Así pues, a la mañana siguiente, muy temprano, los dos se disponen a visitar uno de los montículos de la zona con el capitán Shelby como guía, aunque la estabilidad mental de éste podría ser precaria. La luna, a punto de desaparecer, tiñe de blanco la escarcha que cubre los vientos de la tienda, y, al respirar, el vapor del aliento permanece en el aire más tiempo del que parecería normal. Mason y Dixon abandonan el perímetro del campamento se adentran en el territorio virgen, tan a merced del capitán Shelby y de la sensatez de los propósitos de éste, como lo estarían unos romanos que, atraídos por las promesas de un conocimiento prohibido, avanzaran acompañados por un druida inescrutable.
—Vamos allá —les dice jovialmente el capitán—. Tenemos que llegar antes de que salga el sol.
—Sí —replica Dixon—, supongo que hubiera preferido usted que hubiese luna, y uno o dos búhos.
Junto al arroyo encuentran el sendero que Shelby se propone seguir. La Montaña del Norte se alza a sus espaldas, y su cumbre no tardará en recibir las primeras luces del alba. Innumerables pájaros pían en los árboles. Por el cielo se deslizan escuadrones de nubes. La brisa es un poco fría. El suelo está cubierto de hojas secas. No tarda en desvanecerse el olor del humo de leña. El aroma de los frutos que maduran viene y se va, envolviéndolos, y luego notan algo más.
—Hay una nueva fábrica de cañones para fusiles en la vecindad. ¿La huelen?
Se están acercando a la orilla de un arroyo. Shelby, ceñudo, sostiene su bolsa de balas y empieza a sacudirla ligeramente. Parece ansioso de disparar contra el primer blanco que se presente.
—Los molineros han descubierto que pueden ganar más dinero si se dedican a fabricar cañones baratos de fusil para venderlos a los salvajes. Dinero de Filadelfia. Vengan por aquí.
La niebla llena las oquedades, espesa y adherente, cegadora mientras transmite a cada uno el sonido de la respiración y de los susurros de los demás. Por todas partes, entre esos intervalos blancos, emerge lenta y penetrante la claridad del alba.
—Este cerro, otro valle y habremos llegado —les anima el capitán.
Tras salvar el cerro, vadean y siguen el arroyo a través de una brecha en las colinas hasta llegar a otro torrente, en cuyo ángulo de confluencia, que recibe en estos momentos los primeros rayos de sol, se alza el «montículo» del capitán Shelby.
—¡Vaya! —exclama Dixon—. ¡Pero si es un gran cono!
—Regular como la colina de Salisbury —dice el capitán Shelby, ladeando la cabeza con expresión admirativa.
Mason, que tarda en mostrar su entusiasmo, ventea el aire.
—Aún no se notan las emanaciones del maíz fermentado; claro que todavía es demasiado temprano para que estén trabajando en una destilería.
—Válgame Dios —dice el galés, y alza los ojos al cielo, pero la impresión que causa es más de locura que de devoción o piedad—. Vamos, muchachos, vamos.
Los muchachos, como él los llama, se aproximan al gigantesco cuerpo geométrico que se alza solitario en su promontorio, mientras la luz lo envuelve lentamente, tiñéndolo de una fría y cristalina tonalidad rosa. Lo primero que se le ocurre a Mason, aunque no lo expresará, es la posibilidad de que haya una guardia invisible, y, si es así, se pregunta con qué ahínco se entrega esa guardia a la vigilancia. Shelby, a quien no se le escapa la inquietud del astrónomo, lo observa regocijado.
—¿Cómo reaccionan los indios de estos lugares cuando se acercan espectadores como nosotros? —pregunta Dixon.
—Se ríen. Sin embargo, parecen gentes circunspectas que rinden culto a la risa y la consideran una fuerza de la naturaleza, importante, incluso sagrada, a la que nunca se debe invocar en vano. Ellos comprenden a la perfección el significado de este montículo. Que los blancos no lo entiendan, y no den muestras de que puedan entenderlo en el futuro, es una fuente de diversión para ellos.
—¿Hay alguna manera de entrar?
—No debería haberla, pero la hay. —El galés entorna los ojos—. Abrieron esa entrada hace años, tal vez lo hiciera un necio que pretendía entrar a robar y que confundió el cono con una pirámide. Una decepción fue lo único que se llevó, pues no encontró nada; no había cadáveres antiguos, ni siquiera brazaletes de cobre o pipas de tabaco, ya que no lo construyeron los indios.
—¡Vaya! —exclama Dixon, que se ha asomado a la abertura—. ¿Habéis visto esto, la disposición de estas capas? ¡Mason! Aquel dispositivo que nos mostró el señor Franklin. ¡Su botella de Leyden! ¿Recuerdas aquellas curiosas capas que tenía en su interior?
—Sí —responde Mason con impaciencia—, pero aquellas capas eran de pan de oro, papel de plata, cristal, materiales filosóficos —dirige una rápida mirada a Shelby—, mientras que éstas —entrecierra los ojos— tan sólo parecen distintas clases de desechos, tierra…, cenizas…, conchas marinas machacadas… No es probable que fuese una antigua pila de Leyden, Dixon, si es eso lo que estás pensando.
—Me maravilla que nadie te enseñara esto, Mason, pues son muchos los que saben que las capas alternas de diferentes sustancias indican siempre una intención de acumular fuerza, y no necesariamente eléctrica… Tal vez, capitán, estas sustancias hacia las que el señor Mason muestra tan poco respeto sean apropiadas para acumular en la naturaleza unas fuerzas más telúricas, es decir, más a tono con la muerte y los fenómenos que se producen con mayor lentitud.
Mason mueve la cabeza, pues no sabe cómo poner coto a esta clase de desvaríos, por ingeniosos que sean. Que nunca ha sido un buen líder es algo bien conocido. El capitán Shelby los mira a ambos, más que con curiosidad, con aprensión, ya que ha visto con sus propios ojos cómo el bosque profundo y sus misterios enloquecían a más de un visitante procedente de la costa y de aun más allá. Decide confiar en la razón.
—Como pueden observar, la luz del sol ha ido descendiendo por el cono, calentando progresivamente la superficie. Los diámetros de cada anillo infinitesimal, en cada momento, son los valores esenciales. ¿Ha traído una brújula alguno de ustedes?
—Aquí tiene una… ¿Eh? ¿Qué es esto?
Mientras contempla la aguja, Dixon comprueba que ésta empieza a deslizarse hacia otro lugar, en ángulo con respecto a la curva secuencial de su vida…
Mason, que ha estado mirando por encima de su hombro, le lanza un fuerte «¡Hum!» en el oído.
—¡Ajj! —grita Dixon, apartándose de un salto—. No hagas eso, Mason.
Dixon se esfuerza por concentrarse de nuevo, y, más aún, por recordar dónde está. La aguja oscila frenéticamente y sin pausa, como una veleta bajo un vendaval, y Dixon aparenta mirarla como si conociera la causa del fenómeno.
—En fin, gracias por darnos la posibilidad de asistir a lo que acaba de ocurrirte. Sí, muy útil, de veras… —dice Mason entornando los ojos.
Shelby habría preferido a eso la charla pausada de tres hombres, al comienzo de la mañana, sin nada de que hablar, salvo de la jornada que tienen por delante.
—Resulta que esta estructura se alza en la trayectoria proyectada de su línea —les informa—. Cuando por fin la perspectiva que están abriendo llegue aquí, el montículo se volverá activo, pues se habrá convertido en un importante lugar de estacionamiento de… lo que sea. —Intenta soltar una risita, pero no la controla bien y le sale demasiado fuerte—. Por citar al señor Tox y su famosa Pennsylvaniada:
Un «intensificador de fuerza» es su nombre general,
una máquina geomántica en el ámbito natural,
que sirve para transmitir de nuevo cuanto llega,
tan brioso como siempre y con mucha más fuerza.
… Algo de origen galés, ni que decir tiene —añade el capitán Shelby.
—¿Cómo? ¿Indios galeses?
—Sí, eso es. Solamente a pocos días al oeste y el sur de aquí… Algo de eso leí en ese almanaque de curiosidades, El Espía Turco, hace sólo unos años…
El capitán Shelby les explica que los galeses, que llegaron a Gran Bretaña procedentes de lugares muy remotos, de Oriente (unos dicen que de Babilonia, otros que de Nínive), estaban destinados a viajar siempre al oeste: América no fue más que uno de sus lugares de residencia, y cruzar el océano, una nimiedad.
—Hugh Crawfford cree que son indios tuscarora. Vengan conmigo.
Los conduce de nuevo cuesta arriba, hasta lo que parece un muro en ruinas que rodea parcialmente la cima de la colina. Se agacha y despeja un trecho de tierra. Entonces, inscrita en una piedra toscamente labrada, aparece una hilera de breves trazos, unos apuntando hacia arriba, otros hacia abajo y otros en ambas direcciones.
—Estas inscripciones se encuentran por doquier en las Islas Británicas. Es una escritura llamada ogham, inventada por Hu Gadarn el Poderoso, quien condujo a los primeros colonizadores galeses a Gran Bretaña. Como pueden observar, es una escritura muy práctica para quienes deben reanudar cuanto antes su camino, pero desean garabatear algo que recuerde su presencia.
—¿Qué dice?
—Bueno…, por lo que puedo descifrar… «Estad alerta, astrónomos, y también agrimensores. Esto les atañe a ustedes». Desde luego, no he leído nada parecido en siglos…, no obstante, indiscutiblemente está escrito en galés antiguo.
—Tal como ustedes describen esa línea —opina el profesor, ya de regreso en el campamento—, con esas piedras señalizadoras colocadas a intervalos regulares, una serie de unidades dispuestas en cascada, cada una capaz de producir una fuerza… Sospechó que nos hallamos ante la misma estructura que una pila de Leyden y, debo añadir, que un torpedo.
—¿Con la cabeza apuntando en una dirección muy cerca de New Castle?
—O en la otra dirección, si la cascada fuese reversible y la descarga emitida pudiera dirigirse tan fácilmente al oeste como al este. En cualquier caso, sería un arma extraordinaria, incluso aunque las piedras señalizadoras estén situadas no más allá de la colina de Sideling.
—¿Por qué habría que disparar contra la colina de Sideling? —pregunta Dixon con toda inocencia.
—Contra la colina, no —replica riendo el capitán Shelby—, sino contra lo que llegue desde ella.
—¿Pontiac? ¿Los franceses?
—Es demasiado tarde para que vengan ellos. Algún día uno de ustedes se arriesgará a mirar por encima de la colina y entonces verá…
—Más montañas —dice Mason.
—Exactamente, montañas como éstas, en las que se puede vivir durante todo el año. Las montañas son siempre la cuna de las rebeliones. Tarde o temprano, algo que está en sus cumbres se sentirá lo bastante hambriento o desesperado para bajar a la planicie, para lanzarse como un halcón sobre la rica Chesapeake, sí, sobre la misma metrópolis… Si los Muchachos Negros derrotaron tan fácilmente a los regulares británicos en Shippensburg, quién sabe las maravillas que podrían ocurrir aquí, en la Montaña del Norte…
No obstante, talar árboles a fin de crear un par de bordes perfectamente rectos es invocar al sha, tal como tendrá la satisfacción de indicarles Zhang —que siempre se muestra vehemente con respecto a la línea y su expresión visible en el paisaje—, pues la línea, que sigue los dictados de las estrellas, es indiferente a la auténtica forma interior, o el dragón, de la Tierra.
—Vinieron del cielo, se prepararon para extender esas redes de líneas rectas en la Tierra y después, sin ninguna explicación, se marcharon. Quienes prosiguen su obra son los jesuitas, los cuales inscriben los meridianos, ya sea impulsados por la ciega obediencia a alguna coacción antigua, que expiró hace mucho tiempo, ya sea en complicidad con ella, ¿quién puede saberlo?
Por supuesto, al capitán Zhang le es fácil imaginar que los jesuitas son culpables de cualquier cosa, incluido el conspirar con visitantes extraterrestres a fin de marcar el planeta vivo con determinados signos y por motivos que sólo los extraterrestres conocen, unos motivos de los que no hablan con nadie, y menos aún con sus mercenarios jesuitas.
—Escuchen, caballeros, alguien quiere su perspectiva, no la línea ni el límite que define, que no son más que un pretexto para conseguir una senda recta y despejada. En el ámbito de las lentísimas ondulaciones a las que nos referimos aquí, la madera es un elemento, tanto como lo son el aire o el agua. Los árboles vivos, en particular, producen una fuerza que podría ser un obstáculo, demasiado difícil de salvar, para todo aquello que se envíe desde un lado u otro de esta línea.
»Al fin y al cabo, la Tierra es un cuerpo, como el nuestro, con su red de puntos dispuestos a lo largo de los meridianos, muy similares a los que nuestra medicina china ha identificado en el cuerpo humano, y la Tierra posee por tanto una serie similar de líneas invisibles; sobre ellas, como las cuentas de un collar, están ensartados los puntos donde el flujo del chee puede reforzarse beneficiosamente mediante punciones e inserciones de agujas de oro. Así pues, esta disposición de columnas de oolita, insertas por lo menos parcialmente en la tierra… En fin, es sugerente.
—¿Por qué tenemos que escuchar todo esto? —se queja el capitán Shelby.
—Espere, espere, será una prueba legal de su demencia, permítale proseguir… ¿Qué decía usted, capitán Zhang? ¡Ah, sí!, eso tan fascinante de que, a su modo de ver, el planeta Tierra es una… criatura viviente, ¿no?
—Exactamente, al igual que las criaturas microscópicas que tiene sobre su piel creen que es usted un planeta. En este mismo momento pueden estar discutiendo sobre si es usted o no una forma de vida. Cada vez que se sumerge usted en una bañera, se desata sobre ellas otro Diluvio universal, que cuenta con su Noé animalicular, y luego tiene lugar una repoblación, otra cadena de generaciones, para ellas atemporal, hasta la siguiente inundación.
—¿Hay algún motivo por el que esa botella no se mueve con más brío? —desea saber Dixon—. Gracias. Bueno, Mason, no te lo tomes a mal, pero el capitán Zhang tiene razón.
—¿Razón?
—Piénsalo. Tenemos una superficie externa y una interna, ¿no es cierto? que matemáticamente es fácil, por medio de fluxiones, alabear y alisar, a base de cambios pequeños y continuos, hasta convertirlas en un toroide, con aberturas en cada extremo, que conducen a…
—¡Un momento! —exclama Mason—. ¿Una superficie interna? ¿Estás buscando por casualidad una analogía entre el cuerpo humano y el planeta Tierra? La Tierra carece de superficie interna, Dixon.
—¿Has estado en el extremo de la Tierra para verlo?
—Aunque mi lugar de origen está bastante al norte —interviene Stig—, aún hay mucho más norte por delante, y allí, de vez en cuando, aparece una vela en el horizonte: un trineo se acerca, después de viajar durante todo el día, y por fin, de noche, llega a nuestro villorrio. Entonces todo el mundo acude a la posada, iluminada con velas de grasa de oso, para beber ponche de frambuesa y escuchar lo que cuenta el visitante acerca de una gran cavidad oscura que hay allá arriba, que se refleja en lo alto, como en un cielo acuático, que tiene forma de embudo y conduce al interior de la Tierra…, a otro mundo.
—Dame paciencia, oh, Señor —ruega Mason con una expresión sombría, sujetándose la cabeza—. Cuando no son los once días suprimidos del nuevo calendario, o el fantasma de Cock Lane, nos queda la oquedad de la Tierra, una auténtica atracción y refugio de los que aceptan creencias demasiado a la ligera.
Dixon suelta un bufido.
—Hombre, la mitad de los filósofos de Durham suscribe la teoría de la oquedad terrestre.
—O sea, Emerson —sisea Mason—. ¿Quién era el otro?
—Lud Oafery —dice Dixon, mirándole colérico—, un tipo estupendo que nunca hablaba bien de ti.
—Por favor, Dixon, piensa un poco. Si los datos de Newton son correctos, si la densidad de la Tierra, por término medio, es entre cinco y seis veces la del agua, entonces la corteza de esta Tierra hueca, según tú, con un espesor de centenares de millas, debería ser muy densa, cosa del todo imposible, para compensar el interior vacío… Digamos que, por lo menos, debería ser doce veces más densa que el agua, tal vez más. ¿Dónde están las pruebas de semejante cosa? Una roca sólo tiene dos veces y media la densidad del agua. ¿Qué más podría haber ahí abajo?
—Eso es precisamente lo que la Royal Society desearía saber.
—¿No habrás…, ejem…, mencionado esto a…? —Mason se interrumpe para pensar en la manera de decirlo sin ofender.
—Algunos me creyeron y otros no —contesta Dixon—. Algunos me tomaron por un agente jesuita, que intrigaba para conseguir alguna clase de expedición al norte. El señor Birch, bendito sea, se dispuso de inmediato a conseguir adeptos. Otros plantearon preguntas que se me antojaron más o menos rudas: sobre mis antecedentes en la minería y cosas por el estilo. Un norteño baja al interior de la Tierra una sola vez, y al instante todo el mundo empieza a hacerse ciertas ideas.
Dixon sigue hablando, tan irreflexiva y ruidosamente como un nido de cotorras, de su Tierra hueca, con un entusiasmo que a Mason le parece demasiado desbordado y desarrollado para discutir sobre él sin dedicarle más tiempo y paciencia de los que él tiene en este momento. Con todo, a él mismo le seducen demasiado la melancolía y los tristes fantasmas de ésta como para poner en tela de juicio algo como eso, por más que sea remotamente esperanzador… Basta de dudas para Mason en estos momentos, gracias, considerando cuánto menos beneficiosas le resultan a medida que sus días avanzan.
—Es posible que China fuera en el pasado otro planeta —especula ahora el capitán Zhang—, que se empotró en la Tierra de resultas de alguna colisión muy lenta. Fue hace mucho tiempo, estaba completamente poblado, tenía un lenguaje y costumbres propias. Llegó del este nordeste y se dirigía al Pacífico, pero pasó por encima del blanco, cayó en Asia, hizo surgir la cordillera del Himalaya, y descansó, intacto, y así permaneció hasta que llegaron los primeros viajeros cristianos.
Dixon, que lo escucha con cortesía aunque tal vez no se lo tome en serio, replica:
—Sin embargo, por todo lo que sabemos a partir de Newton, ¿cómo podría haber sido el mecanismo de su aproximación sino veloz y cataclísmico?
—Hombre, si en las últimas millas de la aproximación mutua hubiera entrado en juego una fuerza repelente entre la Tierra y el planeta chino, que hubiese actuado contra la colisión y, por lo tanto, hubiese reducido su velocidad, por analogía, desde luego, con la teoría de la repulsión del padre Boscovich, a muy corta distancia, entre los átomos primordiales de la naturaleza…
Dixon sacude la cabeza, como para despejar algún pasadizo en su interior.
—Eso es física jesuítica. ¿Por qué nos dice semejante cosa? ¿Por qué siempre tiene usted que ser «sutil»? ¿Es éste el origen de China, en opinión de los jesuitas?
—Zarpazo así lo cree.
El chino sonríe y asiente, como si Dixon acabara de entender un chiste.
La víspera del día en que partirán de nuevo hacia el oeste, el capitán Shelby, frente a una jarra de cerveza casera, elaborada en el cobertizo adjunto, con toda serenidad les pregunta dónde está el tercer topógrafo.
Mason, desconfiado, mira a su alrededor, como si ese recién llegado pudiera estar cerca. Dixon comprende que Shelby plantea un acertijo, y se siente dividido entre la lealtad a Mason y el desespero por lo lentas que son las reacciones de este último en estos casos.
—Por favor, capitán —se ve obligado a fingir—, ¿a qué tercer topógrafo se refiere, si sólo somos dos?
Shelby se ríe entre dientes.
—Claro, ustedes son sabios del este, como los Magos de Oriente, ¡y todo el mundo sabe que van en grupos de tres!
—¡Ja, ja! ¡Muy astuto, por cierto!
A Mason no le hace tanta gracia como a Dixon, pues el discurso del capitán raya en la herejía y, además, le parece un mal augurio.
—Bueno, es como el decimotercer invitado, ¿no?
No obstante, empiezan a llegar noticias de que han visto esa figura suplementaria. Con frecuencia se la ve en compañía de un animal del que la mayoría dice que es un perro, si bien unos pocos no están tan seguros, pues los ojos le brillan como si en su interior hubiese un infierno en miniatura. El mejor momento para ver al tercer topógrafo es al parecer durante el crepúsculo, cuando los leñadores finalizan el trabajo y se encaminan a la tienda comedor, ese momento en que el viento, aquí, en Pennsylvania, cambia como si dejara de soplar desde este mundo y empezara a soplar desde el otro; entonces puede uno atisbarlo al otro lado de la perspectiva, moviéndose rápidamente detrás del grupo, en el límite preciso de la visibilidad: manto negro, peluca blanca, sombrero negro, corbatín blanco, calzones negros, etcétera, a pie, provisto de un trípode en el que está fijado cierto instrumento. Corre el rumor de que es el supervisor de los topógrafos, contratado independientemente por los comisionados de la línea para que vigile a los otros dos. Pero ¿dónde están los demás miembros, de su grupo? Hay otras interpretaciones menos terrenas. Una figura que no provocaría comentario alguno en Filadelfia, se considera por estos pagos un prodigio, en especial porque no muestra señales de haber efectuado el paso de allí hasta aquí… o, en cualquier caso, no lo ha hecho por tierra ni a través del bosque.
Al cabo empieza a circular entre los expedicionarios la frase «se parece al viejo caballero», refiriéndose al tercer topógrafo. Como ha explicado el capitán Shelby, aquí, desde antiguo, se da por sentado que si uno desea traspasar cierto objeto de propiedad espiritual a cambio de una suma que se entrega por anticipado…, en fin, que puede hacerse semejante contrato. «El viejo caballero siempre está interesado, siempre compra», a pesar del mucho tiempo que lleva dedicado al negocio —como relata Shelby—, pues todavía está resentido porque lo han exiliado del Infinito, y ha descendido aquí, entre los ásperos gradientes del espacio, donde se halla sometido al cruel flujo del tiempo, y está privado de futuro y de pasado y, por lo tanto, de la omnisciencia de que gozaba, mientras que, en cuanto a redactar contratos, lo hace ligeramente peor que un abogado corriente de Filadelfia.
—Así pues, cuando el hermano Pritchard (que vive a dos pasos, al otro lado de la colina), sin que el caballero se percate, decide introducir subrepticiamente una cláusula de force majeure que resulta contener la expresión «obra de Dios», se produce una crisis legal; el caballero desea entonces anular el contrato y recuperar su dinero, al tiempo que Pritchard trata de quedarse con el dinero, y también con el alma. Ambas partes contratan a unos abogados carísimos, todos ellos de Filadelfia. Periódicos y pasquines difunden la noticia, y en verdad ésta desata excesivos comentarios, ya sea en prosa, en verso o en forma de caricaturas. El caballero, tras inventar prácticamente el sensacionalismo público (que en su propia tórrida ribera se considera una diversión), no se hace ilusiones sobre los motivos de nadie ni sobre los considerables riesgos que corre su misión, y no obstante, ingenuamente o, como dirían otros, solapadamente, sigue creyendo con firmeza en que se le hará «justicia».
—Bueno, no sé qué puede haber oído usted sobre lo que aquí llamamos justicia —le advierte su abogado—, pero no tenga demasiadas esperanzas. Limítese a disfrutar de su estancia en la ciudad, entre usted en las tiendas, vaya a un espectáculo…
En los últimos tiempos, el infierno está tan congestionado que el caballero va de muy buen grado a Pennsylvania, pues la ciudad de Filadelfia, incluso en plena agitación matinal, le parece una pradera desolada, ¿y quién sabe durante cuántos años se prolongará este juicio? Para él, así como para la Deidad, ese lapso no es más que un parpadeo.
—Las almas condenadas… ¿Cree usted que me gustan siquiera las almas condenadas? Voy a esa confusa reunión llamada «procesamiento», las veo amontonarse ahí, más y más cada día que pasa, me hago una idea de la situación, pero no gozo de ella. ¿Quién podría gozarla?
—He reflexionado sobre el caso, y creo que hará usted bien en no presentar demandas ante ninguno de nuestros tribunales. Podrían freírle como a un buñuelo, y al abogado junto con usted. ¿No tiene alguna…, hum…, maquinaria para resolver esto, allá en el cosmos, o de dondequiera que proceda usted?
—¿Un sistema legal? ¿Nosotros? ¡Ja, ja, ja! ¿Para qué? ¡Somos un vertedero de basura, señor, al que van a parar los peores casos de aquí! No es que podamos seleccionar o elegir, aunque tenemos que enfrentarnos a las consecuencias de la eternidad, por supuesto… Vaya, ya estoy quejándome de nuevo… ¡Ah!, y por cierto, estoy en cualquier lugar menos «allá en el cosmos», no, no, soy tan sólo el diablo de la Tierra, un muchacho de la localidad que en realidad trabaja estos días para Su Omnipotencia, ¡ja, ja!, pues sí, en otros tiempos fui un adversario igual y respetado, pero ahora no soy más que otro empleado bajo contrato. Ay, pobre de mí… y olvídate del almuerzo. ¿Escribe Él siquiera? ¡Quizás una vez en un siglo! Si cualquiera de esas almas condenadas pudiera ver mis sufrimientos, a lo mejor no gemirían tanto.
—Sea como fuere, Milord, mi mejor consejo es que retire su demanda.
—Supongamos que sólo pedimos el dinero. Pritchard puede quedarse con su alma, pero contabilizar esta clase de débito no hará ninguna gracia a mis comisionados.
—Considérelo una «inversión». Diga que la enorme suma era para asegurar la corrupción de ese hombre. Estaba usted «trabajando» un alma condenada.
—Esa excusa ya la he usado demasiadas veces y, por desgracia, unas pocas sesiones atrás me pararon los pies. Pero parece usted un mortal con cierto ingenio. Tal vez podríamos charlar de vez en cuando.
—Esas horas serían facturables, por descontado.