58

En las carreteras que recorre Mason hacia el sur la situación es alarmante. En Maryland, en septiembre, las masas derribaron la casa de Zachariah Hood, quien se negó a dimitir como distribuidor de timbres de la provincia, huyó a Nueva York y encontró refugio en Fort George, a tiempo de presenciar la exhibición de las posaderas del marinero Bodine. Aunque ahora, argumentando la falta de timbres, los barcos podían zarpar de los puertos de Chesapeake sin autorización timbrada de franquía, Maryland fue una de las últimas provincias que así lo hizo, como si sus gentes, tras detenerse, asombradas de su propia audacia, estuvieran reflexionando sobre el paso que darían a continuación. Mientras el otoño se aherrumbraba y se acercaba el invierno, los jóvenes corrían alocadamente por las carreteras disparando largos fusiles desde sus monturas contra cualquier blanco que pudiera tener alguna relación con el papel timbrado. El vaho del aliento y el humo decoraban el camino. Grupos de jóvenes campesinas se apostaban en los cruces y les cantaban «Americanos todos». Los padres de las chicas, que no siempre tenían mejores cosas que hacer, les ofrecían jarras y pipas, y sus madres té. Los Hijos de la Libertad viajeros jamás tenían que pagar un ochavo por la bebida; les hacían sin cesar sugerencias que, incluso a los más animosos, les habría robado más tiempo de lo que les permitiría el deber. Por primera vez se oyeron acentos de la bahía de Massachusetts en los Alleghenies y en los estrechos puertos de montaña. Los neoyorquinos estaban en Georgia, los de Pennsylvania en las Carolinas, los virginianos por doquier; montaban caballos tal vez con mejor estampa que aptitud para el trabajo, y todos se tomaban tiempo para apreciar la canción que entonaban voces que venían de lejos pero que ya eran, inequívocamente, americanas.

Lo mismo en el mar

que en campos y eras,

la hora va a sonar,

quienquiera que seas.

Jóvenes hijos

de Escocia y Erin,

seamos atrevidos,

y hagámoslo por fin.

Es la hora de optar,

americanos todos;

no puede retrasarse más

el deber patriótico:

hay que cerner el grano,

a los humildes dar dignidad,

derribar a los tiranos,

americanos de la nueva edad…

Hasta que la historia acabe,

hasta que la lucha cese,

hasta que el último tory cobarde

para siempre se aleje,

vayamos todos al muro,

y soportando el dolor,

americanos puros,

digamos a la esclavitud adiós.

En Williamsburg, invitan a Mason a que acuda al Colegio Guillermo y María para que vea el material filosófico, y también le presentan, en la cámara legislativa, a un grupo de jefes tuscarora que tienen la misión de traer de las Carolinas a los últimos miembros de su pueblo y conducirlos, hasta que, sanos y salvos, queden bajo la protección de los indios seneca; entonces se reunirán con el resto de su tribu, la sexta de las Seis Naciones.

La escolta comenta lo peligroso que podría resultar cruzar Pennsylvania en compañía de un centenar de indios tuscarora, tal vez dos centenares, pues han llegado a sus oídos las matanzas de los Paxton. Pero a lo largo del camino se les sumarán protectores de varias naciones, sobre todo indios mohawk. Aunque su territorio se encuentra a centenares de leguas al norte, las Seis Naciones siempre van y vienen por los bosques de Pennsylvania, observando todos los movimientos, sean de la magnitud que sean, ojo avizor. Mason intenta tranquilizar a los jefes tuscarora y les dice que «cualquier persona de disposición paxtoniana suele estar dotada de excelente puntería y sabe quién está en el bosque y por qué, pero dudo que dicha persona se incline por atacar a cada oportunidad».

Se aloja en casa del señor Wetherburn. Una mañana le llega una nota doblada y cubierta de cintas cruzadas. Es del coronel Washington, quien se encuentra en la ciudad y le propone jugar tranquilamente una o dos partidas de billar. La tranquilidad que había en la sala de billares de Raleigh no dura mucho, pues cada vez llega más gente, que se agolpa alrededor de la famosa gran mesa.

—De la misma manera que en el humo de una taberna se hace la luz y se entrevé cierta claridad, así en los asuntos coloniales podríamos ser capaces de atisbar y, con bastante frecuencia, entrever con nitidez los motivos del rey Jorge y de esa peligrosa banda de necios… Parece ser que, en adelante, los irlandeses y los escoceses del Ulster van a estar con los ingleses, en las mismas condiciones que los africanos, hindúes y otros pueblos de piel oscura a los que esclavizan, y de ese modo les será más fácil disparar contra nosotros, junto con todos los americanos, aunque nos dominen de una manera más mística, no por medio del látigo y el mosquete, sino del libro mayor y el teodolito. Y todo para asegurarse un suministro eterno de leñadores baratos, de campesinos, de unos pocos toscos artesanos y de dóciles compradores de género británico.

—No sólo dan por sentado que somos sus súbditos, lo cual ya es de por sí bastante malo, sino que creen que somos tan sólo otra clase de negros. Y eso ya no puedo perdonárselo.

—¡Un poco de cortesía, señor! Esa palabra que acaba de emplear es aquí, en este sereno estanque de la Razón, un verdadero escualo que siempre siente cercana la hora del almuerzo.

—Dispense, pero ¿he oído de nuevo esa palabra? Se diría que, envueltos por este humo, todos lo somos.

—¿Eh? —dice Washington, aferrando a Mason.

—Coronel, señor —dice Mason, al tiempo que da una brusca sacudida para liberarse—, sería mucho más preferible…

—¡Esa voz, Mason! ¡Es la de mi sirviente, Gershom!

—Y además, he aquí la última noticia del rey. —Algunos gritan y otros silban—. El rey entra en una taberna, el tabernero le pregunta: «¿Qué será, George?», el rey responde: «He venido de incógnito, ¿cómo me has reconocido?»; el tabernero contesta: «Por esa corona que llevas en la cabeza». El rey le dice: «Sólo un loco iría por ahí con una corona». El tabernero se arrodilla y exclama: «¡Vuestra Majestad!».

La mitad de los presentes parecen creer que es un parroquiano blanco que imita a un africano. Otros, que han visto actuar a Gershom en diversas ocasiones, lo reconocen enseguida.

—Eh, Gersh, cuenta el del cocodrilo que sabe hablar.

—¡El del conejo en la luna!

—Esperad un momento, ¿quién dice que hay aquí un auténtico negro?

—Diablos, tal vez haya más de uno.

Durante el resto de la velada, todos los allí reunidos sospechan que el que tienen al lado es Gershom. A veces, alguien, aunque los fuelles que apartan el humo nunca son lo bastante rápidos para revelar quién, cuenta otro chiste del rey.

—El alquimista del rey le presenta un filtro que puede transportarle a donde desee…

Mason se vuelve para poner la mano sobre el hombro de Washington.

—Si ése no es Nathe McClean, el de la cara aniñada, yo soy marino.

—El rey decide viajar al sol —sigue diciendo el joven invisible—. El alquimista protesta: «¿El sol, Vuestra Majestad? Arde a millares de grados Fahrenheit. Allí hace demasiado calor para que pueda soportarlo cualquier ser vivo». «¿Pues cuál es la dificultad?», replica el rey; «iré de noche».

Es en efecto el joven Nathe, que asiste de nuevo al Colegio Guillermo y María y que está cada día más metido en las realidades continentales. En aquel local, en medio de lo que él y sus condiscípulos llaman la «bruma entre cuatro paredes», parece ya menos físicamente en forma, más perezoso que el delgado e inquieto factótum del campamento que fue el verano anterior.

—Dejé aquel grupo justo a tiempo —confiesa—. De haberme quedado allí una semana más, me habría vuelto tan loco como el capitán Zhang.

—Bastante loco se volvió ya —observa su amigo Murray.

—¿Tan dura era la vida allí? —inquiere Mason, un tanto reservado.

—Con todos mis respetos, señor, el capitán no sólo exponía una idea fantástica con respecto a ese sha. Todos lo percibimos, y, al parecer, también lo percibieron usted y el señor Dixon. Una cosa es trazar el límite de una propiedad, pero despejar un vasto terreno y marcar una línea recta de un centenar de leguas, pasando por tierras ajenas, eso ya es otra cosa, y no precisamente amable.

—¿Deberíamos haber rechazado entonces el encargo? —inquiere Mason con voz nasal, cada vez más aguda—. Nosotros no inventamos los paralelos de latitud. Tendría usted que discutir con Hiparco y, antes de él, con Eratóstenes… y creo que ambos están muertos.

—En fin, tal vez no suceda nada. Recemos para que sea así. Dele recuerdos de mi parte al señor Dixon. Mis respetos, señor.

Los vapores nicotínicos, tan opacos como el futuro, envuelven de nuevo a Nathe, y Mason se siente un estúpido, incapaz de confiar tanto como antes en los recuerdos del jovial muchacho, que pasaba entre los expedicionarios como una lanzadera, siempre de un lado a otro, o por en medio, como si tejiera al grupo mismo en su avance hacia el oeste, un día tras otro.