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El 4 de agosto, Mason deja constancia de «una gran tormenta, con truenos y rayos, estos últimos muy seguidos, desde las nubes al suelo, que cayeron a nuestro alrededor, unos cinco minutos antes del huracán de viento y lluvia. Las nubes situadas sobre la parte occidental de la montaña tenían el aspecto más espantoso que he visto jamás: parecían amenazar con la disolución inmediata de cuanto estaba debajo de ellas».

—La clase de tiempo que te gusta —supone Dixon, mientras masca, más que fuma, un cigarro Conestoga.

—Mira esa nube, es terrible. ¿No rezas en estas situaciones?

—Claro que sí, pero no imaginaba que los deístas rezarais tanto…

—Bueno, eso de rezar no es algo común a todos los deístas, sino puramente personal…, todo lo que hace falta es un rayo…

Estalla un trueno formidable, apocalíptico, y un relámpago lo ilumina todo con una luz mucho más intensa que a mediodía.

El grupo regresa de nuevo al este, hacia la memoria, hacia la confabulación. El mundo físico —desde las ráfagas de viento a los eclipses— ha de hacerse más insistente, pues a los topógrafos, durante su viaje de regreso en la dirección contraria a la puesta del sol, los asaltan una y otra vez los «podría ser» y «si así fuese», por no mencionar los «qué ha sido eso».

Al día siguiente, cuando están todavía al oeste de Gunpowder, cruzando el arroyo Biter-Bit, pasan cerca de una casa en la que algo está llegando a la cúspide, un jaleo que tiene lugar cada mes, un fenómeno, en efecto, lunar, y que en ocasiones anteriores los topógrafos han conseguido evitar. Parece ser que cada vez que la luna llena asciende para bañar con su luz amarillenta las cuestas y las brechas de la región, Zepho Beck se levanta de la cama y despierta a su mujer, Rhodie, quien entonces aguarda durante tantos latidos de corazón como puede antes de salir sigilosamente en pos de Zepho, que se dirige a la orilla del arroyo y, tras seleccionar un abedul de cierto diámetro, se agacha ante él, muestra los dientes, se aparta el cabello de la cara y, humedecido con el agua del arroyo, se lo peina hacia atrás con los dedos. Después se aproxima al árbol lo suficiente para husmear la corteza y oler los fluidos vitales que corren por debajo, luego se abalanza sobre el tronco y, mientras lo roe de un modo rápido y atroz, al tiempo que sus ojos emiten demenciales destellos amarillos, lo derriba… Su mujer, a hurtadillas y con cierta agitación, ve cómo Zepho se desnuda y muestra el denso pelaje que le cubre el cuerpo; Zepho entra en el agua, arrastrando consigo el árbol cortado, y avanza corriente arriba, sacudiendo los pies, a los que ahora les han salido unas membranas con las que se impulsa y orienta; luego rodea con elegancia varios recodos, hasta que llega a una gran presa que están construyendo auténticos castores, los cuales, naturalmente, huyen para ponerse a salvo en cuanto ven a Zepho, pues le conocen, ya que esta escena se repite cada vez que hay luna llena. Indiferente quizás al rechazo social de que es objeto, Zepho se dedica a fragmentar su árbol y a colocar los pedazos en cualquier parte de la estructura de la presa o madriguera, donde le parece que deben ir. A la mañana siguiente lo encuentran a cierta distancia de su casa, cuesta abajo, al lado del estanque donde estaba pescando, tendido entre los restos de arbustos roídos, con fragmentos de nenúfares a medio comer sobresaliéndole de la boca.

—Castorantropía —dictamina el profesor Voam, sacudiendo la cabeza—. Y vaya si he visto cómo afecta eso a un hombre. Es trágico.

—Sí —dice Rhodie, la mujer de Zepho—, y podría usted preguntarles a los indios que usted conoce si esto les gusta a los otros castores.

—¿«Otros», señora?

—Hombre, sólo tiene que echarle un vistazo cuando está… como está, con ese pelo y esos dientes, y la cola, por Dios, los castores parecen mirarlo como si fuese otra especie de la fauna del arroyo. Aceptan de buen grado su ayuda en la construcción, pero durante el mes de intervalo hasta el siguiente ataque, pierden mucho tiempo enderezando gran parte de lo que él ha hecho mal. Yo lo quiero mucho, pero Zepho no es carpintero. Miren este lugar. Dios misericordioso. Y las cosas van de mal en peor. Cree que los indios le tienden trampas, que se proponen capturarlo y trocar su piel por armas. A veces dice «cuero cabelludo», pero en general «pellejo».

—Un caso avanzado —dice el profesor. Están en el establo, adonde han llevado a Zepho, causando perplejidad a los animales, que han de añadir la imagen de esa criatura salvaje a la imagen que tienen del hombre que suele alimentarlos—. Los indios a los que he consultado saben todo lo que ocurre, y por si le sirve de consuelo, le diré que al menos Zepho no está solo, pues un escocés del Ulster, a quien le gustan los arces de pantano, se ha pasado el verano chapoteando Juniata arriba (un hijo de Dublín, que vive junto al Cheat). En fin, ha habido por aquí bastante castormorfismo entre los blancos desde que iniciamos la colonización, cuando empezamos a poblar el lago.

Desde luego, a esos indios no les extraña que exista un castor gigante. Al contrario, el castor gigante tiene un destacado papel en los relatos sobre sus orígenes y sobre el origen del mundo. Tal castor afirma tener derecho a la cuarta arte de la nación delaware, y tiene su propio tótem, el del castor, y es un protector y sustentador, hace milagros. Sin embargo, Zepho, cuando hay luna llena, no es exactamente lo que ellos esperan, pues de alguna manera no logra mostrarse lo bastante siniestro o poderoso; y los indios, para ser francos, tampoco lo consideran lo suficiente castor, dado que el fenómeno sólo dura una noche y un día, mientras que, durante las demás fases de la luna, parece ser el Zepho de siempre.

—¿Cómo puedes seguir queriéndome por marido? —pregunta fuera de sí a su mujer.

—Ser castor por un día no parece gran cosa, Zepho. Ya has visto todo aquello en lo que yo puedo volverme.

—Muy amable, Rodhie, demasiado amable, a decir verdad. ¿Qué estás tramando ahora?

—Nada, Zepho. Ya sabes que las mujeres revoloteamos de una ilusión a otra, y de repente se me ha ocurrido la idea de organizar un concurso.

—Rhodie…

—¡Ganaremos una fortuna! Supón que tú y ese leñador sueco, Stig, hicierais…

—Espera, espera, no saldría bien, querida. Hay una docena de cosas que deben ser perfectas para que funcione en mi caso: el sabor de la corteza, la edad del árbol, sus emanaciones vitales…

—Y además no es justo —añade el profesor Voam—, pues a Stig le tiene sin cuidado lo que corta, sabe que puede cortar cualquier cosa con esa hacha de pala sueca y mango tallado a medida, puede talar un nogal o un aliso, un roble o un melocotonero, a Stig le importa poco, las ecuaciones son las mismas, y sólo ha de tener en cuenta los coeficientes del árbol en cuestión. Detalles de importancia para un castor quedan superados con un único y brutal hachazo, tras el cual todo ha terminado.

—¿Quiere usted decir que sería una competición desigual? Oiga, yo puedo hacer lo mismo que ese sueco.

—¡Éste es el Zepho con el que me casé!

Y así, la noche del 5 de agosto, con luna llena, los dos leñadores se encuentran en la perspectiva. Mason y Dixon sacan y ajustan minuciosamente el reloj de la Royal Society, alzan la pesa con el manubrio y ponen el péndulo en movimiento. Los concursantes avanzarán el uno al lado del otro, cada uno responsable de la mitad de la perspectiva. Al término de dos horas perfectamente cronometradas, se contarán los árboles caídos. Si el número de árboles derribados es el mismo, entonces Zepho y Stig talarán un árbol más, y el más rápido será el ganador.

—¿Preparados? —pregunta el señor Barnes en voz resonante—. ¡Caballeros, despéjennos una parte de la perspectiva!

Un grupo de jóvenes damas de la señora Eggslap se han presentado para apoyar y jalear a Stig.

—¡Así se maneja el hacha! ¡Buen corte! ¡Adelante, Stig, adelante! ¡Hacia la victoria!

Stig adopta para que ellas lo vean una pose atlética tras otra. Tiene tiempo más que suficiente para ponerse a trabajar, ¿no es cierto?, y todas estas chicas son tan…

—¡Stig!

¿Qué es esto? Stig entorna los ojos y mira a su alrededor. Zepho ya se ha alejado mucho, está en la siguiente elevación, dejando tras de sí un trecho de cinco yardas de árboles horizontales y pulcramente clasificados en troncos, ramas y ramitas. Stig empuña el hacha y ataca su lado de la perspectiva con tal furor que el primer árbol cae antes de que él esté en condiciones de evitarlo. En consecuencia, una rama le golpea el trasero, arrojándole al suelo. Tarda cierto tiempo en levantarse, y cuando lo hace cojea. No es más que un esguince, y podrá seguir talando árboles durante las dos horas siguientes, pero no hasta el punto de acercarse apreciablemente a Zepho.

—Me consideraba perfecto —recordará Stig más adelante—. ¿Qué ocurrió?

—A veces es duro ser mujer… —dirá la señora Eggslap.

El sol se ha puesto hace rato, y ha salido la luna llena de agosto. Esperando que sus rayos estimulen todavía más a Zepho, Guy Spit, el tahúr, envía agentes a todas partes para que apuesten por el número total de árboles que se derribarán. Cabe imaginar la consternación de Spit cuando Zepho, al ver el satélite, grita y echa a correr hacia la sombra más cercana.

—Imposible —musita el profesor Voam—, a menos que…

—¡La luz! —grita Zepho—. La luna, Rhodie, es casi… ¡ahh!

Mason y Dixon intercambian miradas.

—¡El eclipse! —exclaman ambos al mismo tiempo.

Acaban de recordar que esta noche empezaba el eclipse de luna. Zepho se está metamorfoseando de nuevo en humano, cosa que no le hace mucha gracia. Stig solicita que la competición se declare nula, y Guy Spit se echa a llorar. Su única palabra inteligible es «ruina».

—No importa —murmura Rhodie, procurando hacer caso omiso de los puñados de pelo que Zepho le deja en el delantal—. Tenemos un juicio prometedor, si podemos demostrar que estos astrónomos lo sabían por anticipado.

—Supusimos que el eclipse no tendría ningún efecto sobre Zhepo —protesta Mason— y, desde luego, no hemos usado ese conocimiento para ganar dinero, ¿no es cierto?

Dixon alza los ojos al cielo y adopta una actitud piadosa.

—¿Cómo no iban a estar relacionados? ¡Háblame, Zepho mío!

—Ni siquiera un abogado de Filadelfia podría ganar el caso con semejante argumento.

—¡En los tiempos antiguos los habrían decapitado! —exclama el capitán Zhang—. Por cierto, a punto estuvo de sucederles eso a un par de legendarios astrónomos chinos, llamados Hsi y Ho.

A la noche siguiente, Zepho está todavía muy compungido por su impremeditada reconversión a la naturaleza humana, y surge de nuevo el tema del desliz cometido por Mason y Dixon. Entonces el capitán Zhang cuenta la historia de Hsi y de Ho.