El 22 de abril nieva durante toda la noche en los Conoloways, y un palmo de nieve cubre el suelo cuando los leñadores se despiertan; éstos, alegremente, se dedican a hacer proyectiles con la nieve o a meterla bajo los calzones de los compañeros. Es primavera. Mason asoma la cabeza por la abertura de la tienda y le cae encima la pequeña avalancha que se desliza por la lona. Una bola de nieve derriba el sombrero de Dixon, que corre en persecución de Tom Hynes alrededor de la carreta del cocinero.
—He soñado que al oeste de aquí había una ciudad —trata de recordar Dixon, mientras contempla su tazón de café como si fuese una bola de adivina, los ojos entrecerrados a causa del humo de leña que trae el viento—, situada en alguna gran confluencia de ríos, o en un puerto de un mar interior, una ciudad de considerable tamaño, activa, próspera, sagrada.
—Una Filadelfia rústica…
—Bueno…, sí, ya que lo planteas de esa manera…
—Confío, Dixon, en que cuentes con la posibilidad de que la Filadelfia real sea tan sagrada como puede llegar a serlo cualquier otro lugar de esta región. A medida que avanzamos hacia el oeste se observan cada vez con mayor frecuencia esas fuerzas que las ciudades costeras han aprendido a repeler y a dejarlas para los habitantes del interior: los rayos, el invierno, la indiferencia al dolor, por no mencionar el fuego, la sangre y esas cosas, todo medido en una escala muy distinta a la de Filadelfia, unas fuerzas para las que nosotros, nuestra Real Comisión y nuestros costosos instrumentos no somos más que pulgas en un circo de pulgas. Cada día nos adentramos más en un mundo en el que cada vez hay menos restricciones, un mundo sin ley, donde no hay consenso acerca de cómo debería ser la vida, y este interior, entretanto, va haciéndose más boscoso, salvaje y peligroso, y llegará un punto en que por fin encontremos, tal vez en la misma longitud que nuestra «ciudad», una anticiudad, un lugar donde se concentre el destino, donde se viva en un estado final de abandono, donde todos los hombres estén tan irremediablemente solos y en peligro como puedan soportarlo sus almas, unas criaturas tan perdidas que, comparados con ellas, incluso los indios seneca parecerán cristianos y misericordiosos.
—Vaya, ¡qué animado estás hoy! Ya me gustaría a mí ser tan alegre como tus sueños, Mason. Sé que los sueños que tienes poco antes de despertar son los más agradables para ti. Para entonces, hace rato que estoy despierto, debido a mi renuencia a experimentar de nuevo los horrores de los míos, y por ello puedo observarte.
—¿Cómo? ¿Acaso hablo en sueños? ¿Es eso lo que estás diciendo?
—Sí, claro. Pero no has de preocuparte, porque nadie te entendería. Hablas en otro idioma.
—¿Que hablo en otro idioma mientras duermo? Dixon…
—No sé a qué viene tanto nerviosismo.
—¡Posesión! Es decir, el alma de otro posee mi cuerpo mientras duermo. ¡Claro, se trata de eso, ni más ni menos!
—Bueno, si, mientras estás ausente, soñando… Eso dirían algunos, y otros añadirían: ¿qué más da? No me mires así, pregúntale al reverendo. Tienes un cuerpo onírico; ¿de qué te sirve el de carne y hueso mientras duermes? Anda por ahí un alma errante que puede llevar siglos sin dormir, que incluso puede haberse olvidado de lo que es dormir, un alma, que, si la mortaja tuviera bolsillos para llevarlas, podría haberte ofrecido muchas libras de oro tan sólo por un cuarto de hora de descanso… y aquí está tu cuerpo, como una posada en una inmensa región despoblada, una posada caldeada, bien drenada, llena de provisiones y, salvo por un corazón que late y un cerebro dormido, vacía. Pero eso no es más que una mínima inconveniencia…
—Dime entonces, gracioso: ¿dónde podría estar ese fantasma forastero cuando no sueño? ¿Qué disposición de ánimo puede tener?
—Imagino que está ocupado buscando otra habitación. ¿Te da miedo pensarlo?
—Bueno… Eso no se puede consentir, ¿verdad?
—En fin, no si te sientes así. Oye, ¿por qué no le pides al capitán Zhang que se quede fuera de la tienda, escuche atentamente y trate de captar algo?
—Es un asunto demasiado personal.
—La mitad del campamento lo oye. Algunos creen que son indios, y los leñadores dicen que, si son indios, se trata de una tribu todavía desconocida.
Unas horas después, cuando salen de un bosque, Mason señala al este, donde el campamento ha aparecido ante su vista, como un espejismo.
—Hay algo que aguarda, directamente en la trayectoria de nuestro paralelo, demasiado seguro de sí mismo como para sentirse obligado a venir a nuestro encuentro, y entonces, mira, ¿qué va a ser de este poblado gitano rodante que hemos traído con nosotros? —El sol empieza a descender, las sombras tempranas oscurecen los cordajes de las tiendas. Se oye el tintineo de las cacerolas, el viento succiona el humo de la cocina que sale por las aberturas de ventilación—. Es posible que nada de todo esto tenga que ver con nosotros. Puede que nuestra historia se encuentre más bien antes y después, y que sólo tenga que ver con los tránsitos de Venus, jamás con esto, con el presente, con la línea, que es el drama de otras personas, de Darby, de Cope, de Tom Hynes, del señor Barnes, de algún nuevo contratado al que ni siquiera vemos, y cuando los dos hayamos terminado y estemos de regreso en Sapperton, no más juiciosos que antes, quizás algún día nos despertemos y no podamos decir si todo esto ha sucedido en realidad o si tan sólo lo hemos soñado, incluso dudaremos de este mismo momento, Dixon, que yo sé que es real…
—Dios mío…
En cualquier caso, durante algún tiempo sí parece ser un drama que atañe a Stig, el alegre leñador: todos los demás se escabullen, se cambian de peluca y casaca y salen al proscenio sólo cuando los necesitan. «Pero ¿quién ha necesitado jamás a Stig?», como la señora Eggslap suele decir con un suspiro, aunque él la oiga. Sin embargo, Stig, mientras trabaja diligentemente con su hacha, hace acopio de la mayor lucidez mental que pueda conseguir. Esta testaruda concentración atrae por fin la atención de McFee Dedosligeros. Y cuando McFee rebusca en el baúl de marinero de Stig, éste, hacha en mano, lo sorprende.
—¿Qué diantres haces? —le pregunta Stig.
—¡Ja! ¿Qué es esto? —Y McFee agita un rollo de pergamino, lleno de complicados sellos y con una anticuada escritura en otra lengua, posiblemente sueco.
Stig tiende la mano.
—Dámelo.
McFee mira el filo reluciente del hacha y reflexiona.
—¡Indios! —grita.
—¿A qué indios te refieres? —pregunta Stig a la tienda vacía, pues McFee ha puesto pies en polvorosa.
Stig lanza un rugido y corre tras él; los dos saltan sobre los cubos de la colada, tropiezan con los vientos de las tiendas y tiran abajo algunas de éstas, se detienen en el economato para arrojarse patatas y cebollas uno al otro durante un minuto, hasta que llega a caballo el brazo derecho del capitán Shelby, el señor Joseph Warford, conocido por su tendencia a posponer indefinidamente los procedimientos judiciales, el cual los detiene a ambos y, cuando todos están en la tienda del cocinero, echa un vistazo al misterioso pergamino.
—Hum… ¿Está en sueco, Stig?
—En latín.
—Vamos, Sting, suéltalo todo —le exige el capitán Shelby—, o tus días de alegres correrías están contados.
—Muy bien, me han enviado aquí ciertas personalidades suecas que creen que los Penn, que trabajan en secreto para Roma, se apoderaron ilegalmente de la tierra que pertenecía al primer Svånssen y en la que se alzaría más adelante Filadelfia, por lo que esa metrópolis desde siempre ha pertenecido legalmente a Suecia.
—¡Cómo! —exclama Dixon—. ¡Jacobitas suecos, o algo por el estilo!, ¿no, Stig?
—En medio de vuestro gran mundo deslumbrante es fácil pasar por alto la llama de nuestra causa…, pero esa llama arde con la suficiente intensidad como para que ciertas manos acostumbradas desde hace mucho al robo no se atrevan a acercarse. Los suecos han estado aquí desde el principio, y vivían en paz entre los indios, sin necesidad de arrebatarles la tierra con falsedades. En realidad, para Penn, los suecos no eran más que otra tribu de indios que residían en su concesión americana, y su presencia le irritaba no menos que la de los indios. Ésta es la razón de fondo que motivó una disputa por los limites; de ahí la presencia de estos astrónomos.
—¡No tenía ni idea, Stig! —exclama la señora Eggslap—. ¡Sabes hablar! ¡Pagaré su fianza de buen grado, Su Señoría!
—Si esto es una reclamación sueca, señor —protesta el señor Barnes, el abogado del campamento—, no se presenta precisamente en el momento oportuno. Durante más de ochenta años los reyes han venido y se han ido. ¿Qué espera usted obtener de este asunto?
—No soy más que un agente, señor. Si desea una explicación más amplia de los motivos e intereses, más allá de nuestro sencillo deseo de justicia, puede preguntar a los jesuitas que usted conoce.
—Si está usted refiriéndose a mí… —dice Dixon en tono agresivo.
—¡Caballeros! ¡Señoras! —grita el juez de paz—. ¿Debo leerles la Ley Antidisturbios? Me han dicho que lo hago de la manera más conmovedora, y han llegado a compararme con el señor Whitefield, aunque recibo muchas menos donaciones, por supuesto. —(Esto, que a muchos les parece una flagrante solicitud de soborno, a otros se les antoja una inocente broma)—. Bueno, Stig, cuéntanos tu versión.
—¿Sabe alguno de ustedes de dónde vengo y qué me ha traído aquí? —inquiere Stig—. ¿Saben algo de la eterna helada, de esa inmensidad blanca bajo un sol que no se pone de noche? En la Real Biblioteca de Copenhague hay un antiguo manuscrito de vitela, un regalo del obispo Brynjolf a Federico III, donde se explican las aventuras de los primeros nórdicos en América, aquellos largos inviernos y los pavorosos milagros que han de producirse antes de la primavera: la sangre, los fantasmas y las apariciones de personas vivas, las profecías y las visiones… El deprimente atisbo que tuvieron los europeos del «nuevo» continente estuvo acompañado desde los tiempos antiguos por el asesinato, la esclavitud y los lamentables fragmentos de una magia irreparablemente destrozada.
»Así pues, rebasar los cabos de Delaware fue para mí como pasar ante las columnas de Hércules, pero no para dirigirme hacia fuera, hacia los sencillos misterios de alta mar, sino para ir hacia el interior, hacia la ramificación, el estrechamiento y la compresión, hacia un enigma tan opaco y peligroso como cualquiera de los que he encontrado en mis viajes. Ascendimos durante toda la jornada, y al anochecer por fin nos aproximamos a la Philadelphia Irredempta, con su incesante fragor, iluminada por las antorchas, y avanzamos a toda prisa, como en una continua llegada desde el futuro: ahí estaba el idilio mesopotámico de los Svånssen, que se había esfumado como un Edén.
»Mientras me hallaba entre la agitada multitud que atestaba el muelle, sin saber a ciencia cierta cuál sería mi próximo paso, una mano me tiró del manto y una voz me saludó, llamándome por mi nombre cristiano. Me estremecí, cosa que no suele ocurrirme. La voz me resultaba desconocida y, sin embargo, lo terrible era que “la conocía bien”. A pesar de que yo no estaba preparado para ser objeto de ninguna ceremonia de recepción, de todos modos realicé con él los cambios necesarios de contrasellos y palabras que jamás pueden escribirse y demás cosas por el estilo. Le agradecí, farfullando, que hubiera acudido a recibirme. Ya no recuerdo qué aspecto tenía aquel hombre. Se aproximó un carruaje cerrado…
—Un momento —le interrumpe el capitán Shelby—. ¿Eran cohens electos, rosacruces bávaros? Vamos, Stig, admítelo… No tienes nada de sueco, ¿verdad?
—A usted le corresponde averiguarlo, señor. Digamos que mi gente es del norte, septentrional y de piel muy blanca, tan blanca que ustedes, los británicos, nos parecen lo mismo que a ustedes los africanos. —Hace una pausa, como quien ha contado un chiste y se detiene para que sus oyentes se rían; pero todos guardan silencio, perplejos por esa clase de blancura. Stig prosigue—: Sin embargo, lo primero que aprendemos a hacer, antes incluso de que aprendamos a pescar, es imitar a los suecos, pues nuestra nación prefiere que no la incomoden a cambio de enviar al sur a unos pocos emisarios de vez en cuando, como si fueran mancebos y doncellas entregados para el sacrificio; esos emisarios llegan a este mundo cargado de pecado y se hacen pasar por finlandeses, por suecos y, alguno que otro, por húngaros… Y existe un cuerpo de intermediarios que los contrata; yo tengo el honor de pertenecer a ese cuerpo.
—Trabaja como agente de jacobitas suecos innominados —dice el señor Warford al tiempo que escribe vigorosamente.
—Mi contrato tiene un año de validez. Es posible que, el año próximo, Suecia, el «Oscuro Olaf», como nos gusta personificar a ese país, ya no desee mantener su reclamación. Entonces tendré que servir como agente de otro. —Sus pestañas son agitados filamentos luminosos; su frente, pálida y sin surcos, parece una costa ártica—. Sin duda encontraré trabajo en alguna provincia americana. Tras el éxito del señor Franklin en Londres, habrá mucha demanda de agentes coloniales, quienes, por otra parte, se verán en apuros para cumplir con los criterios que él ha establecido.
—Lo que no acabo de comprender —dice el señor Warford— es de qué manera talar árboles durante todo el día puede ayudar a los suecos a recuperar Filadelfia.
—Es un ejercicio saludable —replica Stig—. Y también lo es el aprendizaje de las artes pioneras, en particular del trazado de perspectivas. Sí, para nosotros las perspectivas pueden ser muy importantes, pues del mismo modo que la forma de una lanza contuvo en el pasado la forma de las justas en las que sería usada, así estos fusiles del condado de Lancaster, con una fidelidad asombrosa, crean sus propias perspectivas de plomo en movimiento, rectas como un rayo de luz a lo largo de una milla o más, algo terrible para la desdichada ardilla que se encuentra en la loma próxima y que se cree a salvo.
—¿Prevé usted un ataque armado contra Filadelfia?
—¿Acaso es eso tan fantástico? Los Muchachos de Paxton casi lo lograron el año pasado, ¿no es cierto? Y eran escoceses, galeses, irlandeses, razas meridionales. Imaginen cómo será la próxima vez, con un grupo de sanos suecos excitados de una manera similar.
—¿Debería usted difundir así sus intenciones, señor?
Stig se encoge de hombros jovialmente.
—No hay nada cierto. Si llega alguna vez el momento, el continente debería saberlo.
—Sí, y a usted le irá tan bien como a Braddock —afirma el señor Boggs—, pues aquí, en el bosque, no hay lugar para las bufonadas de las que usted habla.
—La perspectiva de Braddock no era lo bastante ancha —sostiene Stig—. Cuando están correctamente preparadas y ejecutadas, las técnicas de las llanuras prusianas (donde la ciencia y la matanza siempre se han combinado de modo muy fructífero) no las supera nadie…
—¡Díselo, soldado! —añade Zsuzsa Szabó—. Lo que no es adecuado para la caballería, no es adecuado para la guerra. El futuro está en el oeste, y no en estos bosques en los que hay que reptar sigilosamente.
—Aquí los bichos se te meten entre el pelo —observa Eliza Fields.
—Demasiada vegetación; este verde es como la grasa de una vela —añade Patience Eggslap—. No obstante, de no haber sido por los árboles, probablemente nunca habría encontrado a Stig.
—¿Acaso estaba yo perdido? —pregunta él—. ¿Cuándo?
El terreno empieza a ser «escarpadillo», como dice Dixon. Cada vez hay menos poblados, forjas, aserraderos y campos cultivados. Cruzan los últimos caminos que enlazan los mercados: los tres caminos que hay entre Antietam y Conococheague, el camino de Fort Bedford y, finalmente, el camino de Braddock. Dedican largo tiempo a examinar el norte y el sur, en busca de posible tráfico, y cada uno de los caminos queda abruptamente, demasiado pronto, a sus espaldas. Han entrado en el escenario de la última guerra, lleno de restos carbonizados, donde los blancos aún disparan contra los indios y éstos arrancan el cuero cabelludo a los blancos. Los indios siguen desplazándose por sus sendas prohibidas y observan invisibles desde los bosques, y nadie puede decirles a los topógrafos si este distrito se encuentra dentro de lo estipulado por el Tratado de París más de lo que estaban Pontiac y sus ejércitos el verano anterior, cuando llegaron Mason y Dixon a América.
Hickman, Gibson y Killogh, veteranos de la derrota de Braddock, deprimen a los reunidos con sus relatos de aquella tragedia, en los que no falta la mención de los osos que salieron de entre los árboles para devorar los cadáveres de los soldados ingleses.
—Un desfile de fantasmas que, con el transcurso de los años, se vuelven más desesperados y salvajes, tanto para los colonos como para los indios. Yo diría que no les conviene a ustedes hacer pasar esta línea demasiado cerca de ellos.
—Les perjudicarán —asiente Alex McClean.
Su último segmento de arco de diez minutos, en este intervalo, los deja a unas dos millas de la cima de la Montaña Salvaje. Más allá de esta montaña, todas las corrientes de agua fluyen hacia el oeste; la Montaña Salvaje es legalmente el límite de su encargo. Colocan un poste a 165 millas, 54 cadenas y 88 eslabones del poste que señala el oeste, dan la vuelta y empiezan a ensanchar la perspectiva, avanzando de nuevo hacia el este. Los hachazos se suceden durante todo el día. Ahora, desde las lomas, pueden ver su perspectiva, que divide los verdes vapores de follaje que envuelven la tierra, pueden ver las superficies amarillas ondulantes de los tocones, las altas nubes que flotan en el cielo americano y, como Mason anota: «Hoy, desde la cima de la colina Sidelong, he visto que la línea aún formaba el arco de un circulo menor muy hermoso y concorde con las leyes de una esfera».
—No obstante —le confía al capitán Zhang—, este bosque interminable me inquieta. Tiene demasiados árboles.
—Piense que Adán y Eva comieron el fruto de un árbol y experimentaron una iluminación —replica el geomántico—. Buda se sentó debajo de un árbol y luego le sobrevino la iluminación. Newton, que estaba sentado debajo de un árbol, fue golpeado por una manzana desprendida… y también tuvo una iluminación. Los árboles no son el problema. El bosque no es un agente de las tinieblas, pero es posible que su perspectiva sí que lo sea.
—¿Corremos peligro en este momento? —le pregunta Mason. Parecería que está bromeando, de no ser por cierto dejo de inquietud que tiene su voz.
—El sha requiere tiempo para acumularse y acelerar —le explica el capitán Zhang—. En esta etapa, solamente aquellos que poseen una sensibilidad agudizada, como es mi caso, pueden percibirlo. Pero estoy incómodo. ¿No podemos apartarnos un poco de la línea?
Más tarde, el chino sigue diciéndoles a Mason y a Dixon:
—Para gobernar indefinidamente, tan sólo es necesario crear entre las gentes a las que uno gobierna algo que nosotros llamamos… «mala historia». Nada producirá mala historia de una manera más directa y brutal que trazar una línea, en particular una línea recta; es la personificación del desprecio en medio de un pueblo a fin de crear una distinción entre ellos. Es el primer golpe, y todos los demás golpes lo seguirán, como si estuvieran predestinados, para llevar al pueblo hacia la guerra y la devastación.
—Espere —objeta el señor Dixon—. Está claro como el agua que la diferencia entre Pennsylvania y Maryland es muy grande, y que por lo tanto estas tierras sufrieron esa división fatal mucho antes de nuestra llegada.
—¡Bah! —le aguijonea Mason—, las dos provincias son idénticas.
—Salvo que en un lado hay esclavos negros y en el otro no —señala Dixon.
—Si usted cree que en Pennsylvania no hay esclavos —replica el capitán Zhang, con el semblante terso como el sebo—, no tiene más que observar atentamente. No son en absoluto africanos; algunos de ellos no saben siquiera que son esclavos, y es posible que jamás lo sepan. La esclavitud es muy antigua en estas tierras, no es una práctica desconocida en ningún lugar, ni entre los indios ni entre los españoles, y tampoco desconocida, si a eso vamos, por el resto de la cristiandad.
El 14 de junio están en lo alto de la divisoria que es el Allegheny. A partir de aquí, los colonizadores con los que se encuentren violan los edictos de Penn y de Bouquet. El grupo no sólo se internará en Ohio, sino también en la ilegalidad. Por fin el agua corriente se convierte en la unidad de medida fundamental; los planetas siguen sus trayectorias, las constelaciones se mueven lentas y majestuosas, las varitas de cálculo de Napier suenan con golpecitos secos en las tiendas de los topógrafos, y silenciosa, serenamente, todo retorna al agua, a la manera en que ésta habita la tierra, al entendimiento que ésta tiene con el dragón que está debajo. Por fin cartografiada, «Maryland» se revela tan sólo como una serie de líneas que sitúan al Potowmack al oeste y a Chesapeake al este. Incluye tierra firme, pero el mapa es de agua. Mason escribe en el cuaderno de campo: «Más allá de la montaña divisoria (la Montaña Salvaje), todas las corrientes de agua se dirigen al oeste. Lo primero que debe destacarse (y que nuestra línea cruzará en caso de que prosiga) es el pequeño río Yochio Geni, que desemboca en el Monongahela, el cual vierte sus aguas en el Ohio o río Allegheny en Pitsbourg (a unas 80 millas al oeste y 30 o 40 al norte de aquí)… Según los informes que me han dado numerosos viajeros, el Ohio es navegable en pequeñas embarcaciones, y desemboca en el río Mississippi (a unos 36,5° de latitud norte, 92° de longitud desde Londres). Este gran río, a su vez, desemboca en la bahía de Florida». Ésta es la distancia a la que un día, en la cima de la Montaña Salvaje, el deseo o la pluma llevan a Mason.
—¿Quién os ha enviado aquí, muchachos, y de esta guisa?
Son unos seis. Luego algunos dirán que eran siete. Llevan sombreros de piel de mapache, de zarigüeya, comadreja y castor, y van armados con fusiles de cañón largo y octogonal, además de una o dos pistolas por cabeza. Incluso los caballos miran furibundos, casi como carnívoros, al grupo.
Están ante un dilema. Basta que alguien diga el nombre de uno u otro propietario para que ese alguien se revele como agente del enemigo. Si uno dice «la Royal Society», parecerá que trabaja para el rey, que aquí es aun menos popular que los Penn.
—Estamos trazando una línea de este a oeste —dice finalmente Dixon— para unos caballeros que pagan por algo que tiene buen aspecto en un mapa.
—Es mucha gente para una simple línea recta, ¿no?
—Pues nos harían falta más —sugiere Tom Hynes, tal vez no tan consciente como esos leñadores que se han refugiado detrás de los árboles de la facilidad con que podrían irritarse los visitantes—. Hay que talar muchos árboles. Pregunten al administrador, el señor McClean. Son tres chelines, seis peniques por día, más la comida.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Nos adentraremos en el oeste tanto como podamos. Luego, día a día, ya iremos viendo.
—De acuerdo, me parece bien.
—Y un cuerno, Lloyd. Esto es esa maldita línea de proclamación, ni más ni menos.
—No, no lo es. Esa línea se extiende en la otra dirección, a lo largo de la cadena Allegheny. Esto es otra cosa. ¿Por qué cortan todos estos árboles?
—Puede llevarse todos los que necesite.
—¿Tienen el consentimiento del coronel Bouquet?
No sería nada agradable tropezarse aquí con un individuo tan despiadado como el coronel. El héroe de Bushy Run tiene sus propios planes para América, y también muchos amigos entre la flor y nata liberal, ¿quién no los tiene en estos tiempos? Su plan consiste en formar un mosaico en las planicies con un sistema de unidades idénticas, cada una de las cuales contiene cinco cuadrados, dispuestos en forma de una cruz griega, y cada cuadrado central domina a los cuatro que irradian de él. En cuanto a su tamaño, nadie se pone de acuerdo, unos dicen que una milla de lado, otros que diez o que un centenar. Ohio y la pradera occidental que se extiende más allá presentan tal enigma que nadie sabe cuál sería la escala idónea a la que deberían trabajar.
—Es una prisión —dice el capitán Zhang—. Los colonos que se trasladan al oeste quedan sometidos a un control inmediato.
—Cada año surgen docenas de planes similares —comenta el capitán Shelby, encogiéndose de hombros—, y todos fracasan.
—Con lo que cada vez está más cerca el día en que uno de ellos triunfará —replica el chino, como si recibiera instrucciones de otra parte.