A finales de marzo, los topógrafos regresan a la Montaña del Norte y encuentran el territorio de Shelby sumido, como siempre, en disturbios. Recientemente, seis vecinos han solicitado al gobernador Sharpe que destituya a Shelby, junto con su ayudante, el señor Joseph Warford, como jueces de paz, y las desdichas terrenales del capitán se han multiplicado sensiblemente y lo arrastran hacia un caos irremediable debido al gran escándalo que estalló ese invierno, escándalo en el que estaban implicados Tom Hynes, Catherine Wheat y el bebé de ambos.
—Recordarán que, en septiembre pasado, no mucho antes de que ustedes llegaran, Catherine, la hija de Conrad Wheat, uno de los destiladores de las inmediaciones, se presentó ante el capitán Price llevando en brazos a su hijo recién nacido, y juró que Tom Hynes era el padre. El juicio iba a celebrarse en noviembre, en Frederick Town, pero ella no compareció, por lo que el asunto quedó aplazado hasta el presente mes de marzo.
Tom Hynes se pregunta qué pretende la mujer. ¿Tenía ella otro amante con el que se veía detrás del ahumadero, alguien de quien él no sabe nada? Se siente perplejo. Su propio padre tiene a bien aconsejarle.
—Es mi nieto. ¿Sabes lo que eso quiere decir?
—Hum…, no, señor.
—Un nieto significa que un hombre puede dejar por fin de preocuparse. Significa que la cadena no se rompe. El milagro de la paternidad. Eso si el papá del mamoncete no es un necio despreciable que sólo tiene ganas de echar a correr. Pero entonces ten por seguro que su propio padre le daría al papá del mamoncete tal paliza que no podría ir corriendo a ninguna parte durante cierto tiempo.
—¿Qué? —dice Tom, atónito—. ¿Que me case con esa zorra?
—Vivimos entre gente de la Iglesia, muchacho —le advierte el viejo Hynes—. Recuerda el dechado que bordó tu querida madre y que cuelga sobre la chimenea.
—Sí, «TEN EN CUENTA A LOS INDIOS» —dice Tom.
—Pues exactamente con el mismo espíritu cotidiano que inspiró eso, un hombre, sí, y una mujer también, deben contar en todo momento con que aquí habrá pleitos, y que pueden venir de cualquier dirección, por cualquier razón o por ninguna. En un mundo presbiteriano es mejor llevar una vida ordenada. Cásate con ella.
—Ella…, hum, nunca me ha…
—Eso prueba que tiene buen juicio; una razón más para que debas casarte con ella. Mira, esta noche voy a encerrarte en este cobertizo.
—¡Papá!
—Tom, debes pasar esta noche sobrio y a solas con tu alma, y no salir por ahí a armar jaleo. Y recuerda que hasta ahora no he sacado el bastón de nogal. Es un asunto demasiado importante. Piensa en ello.
Así pues, el joven Hynes obedece, aunque durante esa noche no tiene unos pensamientos tan espirituales como su padre esperaba. Más bien, durante esas horas oscuras, Tom trama un plan que, incluso al día siguiente, cuando el sol ciega sus ojos enrojecidos, le sigue pareciendo un plan inteligente.
—Olvidémonos de la zorra —anuncia—, nos apoderaremos del bebé.
Sale apresuradamente, antes de que su padre pueda abrir la boca, para visitar al capitán Shelby y pedirle, en su condición de juez de paz, que le redacte una autorización para recuperar al pequeño. El capitán escucha divertido el relato de lo ocurrido, y su sangre se acelera al vislumbrar la posibilidad de otro litigio. Empieza a escribir la complicada orden, con papel de buena calidad, plumas, tintas de varios colores y sellos de cera, y Tom, que no sabe leer, imagina que gracias a ese documento tiene a la criatura en sus manos.
Ese lunes por la noche, hacia las nueve o las diez, van a hacer entrega del documento. Tom y el alguacil, junto con Moran, Dawson y otros dos, llamados Nathan Lynn y John Gerloh, se presentan en la puerta de la casa de Wheat, fingiendo al principio que sólo desean un cuarto de galón de whisky. ¿Son seis y van a compartir un cuarto de whisky? El alemán, que ya abriga sospechas, distingue entonces a Tom Hynes en el grupo.
—Sólo puedo serviros una pinta —dice Conrad Wheat.
—Bueno, ven aquí, Conrad, queremos enseñarte una cosa.
Conrad reflexiona: hay mujeres y niños en casa, la pistola más cercana está demasiado lejos. Se encoge de hombros y sale a la oscuridad, dejando la puerta entornada y sin más luz que las velas que los habitantes de la casa llevan de un lado a otro en el interior.
—Venimos a por la criatura, Conrad —le dice el alguacil, Barney Johnson—. ¿Nos la darás?
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Orden judicial.
—¿Puedo verla?
—Está demasiado oscuro.
—¿Queréis leérmela?
Barney suspira.
—Vamos, Moran, tú tienes el farol.
Lo que Shelby ha escrito resulta ser una orden de búsqueda y recuperación de objetos robados, una muestra más del peculiar sentido del humor que tiene el galés. Catherine se asoma a la puerta para recordarle al alguacil que su hijo no es ninguna mercancía, robada o de otra clase. Tom descabalga y va a por ella, pero la joven le da con la puerta en las narices. Todos están muy nerviosos.
—¿Quién ha firmado esta orden? —grita Conrad.
—¡No le digáis nada! —pide Tom fuera de si.
—Todo esto es legal, Tom —dice el alguacil Johnson—. Mira, Conrad, la autorización es del capitán Shelby, pero…
—¡Shelby! Menuda orden judicial, Barney, qué vergüenza. ¿Una orden del capitán Shelby? ¡Otra más de sus bravatas! No significa nada. Mi hija ya ha dado garantías al juez Price, y su hijito está aquí a salvo.
El alguacil Johnson dice entonces en voz baja y apresurada:
—Puesto que Catherine Wheat no compareció el mes pasado ante el tribunal presidido por el juez Price, se determina que ha violado la ley y, en espera de las disposiciones pertinentes, por el bien de la criatura debo ordenar a mis ayudantes que tomen posesión de ella en el acto.
—¡Tomad posesión de esto! —grita una de las muchachas de la casa, y les arroja un cubo del agua de fregar los platos, un rocío de grasa del que no todos se libran, mientras que otra de las chicas suelta a los perros que están en la parte trasera de la casa y los azuza contra el grupo.
De repente resulta que la casa está más llena de gente de lo que cualquiera podría haber imaginado.
—Está bien, Conrad, me entristece pensar que acechabas así nuestra llegada… —el alguacil no puede concluir la frase, pues apenas puede mantenerse sobre su montura.
Por la puerta, y también por una o dos ventanas, salen Barkley, Steed y los hermanos Rush (Brooks y Flint se han quedado dentro, para proteger a las damas) y avanzan hacia los hombres del alguacil, los cuales, con gritos propios de los habitantes del atrasado terruño, se lanzan al ataque blandiendo garrotes, mientras Tom, con la poca discreción que le caracteriza, grita: «¡Es mío, zorra, y lo conseguiré vivo o muerto!». Uno de los muchachos Wheat recibe un fuerte empujón, cae y se lastima. Una hermana se abalanza para recoger al chiquitín, que envuelto en los pañales parece una hoja de col rellena, y llevarlo a la cocina, mientras los demás habitantes de la casa cierran y atrancan la puerta, aunque no por mucho tiempo, pues los atacantes empiezan a golpearla para derribarla. Han aplicado al muchacho lesionado una compresa de árnica y pronto se pondrá bien. Conrad ha invertido mucho en la puerta, que ha construido, tallado y fijado en el marco con sus propias manos, y observa la escena incapaz de admitir todavía que ese grupo de hombres a los que creía conocer puedan transformarse en una banda de asaltantes dispuestos a hacerle daño a él y a su nieto, según parece, pues ahora, en la estrepitosa reyerta que tiene lugar en la cocina, el niño se ha convertido de repente en una pelota que se lanzan unos a otros, trazando arcos cortos y altos, mientras los shelbyitas aporrean a cuantos están a su alcance y lesionan a algunos tan gravemente que no estarán en condiciones de presentarse a juicio. En conjunto, la trifulca no es más peligrosa que la celebración de una boda en la Montaña del Norte. El joven Tom golpea a la madre de su hijo y le anuncia, sin poder dominar muy bien su voz, su intención de matarla. Es un joven apasionado, aunque al parecer su pasión no es de ésas que las mujeres reciban encantadas. Nathan Lynn toma al bebé en brazos y corre hacia la puerta; una de las mujeres Wheat, que le persigue, se hace con la criatura y sale corriendo al campo, perseguida por Barney y John Gerloh a corta distancia. La atrapan y golpean hasta que les devuelve al niño; todo ocurre en la oscuridad, donde no pueden verla tan bien como la habrían visto a la luz de las velas. Ahí no tienen ninguna sensación de profundidad y no saben con qué fuerza deberían golpear; cada uno es un fantasma para los demás. Finalmente, ella se recuesta en una depresión del gélido suelo y gime, tratando de conseguir que uno de ellos la mire a la cara. Gerloh no lo hace y Barney está demasiado ocupado con el niño, pues éste, tras ver al alguacil, ha empezado a llorar.
Tal vez «llorar» no sea la palabra exacta. Durante todo el trayecto hasta la casa de Ralph Matson, la criatura, como esos duendecillos que anuncian la muerte con sus lamentos, lanza berridos que resuenan a millas de distancia, se extienden por las colinas y llegan a oídos de costureras, que dejan caer sus labores, y también a oídos de sus galanteadores. «Tras los días de inmovilidad», comenta el capitán Shelby, «pronto nos pusimos en marcha desde Frederick Town a Annapolis, y cabalgamos como una tropa, en columna de dos o tres en fondo, lo cual nos valió fáciles comparaciones con los muchachos de Paxton, aunque era la disputa del Timbre lo que nos movía, y si la Asamblea aprobaría su acta del día. El drama doméstico de Tom nos ofrecía la oportunidad de adiestrarnos, por así decirlo, para los inminentes actos que nos exige la nación».
Por fin logran transportar sin percance la mercancía hasta la casa de Matson, en el lado de Pennsylvania; el capitán Shelby espera ahí, con Will Hynes, y la criatura berrea de un modo que helaría los huesos al mismo Pontiac.
—Dámelo, Barney —dice el capitán Shelby—, lo estás haciendo todo mal. —Y toma al niño, el cual se calla bruscamente y mira las cejas del capitán—. Sí, te gustan, ¿eh? No puedo decir que te parezcas mucho a Hynes, pero así es mejor. —Mira uno tras otro a los miembros de la escolta, cubiertos de sangre y desgreñados—. ¿Debo deducir que la madre se mostró reacia a entregar al niño?
—Hice volar la sangre de esa perra holandesa —informa Tom Hynes a los demás.
—Dilo tres veces rápidamente, Tom, y te creeremos.
—Eso fue, por cierto, lo que se dijo al pie de la letra —dice el tío Ives al llegar a este punto—. No hay más que ver las Actas del Consejo de Maryland correspondientes al año 65. Vuestro tío ha contado lo sucedido según testimonios muy posteriores de personas que deseaban la destitución de Shelby como funcionario de justicia, tal vez para desquitarse de algún perjuicio causado durante la crisis que siguió a la Ley del Timbre, o quizás anterior. Pero en ese caso Shelby cruzó la línea: era el ataque de un natural de Pennsylvania contra un campesino de Maryland. No se trataba tan sólo del lugar donde puede regir o no determinada orden, sino que Shelby hizo caso omiso del poder de la línea y se permitió desafiarlo. Así pues, el asunto pasó a ser competencia de Annapolis.
—Todo está ahí —concede el reverendo—, en esa historia que trasciende la habitual inquina entre vecinos, unido a ese extraño incremento de la animosidad en todo el campo, perceptible en muchos detalles, desde cierta inclinación del sombrero hasta el rechazo a creer en líneas limítrofes o en el Gobierno británico…, una desviación voluntaria de la historia.
El capitán Shelby tiene una queja personal: la falta de respeto hacia los decretos y órdenes firmadas por él, falta de respeto con la que parece tropezar a cada paso, a uno y otro lado de la línea. La ley, en su majestad, puede cuidar de sí misma, pero lo que Shelby no puede tolerar es la falta de respeto hacia su persona.
—Condenado holandés, será mejor que se quede ahí, en Maryland, recibirá una buena paliza. ¡No acatar mi orden! Por suerte no estaba yo contigo, Barney, porque si no habría prendido fuego a su casa.
Nadie le recuerda que redactó en broma la orden de tomar posesión de la criatura. Shelby, a su vez, se niega a aceptar la fianza que Flint y Brooks quieren depositar en favor de la joven Wheat.
—Si mi orden no significa nada allí, ¿por qué vuestra fianza habría de significar algo aquí?
En cambio, prefiere aceptar la nota por valor de cien libras que le extienden los Hynes como fianza para mantener a la criatura fuera de la parroquia.
Los problemas del capitán no han terminado, pues ahora Conrad Wheat presenta una demanda por los desórdenes habidos en su casa, y obliga así a todas las partes a presentarse en casa del juez Warford para una audiencia preliminar antes de comparecer ante el tribunal. Tom Hynes, el alegre soltero, aunque parece tan despreocupado como siempre, empieza a sentir remordimientos y ya no alude a sus recientes actividades con derramamiento de sangre. En cualquier caso, tampoco nadie quiere oír hablar de ellas. Cuando por fin llega el momento de comparecer ante el juez, Tom arde en deseos de ver a Kate.
Shelby exige una orden de pago de la multa que ha impuesto a Catherine Wheat.
—La señora Warford se opone a eso —replica Joseph Warford—, y sus habilidades en este campo son ampliamente conocidas. Mira, Evan, no trates de exprimir este caso porque el contenido es muy magro.
—¡Maldita sea! ¡Joe! ¡Mi viejo colega en el campo legal…! ¡Y su digna esposa, a cuya mesa siempre me he complacido en cenar! ¡Me han traicionado! ¿Quién lo hubiera imaginado, eh, Will? ¿Eh, Tom?… ¿Tom?…
A Tom, por el momento, no se le ve.
Todos se quedan sorprendidos cuando la señora Warford y una resuelta llama de vela revelan al Casanova de la Montaña del Norte; el joven está en una silla, en un rincón penumbroso, con Catherine Wheat en el regazo, a la que acaricia resueltamente.
—Me hiciste daño —le informa ella—. Sangraba, aún tengo las marcas, aquí en la espalda, ¿las ves?
—Era sólo una delgada vara de sauce, y estabas tan acurrucada… Nunca te haría daño, Katie.
—¿Qué dices? Mientes como una serpiente, claro que me lo harías… y me lo has hecho.
—¿Cómo crees que me sentía? Todo el mundo me miraba… Sin decirme nada, fuiste a ver al capitán Price… Creía que era nuestro hijo secreto, el secreto de nuestro amor, y que nadie tenía necesidad de saberlo…
—¿Estás loco? ¡Ocultar a un niño! Tú no sabes cómo son las criaturas, net? ¿Has estado en casa con las nuestras un minuto siquiera? ¿De qué secreto hablas?
—Bueno…, puede que ahora ya sepa lo que es eso. A lo mejor entonces era demasiado joven, tal vez incluso un necio.
—«Eso» ocurrió hace tres meses, y podías haberte casado conmigo entonces y ahorrarnos todo esto.
A Catherine ya no le importa lo que piensen los demás, ni siquiera Tom, a quien mira fijamente a los ojos.
Empujado con firmeza desde atrás por su esposa —un gesto que, en esta mujer, equivale al codazo suave con que la mayoría de la gente acompaña una sugerencia—, el señor Warford interviene bruscamente en el tête-à-tête y dice con voz grave:
—Puesto que has deshonrado a esta chica, Hynes, privándola de su buen nombre, deberías casarte con ella.
Los dos jóvenes miran al afable caballero y al semicírculo de rostros oscilantes que hay detrás de él, todos con expresiones extrañamente serenas. Ella apoya la cabeza en el hombro de Hynes, exhala un suspiro y sigue mirando a los reunidos. No es un gesto de coquetería, sino, más bien, como si se relajara de una manera inocente después de una larga lucha.
—Bueno, Tom —le dice Katie con una confianza que él nunca le ha oído pero que, si lo hubiera dicho en un tono más agudo, podría haberle preocupado—, ¿qué opinas de esto, boniato mío?
—Pues… —el rostro de Tom parece aturdirse lentamente—, pues que no tengo mucho en contra de eso. Lo pensaré, desde luego.
Conrad Wheat se había propuesto ofrecer veinticinco, pero, afectado por el espíritu que reina en la sala, declara:
—Por nuestra parte, te daré treinta libras. Y pagaré una boda de cinco libras.
—¡Hurra! —exclama la señora Warford—. Bueno, ¿cuándo crees que será exactamente, muchacho?
—Cuando… —Tom Hynes, que no sabe muy bien qué día es, se da cuenta, un poco alarmado, de que los disturbios, el secuestro del niño y el litigio han tenido lugar en la época navideña. ¿Acaso Navidad ha llegado y se ha ido, y él se la ha perdido en medio de la conmoción?—. Antes de que finalice el año, señora —supone.
—¡Un momento! —grita el capitán Shelby, quien ha estado ocupado, escribiendo. El júbilo remite—. Aún está pendiente el asunto de la multa impuesta a la muchacha. Si no me redactas una garantía, Joe, supongo que por lo menos tendrás la amabilidad de firmar una de las mías. A ver…, aquí están.
El señor Warford mira a su esposa, la cual, por segunda vez en la velada, hace un gesto negativo mientras sonríe al capitán de una manera maliciosa pero inflexible.
—Lo siento.
—No sé hasta cuándo podrá soportar mi hombría esta situación —masculla el galés—. Condenado holandés, con sus fiestas de cinco libras y su veneno de maíz. Claro, demasiado distinguido para aceptar mi orden legal, y ahora, viejo Joe, me rechazas una vez y otra y… tres veces me has rechazado esta noche. Pues bien, maldita sea, la firmaré yo mismo, ¡ya está! ¡Ahora que alguien prenda a la joven!
—¡Será un placer! —exclama el obtuso Tom Hynes, aferrando a su amada, la cual chilla.
Will Hynes mira a Shelby con el ceño fruncido.
—¿Qué clase de nuevo robo es éste?
—Con mucho gusto aceptaré tu nota, Tom —le incita el capitán Shelby.
—¿Papá?
—Creo que Shelby quiere que estés aquí para la boda —le explica Will Hynes.
—Antes de que acabe el año —canturrea la señora Warford.
Así, la noche del 31 de diciembre están todos reunidos en la casa del señor Warford, con ropas limpias y ánimos esperanzados. La nieve se acumula en los ángulos de las ventanas más alejadas del fuego. La señora Warford ha preparado un gran pastel de frutas, oscuro y empapado en licor, adornado con capas de alfeñique de un blanco nupcial. Conrad Wheat ha traído una carreta cargada de whisky de maíz blanco de los Colonoways, que se ha de beber con sumo cuidado porque es un fuerte inductor del sueño. Los rumores sobre la Ley del Timbre corren entre los grupitos de muchachos que hay dentro y fuera de la casa. Unos jóvenes han preparado una batería de esquilas de distintos tamaños que responden a la escala pentatónica, tambores con el parche de piel de zarigüeya, silbatos, gongs y una corneta militar que encontraron en el bosque tras la derrota de Braddock.
—No hace tanto frío como el invierno pasado, ¿os acordáis?
—Pues yo tengo bastante frío.
—Espero no pasar jamás otro invierno como ése.
—Esta mañana mis perros querían quedarse en casa.
—Tus perros tienen que apoyarse en la pared para ladrar, Gus.
El capitán Shelby recita las palabras que requiere la ceremonia como si fueran poesía.
—Thomas Hynes, ¿quieres a Catherine Wheat, aquí presente, por legítima esposa?
—Sí, señor, quiero.
—Y Catherine Weath, ¿quieres a Thomas Hynes, aquí presente, por legítimos marido?
—Sí, quiero.
—Entonces, siempre que no haya ninguna otra falta de respeto hacia mi firma, y con la autoridad que me confiere mi cargo de delegado del juez de paz, tengo la satisfacción de declararos… ¡Brinca, perro! ¡Salta, perra! ¡Y que me zurzan si todos los hombres juntos pueden descasaros!
—¡Así se habla, capitán! —grita alguien.
—¡Oh, Tom, me has roto el corazón! —exclama una muchacha.
—¡Y varios otros también!
El violinista alza el arco y ataca la melodía de «La broma negra». Los pies vuelven a descubrir pasos que son suyos y no los del día y sus exigencias.
A la mañana siguiente, cuando Tom se despierta, reconoce lentamente la cama por la que la señora Warford le cobra cinco chelines. En lo primero en que se fija es en el empapelado, de florecillas azules idénticas sobre un fondo bermejo brillante. Permanece tendido largo rato, bajo el semicírculo de luz, sin hacer nada, sólo contemplando esa muestra floral, repetida hasta la saciedad. Descubre que si se acerca lo suficiente a la pared y deja que su mirada se desenfoque ligeramente, cada flor se divide en dos, que se deslizan a su vez a los lados, hasta que se juntan con una flor vecina, y nota que las imágenes recién creadas parecen tener profundidad y forman unos consistentes dibujos suspendidos en un éter tembloroso y brillante.
Es posible que la noche haya sido difícil, y de ella sólo recuerdan bien una o dos cosas. Se acuerda del capitán Shelby en el momento de la ceremonia matrimonial. Tom mira ahora a su lado y, en efecto, ahí está Katie, dormida, con una gota de sol en forma de huevo a punto de tocarle el hombro. De modo que fue real… También recuerda que se levantó en plena noche para orinar y se encontró ante una figura que al principio le pareció el diablo, porque esgrimía una horca para hacinar las mieses, pero enseguida vio que era el capitán Shelby.
—Le estaba esperando, señor Hynes, creía que nunca iba a venir. Mírelos, están todos dormidos. —En cada rincón, a oscuras, yacen invitados a la fiesta; algunos están debajo y encima de muebles y escaleras—. Todos menos yo, el único que ha permanecido en pie, pues sabía que usted iba a intentar huir. Bueno, ya puede dar media vuelta y entrar de nuevo en esa habitación, y si se atreve abandonar a su esposa legal, esta noche o cuando sea, esto —sacude la horca— acabará hundido en su tripa. ¿Me ha oído bien?
—Sólo me he levantado para orinar, capitán, y he pensado que era mejor hacerlo fuera de la casa del juez que dentro.
—¿Por qué no lo ha dicho antes? Entonces, vamos. Mearemos en la nieve.
Se abren paso entre los invitados que roncan, procurando no pisar rostros babeantes o faldas desordenadas, salen al exterior y orinan juntos en la nieve. Shelby escribe su nombre, en un amplio trecho, como si firmara al pie de una todopoderosa autorización invernal en blanco, mientras que Tom dibuja un sencillo corazón, sin ninguna flecha que lo atraviese y sin palabras, luego lo rellena cuidadosa y completamente, y aun añade un poco más. El capitán examina la obra.
—Desde luego, tenía usted ganas de mear. Estupendo. Ahora escuche bien lo que voy a decirle. Abandone los placeres de la ciudad; esos desfiladeros de ladrillo no están hechos para usted, su destino se encuentra más al oeste. En primavera, cuando esos topógrafos regresen, necesitarán operarios. Usted podría ser el jefe de los hombres de Shelby, una especie de grupo dentro del grupo. ¿Qué me dice?
»El capitán Shelby me hizo un gran favor», declarará Tom Hynes a cualquiera que se lo pregunte. «Estaré perpetuamente en deuda con él. Casarme con Catherine Wheat es lo mejor que me ha ocurrido jamás, sin ella estaría perdido. Desde luego, ese hombre sabía lo que me convenía».
Los dos parecen reacios a abandonar la atmósfera helada de la noche.
—¿Podrá venir ella? —le pregunta en voz baja Tom.
—Volverá a estar preñada, ¿no?
—Olvide eso.
Shelby le mira largamente y en silencio.
—Le había tomado por un desertor. Pues bien, va a ser usted otro puñetero abuelo Cresap, Tom, ya lo verá.