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A principios de 1766 se produce un cambio: cada uno decide partir en dirección opuesta a la que siguió el año anterior; así, Mason parte hacia el sur «para ver el país», mientras Dixon —mencionado en el diario de la expedición solamente al regreso de Mason, con motivo de la partida de ambos de Filadelfia, el 18 de marzo, para reunirse con los comisionados en Chester Town— se encamina en realidad hacia el norte, hacia las iluminadas calles de Nueva York.

En un teatro que no tiene nombre ni dirección fija, y que esta noche se encuentra casualmente en Broad-Way, en ese teatro que no imprime prospectos de propaganda para repartir entre los transeúntes, pues sólo se informa de su existencia verbalmente, Dixon, siguiendo el consejo de una persona a la que ha conocido en el transbordador, asiste a una representación escénica del drama musical El Black Hole de Calcuta o El visir malhumorado. Ante un telón de fondo en el que está pintado Fort William (con tan obsesivo respeto por los mínimos detalles que, durante los momentos en que languidece la obra, el espectador puede ver representados en el cuadro, con ayuda de prismáticos, dramas subordinados, reuniones de los dirigentes, manos que aferran gargantas o apuntan con pistolas, despedidas en el muelle, el vaporoso, pálido y siempre inalcanzable río Hugli, ese canal por donde el Ganges penetra en la bahía de Bengala, y los barcos que esperan para zarpar, dejando atrás lo inefable), ante ese telón, pues, aparece un grupo de dos docenas de damas, con atuendos casi hindúes y que caminan mientras cantan, con un acompañamiento de una pequeña orquesta que, como dirían algunos, es demasiado alegre para la circunstancia:

En el Black Hole de Calcuta, allá en la India,

por más que en la penumbra fuerces la vista,

no ves bien a los seres que gruñen y musitan,

¡ah, cuánto más animado el arroyo resulta!

Ahí te asfixias de calor y no hay luces,

ni pizca de azúcar que tu café endulce,

ni un nativo al que de arisco no culpes,

y las almohadas parecen travesaños de cruces.

Pregúntale a cualquier ciudadano bengalí

cómo está hoy el Black Hole de aquí.

No esperes que te diga: «Pues en peores sitios me vi»,

sino: «De todos estos fallos en la cuenta caí»:

Que los faroles empiezan a apagarse,

y que no hay pan tierno que a la boca llevarse,

cuando por fin empieza a cerrarse

la puerta de la celda que acabó por llamarse

¡el Black Hole de Calcuta!

La, la, lala, lala, lala…

Hasta donde a Dixon se le alcanza, la obra trata de un oficial británico cuya rivalidad con un francés, cómicamente bellaco, por el afecto de la hija de un nabab provoca la guerra en Bengala. Hay algunas melodías pegadizas y un elefante, anunciado en el primer acto y que, increíblemente, aparece al final del espectáculo. Al público le pasma la boba pureza de no haber sido engañado. El elefante, adornado con complicados jaeces rojos, azules y dorados, observa con atención cuanto le rodea: puede que lo capturaran, pero a él no le toma el pelo nadie. Del interior del castillo que se yergue sobre su lomo salen muchas más chicas de las que podría contener, y llevan vestidos de tonalidades tan variadas y diáfanas como las del arco iris. Las muchachas aplican con precisión sus pies enfundados en medias sobre ciertos puntos del elefante, conocidos desde antiguo por los sanadores chinos, extendidos a lo largo de los meridianos de sus orejas, y el paquidermo muestra su agradecimiento poniendo los ojos en blanco. Ésta es también la parte del espectáculo que más les gusta a las chicas, o así se lo dicen después a Dixon, quien ahora deambula entre bastidores, pues ha seguido con toda inocencia los efluvios del esfuerzo femenino hasta el camerino.

—¡Aquí está!

—Ha tardado bastante, para ser un chico tan peripuesto.

—¡Eh, le vas a aburrir, Fiona! Ven aquí, cariño, ya dormirás más tarde.

—¡Eres una vaca!

—¿Quién quiere divertirse? ¡Ah!, ¿el bobo de mi amigo tiene un coche esperando?

Un torrente de polonesas, vestidos holgados y enaguas arrastra a Dixon hasta el vehículo y, con gran jolgorio, se alejan todos por la carretera de Greenwich hacia el local de Brannan. La jarana durará dos días, siempre interrumpida por alguien que se levanta para gritar volviéndose hacia los otros, que le contestan también a gritos: «¡No me divertía tanto desde que Eyre Coote ganó la batalla de Wandiwash!», que es una famosa escena de la comedia que acaban de representar, y el grupo termina en la ciudad, en la taberna de Montagne, sita en Broad-Way, cerca de la calle Murray, donde está el cuartel general de los Hijos de la Libertad, un lugar lleno de intrigantes pese a lo avanzado de la hora.

Dixon no tarda en localizar al Capitán Volcán, quien en el año transcurrido desde que Mason lo conociera ha sufrido las tribulaciones originadas por la Ley del Timbre. Algunos miembros del antiguo grupo han huido, y otros han decidido jugárselo todo, incluso la vida, en el intento de expulsar a los británicos, si bien, salvo en esto, no acaban de ponerse de acuerdo.

—Aunque esta ley se derogue o nunca llegue a aplicarse, cualquier ministerio de este rey, por más que el señor Pitt forme parte de ese ministerio, con toda seguridad nos cobrará impuestos. Tenemos el deber de oponernos, aunque hayamos de dedicarnos a ello día y noche. Ahora las comunicaciones funcionan, pese a los impedimentos de los británicos. Nos las arreglamos bien, el número de hombres que nos apoyan va en aumento, nuestras filas crecen. En octubre, y por primera vez, celebramos aquí un consejo «transprovincial». A cambio de todo esto, hemos perdido gran parte de nuestros sentimientos más afectuosos, pues ahora somos gentes más frías. Dígale a su colega que tuvo suerte de que lo capturásemos el invierno pasado y no éste: ahora Blackie podría haberse salido con la suya.

—El señor Mason, que se halla lo bastante lejos como para no correr peligro, le pide que dé recuerdos a su sobrina.

—La chica se fugó con un reparador de carretas italiano —le informa el Capitán, meneando la cabeza—, y se fueron a vivir a Massapequa, en Long Island. La madre del italiano está enseñándole a la chica a cocinar.

—Mason se sentirá perplejo.

—¿Y cómo cree usted que nos sentimos nosotros? Ya ve, nosotros sólo éramos para ella una especie de club, en cuyas reuniones ella buscaba un posible marido, nada más. ¿La política? Bah. Puede que ella jamás se interese por nada de esto. Este camino no es para todo el mundo.

—Hola, Capitán. Este tipo podría ser uno de ellos, ¿no? —dice un individuo de piel oscura, musculoso y desaliñado, que ha aparecido a estribor de Dixon.

—No, Blackie, es otro astrónomo. ¿Recuerdas al del año pasado? Pues bien, éste es su colega.

Mais oui, mais oui —Dixon se quita el sombrero y hace lo que él cree que es una reverencia—. ¿Odia usted a los bastardos ingleses? Quiere matarlos, ¿eh? ¡Ja, ja! ¡Yo también!

—Preferiría matarle a usted —suspira Blackie—, pero, como no puedo hacerlo, tendrá que invitarme a una jarra.

—Me parece justo.

Aunque en el exterior es pleno día, dentro de la taberna la medianoche es perpetua. Dixon ve que a su alrededor se toman y mantienen resoluciones propias de esa hora, las ventanas están cerradas, hay poca luz. «Menos mal que soy un hombre práctico y equilibrado», se recuerda Dixon, «o empezaría a imaginar toda clase de cosas…».

—¡Por el 66!

Tintinean las jarras de peltre, la cerveza se derrama, y gran parte acaba en la ropa de los reunidos.

—En fin, ¿qué le parece todo esto? —le pregunta Blackie abruptamente a Dixon.

—Pues… no es Filadelfia, ¿verdad?

—¡Ni Boston tampoco! —le asegura Blackie, dándole una palmada en el hombro—. Aunque eso poco importa.

—Sí, todas las provincias coinciden en ese punto. Todas hablan como una sola.

—Es terrible que los gobiernos británicos nos interpreten tan mal, cuando nosotros no deseamos sino creer que son sabios, y que comprenden bien la Historia, tanto como la probabilidad seglar. Sin embargo, seguirán encontrando el modo de alimentar nuestra suspicacia.

—¿Serán tan estúpidos como para que ni el señor Franklin, nuestro Prometeo americano, los comprenda?

—¿Por qué habríamos de molestarnos en enseñarles nada? Cuanto más estúpidos, tanto mejor.

—Pero si se muestran demasiado estúpidos, la única elección que queda es el combate.

—¡Eso es lo que queremos! —exclama Blackie.

—Cuando los disturbios llegaron a su punto culminante, Blackie dirigía a unos mil marineros —comenta el Capitán Volcán.

—Y siguen en la ciudad —dice Blackie, con un vigoroso gesto de asentimiento—, gracias al capitán Kennedy. —Este, al mando del buque de Su Majestad Coventry, regula el tráfico en el puerto y permite entrar a las naves, pero persigue y aborda, en la medida de sus posibilidades, a las que intentan marcharse sin haber sellado los certificados de aduanas—. Vaya, aquí está uno de mis chicos.

El recién llegado no es otro que el marinero Bodine Panza de Andullo, en otro tiempo tripulante del Seahorse; Bodine, como ahora relata, se lanzó al agua por la borda en Madrás, y contempló desde la orilla cómo el barco se alejaba hacia Manila para conquistarla; luego se enroló en un barco chino que fue atacado en pleno océano por unos piratas, los cuales lo llevaron a Sudamérica; una vez allí, escapó y se encaminó al norte, y sobrevivió a tifones y huracanes, junglas y pantanos, cocodrilos y boas, indios y españoles, hasta que acabó en Perth Amboy, con cierta Dot, bulliciosa beldad del puerto.

—La mujer de mis sueños —dice Andullo con una risita repulsiva.

—Yo sólo era una pobre chica en espera de una botavara —le contradice su dama—. Y resultó que fue éste, eso es todo.

—Y en noviembre Bodine se libró de recibir un tiro de mosquete delante de Fort George.

—¡Sí! —exclama Blackie, sonriente—. ¡Qué noche! ¡Éramos miles! Teníamos de espalda un fuerte viento que venía del este…, ¡chispas de antorchas volando por todas partes!

—Blackie creyó que su sombrero estaba en llamas —recuerda el Capitán—. Todos les gritaban «¡libertad!», provocándoles para que disparasen contra aquellos tipos. Aunque el comandante James podía haber acabado fácilmente con un millar de vidas de una sola andanada, ordenó que no dispararan y nuestra guerra con Gran Bretaña no comenzó. Pero si alguien podía haberla provocado, ése era el buen Andullo.

Mientras Bodine exponía su trasero a la mirada de los defensores del fuerte, la prudente Dot, viendo que los disturbios estallarían en cualquier momento, se sacó una cachiporra que llevaba escondida en la media y dejó en el marinero exhibicionista tal recuerdo que éste no se despertó hasta el día siguiente, cuando ya lo habían trasladado a la gabarra de la mujer en los Amboys.

—Es un placer verle, amigo —dice alguien en voz baja al lado de Dixon—. Pero no lo diré si usted no quiere.

Por entre la humareda. Dixon reconoce a Philip Dimdown. Este ya no parece tanto un lechuguino como un joven serio embarcado en una misión impredecible. Se dirigen a un rincón donde hay un clavicordio; para poder apoyarse, Dixon ha de apartar lo que hay sobre el clavicordio: una botella de Madeira, dos chuletas frías y una peluca de las que se recogen en la nuca y muy deteriorada.

—Así pues, ¿no es usted un petimetre? ¿Puedo hacer comentarios y contar chistes de petimetres sin ofenderle?

—Ésa era la mejor manera de burlar la vigilancia de los petimetres —dice Dimdown haciendo que su jarra asienta amigablemente—. Hablar por los codos es algo que descompone a esos británicos: algunos de ellos pueden pasarse semanas sin decir más que lo estrictamente necesario. Sin embargo, dado que ningún auténtico gomoso, cuando no está entre gomosos, se comportaría demasiado gomosamente, mis actuaciones, las que usted vio, no fueron todo lo buenas que yo deseaba. Es decir, que yo podría haber sido un poco más discreto.

—Pues la verdad es que me engañó.

—Probablemente di rienda suelta a unos sentimientos de petimetre reprimidos, que yo mismo ignoraba que poseyese. No obstante, incluso un Hijo de la Libertad necesita un poco de diversión, dado que apenas transcurre un día sin que uno tenga que moverse con agilidad si desea conservar el pellejo, y creo que a mí eso de ser lechuguino me va que ni pintado. En estos momentos me obsesionan las pelucas. Tengo que cambiármelas por lo menos una vez a la semana para que no me identifiquen. ¿Qué le parece ésta? Acabo de ponérmela. Sólo la uso en la ciudad y por la noche. He estado viajando en un queche francés destinado al transporte de bombas, La Fougueuse; fue capturado en la última guerra, tiene dos morteros en la chupeta y problemas de estabilidad con cualquier grado de mar picada, es del año 42, pero nos lleva a donde queremos, sí, por todas las comunicaciones…

Al parecer se refiere al conjunto de las vías y medios por los que en aquella época los americanos podían transmitirse mensajes, y las personas que constituían esa red anunciaban y transmitían los mensajes verbalmente, mensajes que se mezclaban de vez en cuando en un plasma (como la suprema realidad anímica del hindú), y surgían aquí y allá, en senderos, laderas y riscos, por medio de destellos de farol, ruido de cascos en la noche, botes con pantoque y bergantines de esnón, criptogramas enrollados entre pelucas de currutaco, canciones, sermones, campanadas en las torres, alas de sombrero, cartas publicadas en los periódicos, hojas impresas por una sola cara repartidas en las esquinas, gritos en los límites de la ciudad orientados a lo desconocido y en pleno invierno, en medio de la noche, y se gritaba la información, siempre con la confianza de que alguien escucha en alguna parte y transmite el mensaje, por vía marítima o terrestre, a eso se dedica La Fougueuse, junto con transbordadores que van y vienen las veinticuatro horas del día, uniendo de este modo las poblaciones costeras de Connecticut, Nueva York, los Jerseys, el norte y el sur de Chesapeake, convertidos en una sola y gran criatura ramificada, y sus impulsos viajan por arroyos y calas a la velocidad del pensamiento, Virginia, las Carolinas, y llegan hasta lo más profundo de las montañas y más allá, hasta la húmeda pradera de Ohio, y desde allí…

—Es una red inmensa —le asegura Blackie a Dixon—. Nunca he visto nada igual. He vivido en Brooklyn toda mi vida, he visto mierda que bastantes caballeros ingleses no sabrían decir qué es aunque la pisaran… y para entonces sería demasiado tarde. Pero lo que les ocurre a esos abogados… —señala con el pulgar al Capitán—, eh, ésos no quieren saberlo. Es inmensa, ¿de acuerdo? ¿Sabe lo que estoy diciendo? Inmensa.

Dixon se encoge de hombros y menea la cabeza para indicar que desconoce el tema.

—¿El regreso de Cristo…? —conjetura.

—Eso viene a continuación, después de nosotros.

—¿Están ustedes pavimentándole el camino?

—Muy acertado, señor —dice un personaje de aspecto eclesiástico—. Debería añadir que «inspirado», de no ser por la preponderancia de los deístas entre nosotros, a quienes Cristo incomoda. Llegará el día de éstos. Y después, dentro de una o dos generaciones, cuando la gente esté por fin lo bastante desencantada, entonces habrá llegado la hora de que Cristo regrese a los corazones de los suyos.

—¡Hombre, Asaph, mierda para ti y tus deístas! Tú mismo eres un endemoniado lector de Voltaire, ¿qué clase de historias con ángeles y espinas cuentas?

—Como el señor Dixon es cuáquero, Blackie, no puede sentir mucho afecto hacia ningún rey, sea cual sea, así que cálmate un poco. Aunque su amor hacia Cristo puede ser otra cuestión, y es a eso a lo que me refería, en fin, si no te importa.

—Pues claro que no —replica Blackie con la presunción de quien cree que se ha marcado un tanto.

—Aunque me eduqué en el seno de la Sociedad de Amigos cuáquera —se cree obligado a puntualizar Dixon—, lo cierto es que a una edad muy receptiva estuve expuesto a un asalto de pensamientos deístas, sí, realmente muy deístas, y todos ellos bastante confusos, gracias al señor Emerson de Hurworth, por lo que podría decirse que tengo un pie sentimental en cada uno de esos credos…

—Como cuáquero, sin duda preferiría usted vernos independientes de Gran Bretaña, ¿no es cierto? —inquiere el señor Dimdown.

Un simpático rubor tiñe el rostro de Dixon.

—Lo que más atrae la atención de los cuáqueros no es la manera en que los británicos tratan a los americanos, sino el trato que tanto unos como otros dan aquí a los esclavos africanos y a los indios nativos. Es una historia antigua y melancólica… Mi fidelidad como cuáquero estaría, por encima de todas las tribus, con Cristo, pero como norteño, y por razones indiscutiblemente tribales, no puedo albergar la menor simpatía hacia ningún monarca británico, ni siquiera el que me paga mi estipendio, bendito sea. Llámenme canalla ingrato, adelante, me han llamado cosas peores… Pero mire, ¡tiene usted la jarra vacía!, esto no puede ser, permítanme, todos los que estén secos, no hay ningún problema, el señor McClean lo anotará en su libro y, cuando llegue el momento, todo se pagará. ¡Bueno, aquí viene la cerveza! Qué curioso, con toda esta espuma en lo alto, ¿cómo llaman a esto?

—Eso es la «cabeza» —dice Blackie, irónico—. ¿Acaso no tienen en su lugar de origen? ¿Qué clase de bebedor de cerveza es usted entonces, señor?

—¿Vamos a pelearnos, después de todo?

—Era una pregunta inocente —dice Blackie, mirando a su alrededor en busca de apoyo.

—Muy bien, ya que usted lo ha preguntado, le diré, señor, que yo soy un fiel y tradicional bebedor de cerveza que tiene con ustedes la cortesía de trasegar esta pálida imitación, con demasiado lúpulo y aguada, de la cerveza floja.

—Y no obstante, esta cerveza es preferible con mucho —replica Blackie, con una expresión que habría sido significativa si hubiera sido algo más que una mirada ceñuda corriente—, aunque lo que usted dice sea una difamación y algo vilmente falso, a ese sustituto negro, perezoso y dulzarrón de la brea naval que beben allá en Inglaterra, señor, y lo digo sin intención de ofenderle.

Dixon suspira. La lealtad a la cerveza es importante para él; forma parte de un pacto con la juventud, a la que desearía permanecer unido. Alza la jarra y apura, con la mayor lentitud posible, la jarra entera de cerveza americana, sin detenerse para respirar. Finalmente aspira aire.

—¡Qué error! —exclama—. ¿Cómo he podido juzgar tan mal esta cerveza?

Blackie tiene muy poco tiempo libre, como le ocurre a cualquiera del lugar. Todo eso que ahora empieza a cobrar forma posee una inercia que podría llevárselo todo por delante…, y Blackie ya no puede entregarse a lo que otrora, no hace tanto, se habría convertido en un animado certamen. Ahora el futuro, en blanco, insondable, reclama toda su energía, toda su atención, la puerta está abierta de par en par.

—La verdad es que en otro tiempo tomé con gusto muchas jarras de cerveza británica —recuerda Blackie—, y puede estar seguro de que volveré a hacerlo algún día. Entretanto, lo mismo que el té que bebemos aquí, nuestra cerveza es americana.

—¿Sabe?, creo que voy a tomarme otra de éstas —replica Dixon—. ¿Me acompaña usted?