contratado, el sol sonríe implacablemente como un idiota. En una versión del cuento, Huang se salva por los pelos, y lleno de furor destierra a Hsi y Ho, quienes terminan sus días en el desierto occidental, convertidos en santones indigentes, alimentándose con unas gotas de agua y los pocos granos de arroz que les concede cada jornada, mientras que en otra versión las descontentas tropas matan a Huang, y en ese instante el sol por fin empieza a oscurecerse, y el terror y el arrepentimiento cunden en el ejército, y entonces los astrónomos, que parecen haber aguardado ese momento durante toda su vida, pueden apoderarse fácilmente de las tierras, de la fortuna, del ejército y del harén de hijas de Huang. Ellas, intemporales como las Pléyades (a quienes las muchachas chinas conocen como «las siete hermanas de la industria»), cuidan con esmero de los astrónomos hasta el fin de sus días.