Cuando se instala el crepúsculo en las montañas de Wales y, una legua tras otras, la oscuridad envuelve las cumbres cubiertas de espesos bosques —interrumpidos, para la mirada familiarizada, por una ocasional cabaña o una plantación, o por el humo de chimeneas, o por un trecho gris de árboles descortezados en medio del verde dominante—, mientras las sombras alcanzan también a un valle tras otro, el viento adquiere una potencia que no poseía con la luz solar. Un sordo hachazo en la madera viva. Un perro en pos de una ardilla. Un «sándwich» percutiente de martillo, yunque y el trabajo en medio. Cuán vasta es la noche en toda esta vertiente; aquí la noche cubre a cada alma como una boca que respira, húmeda, cálida, y trae en su hálito los efluvios de la vida y de la muerte, se lleva todo lo entregado a la tierra en ese día, sin apelación posible, y todo lo torna sombra.
Los miembros de la expedición han llegado justo en esa fase de la colonización del oeste. Aunque no esté del todo loco, el capitán Shelby, ávido de peleas, da muestras de estar obsesionado con la cuestión de las disputas por las tierras; a menudo, desde antes de que amanezca hasta el anochecer, se lo ve enfrascado, estudiando litigios grandes y pequeños, y pone una pasión especial en los problemas del trazado de límites: un árbol caído, una gallina extraviada, los meandros de un arroyo, y es que cualquier pretexto, cualquier molestia, por leve que sea, sirve. Shelby admira esta línea del oeste por su gran tamaño, si bien está desconcertado porque no pueda haber unos pocos ángulos en alguna parte, para acomodar a un amigo íntimo, por ejemplo, o incluso a más de uno.
—Los reyes… —comenta Mason, con una expresión que parece significar «qué podemos hacer nosotros, pobres corderos», a la que Shelby declina sumarse—… así razonan los reyes: mueven el brazo sobre el mapa y dicen: «Divídelo de esta manera, ¡te lo ordeno!». No pueden detenerse a considerar los detalles secundarios.
—Puesto que he trazado uno o dos mapas, conozco esa impaciencia, aunque mi simpatía no va más allá. Aquí el rey no cuenta con muchos partidarios, y sus tropas cometerían una necedad si fuesen mucho más allá de Cumberland. No deje usted de decírselo.
—¿Decírselo a quién?
—A cualquiera que le pregunte.
—¿Acaso cree que somos espías, capitán? —inquiere Dixon, en un afable y tabernario tono de amenaza, acercándose a Shelby como para ponerse a tiro.
—Miren, señores. Estoy aquí desde antes de la última guerra, y he ofrecido mi hospitalidad a muchos espías de todo tipo, pues, como los espías deben viajar, es evidente, por tanto, que algunos viajeros han de ser espías. Sin embargo, no atranco mi puerta a ninguno. El espionaje es una ocupación a la que se entregan los hombres, allá en el mundo lejano, y no más pecaminosa que fabricar fusiles o cobrar impuestos, pero personalmente prefiero una discusión honrada al aire libre; en cierto modo es más viril, ¿no les parece?
Dixon no deja de acercarse a él, muy despacio y sonriente.
—Sin embargo, el espía que acecha donde ya no hay secretos que robar es un idiota perdido.
—¿Cómo es eso?
—¿Queda algún lugar donde no hayamos estado, con algún propósito o no, un centenar de veces? Recolectar ginseng sería más provechoso.
Por supuesto, Shelby es también un agrimensor que recorre estas montañas de un lado a otro provisto de su instrumento, que blande como si fuese un arma.
—Ah, enseguida vi cómo era esto —le dice enigmáticamente a Dixon—, vi cómo debieron de gozar los antiguos brujos cuando se entregaban a sus cosas. Podemos mirar a placer a través de este tubo de latón, a través de esta lente cuya forma obedece a cálculos matemáticos, y contemplar cualquier escena deseable que pase por delante mientras lo hacemos girar…, ¡hombre, ahí la tenemos!…, para anotar el ángulo. ¡Qué poder, cielo santo!
Shelby afirma que aquí, en América, se ama la complejidad, el espacio puro aguarda al agrimensor, pues aquí no hay líneas previas, vallados ni calles que constriñan la poligonía, por extravagante que ésta sea; y eso se da sobre todo en Maryland, donde, estimuladas por las leyes que exigen medir de nuevo, las propiedades autorizadas pueden poseer centenares de lados y aristas, con ángulos salientes y entrantes, y los límites son zigzagueantes, se extienden hacia delante y se doblan hacia atrás, trazan círculos dentro de círculos. En América siempre se ha mirado por encima del hombro a los simples cuadriláteros.
—Ya, ya —dice Dixon, asintiendo vagamente.
Nunca hasta ahora había considerado Dixon su ocupación de esa manera. Sus años de oficial coincidieron con el furor por los cercados que entonces se tendían a lo largo y ancho de Durham, y, por desgracia, él sirvió en aquel altar. Dividió en polígonos las tierras comunitarias de sus antepasados. Trazó líneas a tinta que se convirtieron en cercados de piedra. Disgregó rebaños de ovejas del páramo, que serían conducidas, bajo la lluvia, en desorden y sucias, a los portalones y al exilio. Había trazado los mismos ángulos ambiciosos que el galés, aunque tal vez en menos cantidad, pues Shelby parecía atacado de goniolatría o adoración de los ángulos, y definía las extensiones de tierra virgen mediante el mayor número posible de esos estimulantes movimientos del instrumento.
—Se trata de medir tu dominio, aunque no te pertenezca. Aquí, en la cima del Allegheny, puedes mirar a cada lado, una milla tras otra de la perspectiva que vas a abrir, y desde estas alturas imaginar que eres el dueño de la línea. Cada muchacha, cada jugador, cada vendedor de tónicos y cada músico de banjo que bajan por esa línea fácilmente podrían pagar tributo a alguien. No sería mucho, al menos no tanto como el censo, un impuesto menor, aunque el tributo sea una canción, un truco de naipes o diez minutos en el henar.
Shelby les acompaña a la Montaña del Norte, donde empieza a llover y nevar, y sigue haciéndolo durante los diez días siguientes. Aparecen las cartas, los cuentos populares, los dados y las botellas. Mason se va a dormir y pide que le despierten sólo en caso de que llegue la primavera. Dixon intenta aprender algo del luo pan, gracias a las explicaciones del capitán Zhang, a cambio de sus enseñanzas acerca del sector.
—La atención que prestamos a estas estrellas cenitales —explica Dixon— me ha llevado a imaginar una astrología anticeleste o «hacia atrás», en la que las estrellas deben ser, digamos, proyectadas hacia dentro; en cierto modo, han de cartografiarse sobre la superficie de nuestro globo desde la esfera celeste… En Greenwich, por ejemplo, la estrella cenital es Gamma Draconis, lo cual sitúa a Gran Bretaña en el signo terrestre de Draco o el Dragón.
—¡Perfecto! —exclama el geomántico, pestañeando.
—En Durham, sin embargo, cuando hablamos de «dragón» nos referimos a algo diferente. Nuestros dragones no son como los dragones chinos. Algunos, como la lombriz de Lambton, que carece de alas y tampoco puede exhalar fuego, tal vez pertenezcan a una especie distinta.
—¿Ha visto usted a esa criatura?
—Oí hablar de ella en mi infancia. El castillo de Lambton se alza casi a orillas del Mar del Norte, pero en Cockfield sabíamos que el relato procedía del valle del Wear y que, como un salmón atemporal, la historia había avanzado corriente arriba a través de los años… Tanto en la plaza del mercado de Bishop como en la feria de Darlington, grupos de cómicos de la legua representaban a menudo la historia. Seis de ellos se necesitaban para hacer el papel del dragón. En el telón estaba pintada el agua, agitada, que susurraba a lo largo de los muros, y también unas formas misteriosas en el parque situado un poco más atrás, tan romántico como se podría desear. Hoy el campo alrededor de Lambton está lleno de minas de carbón y en gran parte ocupado por muelles para la carga del carbón, conducciones inclinadas y rieles de vagonetas, pero entonces el río era más puro y agreste, aún no había sido puesto al servicio del Dios cristiano, si bien la pesca dominical, en aquella zona, había sido prohibida mucho tiempo atrás.
Sacan las pipas, el capitán Zhang las llena con una mezcla de vegetales desecados, de los que se limita a decir que son «tabaco chino», y cortésmente enciende ambas con un ascua de la fogata.
—El imprudente John Lambton, el heredero de Su Señoría, un joven tan torpe en el trato social como experto en corrientes fluviales (en la navegación por el Wear en particular), se ha negado desde hace mucho a respetar esa regla, la de no pescar. Un domingo, en lugar de la trucha asalmonada que cree haber pescado, muerde el anzuelo un pequeño animal en forma de serpiente que tiene una doble hilera de pequeños y horrendos orificios a ambos lados del cuerpo, desde la cabeza a la cola, y que, en número de nueve pares, se abren y cierran. Primero lo toma por una lamprea, pero las lampreas sólo tienen siete pares de orificios. Este bicho es diferente. El joven Lambton nota un extraño frío en las sienes, una «vibración consciente» en el sedal. Casi le parece que la criatura clava en él los ojos y le dirige una mirada maligna e inteligente…
En ese preciso instante llega al galope su amigo Reginald, con un par de caballos de carga.
—Muy bien, John, vámonos de una vez, o para cuando lleguemos a Jerusalén ya no quedarán moros.
—¿Qué?
—La Cruzada, hombre. ¡No fastidies!, dijiste que vendrías. Oye, ¿qué es eso que has pescado? Es un bicho asqueroso. Anda, échalo al agua y vayamos a zurrar al viejo Abdul, ¿de acuerdo?
—Sí, Reggie, pero no estoy seguro de que el río sea el lugar adecuado para este animal, piensa en los demás peces y todo eso. Mira, allá hay un agujero con unas piedras alrededor. Lo echaré dentro, y listos.
—Pero… si es un pozo. Será de alguien, ¿no?
—De algún arrendatario, ¿qué más da?
Y con uno de aquellos ademanes caballerescos, el joven necio, condenado al instante, arroja la lombriz al pozo.
—¡Oh, John! —exclama Reggie—. ¡Qué divertido!
Y así, jovialmente, los jóvenes parten hacia Oriente, donde les aguarda una serie de aventuras desesperadas.
Entretanto, la lombriz no permanece ociosa, ni mucho menos; allá en el fondo de aquella matriz de piedra húmeda, ha empezado a crecer casi de inmediato. Los habitantes de la localidad oyen el ruido que produce al debatirse, y los más valientes se asoman a la resonante oscuridad del pozo y casi pueden verla. El agua no tarda en tener un sabor desagradable, metálico, rancio, y emite un olor reptiliano. Los cubos que bajan para recoger agua no vuelven a subir, y durante toda la noche se oyen ruidos como de algo que cruje: los de la pared interior del pozo, que se cuartea bajo una fuerza enorme; hasta que una mañana, al amanecer, se asoman al brocal del pozo un par de ojos, grandes y encendidos, muy juntos, y con la expresión resuelta de un depredador. Poco a poco, al parecer sin ningún esfuerzo, el animal empieza a salir del pozo, envuelto en un olor terrible, venenoso, y se desliza por el brocal… La verdad es que su salida se demora más de lo que habría sido lo normal. Todos los seres vivos que hay en la zona, incluso los vegetales, interrumpen lo que están haciendo y esperan. La lombriz parece muy hambrienta.
Lentamente, la lombriz se traslada hasta uno de los islotes del río, donde establece su base de operaciones. Sus necesidades son sencillas: alimento, bebida y el placer que obtiene cuando mata. Come ovejas y cerdos, extrae la leche de nueve vacas a la vez… El número nueve aparece una y otra vez en el relato, aunque el motivo no está claro, y los perros, gatos y seres humanos imprudentes no son más que ligeros tentempiés para la lombriz. A su alrededor empieza a crecer un círculo de devastación, pálido y sucio, en el que nadie penetra y del que todo el mundo ha de alejarse, un poco cada vez, a medida que se ensancha. El animal se aventura cada día un poco más lejos, hasta que finalmente el círculo de terror avanza hasta que desde él se tiene una vista directa de las almenas del castillo de Lambton; es éste un refugio definitivo, sin duda inviolable, aunque los moradores del castillo no se atreven a organizar el éxodo, pues, cuando es necesario, la lombriz puede moverse a gran velocidad, incluso con más rapidez que un caballo al galope. Los del castillo han contemplado aterrados muchas persecuciones mortales por la llanura costera, allá abajo, porque, una vez sobre aviso, la lombriz, en terreno abierto, puede interceptar fácilmente a sus víctimas, que se hallan lejos de cualquier refugio o no tienen posibilidad de huida.
Empieza así la obsesión por la lombriz. Ahora la capilla nunca está vacía, el administrador ha empezado a hacer inventario, aunque todavía es pronto, y se está negociando con seriedad lo que será objeto de racionamiento. Ha terminado la ociosidad de ayer, pues son muchas las tareas defensivas a las que hay que entregarse. Los encargados de la catapulta, abandonada en el tejado, intentan repararla, fijan el gancho y tensan el tirador… La lombriz es ya tan grande que puede enroscarse cómodamente alrededor del castillo, y ciertamente lo hace así. Un día recibirá alguna señal, el croar de un cuervo, la forma exacta de la luna, la sombra de una nube que avanza, y eso estimulará el insondable pensamiento ofídico y obligará a la lombriz a abrir brechas en los muros y a buscar implacablemente en el interior y por arriba, a través de los espacios abiertos en el tejado, para darse un festín. Nadie puede saber cuándo ocurrirá eso. El Maligno tiene el castillo de Lambton a su merced. Los lugareños permanecen en vela, se ocultan entre la vegetación que crece en las laderas umbrías y calculan la rapidez con que habrán de moverse cuando la criatura se fije en ellos. Transcurren días, luego semanas, y la lombriz sigue ensanchando la zona devastada y vacía que la circunda, pero desplaza su centro. Ahora, después de cada excursión, regresa para enroscarse alrededor del castillo, y permanece ahí tendida toda la noche, digiriendo ruidosamente lo que ha depredado durante el día. En este punto, en medio de este asedio cada vez más desesperante, John Lambton regresa de la Cruzada.
A primera vista, la tarea de empalar extranjeros parece haberle sentado bien: está bronceado y en buena forma, va erguido en la silla de montar. Pero debajo de la máscara de energía anida el temor a lo que va a encontrarse. Al aproximarse al castillo, huele a la lombriz mucho antes de verla. Habría preferido a un dragón, pues éstos, de vez en cuando, han infestado los caminos del condado de Durham y devastado el campo. En esos casos, por lo general, han respondido a esos ataques familias cuyo odio a los dragones es bien conocido, como los Latimer, Wyvil o Mowbray. Pero aquellas criaturas eran aladas y estaban provistas de garras, exhalaban fuego, presentaban una noble conformación, y los detalles reptilianos eran inocuos, casi como una idea tardía en su figura. No se parecían en nada a lo que John Lambton, al doblar el último recodo antes de llegar a su casa, contempla, reconoce y entiende como su propia creación; y ahora debe enfrentarse a ello, Dios será testigo.
El tiempo no ha sido amable con la lombriz que él arrojara al pozo. Ya era bastante desagradable cuando sólo tenía el tamaño de una angula; ahora, a pesar de lo que ha visto en Oriente, a Lambton le cuesta apartar los ojos de ella. Los dieciocho orificios han crecido de una manera asombrosa, laten, y cada uno está rodeado por un anillo de color negro intenso, impregnado de alguna sustancia brillante y corrosiva. La cara ha perdido la malevolencia juvenil que Lambton recuerda y, sumida en su abandono, más bien se ha convertido, para ser estrictos, en un arma al servicio de la sed de sangre, y posee esa capacidad de las serpientes para paralizar a su presa mirándola de una manera muy peculiar, con una mirada a la que el almuerzo en potencia, cuando la devuelve, no puede desafiar. Incluso a Lambton, aunque se encuentra a una distancia bastante segura, le parece extrañamente atractiva.
En realidad, no ha estado en Tierra Santa, sino en Transilvania. Ésta ha sido una de las últimas Cruzadas, más parecida a una actividad de corsarios, emprendida por el cardenal Cesarini y un grupo de aventureros procedentes de diversos países, los cuales, violando primero la tregua de Szeged y luego sufriendo una derrota en la batalla de Varna, ayudaron a preparar el camino a los turcos que se apoderarían de Constantinopla pocos años después. En el curso de un largo rosario de penosas operaciones militares y pequeños combates, mortíferos y jamás decisivos, que tuvieron lugar entre espectaculares cimas de montañas, castillos hechizados y bandadas misteriosas de murciélagos que siempre parecían estar allí, ociosos, una noche, Lambton, buscando diversión, visitó el campamento de unos gitanos en el que había una adivina muy respetada por haber predicho cada boda, nacimiento, adulterio y aflujo de riqueza en aquella localidad durante más tiempo del que nadie podía recordar, y ella le informó con gravedad de la situación en que se encontraba el castillo de Lambton.
—Entonces debo regresar enseguida a casa para destruir a ese monstruo. ¿Triunfaré?
—Bocsánat, yo no adivino las muertes, soy demasiado alegre para eso. Deberías ver a un adivino rumano.
—¿Será poco más que un certamen deportivo? —inquirió el joven Lambton, las palabras atropellándose en su boca—, ¿tal vez algo más violento que unas justas?
—Por favor, Milord, mi tiempo es tan precioso como el vuestro. Pero puedo traer a un sacerdote, dividir la tarifa y que os tome un juramento.
—Lo que sea —replicó él—, pero cuanto antes.
La toma del juramento fue muy sencilla. Lambton leyó varias veces el documento y, al no hallar ningún punto rebatible, se arrodilló de buen grado, dejando la espada junto a él, y juró que si Dios le concedía la victoria sobre la lombriz, él le sacrificaría a cambio al primer ser vivo con el que se encontrara después del combate.
—Hay cláusulas de penalización —le dijo, servicial, el sacerdote, y señaló el largo pergamino que el caballero acababa de firmar.
—Si venzo, estaré tan empapado en sangre que ese derramamiento pesará menos sobre mi conciencia de lo que el derramamiento pesa aquí, en Transilvania —aseguró el joven heredero, cuyo rostro, aunque franco, tenía una expresión sombría—. No abandonaré la contienda.
Sin embargo, de regreso en Durham, y cuando ha llegado a pensar en Dios más como un aspecto de la Fortuna que como objeto de culto religioso, comprende que también debe pertrecharse lo mejor que pueda, a fin de reducir la desigualdad de fuerzas.
Lambton elige a uno de los jóvenes que, cuando la lombriz está ausente, se encuentran siempre en las inmediaciones del castillo en busca de empleo como mensajeros, y le encarga que transmita a su padre lo siguiente: en cuanto él anuncie la destrucción de la lombriz por medio de un olifante, deberán hacer salir a uno de los sabuesos del castillo. Ninguno de los Lambton consideraría esto un engaño; al contrario, será un sacrificio legítimo. Cualquiera de esos perros es como de la familia.
Entonces el joven Lambton cabalga hacia Washington (el hogar de los ancestros del coronel) a fin de consultar al armero que le equipó para la Cruzada. Mientras galopa hacia la brillante forja, visible desde varias millas de distancia y que se refleja de vez en cuando en las aguas del Wear, Lambton reflexiona sobre su principal problema táctico, que es la capacidad que, según dicen, tiene la lombriz de unirse nuevamente, incluso cuando ha sido cortada en varios pedazos mediante tajos de espada convencional, y seguir atacando.
—También yo he estudiado esa dificultad —le dice el armero—. Me alegro de que hayas venido. Anda entra y verás.
Dentro de la tienda, iluminada por el tenue resplandor de las brasas, junto a un aprendiz sudoroso que los mira de un modo insondable, reluce una armadura de las medidas exactas del joven Lambton, cubierta en su totalidad por centenares de pequeñas hojas fijadas con firmeza; esas hojas son como espadas y la luz arranca destellos sanguinarios de sus afilados bordes.
—Perfecto. La lombriz no podrá enroscarse en torno a mí, deberá atacar de frente, y si tengo suerte con la pica…
Hablan de la táctica que empleará hasta bien entrada la noche. El joven regresa con la armadura envuelta en paja. Por primera vez comprende que por doquier, en varias leguas a la redonda, duermen almas dentro de cuerpos reales —tan mortales como cualquier cuerpo en Hungría—, a las que es imposible seguir haciendo caso omiso, y que al amanecer, gracias a sus sueños, todos despertarán sabiendo lo que ha ocurrido ese día.
El joven Lambton decide esperar en la propia guarida del animal, rodeada por las aguas del río, que fluyen raudas. Los pájaros, en los árboles, permanecen en silencio. En beneficio de los numerosos observadores, se arrodilla un momento y parece repetir su sagrado juramento, antes de levantarse y ponerse, con sumo cuidado, pieza a pieza, erizadas todas de afiladas hojas, la armadura letal, hasta que por fin está preparado. Entonces lo oye, oye los quintales inimaginables de carne húmeda y decidida que se mueven chapaleando entre los juncos, cada vez más cerca, hasta que por entre la bruma ribereña, alzándose a considerable altura, emerge la salvaje cabeza, el rostro mortífero, de la gran lombriz, que sisea y lanza una larga exhalación. Cuando el olor llega hasta él, el joven Lambton esboza una sombría sonrisa y dice:
—Ya habrá mucho tiempo para vomitar cuando hayamos terminado, gracias.
La pelea es lenta, sangrienta, repetitiva. Una interminable pesadilla febril. Dura casi todo el día. Los niños pequeños se acercan cuanto les permite su atrevimiento. Pilluelos adolescentes hacen comentarios sobre las armas, la armadura, la técnica con que Lambton da tajos. Los lugareños contemplan desde las laderas de las colinas las aguas agitadas y enrojecidas del río y, en medio, ven al caballero, diminuto y destellante, cuya obstinación no parece tener limites. Quienes lo recuerdan como un niño frívolo y perezoso se maravillan del cambio. «¿Antes de que partiera hacia Jerusalén…? Habría huido, el bribón». El joven Lambton sigue luchando. Por fin, la lombriz, que ha sufrido demasiados cortes, algunos muy profundos, pierde la capacidad de recomponerse y, tras emitir una serie de gritos gorgoteantes y atroces, que resuenan por todo el valle y llegan hasta Chester-Le-Street, perece. Lambton la arrastra —cuando la sangre de la lombriz ya baña la mitad del camino hasta Dogger Bank, y los pedazos de carne están separados para siempre— hasta el Mar del Norte, donde incluso los peces más voraces la rechazarán.
Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, Lambton sube al castillo liberado, se detiene ante los muros y hace sonar su olifante. Los perros que están en el interior lo oyen y al instante empiezan a ladrar. Su agitación llega a tal extremo que ninguno de los sirvientes de Lambton se atreve a acercarse a ellos. Entretanto, completamente olvidado de las condiciones del juramento, sumido en un torbellino de emociones, el viejo Lambton sólo piensa en ver de nuevo a su hijo. A pesar de sus muchos años, corre con todas sus fuerzas por el puente levadizo, los brazos extendidos.
—¡John! ¡Oh, hijo mio!
Por supuesto, es el primer ser vivo que ve el joven Lambton.
—¡Vaya!
El muchacho permanece donde está, casi demasiado fatigado para comprender lo que ha sucedido. Ahora, según las condiciones del contrato, debe matar a su padre. Sería fácil; tan necio es el arrobo del viejo que bastaría con un solo abrazo, apretándole fuerte y sin misericordia contra los avambrazos y el peto erizados de hojas de la armadura manchada por la sangre de la lombriz; podría aducir que estaba demasiado fatigado para pensar. Por otro lado, le tomaron el juramento en Hungría… De la misma manera que Dios exime a Inglaterra de muchas de las obligaciones menos compatibles que Europa tiene para con la historia, así los juramentos tomados en tierras extranjeras, y realizados ante sacerdotes y gitanos extranjeros, sin duda carecen aquí de fuerza. El joven Lambton se permite esta sofistería que retrasa el momento de actuar de acuerdo con lo que ya sabe: que no puede matar a su padre, que debe romper su juramento, como cierta vez, y sabiendo lo que hacía, rompió la tregua de Szeged… ¿Por qué no habría de romper este otro juramento, si él ya está maldito? Suelta la espada —la imagen de la cruz sobre la que ha jurado—, la deja caer, da media vuelta y se aleja, en busca de alguien que pueda ayudarle a despojarse de la punzante —y, a estas alturas, tal vez incluso venenosa— armadura de hierro que viste. En adelante, cuando atienda a los asuntos internos de su jurisdicción, se la pondrá una y otra vez, durante el resto de su vida.
—La penalización estipulada en el contrato, y que se mantendría vigente a lo largo de nueve generaciones, una por cada par de orificios de la criatura, era que ningún señor de Lambton moriría en su lecho. Bajo esta maldición gitana, los Lambton, uno tras otro, se ahogaron, murieron en combate (Wakefield, Marston Moor), en fin, ninguno de ellos murió en la cama. El último, el noveno señor, fue Henry Lambton, y, cuando estaba yo en El Cabo, en una de las cartas que recibí desde Durham me informaron de su muerte, acaecida tres semanas después del tránsito de Venus, mientras cruzaba el nuevo puente de Lambton en su carruaje.
—A medio camino entre las orillas —murmura Mason—. ¡Cuán breve fue su tránsito mortal! Jamás llegaría a Lambton, su pedazo de tierra…
—La verdad es que iba en dirección opuesta —dice Dixon—. Cruzaba el Wear en dirección al mundo…, hacia otra aventura.
—Qué crueldad —opina el reverendo—. Nueve generaciones inocentes. Fuera cual fuese la ayuda que invocó el joven Lambton para luchar contra la lombriz, quien se la concedió le pidió a cambio sangrientos sacrificios. ¿Cómo pudo caer tan deplorablemente sobre él y su linaje la maldición durante siglos, por haber salvado la vida de su propio padre? ¿Qué ser podría manifestar una crueldad tan implacable? ¿Es posible que en la lucha que tuvo lugar en el Wear triunfaran las fuerzas malignas?
—Hombre, no, aquel día venció Cristo —replica Dixon, cuya religiosidad actual es un enigma para todo el mundo. Da la impresión de que le resulta curioso que alguien pueda pensar de otra manera.
—Hum…, en cualquier caso, ganaron los cristianos —afirma el capitán Shelby.
—Sea como fuere —sugiere el reverendo Cherrycoke—, la lombriz podría haber encarnado… una función o un símbolo, muy similar a las historias de los antiguos alquimistas, que intentaban transmitir por medio de símbolos ciertas enseñanzas secretas.
—Es la lombriz entrando en el pozo, sí, ése es el signo. —Evan Shelby, en el marco de la puerta abierta, la brisa crepuscular de la montaña fluyendo a su alrededor, con el llameante cielo otoñal a sus espaldas, resulta ser de repente más alto, más taimado y cruel de lo que parecía, y ese modo de poner los ojos en blanco refleja la locura celta—. La antigua figura de la serpiente pasando a través del aro, o la cópula sagrada, es una magia mucho más antigua y que, desde luego, los cristianos querían erradicar.
—A esa clase de ideas, en mi ramo laboral, se las califica despectivamente y demasiado a menudo de «stukeleyescas» o, cuando menos, de «stonehéngicas» —añade el reverendo.
—Por no decir de «masónicas» —dice Dixon, señalando con el pulgar a su colega, pero Mason, taciturno, parece encontrarse a centenares de cadenas de allí, y acepta sin prestar atención el vaso de whisky de maíz blanco de la región que le ofrece el capitán.
—No obstante —sigue diciendo el capitán Shelby—, el montículo con forma de serpiente que se encuentra en la localidad inglesa de Avebury se parece mucho al que he visto al oeste de aquí, al otro lado de Ohio. Los montículos podrían haber sido levantados por razas muy similares.
—¿Pieles rojas salvajes en Gran Bretaña? —inquiere el reverendo Cherrycoke, un tanto perplejo.
—Mire, señor —insiste el capitán Shelby—, cuando vaya allí y hable con los indios de eso, ellos le dirán que las serpientes, al igual que los innumerables montículos y terraplenes que se encuentran en este país, eran ya antiguas cuando llegaron ellos. Los indios mencionan una raza de gigantes que las construyó… En cierta ocasión tuve que pasar la noche entre los anillos de una serpiente… A los indios les gustan los animales más fieros… Los shawaneses se mantuvieron a distancia durante toda la noche, e incluso pude dormir, poco pero con mucha comodidad, y bastante seguro de que nunca se aproximarían lo suficiente para dar conmigo. Al despertar me sentí en posesión de una extraña energía; el enemigo se había desvanecido y estaba amaneciendo.
Una muchacha grita a lo lejos.
—¡Basta, Tom, has vuelto a desgarrarme el corpiño!
El capitán Shelby mira hacia ella con expresión paternal. No debe pasarle por alto nada de lo que ocurre en el campamento.
Los topógrafos, quienes, al este de allí, han conocido a varios hacendados de las tierras vírgenes que imitan al capitán Shelby, han hablado sobre el carácter de éste.
—Las cejas pobladas —ha opinado Mason— revelan la tendencia a una excentricidad pugnaz. Hay un pasaje de Plinio a ese respecto. O debería haberlo.
—Aquí estamos más o menos tan lejos de Filadelfia como Durham lo está de Londres —comentó Dixon—, mucho más lejos, si tienes en cuenta los árboles y demás vegetación, los precipicios, las gargantas… y esto es muy parecido al terruño, pues el oeste es para los americanos lo que el norte para nosotros: cada vez hay más probabilidades de que el poder local esté en manos de excéntricos, y hay más independencia, más scotismus, como tú dirías.
—Y «Cejas / de intrépido valor y considerado orgullo / que esperan venganza…» —El reverendo les ha citado unos versos de Milton que se refieren a Satán.
—Y lo realmente curioso —dice el capitán Shelby, volviendo la vista y fijándola, diabólicamente, en Dixon— es que eso, visto desde el nivel del suelo, no parece más que una alta pared de tierra. La única manera de distinguir la forma de serpiente es contemplarla desde cien pies de altura.
Dixon se ruboriza, pues cree, sin ningún motivo, que Shelby se ha enterado de sus vuelos juveniles sobre los páramos.
—Habrá sin duda una colina, o un árbol muy alto, cerca de allí…
—Lamentablemente, señor, no lo bastante cerca como para que se pueda contemplar la serpiente desde arriba.
Quienquiera que se preguntase por el aspecto que deben de tener los trasgos cuando llegan a la mediana edad podría sentirse más que satisfecho al ver el semblante de Shelby en este momento. Trasluce una malevolencia absoluta, aunque su apretada actividad cotidiana le deja muy poco tiempo para expresarla.
—Entonces…
Mason se contiene y decide no preguntarle al capitán Shelby cómo puede saber nadie el aspecto que tiene el terreno a vista de pájaro, a no ser que se haya elevado a una altura imposible. Observa también que el galés ha fruncido sus espesas cejas, precisamente a la espera de esa pregunta.
—No olviden que no se trata de una labor pesada u ociosa, no es la obra de unos salvajes que tantean burdamente en busca de la forma correcta. No, allí se ve el trazo seguro de un artista, las curvas se extienden adaptándose al río siguiendo un plan… Si me entusiasmo demasiado, les ruego que me echen los perros. Tendrían que ver una de esas obras para entenderlo.